Era una noche oscura y desapacible. Mientras volvía andando a su despacho con Fernández, Sanders se estremeció.
—¿Cómo habrá llegado la historia a la televisión?
—Seguramente gracias a Walsh —dijo la abogada—. O quizá no. Al fin y al cabo, esta ciudad no es tan grande. Pero no importa. Tienes que prepararte para la reunión de mañana.
—He estado intentando olvidarme de eso.
—Lo sé. Pero ahora tienes que prepararte.
Llegaron a Pioneer Square; en los edificios de la plaza todavía había ventanas con luz. Muchas empresas trabajaban con Japón y cerraban tarde para esperar a que abrieran las oficinas de Tokyo.
—Al verla con aquellos hombres —dijo Fernández— me he dado cuenta de lo fría que es.
—Sí. Meredith es muy fría.
—Tiene mucho control de sí misma.
—Sí.
—Entonces, ¿por qué te abordó tan descaradamente el primer día? ¿Qué prisa tenía?
¿Cuál es el problema que intenta resolver?, había preguntado Max. Ahora Fernández le estaba preguntando lo mismo. Todo el mundo parecía comprenderlo, salvo Sanders.
Tú no eres ninguna víctima.
Pues resuélvelo, pensó. Ponte a trabajar.
Recordó la conversación de Meredith y Blackburn en la sala de reuniones.
Tiene que quedar bastante impersonal. Al fin y al cabo, los hechos están de tu parte. Es un incompetente.
¿Seguro que no puede acceder a la base de datos?
No. Le hemos retirado sus privilegios.
¿Y no puede acceder al sistema de Conley-White?
Eso es imposible, Meredith.
Tenía razón. No podía entrar en el sistema. Pero ¿de qué le serviría entrar?
Soluciona el problema, le había dicho Dorfman. Haz lo que sabes hacer.
Soluciona el problema.
—Mierda —dijo Sanders.
Eran las nueve y media. Los empleados de la limpieza estaban trabajando en la zona central de la cuarta planta. Sanders entró en su despacho con Fernández. En realidad no sabía para qué habían ido allí. No se le ocurría nada que pudiera hacer.
—Déjame llamar a Alan —dijo la abogada—. Quizá tenga algo. —Se sentó y empezó a marcar.
Sanders se sentó en su butaca y miró el monitor. Había un mensaje:
SIGUES EQUIVOCÁNDOTE DE EMPRESA.
UN AMIGO
—No entiendo nada —dijo mirando la pantalla. Estaba nervioso. Le parecía que todo el mundo tenía respuestas, menos él.
—¿Alan? —dijo Fernández—. Soy Louise. ¿Has averiguado algo? Ya. Qué desastre. No, ahora no lo sé. Sí, por favor. ¿Cuándo vas a verla? Muy bien. Gracias, Alan. —Colgó el auricular—. Esta noche no ha habido suerte.
—Pues sólo nos queda esta noche.
—Exacto.
Sanders volvió a leer el mensaje en la pantalla. Alguien de la empresa estaba intentando ayudarlo. Le decía que no estaba indagando en la empresa correcta. Le pareció que el mensaje sugería que había una forma de indagar en la otra empresa. Y supuso que la persona que sabía lo suficiente como para enviar aquel mensaje también sabía que Sanders no podía acceder a las bases de datos. ¿Qué podía hacer? Nada.
—¿Quién crees que puede ser ese «amigo»? —preguntó Louise.
—No lo sé.
—Imagínate que tienes que adivinarlo.
—No lo sé.
—¿No se te ocurre nada?
Consideró la posibilidad de que fuera Mary Anne Hunter. Pero Mary Anne no tenía una base técnica, su especialidad era el marketing. Era improbable que pudiera enviar mensajes a través de Internet. Seguramente ni siquiera sabía lo que era Internet. No; no podía ser Mary Anne. Tampoco Mark Lewyn. Lewyn estaba furioso con Sanders. ¿Don Cherry? Sanders lo pensó. En cierto modo, aquello era típico de Cherry. Pero Sanders sólo lo había visto una vez desde que empezara todo, y Cherry se mostró muy poco amistoso. No era Cherry. ¿Quién podía ser? Aquéllas eran las únicas personas con acceso ejecutivos sysop de Seattle. Hunter, Lewyn, Cherry. La lista era corta. ¿Stephanie Kaplan? Improbable. Kaplan no tenía mucha imaginación. Y no sabía tanto de ordenadores como para hacer aquello. ¿Y si era alguien de fuera de la empresa? Como Gary Bosak. Seguramente Bosak se sentía culpable por haber dado la espalda a Sanders. Y Gary era muy retorcido. Sí, podía ser Gary. Pero saberlo no le ayudaba mucho.
Siempre has sido muy bueno resolviendo problemas técnicos. Ése fue siempre tu fuerte.
Cogió la unidad de CD-ROM Twinkle, que aún estaba envuelta en plástico. ¿Por qué habrían pedido que la embalaran así?
No importa. Concéntrate.
Algo pasaba con la unidad. Si lo averiguaba, tendría la respuesta. ¿Quién podía saberlo?
Embalada en plástico.
Tenía que ser algo relacionado con la cadena de montaje. Encima de la mesa estaba aquella cinta de DAT. La introdujo en la máquina.
La imagen de la pantalla apareció dividida; a un lado estaba Arthur Kahn y al otro Sanders. Detrás de Arthur, la línea de montaje, iluminada mediante lámparas fluorescentes. Kahn tosió y se frotó la barbilla.
—Hola, Tom. ¿Cómo estás?
—Muy bien, Arthur.
—Me alegro. Lamento lo de la reorganización.
Pero Sanders no escuchaba la conversación. Estaba mirando a Kahn. Se fijó en que Kahn estaba muy cerca de la cámara; tan cerca que su imagen quedaba un poco borrosa, desenfocada. Su rostro impedía ver la cadena de montaje que había detrás.
