Por la mañana, la rutina lo reconfortó; se vistió rápidamente mientras oía las noticias de la televisión; puso el volumen del televisor muy alto, con la intención de llenar de ruido la casa vacía. Llegó al centro a las 6.30, y se detuvo en Bainbridge Bakery para tomarse un capuchino y una pasta antes de bajar al ferry.
Cuando el ferry zarpó de Winslow, se sentó hacia la popa, para no ver cómo se aproximaba Seattle. Perdido en sus pensamientos, contempló las grises nubes y las oscuras aguas de la bahía. Seguramente hoy también llovería.
—Un mal día, ¿verdad? —dijo una voz de mujer.
Levantó la vista y vio a Mary Anne Hunter, menuda y guapa, de pie con los brazos en jarras, mirándolo con preocupación. Mary Anne también vivía en Bainbridge. Su marido era biólogo marino y trabajaba en la universidad. Susan y ella eran buenas amigas y solían ir a correr juntas. Pero Sanders no se encontraba a menudo con Mary Anne en el ferry, porque ella acostumbraba salir antes.
—Hola, Mary Anne.
—Lo que no logro entender es cómo lo han conseguido —dijo ella.
—¿Conseguido?
—¿Acaso no lo has visto? Por el amor de Dios, Tom. Sales en el periódico. —Le entregó el periódico que llevaba bajo el brazo.
—No lo dirás en serio.
—Sí. Connie Walsh ataca de nuevo.
Sanders miró la portada del periódico, pero no vio nada. Empezó a hojearlo rápidamente.
—Está en la sección «Metro» —dijo Mary Anne—. La primera columna de opinión de la segunda página. Léela y llora un poco. Voy a buscar más café.
Sanders abrió el periódico por la sección que Mary Anne le había indicado: «Así lo veo yo», por Constance Walsh. El artículo se titulaba «Mr. Porky». Sanders leyó:
«El poder del patriarcado se ha manifestado otra vez, en esta ocasión en una empresa de alta tecnología de la ciudad que llamaré X. Esta empresa ha nombrado a una mujer brillante y muy competente en un alto puesto ejecutivo. Pero hay muchos hombres en la empresa que están haciendo todo lo posible para librarse de ella.
»Hay un hombre, al que llamaremos Mr. Porky, particularmente vengativo. Mr. Porky no admite tener a una mujer como superior, y lleva semanas cultivando una desagradable campaña subversiva dentro de la empresa para impedirlo. Al no conseguir su objetivo, Mr. Porky aseguró que su nueva jefa lo asaltó en su despacho y casi lo violó. Esta acusación es tan malintencionada como absurda.
»Ustedes se preguntarán cómo puede una mujer violar a un hombre. La respuesta, por supuesto, es que no puede. La violación es un delito que implica violencia. Es exclusivamente un crimen de varones; ellos utilizan la violación con lamentable frecuencia para mantener a las mujeres en el lugar que creen les corresponde. Así es nuestra sociedad actual, y así fueron las anteriores.
»Las mujeres no oprimen a los varones. Las mujeres están indefensas en manos de los hombres. Y es absurdo acusar a una mujer de violación. Pero eso no detuvo a Mr. Porky, al que sólo le interesa calumniar a su nueva jefa. Incluso piensa presentar una demanda formal de acoso sexual contra ella.
»Mr. Porky tiene todas las costumbres desagradables del típico patriarca. Como era de esperar, afectan a todos los aspectos de su vida. Aunque la esposa de Mr. Porky es una destacada abogada, él la presiona para que deje su trabajo y se quede en casa con los niños. Porque Mr. Porky no quiere que su mujer se introduzca en el mundo de los negocios, donde podría oír rumores de las aventuras de su marido con mujeres jóvenes, y de su afición a la bebida. Seguramente Mr. Porky se imagina que su nueva jefa tampoco aceptaría esas costumbres. Quizá no le permitiría llegar tarde a la oficina, como hace con tanta frecuencia.
»Por eso Mr. Porky ha decidido hacer esta innoble acusación, y otra ejecutiva con talento ve amenazada injustamente su carrera. ¿Conseguirá encerrar a los cerdos en la pocilga de la empresa X? Continuará».
—Madre mía —exclamó Sanders. Volvió a leer el artículo.
Hunter regresó con dos capuchinos en vasos de plástico. Le dio uno a Sanders, y dijo:
—Ten. Me parece que lo necesitas.
—¿De dónde han sacado esta historia?
Hunter meneó la cabeza.
—No lo sé. Pero tengo la impresión de que hay alguien infiltrado en la empresa.
—Pero ¿quién? —Sanders estimó que si alguien había hablado con la prensa, debió de ser sobre las tres o las cuatro de la madrugada. ¿Quién sabía que él estaba considerando la posibilidad de presentar una demanda de acoso sexual, a esa hora?
—No me imagino quién ha podido ser —dijo Hunter—. A ver si me entero de algo.
—¿Y quién es Constance Walsh?
—¿Nunca has leído nada suyo? Es una columnista del Post-Intelligencer. Puntos de vista feministas y esa clase de cosas. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Cómo está Susan? La he llamado esta mañana, pero en tu casa no contestaba nadie.
—Susan se ha marchado por unos días. Con los niños.
Hunter asintió con la cabeza.
—Supongo que es una buena idea.
—Eso nos pareció.
—¿Está enterada de todo esto?
—Sí.
—¿Y es verdad? ¿Vas a demandar a Meredith por acoso sexual?
—Sí.
—Vaya.
Mary Anne se sentó un rato con él, en silencio. Luego dijo:
—Hace mucho tiempo que te conozco. Espero que todo esto acabe bien.
—Yo también.
Hubo otro largo silencio. Finalmente, Mary Anne se levantó.
—Hasta luego, Tom.
—Hasta luego, Mary Anne.
Sanders sabía lo que ella sentía. También él lo había sentido cuando algún compañero de la empresa era acusado de acoso sexual. De pronto había una distancia. No importaba el tiempo que hiciera que conocías a aquella persona. No importaba que fuerais amigos. En cuanto surgía una acusación de esa naturaleza, todo el mundo se alejaba. Porque lo cierto era que nunca sabías qué había pasado. No podías permitirte el lujo de tomar partido, ni siquiera con tus amigos.
Sanders miró a Mary Anne, una silueta esbelta con ropa informal y un maletín de piel. Medía poco más de metro cincuenta. Los hombres que había en el ferry eran mucho más altos. Sanders recordó que en una ocasión Mary Anne le había dicho a Susan que practicaba footing por temor a que la violaran. «Al menos podré salir corriendo». Los hombres no sabían nada de eso. No comprendían ese temor.
Pero había otro tipo de temor que sólo los hombres sentían. Miró la columna del periódico con profunda y creciente inquietud.
Las palabras y expresiones clave lo martirizaban:
Vengativo… desagradable… no consiente que una mujer… hostil… violación… crimen de varones… calumniar a su superiora… aventuras con mujeres jóvenes… afición a la bebida… tarde a la oficina… injustamente amenazada… cerdos en la pocilga.
Aquellas caracterizaciones eran más que inexactas y desagradables. Eran peligrosas. Y estaba ejemplificado por lo que había ocurrido a John Masters, una historia que había marcado a muchos hombres de Seattle.
Masters era un director de marketing de MicroSym; tenía cincuenta años. Era una persona equilibrada, un ciudadano responsable, llevaba veinticinco años casado y tenía dos hijas; la mayor iba a la universidad y la pequeña al instituto. Esta última empieza a tener problemas en el colegio, saca malas notas y los padres la llevan a una psicóloga infantil. La psicóloga habla con la niña y le dice: mira, tu caso es la típica historia de una niña que ha sufrido abusos sexuales. ¿Te ha ocurrido a ti alguna vez?
No, creo que no, contesta la niña.
Piénsalo un poco, dice la psicóloga.
Al principio la niña se resiste, pero la psicóloga insiste: Piensa. Intenta recordar. Y al cabo de un rato la niña empieza a recuperar confusos recuerdos. Nada específico, pero ahora cree que podría ser. Puede que papá hiciera algo raro, hace mucho tiempo.
La psicóloga transmite sus sospechas a la esposa. Después de veinticinco años, Masters y su mujer empiezan a discutir. La mujer le dice a Masters: Confiesa lo que hiciste.
Masters se queda estupefacto. No puede creerlo. Lo niega todo. La esposa dice: Mientes, no quiero verte más. Lo echa de casa.
La hija mayor llega de la universidad. Dice: Pero ¿qué pasa? Sabes perfectamente que papá no hizo nada. Sé razonable. Pero la esposa está furiosa. La hija menor está furiosa. Y una vez en marcha, el proceso no puede detenerse.
La ley obliga a los psicólogos a informar de cualquier sospecha de abuso sexual. La psicóloga informa del caso de Masters. La ley obliga a llevar a cabo una investigación. Una asistenta social va a hablar con la hija, la esposa y Masters. Luego con el médico de la familia. En poco tiempo, se entera todo el mundo.
La noticia de la acusación llega a MicroSym. La empresa suspende a Masters, a la espera del resultado de las investigaciones. Alegan que no quieren mala publicidad.
Masters ve cómo su vida se disuelve. Su hija pequeña no le dirige la palabra. Su mujer no le dirige la palabra. Vive solo en un apartamento. Tiene problemas económicos. Sus compañeros de trabajo lo evitan. Allá donde mira, sólo ve miradas acusadoras. Le recomiendan que acuda a un abogado. Y está tan destrozado, tan inseguro, que acude a la consulta de un psicólogo.
Su abogado hace averiguaciones; descubre detalles preocupantes. Resulta que la psicóloga que presentó la acusación ha detectado abuso sexual en un alto porcentaje de sus casos. Ha informado de tantos casos que las autoridades han empezado a sospechar prejuicio. Pero las autoridades no pueden hacer nada: la ley exige que todos los casos sean investigados. La asistenta social responsable del caso ha sido sancionada previamente por su excesivo celo en la persecución de casos cuestionables y se la considera incompetente, pero las autoridades no pueden despedirla.
La acusación específica —que nunca llega a presentarse oficialmente— es que Masters hostigó a su hija durante el verano en que la niña cursaba tercero. Masters recuerda algo. Saca sus agendas viejas. Resulta que su hija pasó aquel verano en un campamento de Montana. Cuando la niña volvió a casa, en agosto, Masters estaba en Alemania, en viaje de negocios. Cuando regresó de Alemania, el nuevo curso escolar ya había comenzado.
Ni siquiera vio a su hija aquel verano.
Al psicólogo de Masters le parece significativo que su hija situara el abuso en un momento en que éste era imposible. El psicólogo llega a la conclusión de que la hija se sentía abandonada y ha sublimado ese sentimiento en un episodio imaginario de abuso sexual. Masters habla con su esposa y su hija. Ellas lo escuchan, y reconocen que deben de haberse equivocado con las fechas, pero siguen insistiendo en que el abuso ocurrió.
Sin embargo, las autoridades comprueban las fechas y abandonan la investigación, y Masters es readmitido en MicroSym.
Pero Masters ha quedado al margen de una ronda de ascensos y todo el mundo tiene prejuicios acerca de él. Su carrera se ha visto irrevocablemente perjudicada. Su mujer no se reconcilia con él y finalmente pide el divorcio. Masters no vuelve a ver a su hija menor. La mayor, que se encuentra entre la espada y la pared, cada vez ve menos a su padre. Masters vive solo, lucha por reconstruir su vida y sufre un infarto. Ya recuperado, sale con algunos amigos, pero ahora tiene deudas y bebe demasiado: no es una compañía agradable. Los hombres lo evitan. Nadie tiene respuesta para la pregunta que Masters se hace continuamente: ¿Qué error cometí? ¿Qué debería haber hecho? ¿Cómo habría podido evitar todo esto?
Desde luego, no habría podido evitarlo. No en una sociedad en que los hombres son presuntamente culpables de cualquier cosa de que se los acuse.
