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CASE ESTABA SENTADO en la buhardilla con los dermatrodos pegados en la frente, contemplando cómo unas motas bailaban en la diluida luz solar que se filtraba por la rejilla de arriba. Una cuenta regresiva progresaba en una esquina de la pantalla del monitor.

Los vaqueros no entraban en simestim, pensó, porque era básicamente un juguete de la carne. Sabía que los trodos que usaba y la pequeña tiara plástica que colgaba de un tablero simestim eran básicamente lo mismo, y que la matriz de ciberespacio era en realidad una drástica simplificación del sensorio humano, al menos en términos de presentación, pero el simestim mismo le parecía una gratuita multiplicación de entrada de carne. Los equipos que se vendían al público estaban especialmente editados, por supuesto, de modo que si a Tally Isham le daba un dolor de cabeza en el curso de un segmento, uno no lo sentía.

La pantalla emitió una advertencia de dos segundos.

El nuevo interruptor fue sujetado a los Sendai con una delgada cinta de fibras ópticas.

Y uno y dos y…

El ciberespacio entró en existencia desde los puntos cardinales.

Suave, pensó él, pero no bastante suave. Tengo que trabajar en eso…

Luego movió el nuevo interruptor.

La abrupta sacudida hacia otra carne. La matriz desapareció, una onda de color y sonido… Ella se movía por una calle atestada de gente, por delante de puestos donde vendían software en rebaja, precios escritos con rotuladores de fieltro sobre láminas de plástico, fragmentos de música desde innumerables altavoces. Olores de orín, monómeros gratis, perfume, pastas de krill frito. Durante algunos despavoridos segundos luchó inútilmente por controlarla. Al fin renunció, se convirtió en pasajero detrás de los ojos de ella.

Los lentes no parecían aplacar en absoluto la luz del sol. Se preguntó si los amplificadores implantados tendrían un dispositivo de compensación automática. Unos alfanuméricos azules parpadeaban la hora en la parte baja del campo periférico izquierdo. Está fanfarroneando, pensó él.

El lenguaje corporal de ella era desorientador; el estilo, extranjero. Parecía estar siempre a punto de chocar con alguien, pero la gente desaparecía delante de ella, se hacía a un lado, le abría paso.

—¿Cómo te va, Case? —Él oyó las palabras y sintió cómo ella las decía. Ella deslizó una mano bajo la chaqueta, la punta de un dedo que se movía en círculos sobre un pezón cubierto por seda tibia. La sensación le hizo contener el aliento. Ella se echó a reír. Pero el enlace era unidireccional. Él no tenía modo de replicar.

Dos calles después, atravesaba las afueras de Memory Lane. Case seguía tratando de que ella volviera los ojos hacia los puntos de referencia que él habría empleado para encontrar el camino. Comenzó a encontrar irritante la pasividad de la situación.

La transición al ciberespacio, cuando movió el interruptor, fue instantánea. Descendió a lo largo de un muro de hielo primitivo que pertenecía a la Biblioteca Pública de Nueva York, contando automáticamente ventanas potenciales. Conectándose de nuevo al sensorio de ella, entró en el sinuoso flujo de los músculos, en los sentidos agudos y brillantes.

Se encontró pensando en la mente con la que compartía aquellas sensaciones. ¿Qué sabía de ella? Que era otra profesional; que decía que ella era lo que hacía para ganarse la vida (como él). Sabía cómo se había movido hacia él, antes, cuando despertó, el mutuo gruñido de unidad cuando él entró en ella, y que le gustaba el café negro, después…

Ella iba hacia uno de los dudosos centros de alquiler de software que bordeaban Memory Lane. Había una quietud, un silencio. El pasillo central estaba bordeado por casetas. La clientela era joven, adolescentes casi todos. Parecía que les hubiesen implantado conexiones de carbono detrás de la oreja izquierda, pero ella no se fijaba en ellos. En los mostradores que había frente a las casetas se exhibían cientos de tiras de microsoft, fragmentos angulares de silicio coloreado montados bajo burbujas transparentes y oblongas, sobre cartulina blanca. Molly fue hacia la séptima caseta de la pared sur. Tras el mostrador, un muchacho de cabeza afeitada miraba sin expresión el vacío; una docena de puntas de microsoft le salía del enchufe de detrás de la oreja.