—Ya sabes lo que opino personalmente —decía Kahn.
Su cara tapaba la cadena de montaje.
Sanders estudió la imagen atentamente. Luego quitó la cinta.
—Vamos abajo —dijo.
—¿Se te ha ocurrido algo?
—Digamos que es el último intento.
Las luces se encendieron, iluminando las mesas del equipo de diagnóstico.
—¿Dónde estamos? —preguntó Louise.
—Aquí es donde analizan las unidades.
—¿Las que no funcionan?
—Exacto.
La abogada se encogió de hombros:
—Me parece que no…
—Yo tampoco. No soy técnico, lo único que hago es leer los informes que me dan los demás.
Ella miró en derredor:
—¿Y puedes interpretar esto?
—No —contestó él con un suspiro.
—¿Han terminado?
—No lo sé.
Entonces se dio cuenta. Sí, habían terminado. Porque de lo contrario, el equipo de diagnóstico estaría trabajando toda la noche, intentando resolver el problema antes de la reunión de mañana. Pero habían tapado las mesas y se habían ido a aquella reunión de la asociación de programadores. Habían terminado.
El problema estaba resuelto. Todos lo sabían menos él.
Por eso sólo habían abierto tres unidades. No les hizo falta abrir las otras. Y habían pedido que las embalaran en plástico… Porque… Los orificios…
—Aire —dijo Sanders.
—¿Aire?
—Creen que es el aire.
—¿Qué aire?
—El aire de la fábrica.
—¿De la fábrica de Malasia?
—Exacto.
—¿Estamos hablando del aire de Malasia?
—No. Del aire de la fábrica.
Volvió a mirar el bloc de notas que había sobre la mesa. «PPU», seguido de una hilera de cifras. PPU significaba «partículas por unidad». Era la medida estándar de pureza del aire de las fábricas. Y aquellas cifras, que iban de dos a once, eran muy exageradas. El máximo de partículas admitido era uno. Aquellas cifras eran inaceptables.
El aire de la fábrica era inadecuado.
Eso significaba que los componentes estaban llenos de polvo. Miró los chips que habían enganchados en el tablero.
—Ostras —dijo Sanders.
—¿Qué pasa?
—Mira.
—No veo nada.
—Los chips no están bien ajustados.
—Yo creo que están bien.
—No. No lo están.
Miró las otras unidades. Enseguida comprobó que todos los chips estaban colocados de distinta forma. Unos estaban muy apretados y otros tenían un espacio de unos milímetros, y se veían los contactos metálicos.
—Esto no está bien —dijo Sanders—. No debería haber pasado. —Los chips se montaban en los tableros mediante un prensador robotizado. Todos los tableros, todos los chips, tenían que ser idénticos al salir de la cadena. Pero eran diferentes. Aquello podía producir irregularidades de voltaje, problemas de distribución de memoria… cualquier cosa. Eso era exactamente lo que estaba pasando.
Miró la pizarra y la lista que había escrita. Le llamó la atención un punto: «D. Mecánico XX».
El equipo de diagnóstico había puesto dos marcas junto a la palabra «Mecánico». El problema de las unidades CD-ROM era mecánico. Lo cual significaba que era un problema de la cadena de producción. Y la cadena de producción era responsabilidad de Sanders. Él la había diseñado y la había montado. Había comprobado todas las especificaciones de aquella cadena, desde el principio hasta el final. Y ahora no funcionaba correctamente.
Estaba seguro de que no era culpa suya. Tenía que haber pasado algo después de que montara la cadena. Algo había cambiado, y ya no funcionaba. Pero ¿qué había pasado? Para saberlo tenía que entrar en la base de datos. Pero ya no tenía acceso. No había forma de entrar.
Inmediatamente pensó en Bosak. Bosak podría ayudarlo, y también cualquiera de los programadores de Cherry. Aquellos chicos eran unas fieras: entraban en cualquier programa en cuestión de segundos sólo para divertirse. Pero ahora no había ningún programador en el edificio. Y Sanders no sabía cuándo volverían de la reunión. Aquellos chicos eran imprevisibles.
Como el que había vomitado encima de la plataforma del Corridor. Ése era el problema. No eran más que niños; lo que les gustaba era jugar. Chicos creativos, sin preocupaciones, que se dedicaban a hacer el loco por ahí…
—Louise…
—¿Sí?
—Hay una forma de hacerlo.
—¿De hacer qué?
—De entrar en la base de datos.
Se dio la vuelta y salió presurosamente del despacho. Iba revolviendo en sus bolsillos, buscando aquella otra tarjeta electrónica.
—¿Vamos a algún sitio? —preguntó ella.
—Sí.
—¿Te importaría decirme adónde?
—A Nueva York.
Se encendieron las luces. Fernández miró a su alrededor:
—¿Qué es esto? ¿Una sala de torturas futurista? —Examinó las plataformas transportadoras circulares y los cables que colgaban del techo—. ¿Con esto piensa ir a Nueva York?
—Exacto.
Sanders se acercó a los armarios de hardware. Había unos letreros que rezaban: NO TOCAR y QUITA TUS MANOS, INÚTIL. Vaciló un poco, buscando la consola de control.
—Espero que sepas lo que haces —dijo ella. Se quedó de pie junto a una de las plataformas, observando el casco plateado—. Porque me da la impresión de que con esto podríamos electrocutarnos.
—Sí, lo sé.
Sanders destapó unos monitores. Encontró el interruptor principal y poco después las máquinas se pusieron en marcha. Una tras otra, las pantallas de los monitores se fueron iluminando.
—Sube a la plataforma.
Se acercó y la ayudó a subir a la plataforma transportadora.
Fernández movió los pies con cautela, para ver cómo rodaban las piezas. De inmediato se produjo un destello verde de láser.
—¿Qué ha sido eso?