A veces los hombres hablaban de demandar a las mujeres que hacían falsas acusaciones. Hablaban de castigarlas por el daño que causaban aquellas acusaciones. Pero eran sólo palabras. Mientras tanto, ellos cambiaban su comportamiento. Ahora había nuevas reglas y todos las conocían:
No sonrías a un niño en la calle, a no ser que te acompañe tu mujer. No toques nunca a un niño que no conoces. No te quedes nunca solo con el hijo de otro, ni siquiera un momento. Si un niño te invita a entrar en su habitación, no vayas a no ser que otro adulto, preferentemente una mujer, vaya contigo. Cuando asistas a una fiesta, no permitas que una niña se siente en tu regazo. Si lo intenta, impídeselo amablemente. Si por casualidad ves a un niño o una niña desnudos, aparta rápidamente la mirada. Mejor aún: vete.
Y también era prudente tener cuidado con tus propios hijos, porque si tu matrimonio fracasaba, tu mujer podía acusarte. Y entonces tu conducta sería revisada a una luz desfavorable: «Bueno, era un padre muy cariñoso… Quizá demasiado cariñoso». O: «Pasaba muchas horas con los niños. Siempre estaba en casa».
Era un mundo de normas y sanciones completamente desconocido para las mujeres. Cuando Susan veía a un niño llorando en la calle, lo cogía en brazos. Lo hacía maquinalmente, sin pensarlo. Sanders no se atrevería.
Y también había nuevas normas para los negocios, por supuesto. Sanders conocía a hombres que jamás iban de viaje de negocios con una mujer, que no se sentaban junto a sus compañeras de trabajo en el avión, que no quedaban con una mujer para tomar una copa en el bar a no ser que hubiera alguien más. Sanders siempre había considerado que tanta precaución era excesiva, casi paranoica. Pero ahora no estaba tan seguro.
La sirena del ferry rescató a Sanders de sus pensamientos. Levantó la vista y vio los pilotajes negros de Colman Dock. El cielo seguía amenazando lluvia. Se levantó, se abrochó el cinturón de la gabardina y bajó a buscar su coche.
De camino al centro de mediación, pasó un momento por la oficina para recoger unos documentos sobre la unidad Twinkle. Pensó que podrían serle útiles. Pero le sorprendió ver a John Conley en su despacho, hablando con Cindy. Eran las 8.15 de la mañana.
—Hola, Tom —lo saludó Conley—. He venido a concertar una cita contigo. Cindy dice que tienes la agenda repleta y que vas a estar fuera casi todo el día.
Sanders miró a Cindy; ella le devolvió una mirada hermética.
—Sí —dijo Sanders—. Al menos por la mañana.
—Verás, será cuestión de unos minutos.
Sanders le indicó que entrara en su despacho. Conley entró y Sanders cerró la puerta.
—Estoy impaciente por que se celebre la sesión informativa de mañana con John Marden, nuestro director ejecutivo —dijo Conley—. Supongo que tú intervendrás.
Sanders asintió sin dar explicaciones. No sabía nada de ninguna sesión informativa. Y mañana parecía muy lejos. Le resultaba difícil concentrarse en lo que decía Conley.
—Pero todos tendremos que definirnos respecto a algunos puntos del orden del día —prosiguió Conley—. Y a mí me preocupa particularmente Austin.
—¿Austin?
—Me refiero a la venta de la fábrica de Austin.
—Ya —dijo Sanders. De modo que era verdad.
—Como ya sabes, Meredith Johnson se ha manifestado firmemente, y desde el principio, a favor de la venta. Fue una de las primeras recomendaciones que nos hizo, cuando iniciábamos las negociaciones. A Marden le preocupan los ingresos después de la adquisición: la fusión supondrá un aumento de la deuda y le preocupa consolidar el desarrollo de la alta tecnología. Johnson le sugirió disminuir la deuda mediante la venta de Austin. Pero yo no soy la persona más adecuada para juzgar los pros y los contras de la gestión. Me gustaría conocer tu opinión.
—¿Respecto a la venta de la fábrica de Austin?
—Sí. Por lo visto Hitachi y Motorola están interesadas. Así que posiblemente podría liquidarse sin mucha demora. Creo que eso es lo que pretende Meredith. ¿Te lo ha comentado?
—No —contestó Sanders.
—Seguramente no ha tenido tiempo. Está muy ocupada con su nuevo cargo. —Mientras hablaba, Conley observaba meticulosamente a Sanders—. ¿Qué opinas tú de una venta?
—No veo ningún motivo apremiante para vender.
—Dejando a un lado el tema de los ingresos económicos, creo que el argumento de Meredith es que el negocio de la fabricación de teléfonos portátiles ya ha alcanzado la fase de madurez —explicó Conley—. Como tecnología, ha superado su fase de crecimiento exponencial, y ahora ya no produce tantos beneficios. De ahora en adelante sólo habrá aumentos de ventas, pero también una importante competencia extranjera. De modo que en el futuro los teléfonos no van a representar una importante fuente de ingresos. Y por otro lado está la consideración de si deberíamos fabricar en Estados Unidos. Gran parte de los productos de DigiCom ya se fabrican fuera del país.
—Todo eso es cierto —dijo Sanders—. Pero está fuera de lugar. Para empezar, puede que los teléfonos portátiles estén alcanzando la saturación del mercado, pero el campo de las comunicaciones inalámbricas en general todavía está en una fase muy temprana. En el futuro, las instalaciones inalámbricas de todo tipo van a proliferar. El mercado todavía está en expansión, aunque no lo esté la telefonía. En segundo lugar, las comunicaciones inalámbricas constituyen una parte fundamental de los intereses futuros de nuestra empresa, y una buena manera de seguir compitiendo es seguir haciendo y vendiendo productos. Eso te obliga a conservar el contacto con tu clientela, para conocer sus futuros intereses. Yo no vendería. Si Motorola e Hitachi ven negocio en los teléfonos portátiles, ¿por qué no vamos a verlo nosotros? Tercero: creo que tenemos la obligación social de conservar puestos de trabajo bien pagados en Estados Unidos. Los demás países no exportan buenos puestos de trabajo. ¿Por qué hemos de hacerlo nosotros? Todas las decisiones de instalar fábricas en el extranjero se han tomado por algún motivo en particular, y personalmente espero que empecemos a trasladarlas aquí. Porque la fabricación en el extranjero tiene muchos costes imprevisibles. Pero lo más importante es que aunque básicamente seamos una unidad de desarrollo, dedicada al diseño de nuevos productos, tenemos que fabricar. Si algo hemos aprendido en estos veinte años es que el diseño y la producción son un único proceso. Si empiezas a separar a los ingenieros de diseño de los obreros acabas con un producto mal diseñado. Acabas como General Motors.
Sanders hizo una pausa. Hubo un breve silencio. Sanders no tenía intención de hablar con tanto énfasis, pero no pudo evitarlo. Conley asentía en silencio, meditabundo. Finalmente dijo:
—Así que opinas que la venta de Austin perjudicaría la unidad de desarrollo.
—Sin ninguna duda. La producción es una especie de disciplina.
Conley cambió de postura y añadió:
—¿Qué opinión crees que tiene Meredith respecto a estos temas?
—No lo sé.
—Porque todo esto nos lleva a otra cuestión. A la gestión empresarial. Tengo entendido que su nombramiento ha levantado cierto malestar en el departamento. Hay quien pone en duda que Meredith esté capacitada para dirigir un departamento técnico.
—Me temo que yo no puedo decir nada.
—No te pido que lo hagas. Supongo que Meredith cuenta con el apoyo de Garvin.
—Sí, así es.
—A nosotros nos parece bien. Pero te imaginarás a dónde voy —añadió Conley—. El típico problema de las fusiones es que en realidad la empresa compradora no sabe qué está comprando, y acaba matando la gallina de los huevos de oro. No es su propósito, pero lo hace. Destruye aquello que quería comprar. Me preocupa que Conley-White cometa ese error.
—Ya.
—Entre nosotros: si este tema surge en la reunión de mañana, ¿tomarás la misma posición que has manifestado ahora?
—¿Contra Johnson? —Sanders se encogió de hombros—. No creo que sea fácil. —Pensó que probablemente él no participaría en esa reunión. Pero no podía decírselo a Conley.
—Bueno. —Conley tendió la mano a Sanders—. Te agradezco mucho tu sinceridad. —Antes de salir del despacho, se volvió y dijo—: Una cosa más: sería conveniente que mañana supiéramos algo del Twinkle.
—Lo sé. Estamos trabajando en ello, créeme.
—Muy bien.
Conley salió del despacho y a continuación entró Cindy:
—¿Cómo estás, Tom?
—Nervioso.
—¿Qué quieres que haga?
—Busca los datos de la unidad Twinkle. Quiero copias de todo lo que llevé anoche a Meredith.
—Lo tienes encima de la mesa.
Sanders cogió un montón de dossiers. Encima había un cartucho de DAT.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Es el vídeo de Arthur de anoche.
Sanders lo metió en su maletín.
—¿Algo más? —preguntó Cindy.
—No. —Consultó su reloj—. Llego tarde.
—Buena suerte, Tom.
Le dio las gracias y se marchó.
Mientras conducía por la ciudad en hora punta, Sanders se dio cuenta de que la única sorpresa de su entrevista con Conley era la perspicacia del joven abogado. En cuanto a Meredith, su actitud no lo sorprendía en absoluto. Sanders llevaba años luchando contra la mentalidad de estudiante de empresariales que ella ejemplificaba. Había conocido a muchos graduados en esas escuelas, y finalmente Sanders había llegado a la conclusión de que su educación tenía una laguna fundamental. Los habían enseñado a creer que estaban preparados para dirigir cualquier cosa. Pero esa capacidad no existía. A la hora de la verdad sólo había problemas específicos relacionados con industrias específicas y obreros específicos. No se podían aplicar herramientas generales a problemas específicos. Tenías que conocer el mercado, tenías que conocer a los clientes, tenías que conocer los límites de la producción y los límites de tus creativos. Aquello no se veía a simple vista. Meredith no sabía que Don Cherry y Mark Lewyn necesitaban estar ligados a producción. Pero cada vez que le presentaban un prototipo, Sanders hacía la misma pregunta: ¿puedes fabricarlo? A veces podía y a veces no. Si eliminabas aquella pregunta, cambiabas por completo la organización. Y no para mejor.
Conley era inteligente y lo sabía. Y también sabía que tenía que estar atento. Sanders se preguntó qué sabía Conley que él no le hubiera dicho en su entrevista. ¿Estaría enterado de la demanda por acoso sexual? Era posible.
Meredith quería vender Austin. Eddie tenía razón. Pensó decírselo, pero en realidad no podía. Y de todos modos tenía cosas más apremiantes de que preocuparse. Vio el letrero del Centro de Mediación Magnuson y torció a la derecha. Sanders se aflojó el nudo de la corbata y aparcó el coche.
El Centro de Mediación Magnuson se encontraba en las afueras de Seattle, en una colina desde la que se contemplaba la ciudad. Consistía en tres edificios bajos situados alrededor de un patio central con fuentes y estanques. La atmósfera era estudiadamente tranquila y relajante, pero Sanders estaba nervioso. Al salir del aparcamiento se encontró con Louise Fernández.
—¿Has visto el periódico de hoy? —le preguntó la abogada, tuteándolo.
—Sí.
—No le des importancia. Es una táctica muy mala por su parte. ¿Conoces a Connie Walsh?
—No.
—Es una bruja —dijo Fernández—. Muy desagradable y muy astuta. Pero confío en que la juez Murphy la desacredite. Mira, esto es lo que he acordado con Phil Blackburn. Empezaremos con tu versión de los hechos. Luego Meredith dará su versión.