—Larry, ¿estás aquí? —Molly se puso frente a él. Los ojos del muchacho la enfocaron. Se incorporó en la silla y con una uña sucia quitó una astilla magenta brillante del enchufe.

—Eh, Larry.

—Molly —asintió él.

—Tengo trabajo para algunos de tus amigos, Larry.

Larry sacó una caja plana de plástico del bolsillo de su camisa deportiva roja, la abrió, y colocó el microsoft junto a otra docena. Vaciló, escogió un lustroso chip negro que era ligeramente más largo que los otros, y se lo insertó suavemente en la cabeza. Entornó los ojos.

—Molly lleva un pasajero —dijo—, y a Larry eso no le gusta.

—Ey —dijo ella—. No sabía que fueras tan… sensible. Estoy impresionada. Cuesta mucho llegar a ser tan sensible.

—¿La conozco, señora? —La mirada perdida regresó—. ¿Está pensando en comprar software?

—Estoy buscando a los Modernos.

—Llevas un pasajero, Molly. Esto lo dice. —Dio unos golpecitos a la astilla negra—. Alguien está usando tus ojos.

—Mi socio.

—Dile a tu socio que se vaya.

—Tengo algo para los Panteras Modernos, Larry.

—¿De qué está hablando, señora?

—Case, despega —dijo ella, y él movió el interruptor y regresó instantáneamente a la matriz. Impresiones fantasmales del centro del software colgaron durante algunos segundos en la zumbante calma del ciberespacio.

—Panteras Modernos —le dijo al Hosaka quitando los trodos—. Un resumen de cinco minutos.

—Listo —dijo el ordenador.

No era un nombre que él conociera. Algo nuevo, algo que había aparecido después de que él se marchara de Chiba. La juventud del Ensanche era barrida por las modas a la velocidad de la luz; subculturas enteras podían surgir de la noche a la mañana, florecer unos pocos meses, y luego desvanecerse por completo.

—Adelante —dijo. El Hosaka había dado entrada a un conjunto de archivos, diarios y boletines de noticias.

El resumen comenzó con una sostenida imagen congelada en colores que a Case le pareció al principio una especie de collage; la cara de un muchacho, recortada de otra imagen y pegada a la fotografía de una pared cubierta de graffiti. Ojos oscuros, pliegues epicánticos, obvio resultado de la cirugía, una malhumorada salpicadura de acné sobre mejillas pálidas y estrechas. El Hosaka descongeló la imagen; el muchacho se movió, fluyendo con la siniestra gracia de un mimo que finge ser un depredador de la selva. El cuerpo era casi invisible, un diseño abstracto, una garabateada superficie de ladrillos que se le deslizaba limpiamente por el mono ceñido. Policarbono mimético.

Corte a la doctora Virginia Rambali, socióloga de la Universidad de Nueva York, su nombre, profesores, y facultad palpitando por la pantalla en caracteres alfanuméricos rosados.

—Dada su inclinación por estos actos aleatorios de surreal violencia —dijo alguien— puede que a nuestros espectadores les resulte difícil comprender por qué sigue usted insistiendo en que este fenómeno no es una forma de terrorismo.

La doctora Rambali sonrió.

—Siempre hay un punto en el que el terrorista deja de manipular la gestalt de los medios. Un punto en el que es posible que la violencia aumente, pero más allá del cual el terrorista se ha transformado en un síntoma de la propia gestalt de estos medios. El terrorismo, tal como lo entendemos comúnmente, está por esencia relacionado con los medios de comunicación. Los Panteras Modernos difieren de otros llamados terroristas precisamente porque se dan cuenta de todo esto, porque son conscientes del punto en el que los medios separan el acto del terrorismo de la intención sociopolítica original…

—Déjalo —dijo Case.

Case conoció a su primer Moderno dos días después de haber visto en el monitor el resumen del Hosaka. Los Modernos, había resuelto, eran una versión contemporánea de los Grandes Científicos que él había conocido en la adolescencia. Había en el Ensanche una suerte de ADN adolescente activo y fantasmal, que contenía los preceptos codificados de diversas y efímeras subculturas y los reproducía a intervalos irregulares. Los Panteras Modernos eran una variante suavizada de los Científicos. De haber contado con la tecnología adecuada, todos los Grandes Científicos habrían tenido enchufes atiborrados de microsofts. Lo que importaba era el estilo, y el estilo era el mismo. Los Modernos eran mercenarios, payasos, tecnofetichistas nihilistas.