—El escáner te ha dibujado. No te preocupes. Aquí tienes el casco. —Bajó el casco que colgaba del techo y se lo colocó.
—Un momento —dijo ella, quitándoselo de los ojos—. ¿Qué es esto?
—El casco tiene dos pequeñas pantallas. Proyectan imágenes delante de tus ojos. Póntelo. Y ten cuidado. Estas cosas son muy caras.
—¿Cuánto valen?
—Un cuarto de millón de dólares cada una. —Le terminó de colocar el casco y ajustó los auriculares.
—No veo nada. Está muy oscuro.
—Es porque todavía no te he conectado, Louise. —Conectó los cables.
—Oh —dijo ella con sorpresa—. Ahora veo una gran pantalla azul justo delante de mí. Al pie de la pantalla hay dos letreros. En uno pone ON y en el otro OFF.
—Tú no toques nada. Deja las manos en esta barra —dijo él, colocando sus manos en la barandilla de la plataforma—. Voy a subir.
—El casco me molesta un poco.
Sanders subió a la otra plataforma y bajó el otro casco. Conectó el cable.
—Ahora voy. —Se puso el casco.
Sanders vio la pantalla azul. Miró a su izquierda y vio a Fernández, de pie a su lado. Su aspecto era absolutamente normal y llevaba su ropa habitual. El vídeo estaba grabando su aspecto y el ordenador eliminaba la plataforma y el casco.
—Te estoy viendo —dijo la abogada, sorprendida. Sonrió. La parte de su rostro cubierto por el casco estaba animada por ordenador, y se veía ligeramente irreal.
—Acércate a la pantalla.
—¿Cómo?
—Sólo tienes que caminar, Louise.
Él avanzó por la plataforma transportadora. Se acercó al botón ON y lo pulsó.
La pantalla azul se iluminó. Aparecieron unas letras enormes:
SISTEMAS DE DATOS DIGITAL COMMUNICATIONS
Debajo había un listado de un menú. La pantalla era exactamente igual que las pantallas normales de DigiCom, como las que todos tenían en la mesa, aunque muy aumentada.
—Una terminal de ordenador gigantesca —observó Fernández—. Maravilloso. Era lo que soñaba todo el mundo.
—Pues espera y verás.
Sanders tocó el menú con la punta del dedo, seleccionando opciones. Las letras de la pantalla formaron un remolino, que se convirtió en una especie de embudo que se estiró ante sus ojos. La abogada no hizo ningún comentario.
Se ha quedado sin habla, pensó él.
El embudo azul empezó a desdibujarse. Se ensanchó y se volvió rectangular. Las letras y el color azul se desvanecieron. Surgió un suelo de mármol veteado bajo sus pies. Las paredes quedaron recubiertas de paneles de madera. El techo era blanco.
—Es un pasillo —dijo ella en voz baja.
El Corridor siguió construyéndose, añadiendo más detalles. En las paredes aparecieron cajones y armarios. Unas columnas se alinearon a lo largo de toda su extensión. Se abrieron espacios que conducían a otros pasillos. Unas enormes lámparas salieron de las paredes y se encendieron solas. Ahora las columnas proyectaban sombras sobre el suelo de mármol.
—Es como una biblioteca —dijo Fernández—. Una biblioteca antigua.
—Esta parte sí.
—¿Cuántas partes hay?
—No estoy seguro. —Sanders empezó a avanzar.
Ella lo alcanzó. A través de los auriculares, él oyó el ruido de sus pasos sobre el suelo de mármol. Era otro detalle que Cherry había añadido.
—¿Habías estado antes aquí? —preguntó Fernández.
—Sí, pero la última vez fue hace varias semanas. Antes de que lo terminaran.
—¿Adónde vamos?
—No estoy muy seguro. Pero en alguna parte tiene que haber un camino que conduce a la base de datos de Conley-White.
—Pero ¿ahora dónde estamos?
—En los datos, Louise. Esto no son más que datos.
—¿Este pasillo son datos?
—No hay pasillo alguno. Lo que ves a tu alrededor son sólo números. Es la base de datos de DigiCom, la misma base de datos a los que la gente accede diariamente a través de sus terminales de ordenador. Sólo que nos la presentan como si fuera un espacio.
—La decoración es muy curiosa —dijo la abogada, caminando junto a Sanders.
—Está inspirada en una biblioteca real. De Oxford, creo.
Llegaron a una intersección, donde se abrían otros pasillos. Había unos letreros colgados. CONTABILIDAD. RECURSOS HUMANOS. MARKETING.
—Ya entiendo —dijo ella—. Estamos dentro de la base de datos de tu empresa.
—Exacto.
—Es fabuloso.
—Sí, pero esto no es lo que nos interesa. Hemos de conseguir llegar a Conley-White.
—¿Cómo lo haremos?
—No lo sé —dijo él—. Necesito ayuda.
—Aquí estoy —dijo una voz. Sanders miró hacia arriba y vio un ángel blanco suspendido en el aire, cerca de sus cabezas. Sostenía una vela encendida.
—Vaya —exclamó Fernández.
—Lo siento —dijo el ángel—. ¿Es eso una orden? No identifico «Vaya».
—No —dijo Sanders rápidamente—. No es ninguna orden. —Pensó que tendría que andarse con cuidado para no estropear el sistema.
—Muy bien. Espero sus órdenes.
—Ángel, necesito ayuda.
—Aquí estoy.
—¿Cómo puedo entrar en la base de datos de Conley-White?
—No identifico «la base de datos de Conley-White».
Claro, pensó Sanders. El equipo de Cherry no había programado nada sobre Conley-White en el sistema de ayuda. Tenía que plantear la pregunta en términos más generales.
—Ángel, estoy buscando una base de datos.
—Muy bien. Las puertas de las bases de datos se abren con el panel de mandos.
—¿Dónde está el panel? —preguntó Sanders.
—Cierra el puño.