—Un momento. ¿Por qué yo primero? Así ella tendrá la ventaja de…
—Tú eres el que presenta la demanda, así que estás obligado a presentar el caso en primer lugar. Creo que eso nos beneficiará —dijo Fernández—. Así Johnson testificará la última, antes del almuerzo. —Se dirigieron hacia el edificio central—. Tienes que recordar dos cosas. Primero: di siempre la verdad. Pase lo que pase, di la verdad. Tal como lo recuerdes, aunque te parezca que eso te perjudica. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Segundo: no te enfades. Su abogado hará todo lo posible para ponerte furioso y atraparte. No caigas en la trampa. Si te sientes insultado o ves que te estás poniendo nervioso, pide un descanso de cinco minutos para hablar conmigo. Tienes derecho a solicitarlo siempre que quieras. En ese caso, salimos de la sala y te tranquilizas. Pero hagas lo que hagas, no te pongas nervioso.
—De acuerdo.
—Muy bien. —Fernández abrió la puerta—. Vamos allá.
La sala de mediación era sencilla, revestida con paneles de madera. Sanders vio una mesa de madera con una jarra de agua, vasos y unos cuantos blocs de notas; en un rincón había un aparador con café y una bandeja de pastas. Las ventanas se abrían sobre un pequeño atrio con una fuente. Sanders oyó el murmullo del agua.
El equipo legal de DigiCom ya había llegado, y se había instalado a lo largo de uno de los lados de la mesa. Phil Blackburn, Meredith Johnson, un abogado llamado Ben Heller y otras dos abogadas con expresión ceñuda, cada una con un impresionante montón de fotocopias encima de la mesa.
Fernández saludó a Meredith Johnson y se dieron la mano. Ben Heller saludó a Sanders. Heller era un hombre corpulento, de cabello cano y voz grave. Tenía buenos contactos en Seattle, y a Sanders le recordó a un político. Heller le presentó a las dos abogadas, pero Sanders olvidó sus nombres inmediatamente.
—Hola, Tom —dijo Meredith.
—Hola.
Estaba muy guapa. Llevaba un traje de chaqueta azul con una blusa color crema. Con las gafas y el cabello rubio recogido, parecía una atractiva pero aplicada colegiala. Heller dio unas palmaditas en la mano a Meredith, como si saludar a Sanders hubiera sido una terrible tortura.
Sanders y Fernández se sentaron frente a Johnson y Heller. Todos sacaron papeles y notas. A continuación hubo un incómodo silencio, que Heller interrumpió dirigiéndose a Fernández:
—¿Cómo acabó aquel asunto de King Power?
—Satisfactoriamente —contestó Fernández.
—¿Han emitido ya la sentencia?
—La semana que viene, Ben.
—¿Cuánto pedíais?
—Dos millones.
—¿Dos millones?
—El acoso sexual es un asunto muy grave, Ben. Las indemnizaciones están subiendo mucho. Ahora el promedio es de más de un millón de dólares. Sobre todo cuando la empresa se porta tan mal.
Se abrió una puerta en el extremo de la sala y entró una mujer de unos cincuenta años. Era vigorosa y caminaba muy erguida; llevaba un traje de chaqueta oscuro parecido al de Meredith.
—Buenos días —dijo a los presentes—. Soy Barbara Murphy. Diríjanse a mí llamándome jueza Murphy, señoría o Ms. Murphy, por favor.
Dio la mano a todos y luego se sentó a la cabecera de la mesa. Abrió su maletín y extrajo unas notas.
—Voy a explicar las normas básicas de las sesiones que se celebran en este centro —dijo la jueza Murphy—. Esto no es un tribunal de justicia y nuestra sesión no será grabada. Les agradeceré que conserven un tono civilizado y cortés. No hemos venido para hacer violentas acusaciones ni para culpar a nadie. Nuestro propósito consiste en definir la naturaleza de la disputa entre las partes y determinar la mejor forma de resolver esa disputa.
»Quiero recordar a todos que las alegaciones presentadas por ambas partes son extremadamente graves y podrían tener consecuencias legales para ambas partes. Les recomiendo que consideren estas sesiones como confidenciales. Sobre todo, debo prevenirles del riesgo que supone comentar lo que aquí se diga con algún representante de la prensa. Me he tomado la libertad de hablar en privado con Mr. Donadio, el editor del Post-Intelligencer, sobre el artículo que aparece hoy firmado por Ms. Walsh. He recordado a Mr. Donadio que todas las partes de la «empresa X» son individuos con derecho a vida privada, y que Ms. Walsh es una asalariada del periódico. El riesgo de una demanda por difamación contra el Post-Intelligencer no es despreciable. Creo que Mr. Donadio me ha comprendido.
Se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa.
—Veamos —prosiguió—. Las partes han acordado que sea Mr. Sanders quien hable en primer lugar; a continuación Mr. Heller lo interrogará. Después hablará Ms. Johnson, que a su vez será interrogada por Ms. Fernández. Con el fin de ahorrar tiempo, sólo yo podré hacer preguntas durante el testimonio de las partes, y moderaré los interrogatorios de los abogados. Estoy dispuesta a permitir cierto grado de discusión, pero les pido su colaboración, para que yo pueda juzgar y acelerar los procedimientos. Antes de empezar, ¿alguien quiere formular alguna pregunta?
Nadie dijo nada. La jueza Murphy continuó:
—Muy bien, empecemos. Mr. Sanders, ¿por qué no nos cuenta qué ocurrió, desde su punto de vista?
Sanders habló durante media hora. Empezó con su entrevista con Blackburn, en la que se enteró de que Meredith iba a ser nombrada vicepresidenta. Mencionó la conversación que tuvo con Meredith después de su presentación, durante la que ella le sugirió que se encontraran en su despacho para hablar del Twinkle. Explicó detalladamente lo que ocurrió en la reunión de las seis.
Mientras hablaba, entendió por qué Fernández había insistido, el día anterior, en que le contara la historia una y otra vez. Ahora hablaba con facilidad de lo ocurrido; se dio cuenta de que no le costaba hablar de penes y vaginas. Aun así, era una tortura. Cuando describió el momento en que abandonó el despacho y vio a la empleada de la limpieza que había fuera, se sentía agotado.
Luego comentó la llamada telefónica que Meredith hizo a su esposa, y la reunión de la mañana siguiente; su posterior conversación con Blackburn y su decisión de presentar una demanda.
—Creo que eso es todo —concluyó.
La jueza Murphy intervino:
—Antes de continuar, me gustaría hacerle algunas preguntas, Mr. Sanders. Usted ha mencionado que durante la reunión bebieron vino.
—Sí.
—¿Cuánto vino diría que bebió usted?
—Menos de una copa.
—¿Y Ms. Johnson? ¿Cuánto diría que bebió?
—Por lo menos tres copas.
—Muy bien. —Anotó algo y añadió—: Mr. Sanders, ¿tiene usted un contrato de trabajo con la empresa?
—Sí.
—¿Qué dice el contrato sobre su traslado o despido?
—No pueden despedirme sin motivo —contestó Sanders—. No sé qué dice exactamente respecto a los traslados. Pero yo considero que trasladarme equivale a despedirme, porque…
—Entiendo lo que quiere decir —interrumpió la jueza Murphy—. Pero estoy hablando de su contrato. ¿Mr. Blackburn?
—La cláusula relevante se refiere al «traslado equivalente».
—Ya veo. Así que es discutible. Muy bien. Sigamos. ¿Mr. Heller? ¿Sus preguntas, por favor?
Ben Heller ordenó sus papeles y se aclaró la garganta. Luego dijo:
—¿Quiere hacer un descanso, Mr. Sanders?
—No, gracias.
—Muy bien. Veamos, Mr. Sanders. Usted ha comentado que cuando Mr. Blackburn, el lunes por la mañana, le informó que Ms. Johnson sería la nueva directora del departamento, usted se sorprendió.
—Sí.
—¿Quién creía que iba a ser el nuevo director?
—No lo sabía. De hecho, pensaba que yo estaba capacitado para ocupar el cargo.
—¿Por qué lo pensaba?
—Sólo lo suponía.
—¿Le dio a entender alguien de la empresa que le iban a dar ese puesto?
—No.
—¿Hay algún documento escrito que sugiera que usted podría obtener ese puesto?
—No.
—De modo que cuando usted dice que lo suponía, estaba sacando una conclusión basándose en la situación general de la empresa.
—Sí.
—Pero no basándose en ninguna prueba real.
—No.
—Muy bien. Veamos, usted ha dicho que cuando Mr. Blackburn le dijo que Ms. Johnson iba a ocupar ese puesto, le dijo también que si quería ella podría elegir a nuevos jefes de departamento, y usted contestó que lo interpretaba como que Ms. Johnson podía despedirlo si quería.
—Sí, eso fue lo que dijo.
—¿Dijo algo más? ¿Si era probable o improbable, por ejemplo?
—Dijo que era improbable.
—¿Y usted lo creyó?
—En aquel momento no estaba seguro de qué podía creer.
—¿Es fiable el juicio de Mr. Blackburn sobre los asuntos de la empresa?
—Normalmente sí.
—Pero en cualquier caso, Mr. Blackburn dijo que Ms. Johnson tenía derecho a despedirlo.
—Sí.
—¿Le dijo Ms. Johnson algo parecido en alguna ocasión?
—No.
—¿No hizo ningún comentario que pudiera interpretarse como una oferta de contingencia sobre su actitud, incluida su actitud sexual?
—No.
—Entonces, cuando usted dice que durante su reunión con ella sintió que su empleo estaba en peligro, no fue por nada que Ms. Johnson dijera o hiciera.
—No —dijo Sanders—. Pero lo implicaba la situación.
—Usted tuvo la impresión de que lo implicaba la situación.
—Sí.
—¿Igual que cuando anteriormente tuvo la impresión de que lo iban a ascender, cuando en realidad su ascenso no estaba previsto? ¿Ese ascenso que acabó consiguiendo Ms. Johnson?
—No sé a dónde quiere llegar.
—Sólo estoy observando —explicó Heller— que las impresiones son subjetivas, y que no tienen el mismo peso que los hechos.
—Protesto —intervino Fernández—. Las impresiones de los empleados se consideran válidas en contextos en que las expectativas razonables…
—Ms. Fernández —interrumpió la jueza Murphy—, Mr. Heller no ha puesto en duda la validez de las impresiones de su cliente. Ha cuestionado su precisión.
—Pero sin duda son precisas. Porque Ms. Johnson era su supervisora, y podía despedirlo si quería.
—Eso no es lo que estamos discutiendo. Pero Mr. Heller está preguntando si Mr. Sanders tiene tendencia a crearse expectativas injustificadas. Y eso me parece completamente relevante.
—Pero señoría, permítame…
—Ms. Fernández, estamos aquí para aclarar esta disputa. Mr. Heller, ¿quiere hacer el favor de continuar?
—Gracias, señoría. Resumiendo, Mr. Sanders: usted pensaba que podía conseguir el empleo, pero no fue Ms. Johnson la que le hizo formarse esa opinión.
—Así es.
—Ni Mr. Blackburn.
—No.
—Ni nadie más.
—No.
—Muy bien. Vayamos a otra cuestión. ¿Cómo es que había vino en la reunión de las seis?
—Ms. Johnson dijo que conseguiría una botella de vino.
—¿Le pidió usted que lo hiciera?
—No. Ella se ofreció voluntariamente.
—¿Y cómo reaccionó usted?
—No lo sé. —Se encogió de hombros—. De ninguna forma en particular.
—¿Se alegró?
—Sencillamente no lo pensé.
—Déjeme decirlo de otra forma, Mr. Sanders. Cuando supo que una mujer atractiva como Ms. Johnson pensaba tomar una copa con usted después del trabajo, ¿qué pasó por su cabeza?
—Pensé que sería mejor no oponerme. Era mi jefa.
—¿No pensó nada más?
—No.
—¿Comentó con alguien que le gustaría encontrarse a solas con Ms. Johnson en un ambiente romántico?
Sanders se sorprendió.
—No.
—¿Está seguro?
—Sí. —Movió la cabeza—. No sé a dónde quiere llegar.
—¿No había sido Ms. Johnson amante suya?
—Sí.
—¿Y no deseaba usted recuperar su relación íntima?
—No. Sólo esperaba que fuéramos capaces de encontrar la forma de trabajar juntos.