El que apareció en la puerta de la buhardilla con una caja de diskettes de parte del finlandés era un muchacho de voz suave llamado Ángelo. Su cara era un nuevo injerto cultivado en colágeno y polisacáridos de cartílagos de escualo, lisa y repugnante. Uno de los ejemplos de cirugía opcional más desagradables que Case hubiera visto nunca. Cuando Ángelo sonrió, dejando entrever los afilados colmillos de un animal grande, Case llegó a sentirse aliviado. Trasplantes dentales. Al menos éstos ya los conocía.

—No debes dejar que unos críos de mierda te hagan sentir la brecha generacional —dijo Molly. Case asintió, absorto en las figuras del hielo Senso/Red.

Ahora sí. Esto era lo que él era, quién era. Olvidó comer. Molly dejó paquetes de arroz y bandejas plásticas de sushi en una esquina de la larga mesa. A veces se resistía a tener que dejar el tablero para utilizar el inodoro químico que habían instalado en un rincón de la buhardilla. En la pantalla se formaban y volvían a formarse dibujos de hielo mientras él tanteaba en busca de brechas, esquivaba las trampas más obvias y trazaba la ruta que tomaría a través del hielo de la Senso/Red. Era buen hielo. Un hielo estupendo. Los dibujos ardían mientras él yacía con el brazo bajo los hombros de Molly, contemplando el rojo amanecer a través de la rejilla de acero de la claraboya. Un laberinto multicolor de puntos electrónicos fue lo primero que vio al despertar. Iría directamente al tablero sin molestarse en vestirse, y se conectaría. Estaba entrando. Estaba trabajando. Perdió la cuenta de los días.

Y a veces, al quedarse dormido, especialmente cuando Molly partía en viaje de reconocimiento con una cuadrilla de Modernos contratados, le llegaban imágenes de Chiba. Rostros y neón de Ninsei. Una vez despertó de un confuso sueño con Linda Lee, sin poder recordar quién era ella ni qué había significado para él. Cuando consiguió acordarse, volvió al trabajo, y trabajó nueve horas seguidas.

La penetración en el hielo de la Senso/Red le llevó un total de nueve días.

—Dije una semana —dijo Armitage, incapaz de esconder su satisfacción cuando Case le mostró su plan para el programa—. Te has tomado tu tiempo.

—No jodas —dijo Case, sonriendo a la pantalla—. Esto es un buen trabajo, Armitage.

—Sí —admitió Armitage—, pero no dejes que se te suba a la cabeza. Comparado con lo que tendrás que afrontar, esto es un juguete de vídeo galería.

—Te amo, Madre Gata —susurró el enlace de los Panteras Modernos. La voz sonaba como estática modulada en los audífonos de Case.

—Atlanta, Carnada. Parece que ahora sí. Adelante, ¿entendido? —La voz de Molly se oía un poco más clara.

—Escuchar es obedecer. —Los Modernos de Nueva Jersey utilizaban un plato receptor reticulado para que la señal codificada rebotara en un satélite de los Hijos de Cristo Rey en órbita geosincrónica sobre Manhattan. Preferían considerar toda la operación como un complicado chiste privado, y su elección de los satélites de comunicación parecía haber sido deliberada. Las señales de Molly estaban siendo transmitidas desde un plato parabólico de un metro de diámetro, sujeto con resina epóxica a la azotea de una torre bancaria de cristal negro, casi tan alta como el edificio de la Senso/Red.

Atlanta. El código de reconocimiento era sencillo. De Atlanta a Boston, a Chicago y a Denver; cinco minutos para cada ciudad. Si alguien lograba interceptar la señal de Molly, decodificarla, sintetizar su voz, el código avisaría a los Modernos. Si ella permaneciese más de veinte minutos dentro del edificio, sería muy poco probable que saliera.

Case bebió el último trago de café, acomodó los trodos, y se rascó el pecho bajo la camiseta negra. Tenía sólo una idea aproximada de lo que los Panteras Modernos pensaban hacer para distraer a los encargados de seguridad de la Senso/Red. La tarea de los Modernos era asegurar que el programa de intrusión que él había escrito se conectara a los sistemas Senso/Red cuando Molly lo necesitase. Observó la cuenta regresiva en la esquina de la pantalla. Dos. Uno.

Tomó el mando y activó el programa.

