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EN CASA.

La casa era EMBA, el Ensanche, el Eje Metropolitano Boston-Atlanta.

Programa un mapa que muestre la frecuencia de intercambio de información, cada mil megabytes un único pixel en una gran pantalla, Manhattan y Atlanta arden en sólido blanco. Luego empiezan a palpitar; el índice de tráfico amenaza con una sobrecarga. Tu mapa está a punto de convertirse en una nova. Enfríalo. Aumenta la escala. Cada pixel un millón de megabytes. A cien millones de megabytes por segundo comienzas a distinguir ciertos bloques del área central de Manhattan, contornos de centenarios parques industriales en el centro antiguo de Atlanta…

Case despertó de un sueño de aeropuertos, de las oscuras ropas de cuero de Molly moviéndose delante de él a través de los vestíbulos de Narita, Schiphol, Orly… Se vio a sí mismo comprar una botella plástica de vodka danés en un quiosco, una hora antes del amanecer.

En algún lugar de las raíces de cemento armado del Ensanche un tren empujó una columna de aire enrarecido a través de un túnel. El tren mismo era silencioso, deslizándose sobre su colchón de inducción, pero el aire desplazado hacía que el túnel cantara, en tonos cada vez más graves hasta llegar a frecuencias subsónicas. La vibración alcanzó el cuarto donde él descansaba, y una nube de polvo se levantó de las grietas del reseco suelo de madera.

Al abrir los ojos vio a Molly, desnuda y apenas fuera de su alcance al otro lado de una superficie de acolchado sintético, rosado y muy nuevo. En lo alto, el sol se filtraba por la tiznada rejilla de un tragaluz. Un pedazo de medio metro de vidrio había sido reemplazado por una plancha de madera; de allí emergía un grueso cable gris cuyo extremo pendía a pocos centímetros del suelo. Tumbado de lado observó cómo Molly respiraba, le miró los pechos, la curva de un flanco que se alargaba con la funcional elegancia del fuselaje de un avión de guerra. Tenía un cuerpo menudo, pulcro, con músculos de bailarina.

El cuarto era amplio. Case se incorporó. En el cuarto no había otra cosa que el amplio bloque rosado de la cama y dos bolsas de nailon nuevas e idénticas, junto a la cama. Paredes ciegas, sin ventanas, una puerta de emergencia de acero pintada de blanco. Las paredes estaban cubiertas con innumerables capas de látex blanco. Un espacio de fábrica. Conocía ese tipo de habitación, ese tipo de edificio; los inquilinos operaban en la zona intermedia donde el arte no llegaba a ser crimen ni el crimen llegaba a ser arte.

Estaba en casa.

Puso los pies en el suelo de pequeños bloques de madera; algunos faltaban, otros estaban sueltos. Le dolía la cabeza. Recordó Ámsterdam, otra habitación en el casco antiguo del Centrum, edificios centenarios. Molly regresando de la orilla del canal con zumo de naranja y huevos. Armitage había partido a alguna críptica expedición; los dos atravesaron solos la plaza del Dam hasta un bar que ella conocía en la avenida del Damrak. París era un sueño borroso. De compras. Ella lo había llevado de compras.

Se levantó al tiempo que se ponía unos arrugados tejanos negros y nuevos que estaban al pie de la cama, y se arrodilló junto a las bolsas. La primera que abrió era la de Molly: ropa cuidadosamente doblada y pequeños dispositivos de costoso aspecto. La segunda estaba atiborrada de cosas que él no recordaba haber comprado: libros, cintas, una consola simestin, prendas con etiquetas italianas y francesas. Descubrió, bajo una camiseta verde, un paquete plano y envuelto en origami, papel japonés reciclado.

El papel se rasgó cuando alzó el paquete. Una brillante estrella de nueve puntas cayó y se clavó en una grieta del parqué.

—Un souvenir —dijo Molly—. Me di cuenta de que no dejabas de mirarlos. —Él se volvió y la vio sentada de piernas cruzadas sobre la cama, adormilada, rascándose el estómago con uñas rojas.

—Alguien vendrá más tarde a asegurar este lugar —dijo Armitage. Estaba de pie en el umbral con una anticuada llave magnética en la mano. Molly preparaba café en un diminuto hornillo alemán que había sacado de la bolsa.