—¿Le parece difícil? Yo diría que podría resultarles fácil trabajar juntos, ya que se habían conocido tan bien en el pasado.
—Pues no es así. Es bastante violento.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—No lo sé. Lo es. En realidad yo nunca había trabajado con ella. La había conocido en un contexto completamente diferente, y me sentía incómodo.
—¿Cómo terminó su anterior relación con Ms. Johnson?
—Pues sencillamente… dejamos de vernos.
—¿Vivían juntos?
—Sí. Y teníamos nuestros altibajos, como todo el mundo. Finalmente no funcionó, así que lo dejamos.
—¿Sin resentimiento?
—Sin resentimientos.
—¿Quién dejó a quién?
—Fue un acuerdo mutuo.
—¿Quién decidió marcharse?
—La verdad es que no lo recuerdo. Supongo que fui yo.
—Así que no había tensión sobre la forma en que su relación se interrumpió diez años atrás.
—No.
—Y sin embargo usted se sentía incómodo, ¿no?
—Claro —contestó Sanders—. Porque en el pasado tuvimos un tipo de relación, y ahora íbamos a tener otro tipo de relación.
—¿Se refiere a que ahora Ms. Johnson iba a ser su superiora?
—Sí.
—¿Estaba enfadado por eso? ¿Por el nombramiento de Ms. Johnson?
—Un poco, supongo.
—¿Sólo un poco? ¿No sería bastante?
Fernández empezó a protestar. Murphy le lanzó una mirada de advertencia. Fernández apoyó la barbilla en los puños y calló.
—Sentía muchas cosas a la vez —dijo Sanders—. Estaba enfadado, disgustado, desconcertado y preocupado.
—Así que, pese a tener muchos sentimientos diferentes y confusos, está seguro de que no pensó, bajo ninguna circunstancia, tener relaciones sexuales con Ms. Johnson aquella noche.
—No.
—¿Ni siquiera se le ocurrió?
—No.
Hubo una pausa. Heller revisó sus notas y luego continuó:
—Está casado, ¿verdad, Mr. Sanders?
—Sí.
—¿Llamó a su mujer para decirle que tenía una reunión a última hora?
—Sí.
—¿Le dijo con quién?
—No.
—¿Por qué no?
—A veces mi mujer tiene celos de mis relaciones anteriores. No veía ningún motivo para producirle ansiedad o enfado.
—Quiere decir que si le dijera a su mujer que tenía una reunión a última hora con Miss Meredith, su esposa pensaría que iba a reanudar su relación amorosa.
—No sé qué pensaría mi mujer.
—En cualquier caso, no le habló de Ms. Johnson.
—No.
—¿Qué le dijo?
—Le dije que tenía una reunión y que llegaría tarde a casa.
—¿A qué hora?
—Le dije que podía alargarse hasta la hora de cenar o después.
—Ya. ¿Había sugerido Ms. Johnson que cenaran juntos?
—No.
—Pero cuando llamó a su mujer, usted supuso que su reunión con Miss Meredith podía ser larga.
—No —dijo Sanders—. Pero no sabía con exactitud a qué hora podía terminar. Y a mi mujer no le gusta que llame una vez diciendo que tardaré una hora y que luego vuelva a llamar para decir que tardaré dos. Eso la pone nerviosa. Así que prefiere que le diga que llegaré después de cenar. Así no tiene que esperarme, y si vuelvo pronto a casa, mejor.
—Y ésa es la conducta que habitualmente tiene con su esposa.
—Sí.
—Una conducta corriente.
—Sí.
—En otras palabras: su conducta habitual consiste en mentir a su esposa sobre lo que ocurre en la oficina porque usted considera que ella no sabe aceptar la verdad.
—Protesto —intervino Fernández—. ¿Qué importancia tiene eso?
—No se trata de eso —objetó Sanders, molesto.
—¿Pues de qué se trata, Mr. Sanders?
—Mire, cada matrimonio tiene su forma de solventar las pequeñas dificultades. Nosotros lo hacemos así. Las cosas son más fáciles, sencillamente. No se trata de mentir, sino de llevar un horario.
—Pero ¿no cree que mintió al no decir a su mujer que aquella noche iba a ver a Ms. Johnson?
—Protesto —dijo Fernández.
—Me parece que es suficiente, Mr. Heller —dijo la jueza Murphy.
—Señoría, estoy intentando demostrar que Mr. Sanders se había propuesto consumar un encuentro sexual con Ms. Johnson, y que todo su comportamiento conducía a eso. Y además, demostrar que habitualmente trata a las mujeres con desprecio.
—No lo ha demostrado; ni siquiera ha sentado las bases —dijo Murphy—. Mr. Sanders ha explicado sus razones, y dada la ausencia de pruebas que demuestren lo contrario, las acepto. ¿Tiene usted alguna prueba que demuestre lo contrario?
—No, señoría.
—Muy bien. Recuerde que las exageraciones y las caracterizaciones gratuitas no favorecen nuestro común interés de resolver este caso.
—Sí, señoría.
—Quiero que todos sean conscientes de que estos procedimientos pueden perjudicar a ambas partes, no sólo en su resultado sino también en la conducta misma de los procedimientos. Del resultado depende que Ms. Johnson y Mr. Sanders puedan volver a trabajar juntos en el futuro. No voy a permitir que estos procedimientos dificulten innecesariamente esas futuras relaciones. Cualquier acusación no documentada me obligará a interrumpir el procedimiento. ¿Alguna pregunta sobre lo que acabo de decir?
Nadie hizo ninguna pregunta.
—Muy bien. ¿Mr. Heller?
—No más preguntas, señoría.
—Muy bien —dijo la jueza Murphy—. Haremos un descanso de cinco minutos y volveremos para escuchar la versión de Ms. Johnson.
—Lo estás haciendo muy bien —dijo Fernández—. Hablabas en voz alta y clara. Murphy estaba impresionada. Lo estás haciendo muy bien. —Estaban de pie en el patio, junto a las fuentes. Sanders se sentía como un boxeador entre dos rounds, animado por su entrenador—. ¿Cómo te encuentras? ¿Estás cansado?
—Un poco. Pero estoy bien.
—¿Quieres un café?
—No, gracias. Estoy bien, de verdad.
—Me alegro, porque lo peor todavía está por llegar. Cuando ella dé su versión tendrá que ser muy fuerte. Lo que va a decir no te gustará. Pero es muy importante que conserves la calma.
—De acuerdo.
Fernández le puso la mano en el hombro:
—Por cierto, entre nosotros, ¿cómo acabó la relación?
—La verdad es que no lo recuerdo.
Fernández lo miró con escepticismo.
—Pero era importante, sin duda…
—Ocurrió hace diez años —dijo Sanders—. Para mí es como otra vida.
Ella seguía escéptica.
—Mira —añadió Sanders—, estamos en la segunda semana de junio. ¿Puedes decirme qué ocurría con tu vida amorosa la segunda semana de junio, hace diez años?
Fernández guardó silencio, con el ceño fruncido.
—¿Estabas casada? —preguntó Sanders.
—No.
—¿Conocías ya a tu marido?
—Hmmm… A ver… No, creo que lo conocí… un año más tarde.
—Muy bien. ¿Recuerdas con quién salías antes de conocerlo a él?
Fernández se quedó pensativa.
—¿Puedes decirme cualquier cosa que ocurriera entre tú y un amante tuyo en junio, hace diez años?
Fernández no pudo contestar.
—¿Entiendes lo que quiero decir? Diez años es mucho tiempo. Yo recuerdo mi relación con Meredith, pero no los detalles de las últimas semanas. No recuerdo exactamente cómo terminó.
—¿Qué es lo que recuerdas?
Sanders se encogió de hombros.
—Nos peleábamos, gritábamos. Todavía vivíamos juntos, pero empezamos a organizarnos el día para vernos lo menos posible. Ya me entiendes. Porque cada vez que coincidíamos, nos peleábamos.
»Y una noche, mientras nos vestíamos para acudir a una fiesta, tuvimos una gran discusión. Era una fiesta de DigiCom. Recuerdo que tenía que ponerme el esmoquin. Le arrojé los gemelos y luego no los encontraba. Tuve que ponerme de rodillas para buscarlos. Pero cuando estábamos en el coche nos tranquilizamos y empezamos a hablar de dejarlo. Hablamos como personas civilizadas y razonables. Los dos. No volvimos a gritar. Y al final decidimos que lo mejor era que nos separáramos.
—¿Y ya está?
—Sí. Pero no llegamos a ir a la fiesta.
Había algo que no recordaba. Una pareja en un coche. Van a una fiesta. Pasa algo con un teléfono portátil. Vestidos de punta en blanco, hacen una llamada y…
No lo recordaba.
La mujer hace una llamada con el teléfono portátil, y entonces… Pasa algo desagradable…
—¿Tom? —dijo Louise, sacudiéndole el hombro—. Tenemos que irnos. ¿Estás preparado?
—Sí.
Cuando se dirigían a la sala, Heller se les acercó. Miró a Sanders con una sonrisa zalamera y se dirigió a Fernández:
—Me pregunto si le parecerá que es el momento adecuado para discutir un acuerdo, abogada.
—¿Un acuerdo? —dijo Fernández fingiendo sorpresa—. ¿Por qué?
—Bueno, a su cliente no le van muy bien las cosas y…
—A mi cliente le van muy bien las cosas.
—Y este interrogatorio cada vez va a resultar más desagradable y bochornoso para él…
—Mi cliente no está abochornado.
—Quizá sería mejor para todos que interrumpiéramos la sesión ahora.
Fernández sonrió.
—No creo que mi cliente esté de acuerdo, Ben, pero si quieres hacernos una oferta, la tendremos en cuenta.
—Sí, quiero haceros una oferta.
—Adelante.
Heller se aclaró la garganta:
—Teniendo en cuenta la actual base de compensación y el paquete de beneficios asociados de Tom y considerando su antigüedad en la empresa, estamos dispuestos a acordar una cantidad equivalente a varios años de compensación. Añadiremos una cantidad para tus honorarios y otros gastos, para la agencia de selección de personal que le busque un nuevo empleo y para todos los gastos ocasionados por la mudanza. En total, cuatrocientos mil dólares. Creo que es una oferta bastante generosa.
—Se lo preguntaré a mi cliente —dijo Fernández. Cogió a Sanders por el brazo y se apartaron unos pasos de Heller—. ¿Qué te parece?
—No.
—No vayas tan deprisa. Es una oferta muy razonable. Es aproximadamente lo mismo que conseguirías por los tribunales, sin el retraso y los gastos.
—No.
—¿Quieres regatear?
—No. Que se vaya al infierno.
—Creo que deberíamos regatear.
—Que se vaya al infierno.
—No te dejes llevar por la ira. ¿Qué esperas ganar con todo esto, Tom? Debe de haber una cifra que estés dispuesto a aceptar.
—Quiero lo que me corresponderá cuando la empresa se ponga en venta —dijo Sanders—. Entre cinco y doce millones.
—Eso es lo que tú calculas. Es una estimación especulativa de algo que todavía tiene que ocurrir.
—Créeme, no me equivoco.
Fernández lo miró fijamente.
—¿Aceptarías cinco millones ahora?
—Sí.
—¿Y aceptarías la compensación que él ha sugerido, más las acciones que te corresponderían con la escisión?
Sanders lo pensó un momento y contestó:
—Sí.
—Muy bien. Voy a decírselo.
Fernández fue a buscar a Heller. Hablaron unos momentos. Después Heller se dio la vuelta y se marchó.
Fernández regresó, sonriente:
—No lo ha aceptado. Pero eso es buena señal.
—¿Ah, sí?
—Sí. Si quieren llegar a un acuerdo antes de que Johnson dé su testimonio, es muy buena señal.
—A la vista de la fusión —dijo Meredith Johnson— consideré oportuno reunirme con todos los jefes de departamento el lunes. —Hablaba con calma, despacio, mirando uno a uno a todos los que había sentados a la mesa. A Sanders le recordó a un ejecutivo haciendo una presentación—. Me reúno con Don Cherry, con Mark Lewyn y con Mary Anne Hunter por la tarde. Pero Tom Sanders me dijo que tenía mucho trabajo, y me preguntó si podíamos vernos a última hora. Quedamos a las seis, a petición suya.