Sanders cerró el puño y un panel gris se dibujó en el aire, como si él lo estuviera sosteniendo. Lo acercó y lo examinó.
—Estupendo —dijo Fernández.
—También sé contar chistes —dijo el ángel—. ¿Quieres que te cuente uno?
—No —ordenó Sanders.
—Muy bien. Espero tus órdenes.
Sanders observó el panel. Había una larga lista de instrucciones, con flechas y botones.
—¿Qué es? —preguntó ella—. ¿El mando a distancia más complicado del mundo?
—Más o menos.
Había un botón que rezaba OTRAS BD. Podía ser aquél. Lo pulsó. Nada. Pulsó otra vez.
—La puerta se está abriendo —anunció el ángel.
—¿Dónde? No veo nada.
—La puerta se está abriendo.
Sanders esperó. Entonces se dio cuenta de que el sistema de DigiCom tenía que conectarse a otras bases de datos lejanas. La conexión estaba en marcha, y eso era la causa del retraso.
—Conexión… en marcha —dijo el ángel.
La pared del Corridor empezó a disolverse. Vieron un enorme agujero negro; detrás no había nada.
—Qué miedo —dijo Fernández.
Empezaron a aparecer unas líneas blancas que fueron formando un nuevo pasillo. Los espacios se llenaron, uno a uno, hasta crear la apariencia de figuras sólidas.
—Éste es diferente —dijo la abogada.
—Nos estamos conectando a través de una línea de datos de alta velocidad —explicó Sanders—. Pero aun así, es mucho más lenta.
Mientras observaban, el Corridor adoptó una nueva forma. Esta vez las paredes eran grises. Estaban en un mundo en blanco y negro.
—¿Por qué no hay color?
—El sistema está intentando generar un ambiente más sencillo. El color significa más datos. Por eso lo vemos en blanco y negro.
Aparecieron luces, un techo, un suelo.
—¿Entramos? —sugirió Sanders.
—¿Quieres decir que eso es la base de datos de Conley-White?
—Exacto.
—No lo sé —dijo ella—. ¿Y eso? —preguntó señalando.
Enfrente de ellos se veía una especie de río de interferencias en blanco y negro. Fluía por el suelo y las paredes, y emitía un fuerte ruido siseante.
—Creo que no son más que interferencias de las líneas telefónicas.
—¿No nos pasará nada si lo cruzamos?
—No podemos hacer otra cosa.
Sanders avanzó. Inmediatamente se oyó un gruñido. Un perro enorme les obstaculizaba el paso. Tenía tres cabezas que miraban en todas direcciones.
—¿Qué es eso?
—Seguramente una representación de su sistema de seguridad. —Cherry y su infatigable sentido del humor, pensó Sanders.
—¿Puede atacarnos?
—Por el amor de Dios, Louise. No son más que dibujos animados.
Pero en alguna parte había un sistema de monitorización real que vigilaba la base de datos de Conley-White. Podía ser automático, o podía haber una persona que observaba a los usuarios que entraban y salían del sistema. Sin embargo, ahora era casi la una de la madrugada en Nueva York. Seguramente el perro era sólo un automatismo.
Sanders avanzó y empezó a cruzar el río de interferencias. Al verlo aproximarse, el perro soltó unos gruñidos. Era una sensación extraña. Pero no pasó nada.
—¿Vienes?
Ella avanzó cautelosamente. El ángel se quedó atrás, flotando en el aire.
—¿No vienes, ángel?
No contestó.
—Supongo que no puede cruzar las puertas —dijo Sanders—. No está programado.
Recorrieron el pasillo gris. Las paredes estaban cubiertas de cajones sin etiqueta.
—Parece un depósito de cadáveres —comentó ella.
—Bueno, por lo menos hemos llegado.
—¿Esto es su base de datos de Nueva York?
—Sí. Espero que lo encontremos.
—¿Qué es lo que quieres encontrar?
Sanders no contestó. Eligió al azar uno de los armarios archivadores y lo abrió. Echó un vistazo a los dossiers.
—Permisos de edificación —dijo—. Creo que para un almacén de Maryland.
—¿Por qué no hay etiquetas? —preguntó ella, al tiempo que Sanders vio aparecer las etiquetas lentamente.
—Sólo es cuestión de tiempo. —Sanders miró alrededor, leyendo las etiquetas—. Muy bien. Esto está mejor. Los archivos de recursos humanos están allí, en esa pared.
Se acercó a otro cajón y lo abrió.
—¡Oh! —exclamó Louise.
—¿Qué pasa?
—Viene alguien.
Una silueta gris se aproximaba por el pasillo. Todavía estaba demasiado lejos como para distinguirla bien. Pero caminaba directamente hacia ellos.
—¿Qué hacemos?
—No lo sé —dijo Sanders.
—¿Podrá vernos?
—Espero que no.
—¿Nosotros podemos verlo pero él no puede vernos a nosotros?
—No lo sé —repitió Sanders mientras intentaba averiguarlo.
Cherry había instalado otro sistema virtual en el hotel. Si había alguien utilizando aquel sistema, podría verlos a ellos. Pero Cherry había dicho que su sistema representaba también a otros usuarios, por ejemplo, alguien que accediera a la base de datos desde un ordenador. Y si alguien estaba utilizando un ordenador, no podía verlos. El usuario del ordenador no sabía quién más había en el sistema.
La figura siguió caminando. Sus movimientos eran torpes. Ya podían verle los ojos, la nariz, la boca.
—Qué miedo, de verdad —dijo Fernández.
Cada vez la veían mejor.
—Esto va en serio —dijo Sanders.
Era Ed Nichols.
Vieron que la cara de Nichols estaba representada por una fotografía en blanco y negro que envolvía torpemente una cabeza en forma de huevo, sobre un cuerpo gris que parecía de maniquí. Era una imagen generada por ordenador. Y eso significaba que Nichols no estaba en el sistema virtual. Seguramente estaría utilizando su agenda-ordenador desde la habitación del hotel. Nichols pasó por su lado sin detenerse.
