EL CIELO SOBRE EL PUERTO tenía el color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto.
—No es que esté desahogándome —Case oyó decir a alguien mientras a golpes de hombro se abría paso entre la multitud frente a la puerta del Chat—. Es como si mi cuerpo hubiese desarrollado toda esta deficiencia de drogas —era una voz del Ensanche y un chiste del Ensanche. El Chatsubo era un bar para expatriados profesionales; podías pasar allí una semana bebiendo y nunca oír dos palabras en japonés.
Ratz estaba sirviendo en el mostrador, sacudiendo monótonamente el brazo protésico mientras llenaba una bandeja de vasos de kirin de barril. Vio a Case y sonrió; sus dientes, una combinación de acero europeo oriental y caries marrones. Case encontró un sitio en la barra, entre el improbable bronceado de una de las putas de Lonny Zone y el flamante uniforme naval de un africano alto cuyos pómulos estaban acanalados por precisos surcos de cicatrices tribales.
—Wage estuvo aquí temprano, con dos matones —dijo Ratz, empujando una cerveza por la barra con la mano buena—. ¿Negocios contigo tal vez, Case?
Case se encogió de hombros. La chica de la derecha soltó una risita y lo tocó suavemente con el codo. La sonrisa del barman se ensanchó. La fealdad de Ratz era tema de leyenda. Era de una belleza asequible, la fealdad tenía algo de heráldico. El arcaico brazo chirrió cuando se extendió para alcanzar otra jarra. Era una prótesis militar rusa, un manipulador de fuerza retroalimentada con siete funciones, acoplado a una mugrienta pieza de plástico rosado.
—Eres demasiado el artiste, Herr Case. —Ratz gruñó; el sonido le sirvió de risa. Se rascó con la garra rosada el exceso de barriga enfundada en una camisa blanca—. Eres el artiste del negocio ligeramente gracioso.
—Claro —dijo Case, y tomó un sorbo de cerveza—. Alguien tiene que ser gracioso aquí. Ten por seguro que ése no eres tú.
La risita de la puta subió una octava.
—Tampoco tú, hermana. Así que desaparece, ¿de acuerdo? Zone es un íntimo amigo mío.
Ella miró a Case a los ojos y produjo un sonido de escupitajo lo más leve posible, moviendo apenas los labios. Pero se marchó.
—¡Jesús! —dijo Case—. ¿Qué clase de antro tienes? Uno no puede tomarse un trago en paz.
—Mmm —dijo Ratz frotando la madera rayada con un trapo—. Zone ofrece un porcentaje. A ti te dejo trabajar aquí porque me entretienes.
Cuando Case levantó su cerveza, se hizo uno de esos extraños instantes de silencio, como si cien conversaciones inconexas hubiesen llegado simultáneamente a la misma pausa. La risa de la puta resonó entonces, con un cierto deje de histeria.
Ratz gruñó:
—Ha pasado un ángel.
—Los chinos —vociferó un australiano borracho—; los chinos inventaron el empalme de nervios. Para una operación de nervios, nada como el continente. Te arreglan de verdad, compañero…
—Lo que faltaba —dijo Case a su vaso, sintiendo que toda la amargura le subía como una bilis—; eso sí que es una mierda.
Ya los japoneses habían olvidado más de neurocirugía de lo que los chinos habían sabido nunca. Las clínicas negras de Chiba eran lo más avanzado: cuerpos enteros reconstruidos mensualmente, y con todo, aún no lograban reparar el daño que le habían infligido en aquel hotel de Memphis.
Un año allí y aún soñaba con el ciberespacio, la esperanza desvaneciéndose cada noche. Toda la cocaína que tomaba, tanto buscarse la vida, tanta chapuza en Night City, y aún veía la matriz durante el sueño: brillantes reticulados de lógica desplegándose sobre aquel incoloro vacío… Ahora el Ensanche era un largo y extraño camino a casa al otro lado del Pacífico, y él no era un operador, ni un vaquero del ciberespacio. Sólo un buscavidas más, tratando de arreglárselas. Pero los sueños acudieron en la noche japonesa como vudú en vivo, y lloraba por eso, lloraba en sueños, y despertaba solo en la oscuridad, aovillado en la cápsula de algún hotel de ataúdes, con las manos clavadas en el colchón de gomaespuma, tratando de alcanzar la consola que no estaba allí.
—Anoche vi a tu chica —dijo Ratz, pasando a Case un segundo kirin.
—No tengo —dijo Case, y bebió.
—La señorita Linda Lee.
Case sacudió la cabeza.
—¿No tienes chica? ¿Nada? ¿Sólo negocios, amigo artiste? —Los ojos pequeños y marrones del barman anidaban profundamente en una piel arrugada—. Creo que me gustabas más con ella. Te reías más. Ahora, una de estas noches, tal vez te pongas demasiado artístico; terminarás en los tanques de la clínica; piezas de recambio.
—Me estás rompiendo el corazón, Ratz. —Case terminó su cerveza, pagó y se fue, hombros altos, estrechos y encogidos bajo la cazadora de nailon caqui manchada de lluvia. Abriéndose paso entre la multitud de Ninsei, podía oler su propio sudor rancio.
Case tenía veinticuatro años. A los veintidós, había sido vaquero, un cuatrero, uno de los mejores del Ensanche. Había sido entrenado por los mejores, por McCoy Pauley y Bobby Quine, leyendas en el negocio. Operaba en un estado adrenalínico alto y casi permanente, un derivado de juventud y destreza, conectado a una consola de ciberespacio hecha por encargo que proyectaba su incorpórea conciencia en la alucinación consensual que era la matriz. Ladrón, trabajaba para otros: ladrones más adinerados, patrones que proveían el exótico software requerido para atravesar los muros brillantes de los sistemas empresariales, abriendo ventanas hacia los ricos campos de la información.
Cometió el clásico error, el que se había jurado no cometer nunca. Robó a sus jefes. Guardó algo para él y trató de escabullirlo por intermedio de un traficante en Ámsterdam. Aún no sabía con certeza cómo fue descubierto, aunque ahora no importaba. Esperaba que lo mataran entonces, pero ellos sólo sonrieron. Por supuesto que era bienvenido, le dijeron, bienvenido al dinero. E iba a necesitarlo. Porque —aún sonriendo— ellos se iban a encargar de que nunca más volviese a trabajar.
Le dañaron el sistema nervioso con una micotoxina rusa de los tiempos de la guerra.
Atado a una cama en un hotel de Memphis, el talento se le extinguió micrón a micrón y alucinó durante treinta horas.
El daño fue mínimo, sutil, y totalmente efectivo.
Para Case, que vivía para la inmaterial exultación del ciberespacio, fue la Caída. En los bares que frecuentaba como vaquero estrella, la actitud distinguida implicaba un cierto y desafectado desdén por el cuerpo. El cuerpo era carne. Case cayó en la prisión de su propia carne.