—Línea principal —susurró el enlace; su voz era el único sonido mientras Case se adentraba en los estratos fulgurantes del hielo Senso/Red. Muy bien. Conectó con el simestim y penetró en el sensorio de Molly.

El codificador enturbió levemente la entrada visual. Ella estaba de pie frente a una pared de espejos salpicados de dorado, en el gran vestíbulo blanco del edificio, mascando chicle, aparentemente fascinada por su propia imagen. Aparte de las enormes gafas de sol que ocultaban las lentes especulares implantadas, conseguía en gran medida dar la impresión de pertenecer a aquel lugar: otra muchacha turista con la esperanza de ver a Tally Isham. Llevaba un impermeable de plástico rosado, una camiseta blanca de red, holgados pantalones blancos de un corte que había estado de moda en Tokio el año anterior. Sonreía inexpresivamente y hacía globos con el chicle. Case tuvo ganas de reír. Podía sentir la cinta de microporos en las costillas de ella, sentir las pequeñas unidades planas bajo la cinta, y el codificador. El micrófono pegado a su cuello casi podía pasar por un dermodisco analgésico. Dentro de los bolsillos de la chaqueta rosada las manos se abrían y cerraban sistemáticamente en una serie de ejercicios de relajamiento. Tardó unos cuantos segundos en darse cuenta de que la extraña sensación en los extremos de los dedos de Molly era provocada por las cuchillas que se asomaban y se retraían.

Regresó. El programa ya había alcanzado la quinta puerta. Observó mientras el rompehielos destellaba y cambiaba de posición frente a él, consciente apenas de que sus manos se movían sobre el tablero, haciendo ajustes menores. Traslúcidos planos de color barajados como un mazo de cartas de prestidigitador. Saca una carta, pensó, cualquiera.

La puerta pasó borrosamente. Rio. El hielo Senso/Red había aceptado su entrada como transferencia de rutina desde el centro del consorcio en Los Ángeles. Había entrado. Detrás de él subprogramas virales se desprendían entreteniéndose con la trama codificada de la puerta, lista para desviar la información correcta de Los Ángeles.

Volvió a entrar. Molly se paseaba frente al enorme y circular mostrador de recepción al fondo del vestíbulo.

12:01:20 cuando el anuncio ardió en el nervio óptico de Molly.

A medianoche, sincronizado con el chip de detrás del ojo de Molly, el enlace en Jersey había ordenado: —Línea principal. —Nueve Modernos desperdigados a lo largo de doscientas millas del Ensanche habían marcado simultáneamente MAX EMERG desde cabinas telefónicas. Cada Moderno repitió un texto breve, colgó y se perdió en la noche, quitándose los guantes de cirugía. Nueve centrales de policía y agencias de seguridad pública absorbieron la información de que una oscura subsecta de fundamentalistas cristianos acababa de reivindicar la introducción en dosis clínicas de un psicoactivador prohibido llamado Azul Nueve en el sistema de ventilación de la Pirámide Senso/Red. Se había demostrado que Azul Nueve, conocido en Califomia como Ángel Doliente, había producido paranoia aguda y psicosis homicida en el ochenta y cinco por ciento de los sujetos experimentales.

Case movió el interruptor cuando el programa irrumpía por las puertas del subsistema de seguridad del archivo de investigación de la Senso/Red. Se encontró entrando en un ascensor.

—Perdone, pero ¿es usted empleado? —El vigilante alzó las cejas. Molly hizo un globo de chicle.

—No —dijo, hundiendo dos nudillos de la mano derecha en el plexo solar del hombre. Cuando él se replegaba sobre sí mismo, manoteándose el cinturón en busca de la alarma, ella le golpeó la cabeza contra la pared del ascensor.

Masticando con un poco más de rapidez, tocó PUERTA y STOP en el panel iluminado. Sacó una cajita de herramientas del bolsillo de su abrigo e insertó una guía de plomo en el ojo de la cerradura que aseguraba los circuitos del panel.

Los Panteras Modernos dejaron pasar cuatro minutos para que la primera movida tuviese efecto; luego inyectaron una segunda dosis de información tergiversada. Esta vez la dispararon directamente al sistema de vídeo interno del edificio de la Senso/Red.