—No puede vernos.
—¿Por qué tiene esa cara? —preguntó Fernández.
—Cherry me dijo que el sistema busca una fotografía del archivo para representar a los usuarios.
Nichols siguió caminando pasillo abajo, alejándose de ellos.
—¿Qué hace Nichols aquí?
—Vamos a averiguarlo.
Lo siguieron hasta que Nichols se detuvo delante de uno de los archivadores. Lo abrió y empezó a buscar. Tom y Louise se colocaron detrás de él, estirando el cuello para ver.
La imagen de Nichols hojeaba sus notas y sus mensajes de e-mail. Repasó los documentos de dos, tres y seis meses atrás. Luego empezó a sacar hojas de papel, que permanecían suspendidas en el aire mientras él las leía. Memorándums. Anotaciones. Documentos personales y confidenciales.
—Todo eso está relacionado con la fusión —observó Sanders.
Salieron más notas. Nichols las sacaba deprisa, una tras otra.
—Está buscando algo en concreto.
Nichols se detuvo. Había encontrado lo que buscaba. Su imagen sostuvo una hoja y la miró. Sanders la leyó por encima del hombro de Nichols y pronunció algunas frases en voz alta para que Fernández se enterara:
—Memorándum del 4 de diciembre del año pasado. «Reuniones, hoy y ayer, con Garvin y Johnson en Cupertino para hablar de la posible adquisición de DigiCom…». «Primera impresión muy positiva… Buenas bases en áreas críticas que esperamos adquirir…». «Personal muy capacitado y agresivo. Particularmente impresionado por la competencia de Ms. Johnson, pese a su juventud». Particularmente impresionado. Ya.
Nichols se dirigió a otro cajón y lo abrió. No encontró lo que buscaba, y lo cerró. Probó en otro. Se puso a leer otra vez. Sanders leyó también, en voz alta:
—Memorándum a John Marden. «Informes financieros de la adquisición de DigiCom… Preocupación por los costes de desarrollo de la alta tecnología de la nueva empresa…». Aquí está. «Ms. Johnson se ha comprometido a aplicar sus conocimientos de finanzas en la nueva operación de Malasia… Sugiere que se puede ahorrar bastante… Ahorro previsto…». ¿Cómo demonios pensaba hacerlo?
—¿Hacer qué?
—Aplicar sus conocimientos de finanzas en la operación de Malasia. Esa operación era mía.
—Oh. No te lo vas a creer.
Sanders se volvió. Ella miraba hacia el final del pasillo. Alguien más se acercaba a ellos.
—Qué noche tan agitada —dijo Sanders.
Pero ya de lejos advirtió que esta figura era diferente. La cabeza era más real y el cuerpo estaba representado con todo detalle. La figura caminaba con naturalidad.
—Podríamos tener problemas —dijo Sanders. Lo reconoció desde lejos.
—Es John Conley —dijo Fernández.
—Sí. Y está en la plataforma.
—¿Qué significa eso?
De pronto Conley se paró en medio del pasillo.
—Que puede vernos —dijo Sanders.
—¿Vernos? ¿Cómo?
—Está en el sistema que instalamos en el hotel. Por eso su imagen es tan detallada. Está en el otro sistema virtual; por eso lo vemos y por eso él nos ve.
—Socorro —dijo la abogada.
Conley avanzó lentamente. Tenía el ceño fruncido. Miró primero a Sanders, luego a Fernández, a Nichols, y finalmente de nuevo a Sanders. Daba la impresión de que no sabía qué hacer.
Entonces se llevó un dedo a los labios: «Silencio».
—¿Puede oírnos? —susurró ella.
—No —contestó Sanders sin bajar la voz.
—¿Podemos hablar con él?
—No.
Conley tomó una decisión. Caminó hacia Sanders y Fernández y se detuvo muy cerca de ellos. Los miró. Ellos veían su expresión perfectamente.
Entonces sonrió. Y extendió la mano.
Sanders hizo otro tanto y los dos se estrecharon la mano. No sintió nada, pero a través del casco vio una representación de su mano cogiendo la de Conley.
Luego Conley dio la mano a Fernández.
—Esto es increíble —se sorprendió la abogada.
Conley señaló hacia Nichols. Luego señaló sus propios ojos. Y luego volvió a señalar a Nichols.
Sanders asintió con la cabeza. Los tres se acercaron a Nichols, que seguía revisando archivos.
—¿Conley también ve a Nichols?
—Sí.
—Así pues, todos lo vemos.
—Sí.
—Pero Nichols no nos ve.
—Exacto.
La figura gris de Ed Nichols estaba sacando apresuradamente los dossiers de un cajón.
—¿Qué está haciendo ahora? —preguntó Sanders—. Ah. Revisando los informes de gastos. Ahora ha encontrado uno: Hotel Sunset Shores, de Carmel. Cinco y seis de diciembre. Dos días después del memorándum. Y mira qué gastos. Un desayuno de ciento diez dólares. Tengo la impresión de que nuestro amigo Ed no estaba solo.
Miró a Conley, que meneó la cabeza frunciendo el ceño.
De pronto, el informe que Nichols tenía en la mano desapareció.
—¿Qué ha pasado?
—Creo que lo ha borrado.
Nichols hojeó más documentos. Encontró otros cuatro del Sunset Shores y también los borró. Se esfumaron en el aire. Luego cerró el cajón, se dio la vuelta y se alejó.
Conley miró a Sanders e hizo el ademán de cortarse el cuello.
Sanders asintió con la cabeza.
Conley volvió a tocarse los labios con un dedo en señal de silencio.
Sanders asintió. No diría nada.
—Vámonos —dijo Sanders—. Aquí ya hemos terminado. —Se encaminó hacia el pasillo de DigiCom.