El total de sus bienes fue rápidamente convertido a nuevos yens, un grueso fajo del viejo papel moneda que circulaba interminablemente por el circuito cerrado de los mercados negros del mundo como las conchas marinas de los isleños de Trobriand. En el Ensanche era difícil hacer negocios legítimos con dinero en efectivo; en Japón ya era ilegal.
En Japón supo con firme y absoluta certeza que conseguiría curarse. En Chiba. Ya fuese en una clínica legalizada o en la tierra umbría de la medicina negra. Sinónimo de implantes, de empalmes de nervios y microbiónica, Chiba era un imán para las subculturas tecnodelictivas.
En Chiba, vio cómo sus nuevos yens se desvanecían en una ronda de dos meses de exámenes y consultas. Los hombres de las clínicas negras, la última esperanza de Case, admiraron la pericia con que lo habían lisiado, y luego, lentamente, menearon la cabeza.
Ahora dormía en los ataúdes más baratos, los más cercanos al puerto, bajo los faros de cuarzo halógeno que iluminaban los muelles toda la noche como vastos escenarios; donde el fulgor del cielo de televisor impedía ver el cielo de Tokio y aun el desmesurado logotipo holográfico de la Fuji Electric Company, y la bahía de Tokio era un espacio negro donde las gaviotas daban vueltas en círculo sobre cardúmenes de poliestireno blanco a la deriva. Detrás del puerto se extendía la ciudad, cúpulas de fábricas dominadas por los vastos cubos de arcologías empresariales. Puerto y ciudad estaban divididos por una estrecha frontera de calles más viejas, un área sin nombre oficial. Night City, y Ninsei, el corazón del barrio. De día, los bares de Ninsei estaban cerrados y no se distinguían unos de otros: el neón apagado, los hologramas inertes, esperando bajo el envenenado cielo de plata.
Dos manzanas al oeste del Chat, en un salón de té llamado el Jarre de Thé, Case tomó la primera pastilla de la noche con un espresso doble. Era un octógono rosado y plano, una potente especie de dextroanfetamina brasileña que comprara a una de las chicas de Zone.
El Jarre tenía las paredes cubiertas de espejos, cada panel enmarcado en neón rojo.
Al principio, encontrándose solo en Chiba, con poco dinero y menos esperanzas de curarse, había entrado en una especie de sobremarcha terminal, rebuscando dinero fresco con una intensidad helada que parecía corresponder a otra persona. El primer mes, mató a dos hombres y a una mujer por sumas que un año atrás le habrían parecido ridículas. Ninsei lo desgastó hasta que la calle misma le llegó a parecer la externalización de un deseo de muerte, un veneno secreto que él llevaba consigo.
Night City era como un perturbado experimento de darwinismo social, concebido por un investigador aburrido que mantenía el dedo pulgar sobre el botón de avance rápido. Uno dejaba de rebuscárselas y se hundía sin dejar huella, pero un movimiento en falso bastaba para romper la frágil tensión superficial del mercado negro; en cualquiera de los casos, uno desaparecía dejando apenas un vago recuerdo en la mente de un ejemplar como Ratz; aunque corazón, pulmones o riñones pudieran sobrevivir al servicio de un extraño que tuviese nuevos yens para los tanques de las clínicas.
Los negocios eran allí un rumor subliminal constante, y la muerte, el aceptado castigo por pereza, negligencia, falta de gracia o de atención a las exigencias de un intrincado protocolo.
Solo, en una mesa del Jarre de Thé, con el octógono subiendo, con gotas de sudor que le afloraban en las palmas de las manos, de pronto consciente de todos y cada uno de los cosquilleantes pelos en los brazos y en el pecho, Case supo que en algún punto había comenzado a jugar un juego consigo mismo, uno muy antiguo que no tiene nombre: un solitario final. Ya no llevaba armas, ni tomaba ya las precauciones básicas. Se encargaba de los negocios más rápidos y dudosos de la calle, y se decía que era capaz de conseguir lo que uno quisiera. Una parte de él sabía que el arco de esta autodestrucción era notoriamente obvio para sus clientes, cada vez más escasos; pero esa misma parte se tranquilizaba diciéndose que era sólo una cuestión de tiempo. Y era esa parte, que esperaba complacida la muerte, la que más odiaba la idea de Linda Lee.
La encontró una noche lluviosa en una vídeo galería.
Bajo fantasmas brillantes que ardían tras una bruma celeste de humo de cigarrillos, hologramas del Castillo Embrujado y de Guerra de Tanques en Europa, la silueta de Nueva York… Y ahora la recordaba así, el rostro envuelto en una inquieta luz de láser, los rasgos reducidos a un código: un fulgor escarlata en los pómulos mientras el Castillo Embrujado ardía, la frente empapada de azul cuando Múnich caía ante la Guerra de Tanques, la boca manchada de oro caliente mientras un cursor deslizante sacaba chispas a las paredes de un desfiladero de rascacielos. Él estaba volando alto aquella noche, con un ladrillo de Ketamina de Wage en camino a Yokohama y el dinero ya en el bolsillo. Entró desde la cálida lluvia que chisporroteaba en el pavimento de Ninsei, y por algún motivo, la distinguió enseguida: una cara entre las docenas de caras alineadas frente a las consolas, perdida en el juego. Tenía entonces la expresión que le vería, horas más tarde, en el rostro dormido en un nicho de un hotel del puerto; el labio superior como las líneas con que los niños dibujan un pájaro volando.
Cuando atravesaba la galería para ponerse junto a la joven, embriagado aún por el negocio que acababa de cerrar, vio que ella levantaba sus ojos. Ojos grises delineados con lápiz negro. Ojos de animal encandilado por las luces altas de un vehículo que se aproxima.
La noche se alargó en una mañana, en boletos en el puerto y en un primer paseo por la bahía. La lluvia siguió cayendo sobre Harajuku, goteando sobre la chaqueta de plástico de Linda, y los niños de Tokio pasaron en tropel frente a las famosas boutiques, en chinelas blancas y con capuchas adhesivas, hasta que ella se quedó con él en el bullicio de medianoche de un salón pachinko y le tomó la mano como si fuera un niño.
Pasó un mes antes de que la gestalt de drogas y tensión en la que él se movía convirtiera aquellos ojos perpetuamente asustados en pozos de reflexiva necesidad. Vio cómo ella se fragmentaba, se quebraba como un iceberg, y cómo los trozos se alejaban a la deriva, y por último vio la necesidad cruda, la hambrienta armadura de la adicción. Vio cómo inhalaba la siguiente línea con una concentración que le recordó las mantis que vendían en los quioscos de Shiga, junto a peceras de carpas mutantes y grillos en jaulas de bambú.