—Yo puedo hacerlo —dijo ella—. Tengo el equipo necesario. Sensores de infrarrojos, alarmas…

—No —dijo él, cerrando la puerta—. Lo quiero sin fallos.

—Como gustes. —Ella llevaba una camiseta de tejido abierto metida en unos holgados pantalones negros de algodón.

—¿Ha sido usted policía, señor Armitage? —preguntó Case desde donde estaba sentado, la espalda apoyada en la pared.

Armitage no era más alto que Case, pero sus anchos hombros y su postura militar parecían llenar el marco de la puerta. Estaba vestido con un sombrío traje italiano, y en la mano derecha sostenía un maletín blando de cuero negro. No llevaba ya el pendiente de las Fuerzas Especiales. Las hermosas e inexpresivas facciones tenían la rutinaria belleza de las tiendas de cosméticos: una conservadora amalgama de los principales rostros que habían aparecido en los medios de comunicación de la década anterior. El débil brillo de los ojos acrecentaba el efecto de máscara. Case comenzó a lamentar la pregunta.

—Muchos de los de las Fuerzas terminaron siendo policías, quiero decir. O vigilantes privados —agregó Case incómodo. Molly le pasó una humeante taza de café—. Lo que usted les hizo hacer con mi páncreas parece cosa de policías.

Armitage cruzó la habitación y se detuvo frente a Case.

—Eres un chico afortunado, Case. Tendrías que darme las gracias.

—¿De veras? —Case sopló su café ruidosamente.

—Necesitabas un páncreas nuevo. El que te compramos te libra de una peligrosa dependencia.

—Gracias, pero me gustaba aquella dependencia.

—Muy bien; porque ahora tienes una nueva.

—¿Cómo es eso? —Case levantó la vista. Armitage sonreía.

—Tienes quince saquitos de toxina sujetos a las paredes de varias arterias mayores, Case. Se están disolviendo. Muy despacio pero disolviéndose sin lugar a dudas. Cada uno contiene una micotoxina. Ya estás familiarizado con el efecto de esa micotoxina. Es la misma que tus jefes anteriores te dieron en Memphis.

Case parpadeó, mirando a la máscara sonriente.

—Tienes tiempo para hacer lo que te pediré, Case, pero nada más. Haz el trabajo y podré inyectarte una enzima que soltará los saquitos sin abrirlos. Luego necesitarás un cambio de sangre. Si no, los sacos se disuelven y tú vuelves a lo que eras. Así que ya lo sabes, Case, nos necesitas. Nos necesitas tanto como cuando te recogimos de la alcantarilla.

Case miró a Molly. Ella se encogió de hombros.

—Ahora ve al montacargas y trae las cajas que hay allí. —Armitage le dio la llave magnética—. Adelante. Te va a gustar, Case. Como la mañana de Navidad.

Verano en el Ensanche. En los centros comerciales la muchedumbre ondeaba como hierba mecida por el viento; un campo de carne traspasado por súbitas corrientes de necesidad y gratificación.

Se sentó junto a Molly al sol tamizado, sobre el borde de una fuente de cemento, dejando que el infinito desfile de rostros recapitulase las etapas de su vida. Primero un niño de ojos adormilados, un muchacho callejero, las manos relajadas y listas a los lados; después un adolescente, la cara lisa y críptica bajo gafas rojas. Case recordó una pelea en un tejado a los diecisiete años, un combate silencioso en el resplandor rosado de la geodesia del alba.

Se movió sobre el cemento, sintiéndolo áspero y frío a través de la delgada tela negra. Nada allí se parecía a la eléctrica danza de Ninsei. El comercio era aquí diferente, otro ritmo, con un olor de comidas rápidas y perfume y un fresco sudor de verano.

Con la consola esperándolo, allá en el altillo; una Cyberspace 7 Ono-Sendai. Habían llenado el cuarto con las abstractas formas blancas de las piezas de poliestireno, arrugadas láminas de plástico y cientos de granos blancos. La Ono-Sendai; el ordenador Hosaka más caro del año siguiente; un monitor Sony; una docena de discos de hielo de primera calidad; una cafetera Braun. Armitage se limitó a esperar a que Case aprobara cada una de las piezas.

—¿Adónde fue? —había preguntado Case a Molly.