A las 12:04:03, todas las pantallas del edificio parpadearon durante dieciocho segundos en una frecuencia que produjo convulsiones en un susceptible segmento de empleados de la Senso/Red. Entonces, algo sólo vagamente parecido a un rostro humano llenó las pantallas, las facciones estiradas sobre asimétricas superficies óseas, como una obscena proyección de Mercator; unos labios azules y húmedos se entreabrieron a medida que la retorcida y alargada mandíbula se movía. Algo, tal vez una mano, una cosa parecida a un rojizo racimo de raíces retorcidas, avanzó vacilante hacia la cámara, se desdibujó y desapareció. Imágenes de contaminación de subliminal fugacidad: gráficos del sistema de aguas del edificio, manos enguantadas que manipulaban retortas, algo que se precipitaba en la oscuridad, el pálido sonido de un golpe en el agua… La pista de audio, con el tono ajustado a casi el doble de la velocidad normal de reproducción, era parte de un noticiario de hacía un mes que exponía la potencial utilidad militar de una sustancia bioquímica conocida como HsG. La HsG rige el factor de crecimiento del esqueleto humano. Una sobredosis exacerbaba ciertas células óseas y aceleraba el crecimiento hasta en un mil por ciento.

A las 12:05:00 el núcleo forrado de espejos del consorcio de la Senso/Red albergaba a casi más de tres mil empleados. Cinco minutos después de medianoche, cuando el mensaje de los Modernos finalizaba con un blanco fulgor en las pantallas, la Pirámide de la Senso/Red emitió un alarido.

Media docena de aerodeslizadores del departamento táctico de la policía de Nueva York, respondiendo a la posibilidad de Azul Nueve en el sistema de ventilación del edificio, convergían hacia la Pirámide de la Senso/Red, desplegando toda una batería de reflectores antimotín. Un helicóptero del grupo de acción rápida del EMBA partió desde Riker.

Case disparó su segundo programa. Un virus cuidadosamente preparado atacó la trama codificada que vigilaba las órdenes de custodia del segundo subsuelo, donde se guardaba el material de investigación de la Senso/Red.

—Boston. —La voz de Molly—. Estoy abajo. —Case cambió la conexión y vio la pared ciega del ascensor. Ella estaba desabrochándose los pantalones blancos. Un abultado paquete de color idéntico al de su pálido tobillo estaba sujeto allí con cinta de microporos. Se arrodilló y despegó la cinta. Unas manchas de esmalte rojo salpicaron el policarbono mimético cuando desplegó el traje de Moderno. Se quitó el impermeable rosado, lo arrojó junto a los pantalones blancos y comenzó a ponerse el traje por encima de la camiseta de malla blanca.

12:06:26.

El virus de Case había abierto una ventana en el hielo de órdenes del archivo. Tecleó y se encontró con un infinito espacio azul en el que había esferas de colores codificados, sobre una apretada retícula de neón azul claro.

En el no-espacio de la matriz, el interior de una determinada estructura de información tenía una dimensión subjetiva ilimitada; una calculadora de juguete, operada mediante los Sendai de Case, habría presentado ilimitadas lagunas de vacío mediante unas pocas órdenes básicas. Case comenzó a teclear la secuencia que el finlandés había comprado a un sarariman de grado medio con graves problemas de adicción. Empezó a planear por las esferas como si siguiera pistas invisibles.

Aquí. Ésta.

Abriéndose paso hacia el interior de la esfera, se encontró bajo una gélida bóveda de neón azul, sin estrellas, y lisa como vidrio helado; disparó un subprograma que provocó ciertas alteraciones en las órdenes de protección del núcleo.

Ahora afuera. Invirtiendo fluidamente, mientras el virus rehacía la trama de la ventana.

Hecho.

En el vestíbulo de la Senso/Red, dos Panteras Modernos estaban sentados en actitud de alerta detrás de una máquina jardinera rectangular, grabando el desorden con una cámara de vídeo. Ambos llevaban trajes de camaleón.

—Los de Tácticas están levantando barricadas de espuma —apuntó uno de ellos, hablándole al micrófono que tenía en la garganta—. Los Rápidos siguen tratando de que el helicóptero aterrice.

Case movió el interruptor de simestim. Y entró en la agonía de un hueso roto. Molly estaba rígida contra la pared ciega y gris de un largo pasillo; respiraba con ronquidos entrecortados. Instantáneamente Case regresó a la matriz; una intensísima punzada de dolor se le desvaneció en el muslo derecho.

—¿Qué está pasando, Prole? —preguntó al enlace.