Miró fijamente el negro anillo de borra en la taza vacía. La taza vibraba por el estimulante que había tomado. Sobre el laminado marrón que cubría la mesa había una pátina de arañazos diminutos. La dextroanfetamina le subió por la columna, y vio los innumerables impactos aleatorios que habían creado esa superficie. El Jarre estaba decorado en un estilo anticuado y anónimo del siglo anterior, una incómoda mezcla de japonés tradicional y pálidos plásticos milaneses, pero todo parecía cubierto por una película sutil, como si el mal humor de un millón de clientes hubiese atacado de algún modo los espejos y los plásticos otrora lustrosos, dejando cada superficie empañada con algo que nunca se podría limpiar.
—Ey, Case, buen amigo…
Levantó la mirada; encontró unos ojos grises delineados con lápiz. Ella llevaba unos desteñidos pantalones militares franceses y zapatillas deportivas blancas.
—Te he estado buscando. —Se sentó frente a él. Las mangas de la camisa azul de cremallera habían sido arrancadas desde los hombros; él le examinó los brazos involuntariamente, buscando señales de dermos o de pinchazos—. ¿Quieres un cigarrillo?
Sacó un arrugado paquete de Yeheyuan de un bolsillo tobillero y le ofreció uno. Él lo tomó, dejó que ella lo encendiera con un tubo de plástico rojo.
—¿Duermes bien, Case? Pareces cansado. —El acento era del sur del Ensanche, cerca de Atlanta. La piel bajo los ojos parecía pálida y enfermiza, pero la carne era aún lisa y firme. Tenía veinte años. Unas líneas nuevas de dolor comenzaban a grabársele en las comisuras de la boca. Llevaba el pelo negro estirado hacia atrás, sujeto con una cinta de seda estampada. El diseño podía representar un microcircuito, o el plano de una ciudad.
—No, si recuerdo tomar mis pastillas —dijo él, mientras lo golpeaba una tangible ola de nostalgia, deseo y soledad, cabalgando en la longitud de onda de la anfetamina. Recordó el olor de la piel de Linda en la oscuridad sobrecalentada de un nicho cercano al puerto, los dedos de ella entrelazados sobre su espalda.
Toda la carne, pensó, y todo lo que la carne quiere.
—Wage —dijo ella, entornando los ojos—. Quiere verte con un agujero en la cara. —Encendió el cigarrillo.
—¿Quién lo dice? ¿Ratz lo dice? ¿Has estado hablando con Ratz?
—No. Mona. Su nuevo macarra es uno de los chicos de Wage.
—No le debo tanto. Él a mí sí; pero de todos modos no tiene dinero. —Se encogió de hombros.
—Ahora le debe demasiada gente, Case. Tal vez te toque ser el ejemplo. En serio, es mejor que te cuides.
—Claro. ¿Y qué me dices de ti, Linda? ¿Tienes dónde dormir?
—Dormir. —Linda sacudió la cabeza—. Claro, Case. —Tembló y se inclinó hacia adelante. Una película de sudor le cubría la cara.
—Toma —dijo él; buscó en el bolsillo de la chaqueta deportiva y sacó un arrugado billete de cincuenta. Lo alisó automáticamente bajo la mesa, lo dobló en cuatro y se lo pasó.
—Tú lo necesitas, cariño. Más vale que se lo des a Wage.
Había algo en los ojos grises de ella que no conseguía leer; algo que nunca había visto en ellos.
—A Wage le debo mucho más que eso. Tómalo. Me va a llegar más —mintió, mientras veía sus nuevos yens desaparecer en un bolsillo de cremallera.
—Junta tu dinero, Case; encuentra rápido a Wage.
—Ya nos veremos, Linda —dijo él, poniéndose de pie.
—Seguro —dijo ella. Un milímetro de blanco asomaba bajo cada una de sus pupilas. Sanpaku—. Cuídate el pellejo, hombre.
Él asintió, ansioso por marcharse.
Volvió atrás la mirada cuando la puerta plástica se cerraba detrás de él; vio los ojos de ella reflejados en una jaula de neón rojo.
Viernes por la noche en Ninsei.
Pasó frente a quioscos de yakitori y salones de masaje, una cafetería llamada Beautiful Girl, el trueno electrónico de una vídeo galería. Se hizo a un lado para dar paso a un sarariman de traje oscuro, y alcanzó a ver el logotipo de la Mitsubishi-Genentech tatuado en el dorso de la mano derecha del hombre.
¿Era auténtico? Si lo era, pensó, se está buscando problemas. Si no, se los merecía. Por encima de un cierto nivel, a los empleados de la MG se les implantaban avanzados microprocesadores que registraban los niveles de mutágenos en el torrente sanguíneo. Un equipo así te podía enredar en Night City, llevarte directamente a una clínica negra.
El sarariman era japonés, pero la muchedumbre de Ninsei era gaijin. Grupos de marineros que subían del puerto, turistas solitarios y tensos a la caza de placeres no señalados en las guías, talludos del Ensanche exhibiendo injertos e implantaciones, y una docena de distintas especies de buscavidas, todos pululando por la calle en una intrincada danza de deseo y comercio.
Había innumerables teorías que explicaban por qué Chiba City toleraba el enclave de Ninsei, pero Case se inclinaba por la idea de que los Yakuza podrían estar preservando el lugar como una especie de parque histórico; un recordatorio de orígenes humildes. Pero también le parecía sensata la idea de que las tecnologías germinales requieren zonas fuera de la ley; que Night City no estaba allí por sus habitantes, sino como campo de juegos deliberadamente no supervisado para la tecnología misma.
¿Tendría razón Linda?, se preguntó, mirando hacia las luces. ¿Lo mataría Wage para que sirviera de ejemplo? No tenía mucho sentido; pero, por otra parte, Wage negociaba especialmente con biología proscrita, y la gente decía que había que estar loco para hacer eso.
Pero Linda dijo que Wage lo quería muerto. Lo primero que Case aprendió sobre la dinámica del comercio callejero era que ni el comprador ni el vendedor lo necesitaban realmente. El negocio de un hombre medio consiste en convertirse en un mal necesario. El dudoso nicho que Case se había tallado en el ecosistema criminal de Night City estaba hecho de mentiras, forjado noche a noche a fuerza de traiciones. Ahora, viendo que las paredes comenzaban a desmoronarse, sintió el filo de una extraña euforia.
La semana anterior había postergado la transferencia de un extracto glandular sintético, y lo vendió al por menor para obtener márgenes más amplios que de costumbre. Sabía que a Wage no le había gustado. Wage era su proveedor principal; nueve años en Chiba y uno de los pocos traficantes gaijin que había logrado conectarse con la rígidamente estratificada camarilla criminal más allá de las fronteras de Night City. Materiales genéticos y hormonas entraban escurridizamente en Ninsei por una intrincada escalerilla de testaferros y subterfugios. Wage había conseguido una vez reconstruir el pasado de algo, y ahora tenía contactos firmes en una docena de ciudades.