—Le gustan los hoteles. Los grandes. Cerca de los aeropuertos, si es posible. Bajemos a la calle. —Ella se había enfundado en un viejo chaleco militar con una docena de bolsillos extraños, y se había puesto unas enormes gafas de sol de plástico negro que le cubrían por completo los injertos especularas.

—¿Ya sabías lo de esa mierda de las toxinas? —le preguntó él junto a la fuente. Ella negó con la cabeza—. ¿Crees que es verdad?

—Tal vez sí, tal vez no. Todo es posible.

—¿Sabes cómo puedo averiguarlo?

—No —dijo ella, indicando silencio con la mano derecha—. Ese tipo de locura es demasiado sutil para que aparezca en un rastreo. —Movió otra vez la mano: espera—. Y de todos modos, a ti no te importa demasiado. Te vi acariciar esa Sendai; eso era pornográfico, hombre. —Se echó a reír.

—¿Y a ti cómo te tiene amarrada? ¿Con qué locura ha pescado a la chica trabajadora?

—Orgullo profesional, nene, eso es todo. —Y de nuevo el gesto de silencio—. Vamos a desayunar, ¿te parece? Huevos, tocino verdadero. Es probable que te mate, hace tanto tiempo que comes esa basura reciclada de krill de Chiba. Sí, vamos; iremos en metro hasta Manhattan y nos daremos un desayuno de verdad.

Un neón sin vida anunciaba METRO HOLOGRAFIX en polvorientas mayúsculas de tubos de vidrio. Case se hurgó una hilacha de tocino que se le había alojado entre los dientes. Había renunciado a preguntarle adónde iban y por qué; codazos en las costillas y el gesto de silencio era toda la respuesta que había obtenido. Ella hablaba de las modas de la temporada, de deportes y de un escándalo político en Califomia desconocido para él.

Recorrió con la mirada la desierta calle sin salida. Una hoja de periódico atravesó a saltos la intersección. Vientos inesperados en el lado Este; algo relacionado con la convección y una superposición de las cúpulas. Case miró por la ventana el aviso muerto. El Ensanche de ella no era el Ensanche de él, concluyó. Lo había guiado a través de una docena de bares y de clubes que él nunca había visto antes; ocupándose de los negocios, por lo general con apenas un gesto. Manteniendo contactos.

Algo se movía en las sombras detrás de METRO HOLOGRAFIX.

La puerta era una plancha corrugada. Frente a ella, las manos de Molly ejecutaron fluidamente una intrincada secuencia de movimientos que él no pudo seguir. Alcanzó a ver la señal de efectivo: un dedo pulgar acariciando la yema del índice. La puerta se abrió para adentro y ella lo condujo hacia el olor a polvo. Estaban en un claro; densas marañas de desechos se alzaban a ambos lados sobre paredes cubiertas por estanterías de arruinados libros de bolsillo. La basura parecía algo que hubiese crecido allí, un hongo de metal y plástico retorcido. A veces distinguía algún objeto, pero luego parecía desvanecerse otra vez entre la masa: las entrañas de un televisor tan viejo que estaba salpicado de fragmentos de tubos de vidrio; una antena de disco abollada, un cubo marrón de plástico lleno de corroídos tubos de aleación. Una enorme pila de viejas revistas se había desplomado sobre el espacio abierto; carne de veranos perdidos mirando ciegamente hacia arriba mientras él seguía la espalda de ella a través de un angosto cañón de metales comprimidos. Oyó el ruido de la puerta que se cerraba detrás de ellos. No volvió la cabeza.

El túnel terminaba en una antigua manta del ejército colgada sobre el umbral de una puerta. Cuando Molly la apartó para pasar, salió un raudal de luz blanca.

Cuatro paredes cuadradas de plástico blanco y liso que cubría también el techo; suelo de baldosas blanco hospital, con un diseño antideslizante de pequeños discos en relieve. En el centro había una mesa de madera blanca y cuadrada, y cuatro sillas blancas plegables.