—Creo que tenemos compañía —dijo ella, que iba a su lado.
Sanders se volvió y vio que Conley los seguía.
—No importa —dijo—. Que venga.
Cruzaron la puerta, pasaron por delante del perro y llegaron a la biblioteca victoriana. La abogada suspiró y dijo:
—Qué agradable es regresar al hogar, ¿verdad?
Conley los seguía, sin mostrarse sorprendido. Él ya había estado en el Corridor. Sanders iba deprisa. El ángel los acompañaba.
—Todo esto no tiene sentido —dijo ella—. Nichols era el que se oponía a la fusión y Conley el que la defendía.
—Exacto —replicó Sanders—. Encaja perfectamente. Nichols se acuesta con Meredith y la promociona subrepticiamente. ¿Y qué hace para disimularlo? Quejarse y despotricar continuamente.
—¿Qué quieres decir? ¿Que no es más que una tapadera?
—Claro. Por eso Meredith nunca contestaba sus quejas en las reuniones. Sabía que no era una amenaza real.
—¿Y Conley?
Conley seguía caminando a su lado.
—Él defiende sinceramente la fusión. Y quiere que funcione. Conley es inteligente, y creo que sabe que Meredith no está a la altura del puesto que ocupa. Pero la considera el precio que ha de pagar para tener el apoyo de Nichols. Por eso aguanta a Meredith, al menos por ahora.
—¿Y ahora adónde vamos?
—A buscar la última pieza que falta.
—¿Qué pieza?
Sanders miró el pasillo señalado con el letrero OPERACIONES. No estaba demasiado familiarizado con aquella zona de la base de datos. Los archivos estaban ordenados alfabéticamente. Empezó a buscar.
Encontró un fichero con la etiqueta DIGICOM/MALASIA. Lo abrió y buscó la sección INICIOS. Encontró sus propios memorándums, estudios de viabilidad, informes del emplazamiento, negociaciones con el gobierno, las primeras especificaciones, memorándums de los suministradores de Singapur, más negociaciones con el gobierno. Dos largos años de trabajo.
—¿Qué buscas?
—Los planos.
Esperaba encontrar los extensos proyectos originales, pero sólo había un delgado dossier. Extrajo una hoja y una imagen tridimensional de la fábrica se desplegó en el aire. Al principio sólo era un boceto, pero se llenó rápidamente hasta adquirir un aspecto sólido. Sanders, Fernández y Conley se quedaron mirándolo. Era una especie de casa de muñecas enorme y detallada. Miraron por las ventanas.
Sanders pulsó un botón. La maqueta se volvió transparente y luego se convirtió en una sección; ahora veían la cadena de montaje. Una línea verde —la cinta transportadora— se puso en movimiento y las máquinas y los trabajadores empezaron a montar las unidades CD-ROM a medida que las piezas llegaban a la cinta.
—¿Qué buscas?
—Las revisiones. —Meneó la cabeza y añadió—: Estos son los primeros planos.
La segunda hoja llevaba el encabezamiento «Revisiones» y la fecha. Sanders la extrajo. La maqueta de la fábrica se estremeció un momento, pero no cambió.
Nada.
La siguiente hoja era «Revisiones/2». La extrajo y pasó lo mismo: la imagen de la fábrica se estremeció brevemente, pero no cambió.
—Según estos informes, la fábrica nunca se revisó —dijo Sanders—. Pero me consta que se revisó.
—¿Qué hace? —dijo Fernández mirando a Conley.
Conley estaba hablando muy despacio, exagerando el movimiento de sus labios.
—Intenta decirnos algo —se contestó a sí misma la abogada—. ¿Lo entiendes?
—No. —La imagen del rostro de Conley no era lo suficientemente buena y resultaba imposible leer sus labios. Finalmente Sanders movió la cabeza en señal de negación.
Conley asintió y luego cogió el panel que Sanders sostenía en la mano. Pulsó el botón RELACIONADO, y una lista de bases de datos apareció en el aire. Era una lista extensa que incluía los permisos del gobierno malayo, las notas del arquitecto, los acuerdos firmados con el contratista, las inspecciones sanitarias, etcétera. En total la lista contenía unos ochenta apartados. Conley señaló uno, y Sanders se dio cuenta de que él lo habría pasado por alto:
Equipo de Inspección.
—¿Qué es eso? —preguntó Fernández.
Sanders señaló el título, y apareció otra hoja. Pulsó el botón RESUMEN y leyó en voz alta:
—«El Equipo de Inspección es un grupo creado en Cupertino por Philip Blackburn para el estudio de problemas que normalmente escapan a la competencia de la dirección de Operaciones. La misión del Equipo de Revisión era mejorar la eficacia empresarial de DigiCom. A lo largo de los años, el Equipo de Revisión ha resuelto con éxito numerosos problemas de dirección».
—Bien —dijo Fernández.
—«Hace nueve meses, el Equipo de Revisión, entonces encabezado por Meredith Johnson, de Operaciones, llevó a cabo un estudio a las instalaciones de Kuala Lumpur, Malasia. El estudio era consecuencia de un conflicto con el gobierno malayo acerca del porcentaje de obreros residentes que se contratarían. El Equipo de Revisión, respondiendo a las demandas del gobierno malayo, pudo aumentar el número de trabajadores a ochenta y cinco, reduciendo la robotización de la fábrica, y adecuando así las instalaciones a la economía de un país en vías de desarrollo». —Sanders miró a Fernández y agregó—: Y lo mandaron todo a la mierda.
—¿Por qué?
Continuó leyendo:
—«Por otra parte, un estudio de la posible reducción de gastos generó importantes beneficios económicos en varias secciones. Los costes de la planta fueron reducidos sin detrimento para la calidad del producto. Se ajustaron los purificadores de aire a niveles más adecuados y se firmaron contratos con nuevos suministradores, con lo que la empresa conseguía un ahorro considerable». Aquí está.