Sanders estaba admirado de la facilidad con que Meredith mentía. Se había imaginado que sería ingeniosa, pero no tanto.
—Tom sugirió que tomáramos también una copa, y que recordáramos los viejos tiempos. Eso no encajaba con mi estilo, pero acepté. Me interesaba mucho establecer una relación cordial con Tom. Porque sabía que le dolía no haber conseguido el puesto, y porque teníamos un pasado común. Quería que nuestra relación profesional fuera agradable. Pensé que si rechazaba la copa parecería… no sé, rígida, o distante. Así que acepté.
»Tom llegó a mi despacho a las seis en punto. Tomamos una copa de vino y hablamos de los problemas de la unidad Twinkle. Pero desde el principio él hacía comentarios de naturaleza personal que yo consideraba inoportunos. Comentarios sobre mi aspecto, por ejemplo, y sobre lo mucho que pensaba en nuestra anterior relación. Hacía referencias a incidentes sexuales del pasado, etcétera.
Hija de puta. Sanders tenía todo el cuerpo en tensión. Mantenía los puños cerrados y la mandíbula apretada.
Fernández le puso la mano en la muñeca.
—… algunas llamadas, de Garvin y otros —iba diciendo Meredith—. Contesté desde mi mesa. Luego entró mi secretaria y me preguntó si podía marcharse un poco antes para solucionar asuntos personales. Le dije que sí y ella se marchó. Entonces fue cuando Tom se me echó encima y empezó a besarme.
Hizo una pausa y miró a los presentes. Sostuvo con firmeza la mirada de Sanders.
—Su inesperada actitud me cogió por sorpresa —prosiguió sin dejar de mirar a Sanders—. Al principio intenté protestar y poner fin a aquella situación. Pero Tom es mucho más fuerte que yo. Me tumbó en el sofá y empezó a desnudarse, y a desnudarme a mí. Naturalmente, yo estaba horrorizada y asustada. La situación estaba fuera de control, y el hecho de que aquello estuviera ocurriendo dificultaba mucho nuestras futuras relaciones personales. Y eso, dejando a un lado lo que sentía yo personalmente, como mujer, al verme atacada de aquella forma.
Sanders la miró, intentando por todos los medios controlar su ira. Oyó que Fernández le susurraba al oído: «Respira». Respiró hondo y expulsó el aire lentamente. Hasta entonces no se había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración.
—Intenté no tomármelo en serio —continuó Meredith—, hacer bromas y librarme de él. Quería decirle «venga, Tom, no hagas tonterías». Pero él estaba decidido. Y cuando me arrancó la ropa interior, cuando oí rasgarse la tela, me di cuenta de que no podría salir de aquella situación de una forma diplomática. Tuve que reconocer que Mr. Sanders me estaba violando; me asusté mucho y me enfurecí. Cuando se apartó de mí, en el sofá, para sacarse los pantalones y poder penetrarme, le di un rodillazo en la entrepierna. Él cayó del sofá. Se levantó y yo también me levanté.
»Mr. Sanders estaba furioso porque yo lo había rechazado. Empezó a gritarme y luego me golpeó. Caí al suelo. Pero yo también estaba furiosa. Recuerdo que le dije: «No puedes hacerme esto», y le insulté. Pero lo cierto es que no recuerdo todo lo que dijimos. Volvió a abalanzarse sobre mí, pero yo había cogido mis zapatos y le golpeé en el pecho con los tacones para apartarlo de mí. Creo que le arranqué los botones de la camisa. No estoy segura. Estaba tan histérica que quería matarlo. Le arañé. Recuerdo que dije que quería matarlo. Estaba fuera de mí. Era mi primer día en un nuevo puesto de trabajo, estaba muy nerviosa, quería hacer un buen papel, y entonces… pasaba eso, que estropeaba nuestra relación y que iba a causarnos muchos problemas a todos los empleados de la empresa. Mr. Sanders se marchó hecho un basilisco. Una vez sola, no sabía cómo afrontarlo.
Hizo una pausa y meneó la cabeza como embargada por las emociones.
—¿Y cómo decidió afrontarlo? —preguntó Mr. Heller amablemente.
—Bueno, no resulta fácil. Tom es una pieza importante de la empresa, y no es fácilmente sustituible. Además, a mi juicio no sería oportuno sustituirlo en plena fusión. Mi primer impulso fue procurar que los dos olvidáramos lo ocurrido. Al fin y al cabo, somos adultos. Yo estaba avergonzada, pero pensé que cuando se tranquilizara y meditara un poco Tom también lo estaría. Y pensé que quizá pudiéramos empezar de nuevo. Al fin y al cabo, a veces pasan cosas desagradables que se pueden sobrellevar.
»Cuando me enteré de que habían cambiado la hora de la reunión, lo llamé a su casa para decírselo. Él no había llegado, pero tuve una agradable conversación con su esposa. Por lo que me dijo entendí que ella no sabía que Tom había tenido una reunión conmigo, ni que Tom y yo ya nos conocíamos. Le pedí que advirtiera a Tom del cambio de horario.
»Al día siguiente, en la reunión, salió todo mal. Tom llegó tarde y cambió su versión sobre la unidad Twinkle, minimizando los problemas y contradiciéndome. Era evidente que lo que se proponía era socavar mi autoridad en una reunión de la empresa, y yo no podía permitirlo. Me dirigí directamente a Phil Blackburn y le conté todo lo ocurrido. Le dije que no quería presentar cargos formalmente, pero dejé muy claro que no podía trabajar con Tom y que íbamos a tener que hacer algunos cambios. Phil me dijo que hablaría con Tom. Y finalmente se decidió que intentaríamos llegar a un acuerdo a través de la mediación.
Se recostó en el asiento y colocó las manos sobre la mesa:
—Creo que eso es todo. —Miró a los presentes, uno por uno. Muy tranquila, muy fría.
Fue una interpretación espectacular que produjo en Sanders un efecto inesperado: se sintió culpable. Se sintió como si hubiera hecho lo que Meredith acababa de decir. De pronto sintió vergüenza y bajó la cabeza.
Fernández le dio una fuerte patada en el tobillo. Sanders levantó la cabeza y la miró, afligido. Ella tenía el ceño fruncido. Sanders se irguió.
La jueza Murphy se aclaró la garganta antes de hablar:
—Es evidente que nos encontramos ante dos versiones completamente incompatibles. Antes de continuar, quisiera hacerle algunas preguntas, Ms. Johnson.
—Sí, señoría.
—Usted es una mujer atractiva. Estoy segura de que a lo largo de su carrera profesional ha tenido que rechazar más de una proposición.
—Sí, señoría —contestó Meredith sonriendo.
—Y estoy segura de que habrá adquirido cierta habilidad.
—Sí, señoría.
—Usted ha dicho que era consciente de que su anterior relación con Mr. Sanders había provocado ciertas tensiones. Teniendo en cuenta esas tensiones, creo que habría sido más profesional por su parte concertar una cita con él por la mañana y sin vino. La atmósfera habría sido más propicia.
—Su apreciación es correcta retrospectivamente, sin ninguna duda —explicó Meredith—. Pero nuestra reunión tuvo lugar en el contexto de las reuniones relacionadas con la fusión. Todo el mundo estaba muy ocupado. Lo único que me interesaba era tener la reunión con Mr. Sanders antes de las sesiones del día siguiente con los representantes de Conley-White. Era lo único en que pensaba: en los horarios.
—Entiendo. Y cuando Mr. Sanders se marchó de su despacho, ¿por qué no llamó a Mr. Blackburn, o algún otro directivo de la empresa, para informar de lo ocurrido?
—Como ya he dicho, confiaba en que pudiéramos superarlo.
—Sin embargo, el episodio que usted describe constituye una grave infracción. Como directiva con experiencia, usted debería haber sabido que la posibilidad de establecer una buena relación profesional con Mr. Sanders era nula. Me parecería más lógico que se hubiera sentido obligada a informar a algún superior de inmediato. Y desde el punto de vista práctico, lo normal es que hubiera querido declarar públicamente cuanto antes.
—Sí, pero yo tenía esperanzas. —Frunció el ceño, pensativa—. No sé, supongo… que me responsabilizaba de Tom. No quería ser yo la causa de que perdiera su empleo, después de haber sido amigos.
—Y sin embargo, usted se ha convertido en la causa de que pierda su empleo.
—Sí.
—Entiendo. Muy bien. ¿Ms. Fernández?
—Gracias, señoría. —Louise Fernández se colocó dando la cara a Meredith Johnson—. Ms. Johnson, en situaciones como ésta, cuando ocurre un incidente sin la presencia de testigos, nos vemos obligados a examinar algunos detalles secundarios. Así que voy a hacerle algunas preguntas acerca de detalles secundarios.
—Me parece bien.
—Usted ha dicho que al concertar la cita con Mr. Sanders, él pidió vino.
—Sí.
—¿De dónde salió el vino que bebieron aquella noche?
—Le pedí a mi secretaria que lo trajera.
—¿Se refiere a Ms. Rose?
—Sí.
—¿Lleva mucho tiempo con usted?
—Sí.
—¿Vino con usted de Cupertino?
—Sí.
—¿Es una empleada de confianza?
—Sí.
—¿Cuántas botellas le pidió que comprara?
—No recuerdo si especifiqué el número de botellas.
—Muy bien. ¿Cuántas botellas compró Ms. Ross?
—Creo que tres.
—Tres. ¿Y pidió a su secretaria que comprara algo más?
—¿A qué se refiere?
—¿Le pidió que comprara preservativos?
—No.
—¿Sabe usted si su secretaria compró preservativos?
—No, no lo sé.
—Pues lo hizo. Compró preservativos en el Drugstore de la Segunda Avenida.
—Si los compró —dijo Meredith— debían de ser para ella.
—¿Se le ocurre alguna explicación de por qué dijo su secretaria que los preservativos eran para usted?
—No —contestó ella sin apresurarse—. No se me ocurre ninguna explicación.
—Un momento —interrumpió Murphy—. Ms. Fernández, ¿insinúa usted que la secretaria dijo que había comprado los preservativos para Ms. Johnson?
—Sí, señoría.
—¿Tiene usted testigos que lo puedan afirmar?
—Sí.
Heller, sentado junto a Meredith Johnson, se frotó el labio inferior. Meredith no reaccionó. Ni siquiera pestañeó. Siguió mirando fijamente a Louise Fernández, a la espera de la siguiente pregunta.
—Ms. Johnson, ¿dio instrucciones a su secretaria de que echara el pestillo de la puerta cuando Mr. Sanders estuviera con usted?
—Por supuesto que no.
—¿Sabe si echó el pestillo de la puerta?
—No, no lo sé.
—¿Se le ocurre alguna explicación de por qué pudo decir que usted le ordenó cerrar la puerta con pestillo?
—No.
—Ms. Johnson, la reunión con Mr. Sanders fue a las seis. ¿Tenía alguna otra cita aquella noche?
—No. Ésa era la última.
—¿No es cierto que tenía una cita a las siete y que la canceló?
—Ah, sí, tiene usted razón. Tenía una reunión con Stephanie Kaplan. Pero la cancelé porque no iba a tener preparadas las cifras que quería estudiar con ella. No hubo tiempo de prepararlas.
—¿Está al corriente de que su secretaria dijo a Ms. Kaplan que usted cancelaba la cita porque tenía otra reunión que iba a alargarse?
—No sé lo que le dijo mi secretaria —repuso Meredith, impaciente por primera vez—. Estamos hablando mucho de mi secretaria. Quizá tendría que hacerle todas estas preguntas a ella, ¿no le parece?
—Sí, es posible que lo hagamos. Muy bien. Vayamos a otra cosa. Mr. Sanders dice que al salir de su despacho vio a una empleada de la limpieza. ¿La vio usted?
—No. Cuando él se marchó me quedé en mi despacho.