El hombre que apareció en la puerta detrás de ellos, parpadeando, con la manta cubriéndole un hombro como una capa, parecía haber sido diseñado en un túnel de viento. Tenía las orejas muy pequeñas, aplastadas sobre un cráneo estrecho, y los grandes dientes, revelados por algo que no era del todo una sonrisa, estaban acentuadamente inclinados hacia atrás. Llevaba una antigua chaqueta de paño y sostenía en la mano izquierda una pistola de algún tipo. Los escrutó con la mirada, parpadeó, y dejó caer la pistola en un bolsillo de la chaqueta. Le hizo una seña a Case; señaló hacia un bloque de plástico blanco apoyado cerca de la puerta. Case caminó hacia allí y vio que era un macizo panel de circuitos de casi un centímetro de espesor. Ayudó al hombre a levantarlo y ponerlo en el umbral. Unos dedos rápidos y manchados de nicotina lo sujetaron con cinta blanca adhesiva. Un ventilador oculto comenzó a ronronear.

—Tiempo —dijo el hombre, enderezándose—, y contando. Tú conoces la tarifa, Molly.

—Necesitamos un rastreo, finlandés. Para implantes.

—Entonces colócate entre los postes. Párate en la cinta. Endereza la espalda, así. Ahora date la vuelta, un tres sesenta completo. —Case miró cómo Molly giraba entre los dos frágiles pedestales atiborrados de sensores. El hombre sacó un pequeño monitor del bolsillo y lo miró de soslayo—. Hay algo nuevo en tu cabeza, sí. Silicón; capa de carbones pirolíticos. Un reloj, ¿verdad? Los lentes me dan la lectura de siempre, carbones isotrópicos de baja temperatura. Mejor biocompatibididad con pirolíticos, pero eso es asunto tuyo, ¿verdad? Lo mismo tus garras.

—Ven aquí, Case —dijo Molly. Case vio una X rayada en negro sobre el suelo blanco—. Date la vuelta, despacio.

—Este tipo es virgen. —El hombre se encogió de hombros—. Un trabajo dental barato, nada más.

—¿Le examinas lo biológico? —Molly bajó la cremallera de su chaqueta verde y se quitó las gafas oscuras.

—¿Te crees que esto es la Mayo? Sube a la mesa, chiquillo, vamos a hacerte una pequeña biopsia. —Soltó una risotada que reveló aún más sus dientes amarillos—. Nada. Palabra de finlandés, no tienes micros, ni bombas en la corteza. ¿Quieres que cierre la pantalla?

—Sólo el tiempo que tardes en marcharte, finlandés. Luego vamos a querer pantalla entera por el tiempo que queramos.

—Ey, por el finlandés no hay problema, Molly. Tú sólo estás pagando por segundo.

Sellaron la puerta detrás de él y Molly dio la vuelta a una de las sillas blancas y se sentó, apoyando el mentón en los brazos cruzados.

—Ahora hablaremos. Esto es lo más privado que puedo pagar.

—¿De qué?

—De lo que estamos haciendo.

—¿Qué estamos haciendo?

—Trabajar para Armitage.

—¿Y dices que no es para su beneficio?

—Sí. Vi tu perfil, Case. Y he visto el resto de nuestra lista de compras. ¿Has trabajado alguna vez con los muertos?

—No. —Case miró su reflejo en las gafas—. Supongo que podría. Soy bueno en lo que hago. —La conjugación en presente lo puso nervioso.

—¿Sabes que el Dixie Flatline está muerto?

Él asintió.

—El corazón, oí decir.

—Tú vas a trabajar con su estructura. —Sonrió—. Te enseñaron los trucos, ¿eh? Él y Quine. Por cierto, conozco a Quine. Un verdadero imbécil.

—¿Alguien tiene un registro de McCoy Pauley? ¿Quién? —Case se sentó y apoyó los codos en la mesa—. No me lo puedo imaginar. Nunca se lo habría dejado hacer.

—Senso/Red. Le pagaron una mega, apuesta lo que quieras.

—¿Murió Quine también?

—No tendremos esa suerte. Está en Europa. Él no entra en esto.

—Bueno, si podemos conseguir al Flatline, hemos ganado. Era el mejor. ¿Sabes que tuvo tres muertes cerebrales?

Ella asintió.

—Un electroencefalograma horizontal. Me mostraron cintas. «Chico, yo estaba muerto», con su acento sureño.