Case se encontró mirando la vitrina de una tienda que vendía objetos pequeños y brillantes a los marineros. Relojes, navajas de muelle, encendedores, cámaras de vídeo de bolsillo, consolas de simestim, cadenas manriki cargadas con pesas, y shurikens. Los shurikens siempre lo habían fascinado: estrellas de acero con puntas de cuchillo. Algunas eran cromadas, otras negras, otras tratadas con una superficie iridiscente, como aceite en agua. Pero él prefería las estrellas de cromo. Estaban montadas en ultragamuza escarlata, con lazos casi invisibles de hilo de pescar; en el centro tenían estampas de dragones o simbolos yin-yang. Capturaban el neón de la calle y lo distorsionaban, y a Case se le antojó que ésas eran las estrellas bajo las que él iba de un lado a otro: el destino deletreado en una constelación de cromo barato.
—Julie —dijo a sus estrellas—. Es hora de ver al viejo Julie. Él sabrá.
Julius Deane tenía ciento treinta y cinco años; una fortuna semanal en sueros y hormonas le alteraba asiduamente el metabolismo. Su principal seguro contra el envejecimiento era un peregrinaje anual a Tokio, donde cirujanos genéticos reprogramaban el código de su ADN, un procedimiento inasequible en Chiba. Luego, volaba a Hong Kong y encargaba los trajes y camisas para ese año. Asexuado e inhumanamente paciente, parecía encontrar su mayor gratificación en las formas esotéricas del culto a los sastres. Case nunca lo vio llevar el mismo traje dos veces, aunque en su guardarropa no parecía haber otra cosa que meticulosas reconstrucciones de prendas del siglo pasado. Lucía lentes de receta, láminas de cuarzo rosado sintético y molido enmarcadas en una fina montura de oro y biseladas como los espejos de una casa de muñecas victoriana.
Tenía sus oficinas en un depósito detrás de Ninsei, que en parte parecía haber sido descuidadamente decorado, años atrás, con una aleatoria colección de muebles europeos, como si en algún momento Deane se hubiese planteado establecerse allí. Unas estanterías neoaztecas acumulaban polvo junto a una pared de la sala donde Case estaba esperando. Una pareja de bulbosas lámparas de mesa estilo Disney descansaban incómodamente sobre una mesa baja tipo Kandinsky, de acero con laca granate. Un reloj Dalí colgaba de la pared entre las estanterías, inclinando la cara distorsionada hacia el suelo de cemento desnudo. Las manecillas eran hologramas que cambiaban para acompañar las circunvoluciones de la cara, pero que nunca señalaban la hora correcta. La sala estaba atiborrada de cajas de fibra de vidrio que despedían un olor a jengibre.
—Pareces estar limpio, hijo —dijo la incorpórea voz de Deane—. Entra.
Unos pestillos magnéticos se desplazaron alrededor de la enorme puerta de imitación de palo de rosa, a la izquierda de las estanterías. Un rótulo que decía JULIUS DEANE IMPORT EXPORT surcaba el plástico con deterioradas mayúsculas autoadhesivas. Si los muebles dispersos en el improvisado vestíbulo de Deane sugerían los finales del siglo pasado, el despacho parecía pertenecer a sus comienzos.
El rostro rosado e inconsútil de Deane contemplaba a Case desde el área de luz de una antigua lámpara de bronce con pantalla rectangular de vidrio verde oscuro. El importador se hallaba celosamente cercado por un amplio escritorio de acero pintado, flanqueado por altos gabinetes de cajones de madera clara. El tipo de cosa, supuso Case, que en otro tiempo sirvió para almacenar registros escritos de alguna especie. La tapa del escritorio estaba atiborrada de cassettes, rollos de papel amarillentos, y varias piezas de una especie de máquina de escribir de cuerda, una máquina que Deane nunca tenía tiempo de arreglar.
—¿Qué te trae por aquí, muchachón? —preguntó Deane, ofreciendo a Case un delgado bombón envuelto en papel cuadriculado azul y blanco—. Prueba uno. Ting Ting Djahe, lo mejor de lo mejor. —Case rechazó el jengibre, se sentó en una torcida silla giratoria y deslizó el pulgar a lo largo de la desteñida costura de sus tejanos negros.
—Julie, he oído que Wage quiere matarme.
—Ah. Bueno. ¿Y dónde oíste eso, si se puede saber?
—Gente.
—Gente —dijo Deane, mordiendo un bombón de jengibre—. ¿Qué clase de gente? ¿Amigos?
Case asintió.
—No siempre es fácil saber quiénes son los amigos, ¿verdad?
—Es cierto que le debo un poco de dinero, Deane. ¿Te ha dicho algo?
—Últimamente no hemos estado en contacto. —Enseguida suspiró—. Si lo supiera, por supuesto, quizá no pudiera decírtelo. Siendo las cosas como son; tú entiendes.
—¿Las cosas?
—Él es un contacto importante, Case.
—Ya. ¿Me quiere matar, Julie?
—No, que yo sepa. —Deane se encogió de hombros. Podrían haber estado hablando del precio del jengibre—. Si se trata de un rumor infundado, hijo, regresa en una semana y te conseguiré algo sacado de Singapur.
—¿Sacado del Hotel Nan Hai, calle Bencoolen?
—¡Hijo, lengua suelta! —sonrió Deane. El escritorio de acero estaba atiborrado con una fortuna en equipos que detectaban errores.
—Nos seguiremos viendo, Julie. Saludaré a Wage de tu parte.
Los dedos de Deane subieron para cepillar el perfecto nudo de su pálida corbata de seda.
Estaba a menos de una manzana del despacho de Deane cuando la sintió de pronto: la conciencia repentina y celular de que alguien le pisaba los talones, y muy de cerca.
El cultivo de una cierta y mansa paranoia era algo que Case daba por descontado. El truco era no perder el control. Pero eso podía ser todo un truco, detrás de un montón de octógonos. Luchó contra la irrupción de adrenalina y compuso sus delgadas facciones en una máscara de aburrida vacuidad, fingiendo dejarse llevar por la multitud. Vio un escaparate oscuro y se las arregló para detenerse enfrente. Era una tienda de artículos quirúrgicos cerrada por renovaciones. Con las manos en los bolsillos de la chaqueta, miró a través del cristal hacia un rombo plano de carne en probeta apoyado sobre un pedestal tallado de imitación jade. El color de la piel le recordó a las putas de Zone; estaba tatuado con un visor digital luminoso conectado a un chip subcutáneo. ¿Por qué molestarse por la operación —se encontró pensando, mientras el sudor le corría por las costillas— cuando basta con llevar el aparatito en el bolsillo?