—No lo entiendo —repuso la abogada—. ¿Tú sí?
—Sí, perfectamente.
Pulsó el botón DETALLES para obtener más información.
—Lo siento —dijo el ángel—. No hay detalles.
—Ángel, ¿dónde están los memorándums y los documentos? —Sanders sabía que tenía que haber montañas de papeles relacionados con aquellos cambios de los que hablaba el resumen. Las negociaciones con el gobierno malayo, por sí solas, debían de llenar armarios enteros.
—Lo siento. No hay más detalles disponibles —repitió el ángel.
—Ángel, enséñame los archivos.
—Muy bien.
Apareció una hoja de color rosa:
LOS ARCHIVOS DEL EQUIPO DE INSPECCIÓN/MALASIA HAN SIDO BORRADOS.
DOMINGO 6/6 AUTORIZACIÓN DC/C/5905.
—Mierda —exclamó Sanders.
—¿Qué significa eso?
—Alguien lo ha limpiado. Hace más de una semana. ¿Quién, hace más de una semana, sabía que todo esto iba a pasar? Ángel, enséñame todas las comunicaciones entre Malasia y DigiCom de las dos últimas semanas.
—¿Comunicaciones telefónicas o de vídeo?
—De vídeo.
—Pulsa V.
Sanders pulsó un botón y una hoja apareció en el aire:
Fecha | De | A | Duración |
01/06 | A. Kahn | M. Johnson | 08.12–08.14 |
01/06 | A. Kahn | M. Johnson | 13.43–13.44 |
02/06 | A. Kahn | T. Sanders | 18.01–18.04 |
02/06 | A. Kahn | M. Johnson | 18.22–18.23 |
03/06 | A. Kahn | M. Johnson | 09.22–09.24 |
04/06 | A. Kahn | M. Johnson | 09.02–09.12 |
05/06 | A. Kahn | M. Johnson | 08.32–08.32 |
05/06 | A. Kahn | M. Johnson | 09.04–09.05 |
05/06 | A. Kahn | M. Johnson | 20.02–20.04 |
06/06 | A. Kahn | M. Johnson | 09.02–09.32 |
06/06 | A. Kahn | M. Johnson | 11.24–11.25 |
06/06 | A. Kahn | T. Sanders | 11.34–11.34 |
—Como para hacer estallar el satélite —observó Sanders—. Arthur Kahn y Meredith Johnson hablaron casi diariamente desde el seis de junio. Luego pararon. Ángel, enséñame esos vídeos.
—La única comunicación disponible es la del quince de junio. —Era su transmisión a Kahn, de dos días atrás.
—¿Dónde están las otras?
Apareció el siguiente mensaje:
LOS ARCHIVOS DE VÍDEO DEL EQUIPO DE INSPECCIÓN HAN SIDO BORRADOS.
DOMINGO 6/6 AUTORIZACIÓN DC/C/5905.
Borrado. Sanders se imaginaba quién había sido, pero tenía que asegurarse.
—Ángel, ¿cómo puedo comprobar la autorización para borrar?
—Marca los datos que desees —contestó el ángel.
Sanders marcó el número de autorización. Una hoja de papel se sobrepuso a la anterior:
AUTORIZACIÓN DC/C/5905:
DIGITAL COMMUNICATIONS
CUPERTINO/OPERACIONES
PRIVILEGIOS ESPECIALES
(NO SE REQUIERE IDENTIFICACIÓN DEL OPERADOR)
—Lo borró alguien muy importante de Operaciones, en Cupertino. Hace una semana.
—¿Meredith?
—Seguramente. Y eso significa que estoy perdido.
—¿Por qué?
—Porque ahora sé lo que pasó en la fábrica de Malasia. Sé exactamente lo que pasó: Meredith cambió las especificaciones. Pero ha borrado todos los datos, hasta sus conversaciones con Kahn. Y eso significa que no puedo demostrarlo.
Sanders, de pie en el pasillo, dio un golpecito a la hoja, que se disolvió en la hoja anterior. Cerró el dossier, la devolvió al cajón y vio cómo la maqueta se disolvía y desaparecía.
Miró a Conley, que se encogió de hombros, resignado. Conley entendía lo que había pasado. Sanders le tendió la mano. Conley se la estrechó y luego se dio la vuelta.
—¿Y ahora qué? —preguntó Fernández.
—Ya podemos irnos.
El ángel empezó a cantar:
—Adiós con el corazón…
—Cállate, ángel. —El ángel obedeció—. Típico de Cherry —explicó Sanders.
—¿Quién es Cherry?
—Don Cherry es un dios viviente —contestó el ángel.
Se dirigieron hacia la entrada del Corridor y salieron de la pantalla azul.
Una vez en el laboratorio de Cherry, Sanders se quitó el casco y bajó de la plataforma. Por unos momentos se sintió desorientado. Ayudó a Fernández a quitarse el casco.
—Oh —dijo ella, mirando alrededor—. Ya hemos vuelto al mundo real.
—No estoy muy seguro de que sea real. —Colgó el casco de la abogada y la ayudó a bajar de la plataforma. Luego apagó los interruptores.
Fernández bostezó y consultó su reloj:
—Son las once. ¿Qué piensas hacer ahora?
A él sólo se le ocurría una cosa. Cogió el auricular de uno de los módems de Cherry y marcó el número de Gary Bosak. Sanders no podía conseguir ningún documento, pero quizá Bosak pudiera. Eso, si lograba hablar con él.
Un contestador automático dijo: «Hola, estás hablando con Producciones MN. Voy a pasar unos días fuera de la ciudad, pero deja tu mensaje».
Sanders suspiró:
—Gary, son las once de la noche del miércoles. Lamento que no estés. Me voy a casa. —Colgó.
Era su última oportunidad. Y la había perdido.
Unos días fuera de la ciudad.
—Mierda.
—¿Y ahora qué? —preguntó Fernández en medio de un bostezo.