—La empleada de la limpieza, Marian Walden, dice que oyó una fuerte discusión antes de que saliera Mr. Sanders. Dice que oyó decir a un hombre: «Esto no está bien», y a una mujer decir: «Asqueroso hijo de puta, no puedes dejarme así». ¿Recuerda haber dicho algo parecido?
—No. Recuerdo haber dicho «No puedes hacerme esto».
—Pero no recuerda haber dicho «No puedes dejarme así».
—No.
—Ms. Walden está segura de que eso fue lo que usted dijo.
—No sé qué le pareció oír a Ms. Walden —repuso Meredith—. Las puertas estaban cerradas.
—¿No hablaba usted en voz muy alta?
—No lo sé. Es posible.
—Ms. Walden asegura que usted estaba gritando. Y Mr. Sanders también ha dicho que usted estaba gritando.
—No lo sé.
—Muy bien. Veamos. Usted ha dicho que comunicó a Mr. Blackburn que no podía trabajar con Mr. Sanders después de la desafortunada reunión del martes por la mañana, ¿es correcto?
—Sí, exactamente.
Sanders se apoyó en el respaldo de la silla. De pronto se dio cuenta de que había pasado por alto aquel detalle de la declaración de Meredith. Sanders estaba tan disgustado que no había reparado en que ella había mentido al decir cuándo vio a Blackburn. Porque Sanders fue al despacho de Blackburn justo después de la reunión, y Blackburn ya sabía lo que había pasado.
—Ms. Johnson, ¿a qué hora le parece que fue a ver a Mr. Blackburn?
—No lo sé. Después de la reunión.
—¿Sobre qué hora?
—Las diez.
—¿No sería antes?
—No.
Sanders miró a Blackburn, rígidamente sentado en el extremo de la mesa. Estaba nervioso y se mordió el labio.
Fernández continuó:
—¿Me permiten que pida a Mr. Blackburn que nos confirme ese dato? Imagino que su secretaria podrá ayudarlo, en caso de que le cueste recordarlo con exactitud.
Hubo un breve silencio. Fernández miró a Blackburn.
—No —dijo Meredith—. No; me había confundido. Lo que quería decir era que hablé con Phil después de la primera reunión y antes de la segunda.
—La primera reunión es a la que Sanders no acudió, ¿correcto? La de las ocho.
—Sí.
—De modo que la actitud de Mr. Sanders en la segunda reunión, en la que la contradijo, no pudo influir en su decisión de hablar con Mr. Blackburn. Porque usted ya había hablado con Mr. Blackburn cuando se celebró esa reunión.
—Ya he dicho que me había confundido.
—No tengo más preguntas, señoría.
La jueza Murphy cerró su bloc de notas; la expresión de su rostro era insondable. Consultó su reloj y dijo:
—Son las once y media. Haremos una pausa de dos horas para almorzar. Tienen tiempo de deliberar y de decidir qué camino quieren tomar las partes. —Se puso en pie—. Si los abogados quieren consultar cualquier asunto conmigo, estaré a su disposición. Si no me necesitan, nos veremos aquí a la una y media. Les deseo un almuerzo agradable y fructuoso. —Dicho esto, salió de la sala.
Blackburn se levantó y dijo:
—Me gustaría reunirme con la abogada de la contraparte ahora mismo.
Sanders miró a Fernández, que esbozó una discreta sonrisa y dijo:
—Estoy a su disposición, Mr. Blackburn.
Los tres abogados estaban de pie junto a la fuente. Fernández hablaba animadamente con Heller, muy cerca de él. Blackburn estaba un poco más lejos, hablando por su teléfono portátil. En el otro extremo del patio, Meredith Johnson hablaba por otro teléfono y gesticulaba enérgicamente.
Sanders se quedó solo, observando. Estaba convencido de que Blackburn buscaría un acuerdo. Fernández había desmontado punto por punto la versión de Meredith. Había demostrado que había ordenado a su secretaria que comprara vino y preservativos, que echara el pestillo de la puerta cuando Sanders hubiera entrado y que cancelara sus citas posteriores. Era evidente que Meredith Johnson no era una superiora sorprendida por una proposición sexual. Lo había estado planeando toda la tarde. La empleada de la limpieza había oído las palabras cruciales: «No puedes dejarme así». Y Meredith había mentido respecto al horario y las motivaciones de su conversación con Blackburn.
Nadie podía poner en duda que Meredith estaba mintiendo. Ahora el único interrogante era qué iban a hacer Blackburn y DigiCom. Sanders había asistido a varios seminarios para empresarios sobre el acoso sexual, y sabía cuál era la obligación de la empresa. No tenían alternativa.
Tendrían que despedirla.
Pero ¿qué iban a hacer con Sanders? Eso era otra cuestión completamente diferente. Sanders intuía que nunca volvería a ser bien recibido en la empresa. Con aquella acusación había aniquilado a la niña bonita de Garvin, y Garvin nunca se lo perdonaría.
No le dejarían volver. Tendrían que despedirlo.
—Ya están haciendo las paces, ¿no?
Sanders se volvió y vio a Alan, uno de los detectives, que venía del aparcamiento. Alan había visto a los abogados y había imaginado lo que estaba pasando.
—Eso creo —dijo Sanders.
—Más les vale —añadió Alan—. Meredith Johnson tiene un problema. Y hay mucha gente de la empresa que lo sabe. Sobre todo su secretaria.
—¿Hablaste con ella anoche? —preguntó Sanders.
—Sí. Herb localizó a la empleada de la limpieza y grabó su declaración. Y yo salí con Betsy Ross. Se siente sola; no tiene amigos en la ciudad y bebe mucho. Grabé todo lo que me dijo.
—¿Lo sabía ella?
—No, no hace falta. Pero aun así es admisible. —Volvió a mirar a los abogados—: Blackburn debe de estar cagándose en todo.
Louise Fernández cruzó el patio a grandes zancadas y se acercó a ellos:
—Maldita sea —dijo.
—¿Qué pasa? —preguntó Sanders.
—No quieren pactar.
—¿Que no quieren pactar?
—No. Lo niegan todo. La secretaria compró vino: era para Sanders. La secretaria compró preservativos: eran para su uso personal. La secretaria dice que los compró para Johnson: la secretaria es una borracha. Las declaraciones de la empleada de la limpieza: es imposible saber lo que oyó, porque tenía la radio puesta. Y siempre el mismo estribillo: «Mira, Louise, esto no se aguantará en un tribunal». Y la incombustible Betty está al teléfono dirigiéndolo todo. Diciendo a todo el mundo lo que tienen que hacer. Es tan típico. Estos ejecutivos siempre hacen lo mismo: te miran a los ojos y te dicen: «Te lo estás inventando. No ha pasado nada». Me ponen histérica. ¡Maldita sea!
—Será mejor que vayamos a comer, Louise —dijo Alan—. A veces se olvida de que hay que comer —añadió dirigiéndose a Sanders.
—Sí, tienes razón. Vamos a comer. —Fueron hacia el aparcamiento. Fernández caminaba deprisa, maldiciendo por lo bajo—. No me explico por qué adoptan esta postura —dijo—. Porque estoy convencida de que la jueza Murphy no creía que la sesión fuera a continuar esta tarde. Yo tampoco. Pensaba que después de las pruebas que hemos presentado se había acabado todo. Pero no se ha acabado. Blackburn y Heller no piensan ceder. No quiere pactar. Prácticamente nos están invitando a llevarlos a juicio.
—Pues los llevaremos a juicio —dijo Sanders encogiéndose de hombros.
—No tan deprisa —lo previno Fernández—. Ahora no. Esto es exactamente lo que yo temía. Se han enterado de muchas cosas gracias a nosotros, y nosotros no tenemos nada nuevo. Estamos como al principio. Y ellos tienen tres años para trabajarse a la secretaria, a la empleada de la limpieza y a quien haga falta. En cambio, nosotros no volveremos a verle el pelo a esa secretaria.
—Pero tenemos una cinta…
—Tiene que comparecer ante el tribunal. Y créeme: no lo hará. Mira, DigiCom es una empresa con mucho renombre. Si demostramos que DigiCom no actuó adecuadamente tras enterarse de lo de Johnson, podemos causarles graves problemas. Te aseguro que la secretaria pasará el resto de su vida de vacaciones en Costa Rica.
—¿Y qué vamos a hacer? —dijo Sanders.
—Ahora ya nos hemos comprometido, para bien o para mal. Tenemos que seguir. Tenemos que ingeniárnoslas para hacerlos entrar en razón. Pero vamos a necesitar algo más. ¿Tú tienes algo más?
—No, nada.
—Mierda —exclamó Fernández—. Pero ¿qué pasa? Pensaba que a DigiCom le preocupaba que la acusación se hiciera pública antes de que hubieran firmado la fusión. Pensaba que tenían miedo a la publicidad.
Sanders asintió con la cabeza.
—Yo también.
—Entonces hay algo que no entendemos. Porque Heller y Blackburn se comportan como si no les importara lo que podamos hacer. ¿Qué motivo tienen?
Un hombre corpulento con bigote pasó por su lado con un fajo de papeles. Parecía policía.
—¿Quién es? —preguntó Fernández.
—No lo había visto nunca.
—Estaba llamando a alguien por teléfono. Intentaba localizar a alguien. Por eso lo pregunto.
Sanders se encogió de hombros:
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—Vamos a comer —dijo Alan.
—Sí, vamos a comer —dijo Fernández— y a olvidarnos de esto un rato.
En aquel mismo instante, un pensamiento pasó por la mente de Sanders: Deja ese teléfono. Era como una orden cuyo origen no lograba identificar.
Deja ese teléfono.
—Será mejor que llame a mi despacho —dijo Sanders. Sacó su teléfono portátil y marcó el número de Cindy.
Empezaba a caer una fina lluvia. Llegaron al aparcamiento.
—¿Quién conduce? —preguntó Fernández.
—Yo —se ofreció Alan.
Se dirigieron al coche del detective, un sedán Ford. Alan abrió las puertas y Fernández subió, diciendo:
—Y yo que pensaba que la comida de hoy se iba a convertir en una fiesta.
Van a una fiesta.
Sanders miró a Fernández, que se había sentado en el asiento delantero. Se acercó el teléfono al oído y esperó a que Cindy contestara. Se alegró de que su teléfono funcionara correctamente. Desde la noche en que se quedó sin batería, no había vuelto a confiar en él. Pero por lo visto funcionaba perfectamente.
La pareja iba a una fiesta, y la mujer hizo una llamada por un teléfono portátil. Desde el coche.
Deja ese teléfono.
—Despacho de Mr. Sanders —dijo Cindy.
La mujer dejó un mensaje en un contestador automático… Y luego colgó.
—Despacho de Mr. Sanders. Dígame.
—Cindy, soy yo.
—Hola, Tom. —La voz de Cindy todavía revelaba ciertas reservas.
—¿Hay algún mensaje?
—Sí. Espera, voy a coger mi libreta. Te ha llamado Arthur, de Kuala Lumpur; quería saber si habían llegado las unidades. Se lo he preguntado a Don Cherry y me ha dicho que ya están trabajando en ellas. También te ha llamado Eddie, de Austin; parecía preocupado. Y John Levin. También te llamó ayer. Ha dicho que era importante.
Levin podía esperar.
—Muy bien, Cindy. Gracias.
—¿Vas a pasar por el despacho? Me lo ha preguntado mucha gente.
—No lo sé.
—Te ha llamado John Conley de Conley-White. Quería verte a las cuatro.
—Ya veremos. Te llamaré más tarde.
—Muy bien. —Cindy colgó.
Sanders oyó un pitido.
Y entonces colgó.
No conseguía recordar aquella historia con precisión. La pareja que iba en el coche, a una fiesta. ¿Quién se lo había contado?
De camino a la fiesta, Adele hizo una llamada desde el coche y luego colgó.
Sanders chasqueó los dedos. ¡Claro! ¡Adele! La pareja que iba en el coche eran Mark y Adele Lewyn. Y habían tenido un incidente embarazoso. Ahora empezaba a recordarlo.