—No lo sé, Cortador. La Madre ha callado. Espera.

El programa de Case estaba rotando. Un finísimo hilo de neón rojo se extendía desde el centro de la ventana restaurada hasta la silueta cambiante del rompehielos. No tenía tiempo para esperar. Tomó aliento y volvió a Molly.

Molly dio un paso, intentando apoyarse en la pared del pasillo. En la buhardilla, Case gimió. El segundo paso la llevó por encima de un brazo extendido. Una manga de uniforme, brillante de sangre fresca. La fugaz imagen de una cachiporra de fibra de vidrio hecha trizas.

La visión de Molly parecía haberse reducido a una sola línea. Cuando dio el tercer paso, Case gritó y se encontró de nuevo en la matriz.

—¿Prole? Boston, cariño… —La voz apretada por el dolor. Tosió—. Problemitas con los nativos. Creo que uno de ellos me rompió la pierna.

—¿Qué necesitas ahora, Madre Gata? —La voz del enlace era indistinta, casi perdida entre la estática.

Case hizo un esfuerzo y volvió a conectar. Molly estaba apoyada en la pared, cargando todo su peso sobre la pierna derecha. Hurgó en el bolsillo de canguro del traje y sacó una lámina de plástico tachonada con dermodiscos multicolores. Escogió tres y los apretó con fuerza en la muñeca izquierda, sobre las venas. Seis mil microgramos de endorfina análoga descendieron sobre el dolor como un martillo y lo hicieron pedazos. La espalda se le arqueó convulsivamente. Unas ondas rosadas de calor le invadieron los muslos. Suspiró y se relajó poco a poco.

—Está bien, Prole. Ahora está bien. Pero cuando salga necesitaré un equipo médico. Dile a mi gente. Cortador, estoy a dos minutos del blanco. ¿Puedes quedarte?

—Dile que estoy dentro y me quedo —dijo Case.

Molly comenzó a cojear por el pasillo. La única vez que miró hacia atrás, Case vio los cuerpos retorcidos de tres vigilantes de la Senso/Red. Uno de ellos parecía no tener ojos.

—Los de Tácticas y los Rápidos han sellado la planta baja, Madre Gata. Barricadas de espuma. El vestíbulo se está poniendo interesante.

—Muy interesante aquí abajo —dijo ella al pasar entre dos puertas de acero gris—. Ya falta poco, Cortador.

Case regresó a la matriz y se quitó los trodos de la frente. Estaba empapado en sudor. Se secó con una toalla, tomó un breve sorbo de agua de la botella de ciclista que había junto al Hosaka, y consultó el plano del archivo. Un palpitante cursor rojo se arrastraba por la silueta de una puerta, a escasos milímetros del punto verde que indicaba la ubicación de la estructura del Dixie Flatline. Se preguntó cómo le quedaría la pierna al caminar de esa manera. Con la suficiente endorfina análoga, sería capaz de caminar sobre muñones sangrientos. Apretó el arnés de nailon que lo sujetaba a la silla y se volvió a poner los trodos.

Ahora era rutina: trodos, sentarse, y alternar estados.

El archivo de investigación de la Senso/Red era un espacio cerrado de almacenamiento; los materiales almacenados allí tenían que ser físicamente retirados antes de que los llevaran a internase. Molly cojeaba entre filas de idénticos armarios grises.

—Dile que cinco más y luego diez a la izquierda, Prole —dijo Case.

—Cinco más y diez a la izquierda, Madre Gata —dijo el enlace.

Ella dobló a la izquierda. Una bibliotecaria de rostro lívido, arrinconada entre dos armarios, con las mejillas empapadas, los ojos en blanco. Molly la ignoró. Case se preguntó qué habrían hecho los Modernos para provocar tal grado de terror. Sabía que tenía algo que ver con una falsa amenaza, pero había estado demasiado atento al hielo para seguir la explicación de Molly.

—Ése es —dijo Case, pero ella ya se había detenido frente al armario donde estaba la estructura. El diseño le recordó a Case las estanterías neoaztecas de la antesala de Julie Deane en Chiba.

—Hazlo, Cortador —dijo Molly.