Sin mover la cabeza, levantó la vista y estudió los reflejos de la multitud que pasaba.
Allí.
Detrás de unos marineros con camisas de color caqui de manga corta. Pelo oscuro, lentes especulares, ropa oscura, delgado…
Y desapareció.
Case echó a correr, inclinado, esquivando cuerpos.
—¿Me alquilas una pistola, Shin?
El muchacho sonrió.
—Dos horas. —Estaban rodeados de olor a pescado fresco, en la parte trasera de un quiosco de sushi en Shiga—. Tú regresar en dos horas.
—Necesito una ya. ¿No tienes nada ahora?
Shin revolvió algo entre latas vacías de dos litros que alguna vez habían contenido polvo de rábano picante. Sacó un estrecho paquete envuelto en plástico gris.
—Taser. Una hora; veinte nuevos yens. Treinta depósito.
—Mierda. No necesito eso. Necesito una pistola. A lo mejor quiero matar a alguien, ¿entiendes?
El camarero se encogió de hombros y volvió a poner el taser detrás de las latas de rábano.
—Dos horas.
Entró en la tienda sin molestarse en mirar la exhibición de shurikens. Nunca había arrojado uno en su vida.
Compró dos paquetes de Yeheyuans con un chip del Mitsubishi Bank que lo identificaba como Charles Derek May. Era mejor que Truman Starr, lo mejor que había logrado en cuestión de pasaportes.
La japonesa que estaba detrás de la terminal parecía tener algunos años más que el viejo Deane; ninguno de ellos con ayuda de la ciencia. Sacó del bolsillo su delgado fajo de nuevos yens y se lo mostró.
—Quiero comprar un arma.
La mujer señaló una caja llena de navajas.
—No —dijo él—, no me gustan las navajas.
Entonces ella sacó del mostrador una caja oblonga. La tapa era de cartón amarillo, estampada con una cruda imagen de una cobra enrollada, de abultada capucha. Adentro había ocho cilindros idénticos envueltos en papel. Case observaba mientras unos dedos jaspeados y morenos rasgaban el papel. Ella lo alzó para que él lo examinara: un tubo de acero opaco con una tirilla de cuero en un extremo y una pequeña pirámide de bronce en el otro. Tomó el objeto con una mano; la pirámide entre el otro dedo pulgar y el índice, y tiró. Tres aceitados segmentos de apretados resortes telescópicos se deslizaron hacia afuera y se conectaron entre sí.
—Cobra —dijo ella.
Detrás del estremecimiento de neón de Ninsei, el cielo era de un mezquino tono gris. El aire había empeorado; aquella noche parecía tener dientes, y la mitad de la gente llevaba máscaras filtradoras. Case había pasado diez minutos en un urinario, tratando de descubrir un escondite adecuado para su cobra; por último resolvió enfundar el mango en la cintura de los pantalones, con el tubo en diagonal sobre el estómago. La punzante punta piramidal se movía entre la caja torácica y el forro de la cazadora. Parecía que la cosa iba a caer a la acera cuando diera el próximo paso, pero hacía que él se sintiera mejor.
El Chat no era realmente un bar de traficantes, pero por las noches atraía a una clientela afín. Los viernes y los sábados era distinto. Los clientes habituales seguían allí, la mayoría; pero se desvanecían tras la afluencia de marineros y de los especialistas que los despojaban. Case buscó a Ratz desde que empujó las puertas, pero el barman no estaba a la vista. Lonny Zone, el macarra residente del bar, observaba con vidrioso y paternal interés cómo una de sus chicas iba a trabajarse a un joven marinero. Zone era adicto a una marca de hipnótico que los japoneses llamaban Bailarines de la Nube. Case le indicó con señas que se acercara a la barra. Zone fue deslizándose en cámara lenta entre la multitud; el alargado rostro relajado y plácido.
—¿Has visto a Wage esta noche, Lonny?
Zone lo miró con la calma de costumbre. Sacudió la cabeza.
—¿Estás seguro?
—Tal vez en el Namban. Hace dos horas, quizás.
—¿Lo acompañaba algún matón? ¿Uno delgado, pelo negro, quizá chaqueta negra?
—No —dijo Zone frunciendo la frente para indicar el esfuerzo que le costaba recordar tanto detalle sin sentido—. Hombres grandes. Implantados. —Los ojos de Zone revelaban muy poco blanco y menos iris; bajo los párpados entornados, tenía las pupilas dilatadas, enormes. Observó el rostro de Case detenidamente, y luego bajó los ojos. Vio el bulto de la fusta de acero—. Cobra —dijo, y arqueó una ceja—. ¿Quieres joder a alguien?
—Nos vemos, Lonny. —Case se fue del bar.
Lo seguían de nuevo. Estaba seguro. Sintió una puñalada de exaltación, los octógonos y la adrenalina se mezclaron con algo más. Estás disfrutándolo, pensó; estás loco.
Porque, de alguna extraña y muy aproximada manera, era como activar un programa en la matriz. Bastaba con que uno se quemara lo suficiente, se encontrara con algún problema desesperado pero extrañamente arbitrario, y era posible ver a Ninsei como si fuera un campo de información; del mismo modo en que la matriz le había recordado una vez las proteínas que se enlazaban distinguiendo especialidades celulares. Entonces uno podía flotar y deslizarse a alta velocidad, totalmente comprometido pero también totalmente separado, y alrededor de uno, la danza de los negocios, la información interactuando, los datos hechos carne en el laberinto del mercado negro…
Dale, se dijo Case. Jódelos. Es lo último que se esperan. Estaba a media manzana de la vídeo galería donde había conocido a Linda Lee.
Arremetió a través de Ninsei; dispersó a una partida de marineros paseantes. Uno de ellos le gritó algo en español. Luego llegó a la entrada; el sonido se desplomaba sobre él como un oleaje, los subsonidos le palpitaban en el fondo del estómago. Alguien se apuntó un tiro de diez megatones en la Guerra de Tanques en Europa; una explosión aérea simulada ahogó la galería en sonido blanco al tiempo que una espeluznante bola de fuego holográfica dibujaba un hongo más arriba. Case dobló a la derecha y subió a medio correr unas escaleras de madera gastada. Había estado allí una vez visitando a Wage para discutir un negocio de detonadores hormonales proscritos con un hombre llamado Matsuga. Recordaba el corredor, la moqueta manchada, la fila de puertas idénticas que conducían a diminutos despachos cubiculares. Una puerta estaba abierta. Una chica japonesa en camiseta negra de manga sisa alzó los ojos, sentada tras una terminal blanca; a sus espaldas un póster turístico de Grecia: azul egeo salpicado con ideogramas aerodinámicos.