—No lo sé. El último ferry zarpa dentro de media hora. Supongo que me iré a casa e intentaré dormir un poco.
—¿Y la reunión de mañana? Dijiste que necesitabas documentación.
Sanders se encogió de hombros.
—He hecho todo lo que he podido, Louise. Sé a lo que me enfrento. Ya me las arreglaré.
—¿Nos vemos mañana, entonces?
—Sí. Hasta mañana.
En el ferry, mientras observaba las luces de la ciudad reflejadas en las oscuras aguas, su optimismo empezó a desvanecerse. Louise tenía razón: habría tenido que buscar la documentación que necesitaba. De haberlo sabido, Max lo habría criticado. Casi oía las palabras del viejo: «Ah, claro. Estás cansado. No es una buena excusa, Thomas».
Se preguntó si Max estaría en la reunión de mañana. Pero ya no podía pensar en eso. No se imaginaba la reunión. Se sentía demasiado cansado para concentrarse. Los altavoces anunciaron que faltaban cinco minutos para llegar a Winslow y Sanders bajó a buscar su coche.
Se sentó al volante. Miró por el retrovisor y vio una oscura silueta en el asiento trasero.
—Hola —dijo Gary Bosak—. No te vuelvas. Me voy enseguida. Escúchame con atención. Mañana te la van a jugar. Te van a acusar de lo del fiasco de Malasia.
—Ya lo sé.
—Y si eso no funciona, te acusarán de haber contratado mis servicios. Violación de la intimidad. Es un delito. Han hablado con mi oficial de libertad condicional. Puede que lo hayas visto; es un tipo gordo con bigote.
Sanders recordó vagamente al hombre que el día antes había entrado en el centro de conciliación.
—Sí, creo que sí. Mira, Gary, necesito unos documentos…
—No digas nada. No tenemos tiempo. Han sacado del sistema todos los documentos relacionados con esa fábrica. Ya no hay nada. No puedo ayudarte, tío. —Oyeron la sirena del ferry. La gente empezó a poner en marcha los motores de los coches—. Pero a mí no me joden con eso de la conducta delictiva. Y a ti tampoco. Coge esto. —Le entregó un sobre.
—¿Qué es?
—Un resumen de algunos trabajitos que he hecho para otro directivo de tu empresa. Garvin. Puedes mandárselos por fax mañana por la mañana.
—¿Por qué no lo haces tú?
—Esta noche voy a cruzar la frontera. Tengo un primo en BC. Me quedaré con él una temporada. Si sale bien, puedes dejarme un mensaje en el contestador.
—De acuerdo.
—No pierdas la calma, amigo. Mañana se va a armar una de cojones. Cambiarán muchas cosas.
La rampa empezaba a descender. Los encargados del tráfico dirigían los coches hacia el exterior.
—¿Me has estado espiando, Gary?
—Sí. Lo siento mucho. Me dijeron que tenía que hacerlo.
—Entonces, ¿quién es «Un amigo»?
Bosak rio. Abrió la puerta y salió del coche.
—Me sorprendes, Tom. ¿No conoces a tus amigos?
Los coches empezaban a salir. Sanders vio que las luces de freno del coche que tenía delante se encendían, y el coche empezó a avanzar.
—Gary… —dijo, girándose. Pero Bosak había desaparecido.
Puso el coche en marcha y abandonó el ferry.
Se paró para recoger el correo de su buzón. Había muchas cartas; llevaba dos días sin abrirlo. Siguió hasta la casa y aparcó el coche fuera del garaje. Abrió la puerta principal y entró. La casa estaba fría y vacía. Olía a limón. Seguramente Consuelo había ido a limpiar.
Entró en la cocina y dejó la cafetera preparada. La cocina estaba limpia y habían recogido los juguetes de los niños; sin duda Consuelo había estado allí. Miró el contestador automático.
Una cifra roja parpadeaba: 14.
Sanders escuchó las llamadas. La primera era de John Levin; quería que lo llamara, y decía que era urgente. Luego Sally, que quería organizar una merienda para los niños. Pero en el resto de las llamadas no había mensajes. Y todas parecían idénticas: un fondo de interferencias, propio de las llamadas internacionales, y luego una brusca interrupción. Una y otra vez.
Alguien estaba intentado hablar con él.
Una de las últimas llamadas la habían efectuado mediante una operadora, porque se oía a una mujer que decía: «Lo siento, pero no contestan: ¿Quiere dejar algún mensaje?». Y una voz masculina respondía: «No». Luego colgaban:
Sanders escuchó varías veces aquel «No».
Le resultaba familiar. Aquel hombre parecía extranjero, pero aun así su voz le resultaba familiar.
«No».
No lograba identificar al hablante.
«No».
Le pareció que el hombre dudaba. ¿O acaso tenía prisa? No lo sabía.
«¿Quiere dejar algún mensaje?».
«No».
Finalmente desistió. Rebobinó la cinta y subió a su estudio. No había ningún fax. La pantalla del ordenador estaba en blanco.
Abrió el sobre de papel que Bosak le había entregado en el coche. Era una sola hoja, un memorándum dirigido a Garvin, con el resumen de un informe sobre un empleado de Cupertino cuyo nombre Bosak había borrado. También había una fotocopia de un talón a nombre de Producciones MN firmado por Garvin.
Ya era más de medianoche cuando Sanders se dirigió al cuarto de baño para ducharse. Puso el agua muy caliente; se colocó cerca del chorro para sentir la presión del agua en la cara. Con el ruido de la ducha estuvo a punto de no oír sonar el teléfono. Cogió una toalla y corrió al dormitorio.
—¿Diga?
Oyó las interferencias de la conexión intercontinental. Una voz de hombre dijo:
—¿Con Mr. Sanders, por favor?
—Soy yo.
—Buenas noches, Mr. Sanders. No sé si me recordará. Soy Mohammed Jafar.