Case pasó al ciberespacio y transmitió una orden que viajó por el hilo rojo a través del hielo del archivo. Cinco sistemas de alarma estaban convencidos de que funcionaban todavía. Las tres complicadas cerraduras se desactivaron, pero consideraron que habían permanecido cerradas. La memoria permanente del banco central sufrió una pequeñísima alteración: la estructura había sido retirada por orden ejecutiva un mes antes. Si un bibliotecario quisiese verificar la autorización, encontraría los registros borrados.

La puerta se abrió sobre unas bisagras silenciosas.

—0467839 —dijo Case, y Molly sacó del anaquel una unidad negra de almacenamiento. Se parecía al cargador de un gran rifle de asalto: tenía la superficie cubierta con adhesivos de advertencia e índices de seguridad.

Molly cerró la puerta del armario y Case regresó a la matriz.

Extrajo la línea a través del hielo del archivo. La línea regresó enseguida al programa y activó automáticamente una reversión completa del sistema. Las puertas de la Senso/Red se cerraron tras él. Los subprogramas se reintrodujeron en el núcleo del rompehielos cuando él dejó atrás las puertas donde habían sido emplazados.

—Fuera, Prole —dijo, y se derrumbó en la silla. Luego de concentrarse en la implementación de un programa, era capaz de continuar conectado y sin embargo consciente de su propio cuerpo. Podrían pasar días antes de que Senso/Red descubriese el robo de la estructura. La clave sería la desviación de la transferencia de Los Ángeles, que coincidía demasiado exactamente con el operativo de terror de los Modernos. Dudaba que los tres vigilantes con que Molly se había encontrado en el pasillo viviesen para contarlo. Volvió a cambiar de fase.

El ascensor, con la caja de herramientas de Molly sujeta al tablero de control, permanecía donde ella lo había dejado. El vigilante yacía aún aovillado en el suelo. Case advirtió el dermo que tenía en el cuello por primera vez. Algo de Molly, para mantenerlo sometido. Ella pasó por encima del vigilante y quitó la caja de herramientas antes de oprimir el botón de VESTÍBULO.

Cuando la puerta del ascensor se abrió, con un sonido sibilante, una mujer que estaba entre la multitud se abalanzó de espaldas hacia el ascensor y golpeó de cabeza contra la pared de atrás. Molly la ignoró, inclinándose para quitar el dermo del cuello del vigilante. Luego, de un puntapié arrojó los pantalones blancos y el impermeable rosado fuera del ascensor; tiró también las gafas oscuras y se arregló la capucha sobre la frente. La estructura, metida en el bolsillo canguro, le punzaba el esternón. Salió del ascensor.

Case había presenciado el pánico anteriormente, pero nunca en un recinto cerrado.

Los empleados de la Senso/Red, después de salir en tropel de los ascensores, habían arremetido contra la salida, sólo para encontrarse con las barricadas de espuma de los Tácticos y los rifles de arena de los Rápidos del EMBA. Los dos grupos, convencidos de que mantenían a raya una horda de asesinos potenciales, se ayudaban mutuamente con una eficiencia poco característica. Más allá de los restos de las puertas principales, había cuerpos apilados en medio de las barricadas. Los latidos huecos de las pistolas antimotín servían de fondo al ruido que hacía la muchedumbre mientras iba y venía atropelladamente sobre el pavimento de mármol del vestíbulo. Case nunca había escuchado un ruido semejante.

Tampoco Molly, aparentemente.

—Jesús —dijo. Y vaciló. Era como un lamento in crescendo hacia un ululante aullido de terror crudo y absoluto. El suelo del vestíbulo estaba cubierto de cadáveres, de ropas de sangre, y de largas y pisoteadas tiras de papel amarillo.

—Vamos, hermana. Nos toca salir. —Los ojos de los Modemos miraban fijamente desde la enloquecida agitación del policarbono; sus trajes no se adecuaban a la vorágine de formas y colores que se movía detrás de ellos—. ¿Estás herida? Vamos, Tommy te ayudará. —Tommy le dio algo al que hablaba: una cámara de vídeo envuelta en policarbono.

—Chicago —dijo ella—. Estoy en camino. —Y entonces comenzó a caer, no sobre el suelo de mármol, pringado de sangre y vómito, sino a un pozo tibio como la sangre, al silencio y la oscuridad.