—Di a los de seguridad que suban —le dijo Case.
Enseguida corrió hacia el fondo del corredor, donde la chica no podía verlo. Las últimas dos puertas estaban cerradas, presumiblemente con llave. Dio media vuelta y con la suela de su zapatilla deportiva golpeó la laca azul de la puerta enchapada del fondo. Saltó en pedazos: un material barato cayó de un marco hecho astillas. Había oscuridad allí: la curva blanca de una terminal. Se volvió a la puerta de la derecha, apoyando las dos manos en el pomo de plástico transparente. Algo se quebró, y él ya estaba adentro. Había sido allí donde Wage y él se habían reunido con Matsuga; pero fuera lo que fuese, la empresa de Matsuga no estaba allí desde hacía tiempo. Ni terminal ni nada. Desde el callejón trasero, una luz se filtraba a través del plástico tiznado de hollín. Alcanzó a ver un sinuoso lazo de fibras ópticas que sobresalían de un enchufe en la pared, un montón de cajas de comida desechadas, y la barquilla sin aspas de un ventilador eléctrico.
La ventana era una lámina simple de plástico barato. Se quitó la chaqueta, se la enrolló en la mano derecha, y golpeó. Rompió la lámina pero tuvo que darle dos golpes más para sacarla del marco. Sobre el enmudecido caos de los juegos comenzó a sonar una alarma, detonada por la ventana rota o por la chica que estaba a la entrada del corredor.
Case se volvió, se puso la chaqueta, extrajo la cobra y la extendió.
Con la puerta cerrada, contaba con que su perseguidor pensase que se habría marchado por la que había roto de un puntapié. La pirámide de bronce de la cobra comenzó a balancearse levemente; el eje de acero en espiral le amplificaba el pulso.
No sucedió nada. Sólo la onda de la alarma, el fragor de los juegos, el martilleo del corazón. Cuando el miedo llegó, fue como un amigo a medias olvidado. No el frío y rápido mecanismo paranoico de la dextroanfetamina, sino simple miedo animal. Hacía tanto tiempo que vivía en un filo de constante ansiedad que casi había olvidado lo que era el miedo verdadero.
Aquel cubículo era el tipo de lugar donde la gente moría. Él mismo podía morir allí. Ellos quizá tenían pistolas…
Un estampido, al otro extremo del corredor. Una voz de hombre que gritaba algo en japonés. Un alarido; terror agudo. Otro estampido.
Y ruido de pasos; pausados, acercándose.
Pasaron frente a la puerta cerrada. Se detuvieron durante tres rápidos latidos. Y regresaron. Uno, dos, tres. Un tacón de bota raspó la moqueta.
Lo último que le quedaba de su bravata octógono-inducida se derrumbó de golpe. Metió la cobra en el mango y gateó hacia la ventana; ciego de miedo, con los nervios chillando. Se irguió, salió y cayó, todo antes de ser consciente de lo que había hecho. Golpeó el pavimento y un dolor sordo le subió por las canillas.
Una estrecha franja de luz que salía de una puerta de servicio semiabierta enmarcaba un atado de fibra óptica desechada y el armazón de una herrumbrosa consola. Había caído boca abajo sobre una húmeda plancha de madera astillada; rodó hacia un lado, bajo la sombra de la consola. La ventana del cubículo era un tenue cuadrado de luz. La alarma subía y bajaba, allí era más fuerte; la pared trasera apagaba el estruendo de los juegos.
Apareció una cabeza, enmarcada por la ventana, envuelta en las luces fluorescentes del corredor; y desapareció. Regresó, pero él seguía sin poder distinguir la cara. Un destello de plata le cruzaba los ojos.
—Mierda —dijo alguien; una mujer, con acento del norte del Ensanche.
La cabeza desapareció. Case permaneció bajo la consola durante veinte segundos bien contados, y luego se levantó. Tenía aún en la mano la cobra de acero, y tardó unos segundos en recordar lo que era. Se alejó cojeando por el callejón; cuidando de no forzar el tobillo izquierdo.
La pistola de Shin era una quincuagenaria imitación vietnamita de una copia sudamericana de una Walther PPK, de doble acción al primer disparo y de difícil carga. Tenía el peine de un rifle largo calibre 22, y Case hubiera preferido explosivos de plomo de azida en lugar de las sencillas balas chinas de punta hueca que Shin le había vendido.
No obstante, era un arma de mano y tenía munición para nueve cargas, y mientras bajaba por Shiga desde el quiosco de sushi, la iba acunando en el bolsillo de la chaqueta. La empuñadura era de plástico rojo y brillante, moldeada en forma de dragón; algo por donde pasar el pulgar en la oscuridad. Había dejado la cobra en un cubo de basura de Ninsei, y había tragado en seco otro octógono.
La pastilla le encendió los circuitos y siguió el torrente de transeúntes desde Shiga hasta Ninsei; y de allí hacia Baiitsu. Su perseguidor, concluyó, había desaparecido; y eso estaba muy bien. Tenía llamadas que hacer, negocios que discutir, y no podía esperar. Una manzana abajo de Baiitsu, hacia el puerto, se levantaba un anónimo edificio de diez pisos de oficinas, construido con feos ladrillos amarillos. Las ventanas estaban a oscuras, pero si uno estiraba el cuello se veía un débil resplandor en el tejado. Cerca de la entrada, un aviso de neón apagado anunciaba HOTEL BARATO, bajo un enjambre de ideogramas. Si aquel lugar tenía otro nombre Case lo ignoraba; siempre se lo mencionaba como Hotel Barato. Se llegaba por un callejón lateral a Baiitsu, donde un ascensor esperaba al pie de un conducto transparente. El ascensor, al igual que el Hotel Barato, era un añadido, pegado al edificio con bambú y resina epoxídica. Case subió a la jaula de plástico y usó su llave, una pieza plana de rígida cinta magnética.
Había alquilado allí un nicho de pago semanal desde que llegó a Chiba, pero no dormía nunca en el Hotel Barato. Dormía en lugares más baratos.
El ascensor olía a perfumes y a cigarrillo; las paredes de la cabina estaban rayadas, y con manchas de dedos. Al pasar por el quinto piso vio las luces de Ninsei. Tamborileó con los dedos en el mango de la pistola mientras la cabina perdía velocidad con un siseo gradual. Como siempre, se detuvo en seco con una violenta sacudida, pero él estaba prevenido. Salió al patio que hacía las veces de vestíbulo y jardín.
En la alfombra cuadrada de césped de plástico verde, un adolescente japonés estaba sentado detrás de un monitor en forma de C, leyendo un libro de texto. Los nichos blancos de fibra de plástico se apilaban en un entramado de andamios industriales. Seis hileras de nichos, diez a cada lado.