Adele llamó a alguien, pero esa persona no estaba, así que dejó un mensaje en el contestador automático y colgó. Luego Mark y ella hablaron, en el coche, de la persona a la que Adele acababa de llamar. Bromearon e hicieron comentarios poco halagüeños durante unos quince minutos. Y luego tuvieron un bochorno…
—¿Piensas quedarte ahí parado mucho tiempo? —dijo Fernández.
Sanders no contestó. Se quitó el teléfono del oído. El visor y el teclado estaban iluminados. Miró el teléfono y esperó. Cinco segundos más tarde, el teléfono se apagó solo. La nueva generación de teléfonos tenía un dispositivo de apagado automático para proteger la batería. Si no utilizabas el teléfono o no pulsabas ninguna tecla durante quince segundos, el teléfono se apagaba por sí solo. Para no quedarse sin batería.
Pero en el despacho de Meredith su teléfono se había quedado sin baterías.
¿Por qué?
Deja ese teléfono.
¿Por qué no se había apagado automáticamente? ¿Qué explicación podía haber? Problemas mecánicos posibles: una de las teclas se había quedado encallada y el teléfono seguía encendido; se había estropeado al dejarlo caer cuando Meredith empezó a besarlo; se había quedado sin batería porque no se había acordado de recargarla la noche anterior.
No, pensó. El teléfono funcionaba bien. No había ningún problema mecánico. Y la batería estaba al máximo.
No.
El teléfono funcionaba correctamente.
Bromearon e hicieron comentarios poco halagüeños durante unos quince minutos.
Empezó a recordar fragmentos de una conversación.
—Oye, ¿por qué no me llamaste anoche?
—Te llamé, Mark.
Sanders estaba seguro de haber llamado a Mark Lewyn desde el despacho de Meredith. De pie en el aparcamiento, bajo la lluvia, marcó LEW en el teclado del teléfono. El número de teléfono particular de Lewyn apareció en la pantalla.
—Cuando llegué a casa no había ningún mensaje en el contestador.
—Te dejé un mensaje, sobre las seis y cuarto.
—Pues no lo recibí.
Sanders estaba convencido de que había llamado a Lewyn y había dejado un mensaje en su contestador. Recordó incluso la voz masculina y la típica frase: «Deje su mensaje después de oír la señal».
Apretó la tecla SEND mientras observaba atentamente el número de teléfono que había aparecido en la pantalla. Contestó el contestador automático. Una voz femenina dijo: «Hola, has llamado a casa de Mark y Adele. Ahora no podemos ponernos, pero si dejas tu mensaje te llamaremos cuanto antes». Biiip.
No era el mismo mensaje.
Aquella noche no había llamado a Mark Lewyn.
La única explicación era que aquella noche no había marcado las teclas L-E-W. Estaba en el despacho de Meredith, nervioso, y debió de equivocarse. Había hablado con el contestador automático de otra persona.
Y su teléfono se había quedado sin batería.
Porque…
Deja ese teléfono.
—Por el amor de dios —dijo. De pronto lo comprendió. Sabía exactamente qué había ocurrido. Y eso significaba que había una remota posibilidad de que…
—¿Estás bien, Tom? —preguntó Louise.
—Sí. Déjame pensar un momento. Creo que he descubierto algo importante.
No había marcado L-E-W.
Había marcado otra cosa. Algo muy parecido. Con dedos temblorosos, Sanders marcó L-E-L. No apareció nada en la pantalla: no había ningún número grabado bajo aquella combinación de letras. L-E-M. Tampoco. L-E-S; nada. L-E-V.
La palabra LEVIN apareció en el visor, junto con el número de teléfono de John Levin.
Aquella noche Sanders había dejado un mensaje en el contestador automático de John Levin.
Ha llamado John Levin. Ha dicho que era importante.
Sin duda, pensó Sanders.
Ahora recordaba con súbita precisión la secuencia de acontecimientos. Él estaba hablando por teléfono y Meredith dijo «deja ese teléfono», le cogió la mano y empezó a besarlo. Él dejó caer el teléfono sobre la mesa y lo dejó allí.
Después, cuando se marchó del despacho de Meredith, abrochándose la camisa, recogió el teléfono portátil de la mesa, pero ya se había quedado sin batería. Lo cual sólo podía significar que había seguido funcionando durante casi una hora. Había seguido funcionando durante todo el incidente con Meredith.
En el coche, cuando Adele terminó la llamada, colgó el teléfono. No apretó la tecla END y la línea telefónica siguió abierta, y toda su conversación quedó grabada en el contestador automático de aquella persona. Quince minutos de bromas y comentarios burlones: quedó todo grabado en el contestador automático.
Y el teléfono de Sanders se había quedado sin baterías porque la línea siguió abierta. Toda su conversación había quedado grabada.
Marcó el número de John Levin. Fernández salió del coche y se le acercó:
—¿Qué pasa? ¿Vamos a comer o no?
—Un minuto.
Sanders oyó un chasquido y luego una voz masculina:
—John Levin al habla.
—John, soy Tom Sanders.
—¡Tom! —Levin se echó a reír—. ¡Por fin! Últimamente llevas una vida sexual bastante intensa, ¿no, tío?
—¿Se grabó? —preguntó Sanders.
—Vaya si se grabó. El martes por la mañana fui a ver si había mensajes y me encontré con media hora de…
—John…
—El que diga que la vida de casado es aburrida…
—Escúchame, John. ¿Lo borraste?
Hubo una pausa. Levin dejó de reír:
—¿Por quién me has tomado, Tom? ¿Crees que soy un pervertido? Claro que no lo borré. Lo puse en la oficina para que lo oyeran todos. ¡Les encantó!
—Estoy hablando en serio, John.
Levin suspiró:
—No, no lo he borrado. Me pareció que tenías problemas, y… no sé. En fin, el caso es que lo tengo.
—Perfecto. ¿Dónde está?
—Aquí mismo, encima de mi mesa.
—Necesito esa cinta, John. Escúchame con atención. Voy a decirte lo que quiero que hagas.
Ya en el coche, Fernández dijo:
—Estoy esperando.
—Hay una cinta de la reunión con Meredith —explicó Sanders—. Se grabó todo.
—¿Cómo?
—Fue un accidente. Cuando Meredith empezó a besarme yo estaba hablando con un contestador automático. Dejé el teléfono sobre la mesa, pero no corté la comunicación. El teléfono siguió conectado al contestador automático. Y todo lo que dijimos quedó grabado.
—¡Coño! —exclamó Alan.
—¿En cinta de audio? —preguntó Fernández.
—Sí.
—¿De buena calidad?
—No lo sé. Ya lo veremos. John nos la va a traer ahora mismo.
—Ya me siento mejor —dijo Fernández frotándose las manos.
—¿Sí?
—Sí. Porque si es mínimamente buena los vamos a hacer trizas.
John Levin apartó su plato y se terminó la cerveza.
—A esto llamo yo una comida —dijo, jovial—. Un halibut excelente. —Levin pesaba ciento veinte kilos.
Estaban sentados en la puerta trasera de McCormick and Schmick’s, en First Avenue. En el restaurante había mucho ruido, porque era la hora del almuerzo de los ejecutivos. Fernández presionó los auriculares contra sus oídos mientras escuchaba la cinta en un walkman. Llevaba más de media hora escuchando atentamente, tomando notas en un bloc, y sin probar la comida. Finalmente se levantó y dijo:
—Tengo que hacer una llamada.
Levin miró el plato de Fernández.
—¿No se lo va a comer? —preguntó.
Fernández negó con la cabeza y se fue.
Levin sonrió.
—No está bien tirar la comida —dijo, y se acercó el plato de la abogada. Empezó a comer—. Cuéntame, Tom. ¿Qué ha pasado? ¿Te has metido en un lío?
—En un lío de cojones —dijo Sanders mientras removía el capuchino. No había probado bocado. Miró cómo Levin engullía puré.
—Ya me lo imaginaba —dijo Levin—. Esta mañana me ha llamado Jack Kerry, de Aldus, y me ha dicho que ibas a demandar a la empresa porque te negaste a tirarte a no sé qué tía.
—Kerry es un gilipollas.
—Sí, desde luego —admitió Levin—. Pero ¿qué quieres? Después de lo de la columna de Connie Walsh todo el mundo intenta averiguar quién es ese Mr. Porky. —Levin siguió comiendo—. Pero ¿de dónde sacó ella la historia? Porque ella es la que ha lanzado el rumor.
—A lo mejor se lo contaste tú, John —dijo Sanders.
—¿Bromeas?
—Tú tenías la cinta.
Levin frunció el ceño.
—Mira, Tom, me voy a enfadar contigo. —Agitó la cabeza—. No. Si quieres saber mi opinión, se lo contó otra mujer.
—Meredith es la única mujer que lo sabía, y ella no puede habérselo contado.
—Apuesto a que ha sido una mujer —insistió Levin—. Ya verás. Suponiendo que llegues a enterarte, cosa que dudo. —Siguió masticando—. El pez espada está un poco duro. Creo que tendríamos que decírselo al camarero. —Echó un vistazo al comedor, buscando al camarero—. Mira, Tom.
—¿Qué pasa?
—Aquel tipo te está mirando. ¿Lo conoces?
Sanders miró por encima del hombro. Bob Garvin estaba de pie junto a la barra, mirando a Sanders. Phil Blackburn le acompañaba.
—Perdóname —se excusó Sanders, y se levantó de la mesa.
Garvin y Sanders se dieron la mano.
—Hola, Tom. ¿Cómo estás llevando todo esto?
—Bastante bien —contestó Sanders.
—Me alegro. —Garvin puso una mano sobre el hombro de Sanders, con paternalismo—. Y me alegra mucho volver a verte.
—Yo también, Bob.
—En aquel rincón hay una mesa tranquila —dijo Garvin—. He pedido un par de capuchinos. ¿Te parece bien que hablemos un momento?
—Sí, claro. —Estaba acostumbrado a tratar con un Garvin grosero y malhumorado, y aquél, educado y cauto, le inquietaba.
Se sentaron en el rincón. Garvin se sentó enfrente de Sanders.
—Hace mucho tiempo que nos conocemos, Tom.
—Sí, es verdad.
—Seguro que te acuerdas de aquellos malditos viajes a Seúl, de las porquerías que teníamos que comer y de las diarreas que nos provocaban.
—Sí, lo recuerdo.
—Qué tiempos aquéllos —dijo Garvin. Observaba atentamente a Sanders—. En fin, Tom. Nos conocemos bastante bien, así que no voy a soltarte un sermón. Pero déjame poner las cartas sobre la mesa. Tenemos un problema, y hay que solucionarlo antes de que nos meta a todos en un lío. Quiero apelar a tu buen juicio respecto a lo que vamos a hacer de ahora en adelante.
—¿Mi buen juicio?
—Sí. Me gustaría considerar este asunto desde todos los puntos de vista.
—¿Cuántos puntos de vista hay?
—Por lo menos dos —contestó Garvin, sonriente—. Mira, Tom, todo el mundo sabe que yo siempre he respaldado a Meredith. Siempre he creído que tiene talento y una visión que necesitaremos en el futuro. Nunca la he visto hacer nada que sugiriera lo contrario. Sé que es un ser humano como todos, pero tiene un gran talento y la apoyo.
—Ya.
—En este caso es posible… es posible que haya cometido un error. No lo sé.
Sanders guardó silencio. Se limitó a esperar, mirando fijamente a Garvin, que estaba consiguiendo dar una convincente imagen de hombre de mentalidad abierta. Sanders no se dejó engañar.
—Digamos que efectivamente ha cometido un error —prosiguió Garvin.
—Lo ha cometido, Bob —dijo Sanders con firmeza.
—Muy bien. Digamos que sí. Llamémoslo un error de juicio. Digamos que se ha pasado de la raya. El caso es, Tom, que a pesar de todo yo sigo apoyándola.
—¿Por qué?
—Porque es una mujer.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Las mujeres siempre han sido discriminadas en los puestos directivos, Tom.