—Mira, Case, desde que entré he tratado de averiguar quién está apoyando a Armitage. Y no parece que sea un zaibaitsu, un gobierno o una subsidiaria de la Yakuza. Armitage recibe órdenes. Alguien le dice que vaya a Chiba, recoja a un anfeta que está bamboleándose por última vez en el cinturón de los quemados, y que negocie un programa para la operación con que lo van a arreglar. Podríamos haber comprado veinte vaqueros de primera con lo que el mercado estaba dispuesto a pagar por ese programa quirúrgico. Eras bueno, pero no tan bueno… —Molly se rascó un lado de la nariz.

—Es obvio que para alguien tiene sentido —dijo él—. Alguien grande.

—No dejes que te ofenda. —Sonrió—. Vamos a activar un programa de los fuertes, Case; sólo para conseguir la estructura del Flatline. Senso/Red la tiene guardada en la bóveda de un archivo de las afueras. A cal y canto, Case. Y los de Senso/Red tienen todos los nuevos materiales para la temporada de otoño guardados allí también. Roba eso y seríamos más ricos que la mierda. Pero no, tenemos que conseguir el Flatline y nada más. Es raro.

—Sí, es todo muy raro. Tú eres rara, esta cueva es rara, y, ¿quién es esa rara tortuguita de tierra que está afuera en el pasillo?

—El finlandés es un antiguo contacto. Una fachada, sobre todo. Software. Lo de la privacidad es un negocio adicional. Pero hice que Armitage le dejara ser nuestro técnico aquí, así que más tarde, cuando lo veas, tú nunca lo has visto. ¿Entendido?

—¿Y qué es lo que Armitage ha puesto a disolver dentro de ti?

—Yo soy un modelo fácil. —Sonrió—. Uno es las cosas que uno hace bien, ¿no es cierto? Tú tienes que cazar, yo tengo que pelear.

La miró fijamente.

—Entonces dime qué sabes de Armitage.

—Para comenzar, nadie llamado Armitage tomó parte en Puño Estridente. Lo verifiqué. Pero eso no significa mucho. No creo que sea uno de esos tipos que llegaron a escapar. —Alzó y dejó caer los hombros—. Un asunto importante. Y lo único que tengo son comienzos. —Tamborileó con las uñas en el respaldo de la silla—. Pero tú eres un vaquero, ¿verdad? Quiero decir, a lo mejor puedes echar un vistazo por ahí. —Sonrió.

—Él me mataría.

—Tal vez sí. Tal vez no. Creo que te necesita, Case, y mucho. Además, eres un tío listo, ¿no? Tú puedes engañarlo, seguro.

—¿Qué más hay en esa lista que mencionaste?

—Juguetes. La mayoría para ti. Y un psicópata certificado de nombre Peter Riviera. Un tipo realmente feo.

—¿Dónde está?

—No lo sé. Pero es un jodido enfermo, de verdad. Vi su perfil. —Hizo una mueca—. Es atroz. —Se puso de pie y se estiró como un gato—. Así que tenemos un negocio en marcha, ¿muchacho? ¿Estamos juntos en esto? ¿Socios?

Case la miró.

—Tengo muchas opciones, ¿eh?

Ella rio.

—Has entendido, vaquero.

«La matriz tiene sus raíces en las primitivas galerías de juego», dijo la voz, «en los primeros programas gráficos y en la experimentación militar con conexiones craneales». En el Sony, una guerra espacial bidimensional se desvaneció tras un bosque de helechos matemáticamente generados, demostrando las posibilidades espaciales de las espirales logaritmicas; una secuencia militar pasó en fríos y azules destellos, animales de laboratorio conectados a sistemas de sondeo, cascos enviando señales a circuitos de control de incendios en tanques y aviones de combate. «El ciberespacio. Una alucinación consensual experimentada diariamente por billones de legítimos operadores, en todas las naciones, por niños a quienes se enseña altos conceptos matemáticos… Una representación gráfica de la información abstraída de los bancos de todos los ordenadores del sistema humano. Una complejidad inimaginable. Líneas de luz clasificadas en el no-espacio de la mente, conglomerados y constelaciones de información. Como las luces de una ciudad que se aleja…».

—¿Qué es eso? —preguntó Molly mientras él giraba el selector de canales.

—Un programa para niños. —Un aluvión discontinuo de imágenes mientras el selector se movía—. Off —le dijo al Hosaka.

—¿Quieres probar ahora, Case?

Miércoles. Ocho días después de haber despertado en el Hotel Barato, con Molly junto a él.