Case hizo un gesto al muchacho y cojeó por la hierba plástica hacia la escalerilla más cercana. El conjunto estaba techado con una plancha de laminado barato que se sacudía ruidosamente cuando el viento soplaba y que goteaba cuando llovía, pero era razonablemente difícil abrir los nichos sin una llave.
La pasarela de hierro reticulado vibró debajo de él mientras se adelantaba por la tercera hilera hacia el número 92. Los nichos eran de tres metros de largo; las compuertas, ovaladas, tenían un metro de ancho y poco menos de metro y medio de alto. Metió la llave en la ranura y esperó un momento la verificación de la computadora central. Unos pestillos magnéticos emitieron un zumbido tranquilizador y la compuerta se levantó en vertical con un chirrido de muelles. Unas luces fluorescentes titilaron mientras él gateaba hacia el interior, cerraba la compuerta de detrás, y tiraba con fuerza del panel que activaba la cerradura.
En el número 92 no había más que un ordenador Hitachi de bolsillo y una pequeña caja refrigerada de poliestireno blanco. La caja contenía los restos de tres bloques de hielo seco de diez kilos cada uno, cuidadosamente envueltos en papel para retardar la evaporación, y un frasco de laboratorio de aluminio centrifugado. Agazapado en el acolchado de espuma templada que era al mismo tiempo cama y suelo, Case sacó de su bolsillo la 22 de Shin y la puso encima del refrigerador. Luego se quitó la chaqueta. La terminal del nicho estaba empotrada en una pared cóncava, frente a un tablero que especificaba las reglas de la casa en siete idiomas. Sacó de la pared el teléfono rosado y marcó de memoria un número de Hong Kong. Lo dejó sonar cinco veces y luego colgó. El comprador de los tres megabits de RAM caliente de Hitachi no recibía llamadas.
Marcó un número de Tokio, en Shinjuku.
Una mujer contestó; algo en japonés.
—¿Está el Víbora?
—Me alegra oírte —dijo el Víbora, entrando por una extensión—. He estado esperando tu llamada.
—Tengo la música que querías. —Mirando hacia el refrigerador.
—Me alegra escuchar eso. Tenemos problemas de caja. ¿Puedes aguantar?
—Hombre, es que necesito el dinero con urgencia…
El Víbora colgó.
—Hijo de puta —dijo Case al zumbido del auricular. Contempló la pistolita barata—. Problemático —añadió—, esta noche todo parece problemático.
Case entró en el Chat una hora antes del amanecer, ambas manos en los bolsillos de la chaqueta; una sostenía la pistola alquilada, la otra el frasco de aluminio.
Ratz estaba en una de las mesas del fondo, bebiendo agua Apollonaris de una jarra de cerveza; sus ciento veinte kilos de carne flácida se apoyaban en la pared, sobre una silla quejumbrosa. Un muchacho brasileño llamado Kurt estaba en la barra, sirviendo a un pequeño grupo de borrachos en su mayoría silenciosos. El brazo plástico de Ratz zumbó al levantar la jarra. Tenía el cráneo tonsurado cubierto por una película de sudor.
—Te ves mal, amigo artiste —dijo, exhibiendo la húmeda carcoma de sus dientes.
—Me va bien —dijo Case, y sonrió como una calavera—. Súper bien. —Se dejó caer en la silla opuesta a la de Ratz, con las manos aún en los bolsillos.
—Y vas de un lado a otro en ese refugio portátil hecho de copas y anfetas, claro. A prueba de emociones fuertes, ¿no?
—¿Por qué no me dejas en paz, Ratz? ¿Has visto a Wage?
—A prueba del miedo y de la soledad —continuó el barman—. Presta atención al miedo. Quizá sea tu amigo.
—¿Has oído algo de una pelea en la vídeo galería esta noche, Ratz? ¿Algún herido?
—Un loco se cargó a un guardia de seguridad. —Se encogió de hombros—. Una chica, dicen.
—Tengo que hablar con Wage, Ratz, yo…
—Ah. —Ratz apretó los labios; redujo la boca a una sola línea. Miraba más allá de Case, hacia la entrada—. Creo que estás a punto de hacerlo.
La imagen de los shurikens en la vitrina centelleó de súbito. La droga le chilló en la cabeza. La pistola le resbalaba en la mano sudorosa.
—Herr Wage —dijo Ratz, extendiendo con lentitud su prótesis rosada, como si esperara recibir un apretón de manos—. Qué gran placer. Pocas veces nos honras.
Case se volvió y miró el rostro de Wage, una máscara bronceada y olvidable. Los ojos eran trasplantes cultivados Nikon, color verde mar. Llevaba un traje de seda de color metálico, y un sencillo brazalete de platino en cada muñeca. Estaba flanqueado por sus matones, jóvenes casi idénticos, con músculos inyectados que les abultaban los brazos y los hombros.
—¿Cómo te va, Case?
—Caballeros —dijo Ratz, levantando de la mesa el atiborrado cenicero con el rosado garfio de plástico—, no quiero problemas. —El cenicero era de plástico grueso y a prueba de golpes, y anunciaba cerveza Tsingtao. Ratz lo estrujó lentamente; las colillas y las astillas de plástico verde cayeron sobre la mesa.
—¿Entendido?
—Eh, cariño —dijo uno de los matones—, ¿quieres probar esa cosa conmigo?
—No te molestes en apuntarle a las piernas, Kurt —dijo Ratz con voz tranquila. Case miró al otro de la sala y vio al brasileño, de pie en la barra, apuntando al trío con una Smith & Wesson antimotines. El cañón, de aleación de acero, delgado como papel, envuelto en un kilómetro de filamento de vidrio, era más ancho que un puño. El cargador dejaba a la vista cinco cartuchos gruesos y anaranjados; balas subsónicas ultradensas.
—Técnicamente no letales —dijo Ratz.
—Eh, Ratz —dijo Case—, te debo una.
El barman se encogió de hombros.
—Tú no me debes nada. Éstos —y miró coléricamente a Wage y a los matones— tendrían que saberlo. En el Chatsubo no se carga a nadie.
Wage tosió.
—¿Y quién está hablando de cargarse a alguien? Sólo queremos hablar de negocios. Case y yo; trabajamos juntos.
Case sacó la 22 del bolsillo y la levantó hasta la entrepierna de Wage.
—He oído que me quieres quemar. —El rosado garfio de Ratz se cerró sobre la pistola, y Case bajó el brazo.
—Oye, Case, ¿qué diablos te pasa?, ¿estás loco o qué? ¿Qué mierda es ésa de que yo te quiero matar? —Wage se volvió hacia el muchacho de la izquierda—. Vosotros dos regresáis, al Namban. Esperadme allí.