El líder de los Panteras Modernos, quien se presentó como Lupus Yonderboy, llevaba un traje de policarbono con un dispositivo de grabación que le permitía reproducir sonidos de fondo a voluntad. Posado sobre la mesa de trabajo de Case, como una especie de gárgola de arte de vanguardia, miraba a Case y a Armitage con ojos entornados. Sonreía. Tenía el pelo rosado. Una selva multicolor de microsofts se erizaba detrás de su oreja izquierda, que era puntiaguda y estaba coronada por más pelos rosados. Le habían modificado las pupilas para que captaran la luz como las de un gato. Case le miró el traje, sobre el que se movían colores y texturas.

—No supisteis controlar la situación —dijo Armitage. Estaba de pie como una estatua, en medio de la buhardilla, envuelto en los oscuros y brillantes pliegues de una gabardina de aspecto costoso.

—El caos, señor Alguien —dijo Lupus Yonderboy—, es nuestro estilo y nuestro modo. Nuestro plato fuerte. Ella lo sabe. Es ella con quien tratamos. No con usted, señor Quién. —En su traje se había formado ahora un extraño diseño angular de tonos crema y pálido verde aguacate—. Necesitaba un equipo médico. Ella está ahí. Nos ocuparemos. Todo está bien. —Volvió a sonreír.

—Páguele —dijo Case.

Armitage lo miró con enfado.

—No tenemos dinero.

—Ella sí tiene —dijo Yonderboy.

—Páguele.

Armitage cruzó la habitación en silencio hasta la mesa y sacó tres gruesos fajos de nuevos yens de los bolsillos de su gabardina.

—¿Quiere contarlo? —preguntó a Yonderboy.

—No —dijo el Pantera Moderno—. Usted pagará. Usted es un señor Alguien. Usted paga por seguir siéndolo. No un señor Quién.

—Espero que no se trate de una amenaza —le dijo Armitage.

—Se trata de un negocio —dijo Yonderboy, metiendo el dinero en el bolsillo delantero del traje.

Sonó el teléfono. Case contestó.

—Molly —le dijo a Armitage, pasándole el auricular.

Las formas geodésicas del Ensanche se aclaraban al gris del alba cuando Case salió del edificio. Sentía las extremidades frías e inconexas. No podía dormir. Estaba hastiado de la buhardilla. Lupus se había marchado, luego Armitage, y a Molly la estaban operando en algún sitio. El suelo vibró bajo sus pies cuando un tren pasó sibilante. A lo lejos se oía un ulular de sirenas.

Dobló esquinas al azar; llevaba el cuello levantado, e iba encogido en una chaqueta nueva de cuero. Arrojó a la alcantarilla el primero de una cadena de Yeheyuan luego de haber encendido el siguiente. Intentó imaginar los saquitos de toxina de Armitage disolviéndosela en el torrente sanguíneo, las microscópicas membranas disolviéndose cada vez más a medida que caminaba. No parecía real. Tampoco lo parecían la agonía y el temor que había visto a través de los ojos de Molly en el vestíbulo de la Senso/Red. Se encontró intentando recordar los rostros de los tres que había matado en Chiba. Los dos hombres eran lagunas; la mujer le recordaba a Linda Lee. Un castigado camión de tres ruedas con ventanas de espejos pasó a saltos junto a él; cilindros de plástico vacíos rebotaban en la caja.

—Case.

Se sobresaltó haciéndose a un lado, buscando instintivamente una pared.

—Un mensaje para ti, Case. —En el traje de Lupus Yonderboy aparecían cíclicamente colores primarios puros—. Perdón. No quise asustarte.

Case se enderezó, las manos en los bolsillos de la chaqueta. Le llevaba una cabeza al Moderno.

—Tendrías que tener más cuidado, Yonderboy.

—Éste es el mensaje, Wintermute. —Lo deletreó.

—¿Lo envías tú? —Case dio un paso adelante.

—No —dijo Yonderboy—. Te lo envían.

—¿Quién?

—Wintermute —repitió Yonderboy, moviendo la cabeza y bamboleando el copete de pelo rosado. El traje se le puso negro mate, una sombra de carbonilla contra el viejo cemento. Ejecutó brevemente unos extraños pasos de danza, agitando los brazos delgados y negros, y desapareció. No. Allí. Una capucha que escondía el rosado, el traje del exacto color gris, salpicado y manchado como la acera que pisaba. Los ojos reflejaron el rojo de un semáforo. Y luego desapareció de verdad.

Case cerró los ojos y se los frotó con dedos entumecidos, apoyado en la ruinosa pared de ladrillos.

Ninsei había sido mucho más simple.