—¿Quieres que me vaya, Case? Quizás te sea más fácil a solas… —Él sacudió la cabeza.

—No. Quédate, no tiene importancia. —Se colocó la cinta de esponja negra en la frente, cuidando de no perturbar los chatos dermatrodos Sendai. Observó la consola en su regazo, sin verla realmente, viendo en cambio la ventana del negocio de Ninsei, el shuriken de cromo ardiendo bajo el neón reflejado. Alzó los ojos; en la pared, justo encima del Sony, había colgado el regalo de Molly, lo había clavado con un alfiler de cabeza amarilla por el agujero del centro.

Cerró los ojos.

Encontró la rugosa superficie del interruptor.

Y en la cruenta oscuridad de sus ojos cerrados, un hervor de fosfenos de plata que llegaban desde el filo del espacio, imágenes hipnagógicas que pasaban a gran velocidad como una película de fotogramas aleatorios. Símbolos, figuras, un borroso y fragmentado mandala de información visual.

Por favor, rogó, ahora…

Un disco gris del color del cielo de Chiba.

Ahora…

El disco empezaba a rotar, rápidamente, convirtiéndose en una esfera de gris más pálido. Expandiéndose…

Y fluyó, floreció para él, truco origami de neón fluido, el despliegue de un hogar que no conocía distancias, su país, transparente tablero de ajedrez tridimensional que se extendía al infinito. Un ojo interior que se abría a la escalonada pirámide escarlata del Centro de Fisión de la Costa Este, ardiendo detrás de los cubos verdes del Mitsubishi Bank of America, y en lo alto y muy a lo lejos, los brazos espirales de sistemas militares, inalcanzables para siempre.

Y en algún lugar se encontró riendo, en una buhardilla pintada de blanco, con dedos distantes que acariciaban el tablero, y lágrimas de alivio que le arrasaban el rostro.

Molly se había marchado cuando se quitó los trodos, y la buhardilla estaba a oscuras. Consultó la hora. Había permanecido cinco horas en el ciberespacio. Llevó los Ono-Sendai a una de las nuevas mesas de trabajo y se desplomó de través sobre la cama, tirando del saco de dormir de seda negra de Molly para cubrirse la cabeza.

El dispositivo de seguridad acoplado a la puerta de emergencia sonó dos veces.

—Entrada solicitada —dijo—. Individuo verificado por mi programa.

—Entonces abre. —Case se quitó la seda de la cara y se incorporó mientras la puerta se abría, esperando ver a Molly o a Armitage.

—Cristo —dijo una voz ronca—, ya sé que esa perra puede ver en la oscuridad… —Una rechoncha silueta entró y cerró la puerta—. Enciende la luz, ¿de acuerdo? —Case bajó a gatas de la cama y encontró el anticuado interruptor.

—Soy el finlandés —dijo, y miró a Case con expresión de advertencia.

—Case.

—Mucho gusto, estoy seguro. Estoy haciendo un hardware para tu jefe, parece. —El finlandés sacó un paquete de Partagás y encendió uno. El olor a tabaco cubano llenó la habitación. Fue hacia la mesa de trabajo y miró los Ono-Sendai—. Parece común. Eso se arregla pronto. Pero aquí está tu problema, muchacho. —Extrajo un mugriento sobre manila del interior de la chaqueta, echó cenizas al suelo, y sacó del sobre un rectángulo negro sin distintivo alguno—. Malditos prototipos de fábrica —dijo, arrojando el objeto sobre la mesa—. Incrústalos en un bloque de policarbono y no puedes examinarlos con un láser sin arruinar el sistema. Defensas contra rayos X, ultrasondeos, y Dios sabe qué. Conseguiremos entrar, pero para los pecadores no hay descanso, ¿verdad? —Dobló el sobre con mucho cuidado y lo guardó en un bolsillo interior.

—¿Qué es?

—Es básicamente un interruptor flipflop. Conéctalo a tus Sendai; puedes acceder al simestim en vivo o en registro sin tener que salir de la matriz.

—¿Para qué?

—No tengo idea. Sé que estoy preparando a Molly para un equipo de transmisión y quizá puedas acceder a su sensorio. —El finlandés se rascó el mentón—. Así que ahora vas a descubrir cómo aprietan esos pantalones, ¿eh?