Case los miró atravesar el bar, ahora desierto por completo, salvo Kurt y un marinero borracho vestido de caqui que estaba dormido al pie de un taburete. El cañón de la Smith & Wesson rastreó a los dos hasta la puerta, y luego regresó para cubrir a Wage. El cargador de la pistola de Case cayó ruidosamente sobre la mesa. Ratz sostuvo el arma con el garfio y sacó el proyectil de la recámara.
—¿Quién te dijo que yo iba a despacharte, Case? —preguntó Wage.
Linda.
—¿Quién te lo dijo, hombre? ¿Alguien trata de asustarte?
El marinero gimió y vomitó explosivamente.
—Sácalo de aquí —gritó Ratz a Kurt, que ahora estaba sentado en el borde de la barra, con la Smith & Wesson cruzada en el regazo, encendiendo un cigarrillo.
Case sintió el peso de la noche que bajaba sobre él como una bolsa de arena mojada detrás de sus ojos. Sacó el frasco del bolsillo y se lo dio a Wage.
—Es todo lo que tengo. Pituitarias. Te consigo quinientas si lo mueves rápido. Tenía el resto en un RAM, pero lo he perdido.
—¿Estás bien, Case? —El frasco ya había desaparecido tras una solapa plomiza—. Quiero decir, perfecto; con esto quedamos en paz, pero se te ve mal. Como mierda aplastada. Será mejor que vayas a algún sitio y duermas.
—Sí. —Case se puso de pie y sintió que el Chat giraba y oscilaba—. Bueno, tenía cincuenta, pero se los di a alguien. —Rio nerviosamente. Recogió el cargador de la 22 y el cartucho, los dejó caer en un bolsillo, y metió la pistola en el otro—. Tengo que ir a ver a Shin para recuperar mi depósito.
—Vete a casa —dijo Ratz, balanceándose en la silla chirriante, con algo parecido a vergüenza—. Artiste. Vete a casa.
Sintió que lo observaban mientras cruzaba la sala, y se abrió paso hasta más allá de las puertas de plástico.
—Perra —dijo al fondo rosado que cubría a Shiga. Allá, en Ninsei, los hologramas se desvanecían como fantasmas, y la mayoría de los neones estaban ya fríos y muertos. Tomó a sorbos el café cargado de una tacita plástica que había comprado a un vendedor callejero, y contempló la salida del sol—. Vuela de aquí, cariño. Las ciudades como ésta son para gente a quienes les gusta el camino de descenso. —Pero no era eso, de verdad; y encontraba cada vez más difícil recordar lo que significaba la palabra traición. Ella sólo quería un billete de regreso a casa, y el RAM del Hitachi se lo compraría, si él lograba encontrar el contacto adecuado. Y el asunto aquel de los cincuenta; ella casi los había rechazado, sabiendo que estaba a punto de robarle el resto.
Cuando salió del ascensor, el mismo chico estaba en el escritorio. Con otro libro de texto.
—Buen chico —dijo Case en voz alta desde el otro extremo del césped plástico—, no tienes que decírmelo. Ya lo sé. Dama bonita vino a visitarme; dijo que tenía mi llave. Bonita propina para ti, ¿cincuenta nuevos, tal vez?
El muchacho dejó el libro.
—Mujer —dijo Case, y con el dedo pulgar se trazó una línea en la frente—. Seda. —Sonrió ampliamente. El chico respondió con otra sonrisa y asintió inclinando la cabeza—. Gracias, imbécil —dijo Case.
Ya en la pasarela, tuvo dificultades con la cerradura. Ella la estropeó de algún modo cuando la estuvo hurgando, pensó. Novata. Él conocía un sitio donde alquilaban una caja negra que abría cualquier cosa en Hotel Barato. Los fluorescentes se encendieron cuando entró a gatas.
—Cierra esa compuerta bien despacio, amigo. ¿Todavía tienes el especial de sábado a la noche que alquilaste al camarero?
Estaba sentada de espaldas a la pared, en el otro extremo del nicho. Tenía las rodillas levantadas, y apoyaba en ellas las muñecas; de sus manos emergía la punta de una pistola de dardos.
—¿Eres tú la de la galería? —Case bajó la compuerta de un tirón—. ¿Dónde está Linda?
—Dale al botón de la compuerta.
Lo hizo.
—¿Ésa es tu chica? ¿Linda?
Él asintió.
—Se ha ido. Se llevó tu Hitachi. Es una niña nerviosa de verdad. ¿Qué me dices de la pistola? —Ella usaba gafas especulares y ropa negra; los tacones de las botas negras se hundían en el acolchado plástico.
—Se la devolví a Shin, recuperé mi depósito. Le vendí sus balas por la mitad de lo que me costaron. ¿Quieres el dinero?
—No.
—¿Quieres hielo seco? Es todo lo que tengo en este momento.
—¿Qué te pasó esta noche? ¿Por qué armaste esa escena en la galería? Tuve que liarme con un policía privado que se me echó encima con nunchakús.
—Linda dijo que me ibas a matar.
—¿Linda? Nunca la había visto antes.
—¿No estás con Wage?
Ella sacudió la cabeza. Él advirtió que las gafas estaban quirúrgicamente implantadas, sellando las cuencas. Las lentes plateadas parecían surgir de una piel lisa y pálida por encima de los pómulos, enmarcadas por cabellos negros y desgreñados. Los dedos, cerrados en torno a la pistola, eran delgados, blancos, y con puntas de color rojo brillante. Las uñas parecían artificiales.
—Creo que estás jodido, Case. Aparezco y directamente me encajas en tu imagen de la realidad.
—Entonces, ¿qué quiere usted, señora? —Se apoyó en la compuerta.
—A ti. Un cuerpo vivo, sesos aún relativamente intactos. Molly, Case. Me llamo Molly. Te he venido a buscar de parte del hombre para quien trabajo. Sólo quiere hablar, eso es todo. Nadie quiere hacerte daño.
—Qué bien.
—Sólo que a veces hago daño a la gente, Case. Supongo que tiene algo que ver con mis circuitos. —Llevaba unos pantalones ceñidos de cabritilla negra y una chaqueta negra y abultada, hecha de alguna tela opaca que parecía absorber la luz—. ¿Te portarás bien si guardo esta pistola de dardos, Case? Parece que te gusta correr riesgos estúpidos.
—Eh, yo siempre me porto bien. Soy dócil; conmigo no hay problemas.
—Formidable, así se habla, hombre. —La pistola desapareció dentro de la chaqueta negra—. Porque si te pasas de listo y tratas de engañarme, correrás uno de los riesgos más estúpidos de tu vida.
Extendió las manos, las palmas hacia arriba, los pálidos dedos ligeramente separados, y con un sonido metálico apenas perceptible, diez cuchillas de bisturí de doble filo y de cuatro centímetros de largo salieron de sus compartimientos bajo las uñas rojas.
Sonrió. Las cuchillas se retiraron lentamente.