—Meredith no ha sido discriminada en ninguna parte.
—Y al fin y al cabo es muy joven.
—No tan joven —volvió a contradecirle Sanders.
—Claro que sí. Es prácticamente una colegiala. Sólo hace un par de años que terminó su licenciatura.
—Meredith Johnson tiene treinta y cinco años, Bob. Ya no es una niña.
Garvin no le dio importancia y miró a Sanders con simpatía:
—Comprendo que te disgustara su nombramiento, Tom. Y también comprendo que desde tu punto de vista Meredith cometió un error respecto a la forma de acercarse a ti.
—No se acercó a mí, Bob. Se me echó encima.
Garvin empezó a perder la paciencia.
—Mira, tú tampoco eres ningún niño —dijo, un poco irritado.
—No, no lo soy —admitió Sanders—. Pero soy su empleado.
—Y me consta que ella tiene un gran concepto de ti —dijo Garvin, recuperando la calma—. Como toda la empresa, Tom. Eres imprescindible para nuestro futuro. Los dos lo sabemos. Quiero conservar intacto nuestro equipo. Y no quiero abandonar la idea de que tenemos que abrir las puertas a las mujeres y darles un margen de confianza.
—No estamos hablando de las mujeres —se defendió Sanders—. Estamos hablando de una mujer en particular.
—Tom…
—Si un hombre hubiera hecho lo que hizo ella, no hablarías de darle un margen de confianza. Lo despedirías.
—Seguramente.
—Ése es el problema.
—Creo que no te entiendo —dijo Garvin con tono amenazador. No le gustaba que le llevaran la contraria. Con el tiempo, a medida que su empresa adquiría fama y poder, Garvin se había acostumbrado a que lo trataran con deferencia. Ahora que se acercaba a la jubilación, Garvin esperaba obediencia de los demás—. Tenemos el deber de luchar por la igualdad —dijo Garvin.
—De acuerdo. Pero la igualdad significa que no hay que hacer diferencias —dijo Sanders—. Igualdad significa tratar a todo el mundo por igual. Lo que tú promulgas es desigualdad hacia Meredith, porque no estás dispuesto a hacer con ella lo que harías con un hombre: despedirlo.
Garvin suspiró y dijo:
—Lo haría si este caso estuviera más claro, Tom. Pero tengo entendido que hay todavía algunos interrogantes.
Sanders estuvo a punto de contarle lo de la cinta, pero algo le hizo contenerse. Dijo:
—Yo creo que está muy claro.
—Pero con estas cosas siempre hay diferentes opiniones. Eso es incuestionable. Siempre hay diferentes opiniones. Mira, ¿qué hay de grave en lo que hizo? En serio, Tom. ¿Que se te insinuó? Bien. Habrías podido considerarlo halagador. Al fin y al cabo es una mujer hermosa. Habrían podido pasar cosas peores. Una mujer hermosa te pone la mano en la rodilla. Habrías podido decir: «No, gracias». Habrías podido reaccionar de mil maneras. Eres un adulto, Tom. Pero esta sed de venganza… La verdad, no me lo esperaba de ti.
—Ella quebrantó la ley, Bob.
—Eso aún está por demostrar, ¿no? Si quieres puedes abrir la puerta de tu vida privada ante un jurado para que la examine. A mí no me gustaría hacerlo. Y no sé a quién puede interesarle llevar este caso ante los tribunales. No tiene ningún sentido.
—¿De qué estás hablando?
—Tú no quieres ir a juicio, Tom —dijo Garvin entrecerrando los ojos.
—¿Por qué no?
—No quieres, sencillamente. —Garvin respiró hondo y añadió—: Mira, no nos vayamos por las ramas. He hablado con Meredith. Ella piensa lo mismo que yo, que este asunto se ha desbordado.
—Ya.
—Y ahora estoy hablando contigo. Porque lo que quiero es que olvidemos este tema y volvamos a empezar. Escúchame bien, por favor. Quiero que volvamos a empezar, como si este desafortunado malentendido no hubiera ocurrido. Tú te quedas en tu puesto y Meredith en el suyo. Seguís trabajando juntos como dos adultos civilizados. Tú te encargas de organizar la empresa y ponerla a la venta, y todo el mundo se lleva un montón de dinero en el plazo de un año. ¿Qué problema hay?
Sanders sintió una especie de alivio, como si las cosas empezaran a retornar a la normalidad. Deseaba huir de los abogados y de la tensión de los tres últimos días. La idea de volver a la rutina y a la normalidad lo atraía enormemente.
—Míralo así, Tom. El lunes por la noche, después de la reunión, nadie dio la alarma. Tú no llamaste a nadie y Meredith tampoco. Estoy seguro de que los dos queríais olvidarlo. Luego, al día siguiente, hubo una confusión y una pelea ridícula. Si hubieras llegado puntualmente a la reunión, si Meredith y tú os hubierais puesto de acuerdo sobre lo que había que decir, nada de esto habría ocurrido. Seguiríais trabajando juntos, y lo que haya ocurrido entre vosotros dos sería una cuestión personal y privada. Y en cambio, mira la que hemos organizado. No tiene sentido. ¿Por qué no olvidarlo y seguir adelante? Y hacernos ricos. ¿Qué dices, Tom? ¿Qué inconveniente hay?
—Ninguno —contestó Sanders.
—Perfecto.
—Sólo que no puede ser.
—¿Por qué no?
Se le ocurrieron infinidad de respuestas: Porque Meredith no está capacitada para ese trabajo. Porque es una víbora. Porque es una jugadora de equipo, pura imagen, y éste es un departamento técnico que tiene que fabricar un producto. Porque es una mentirosa. Porque no siento ningún respeto por ella. Porque volverá a hacerlo. Porque no siente ningún respeto por mí. Porque tú eres injusto conmigo. Porque ella es tu niña mimada. Porque la prefieres a ella. Porque…
—Hemos ido demasiado lejos —dijo Sanders.
—Podemos retroceder —dijo Garvin mirándolo a los ojos.
—No, Bob. No podemos.
Garvin se apoyó en el respaldo de la silla y bajó la voz:
—Escúchame bien, desgraciado. Sé muy bien lo que está pasando. Cuando tú no eras más que un don nadie, yo te di trabajo. Te di la oportunidad de iniciar tu carrera, te ofrecí mi ayuda. ¿Y ahora quieres pelea? Muy bien. ¿Quieres pisar mierda? Pues espera, Tom. —Se levantó.
—Tú nunca has estado dispuesto a discutir sobre Meredith Johnson, Bob —dijo Sanders.
—Ah, ya. ¿Insinúas que yo tengo un problema con Meredith? —Garvin soltó una carcajada—. Mira, Tom, ella era tu novia, pero era inteligente e independiente y tú no podías dominarla. Cuando te dejó cogiste un enfado de mil demonios. Y ahora, después de todos estos años, quieres pasar cuentas con ella. Ése es el problema. No tiene nada que ver con la ética profesional, ni con la ley, ni con el acoso sexual, ni con nada. Es un asunto personal, y muy lamentable. Y vas a pisar tanta mierda que te va a salir hasta por las orejas.
Abandonó el restaurante a toda prisa, dando un empujón a Blackburn al pasar por su lado. Blackburn se quedó un momento mirando a Sanders, y luego salió presuroso detrás de su jefe.
Cuando volvía a su mesa, Sanders pasó junto a un grupo de empleados de Microsoft, entre los que había dos programadores que tenían fama de imbéciles.
—¡Mr. Porky! —dijo uno.
—¿Qué te pasó? —bromeó otro—. ¿No se te levantaba?
Sanders avanzó unos pasos, pero al final se volvió y dijo:
—Por lo menos yo no me bajo los pantalones y me pongo a cuatro patas en las reuniones con… —Nombró al jefe de programación de Microsoft.
Todos se echaron a reír.
—¡Vaya, vaya!
—¡Pero si Mr. Porky tiene lengua!
—¡Oink, oink!
—¿Qué hacéis en la ciudad, chicos? —preguntó Sanders—. ¿Acaso se ha agotado la vaselina en Redmond?
—¡Ja, ja!
—¡Mr. Porky está cabreado!
Reían como colegiales. En su mesa había una enorme jarra de cerveza. Uno de ellos dijo:
—Si Meredith Johnson se quitara las bragas por mí, te aseguro que no llamaría a la policía.
—¡Seguro que no!
—¡Te portarías como un caballero!
—¡Las damas primero!
Reían a carcajadas y golpeaban la mesa.
Sanders se alejó de ellos.
Garvin y Blackburn estaban en la acera, frente a la puerta del restaurante. El abogado tenía el teléfono pegado a la oreja; Garvin, nervioso, se paseaba arriba y abajo.
—¿Dónde está ese maldito coche? —dijo Garvin.
—No lo sé, Bob.
—Le he dicho al chofer que esperara.
—Lo sé, Bob. Estoy intentando hablar con él.
—Por Dios. ¿Es que ni siquiera las cosas más simples salen bien?
—A lo mejor ha tenido que ir al lavabo.
—¿Tanto rato necesita para mear? Maldito Sanders. ¿Tú lo entiendes?
—No, Bob.
—Yo tampoco. No quiere pactar conmigo. Y me estoy bajando los pantalones. Le ofrezco su empleo, le ofrezco su paquete de acciones, se lo ofrezco todo. Y dice que no.
—No es un jugador de equipo, Bob.
—En eso tienes razón. Ni siquiera quiere negociar. Tenemos que ir nosotros a su encuentro.
—Sí.
—No se entera. Ése es el problema.
—Todo el mundo ha leído el artículo de esta mañana. No creo que le haya sentado muy bien.
—Pero no se entera.
Garvin seguía paseándose.
—Ahí viene el coche —dijo Blackburn señalando el sedán Lincoln que se aproximaba.
—Por fin —dijo Garvin—. Escucha, Phil, estoy harto de perder el tiempo con Sanders. Lo hemos intentado por las buenas y no funciona. Ya basta. Ahora vamos a hacer que se entere.
—Lo he pensado —dijo Phil—. ¿Qué está haciendo Sanders, en el fondo? Está calumniando a Meredith, ¿no?
—Sí, desde luego.
—No ha dudado ni un momento en calumniarla.
—No.
—Y lo que dice de ella no es cierto. Pero de eso se trata: una calumnia no tiene por qué ser cierta. Sólo tiene que ser algo que la gente esté dispuesta a creer.
—¿Y?
—Quizá le convendría saber lo que se siente.
—¿Lo que se siente? ¿De qué estás hablando?
Blackburn miró el coche que se acercaba a ellos, y contestó:
—Creo que Tom es un hombre muy violento.
—Pero ¿qué dices? Hace años que lo conozco. Es un corderito.
—No —dijo Blackburn frotándose la nariz—. No estoy de acuerdo contigo. Creo que es muy violento. En la universidad jugaba a fútbol americano. Le gustan las peleas. Juega en el equipo de fútbol americano de la empresa y le encanta repartir leña. Tiene una vena violenta. Al fin y al cabo, casi todos los hombres la tienen. Los hombres son violentos por naturaleza.
—Pero ¿qué coño estás diciendo?
—Y tienes que reconocer que fue violento con Meredith —prosiguió el abogado—. Le gritó, le dio un empujón, la tiró al suelo. Sexo y violencia. Un hombre fuera de sus casillas. Es mucho más corpulento que ella. La diferencia es evidente. Él es mucho más alto. Más fuerte. Basta con mirarlo para darse cuenta de que es un hombre violento. Esa apariencia agradable no es más que una máscara. Sanders es de esos tipos que se descargan pegando a mujeres indefensas.
Garvin miró a Blackburn de reojo:
—No conseguirás hacer correr ese rumor.
—Creo que sí.
—Nadie lo tragará.
—Creo que conozco a alguien que sí —dijo Blackburn.
—¿De veras? ¿Quién?
—Alguien.
El coche se detuvo frente a la puerta del restaurante. Garvin abrió la puerta.
—Lo único que sé —dijo— es que hemos de conseguir que pacte con nosotros. Tenemos que presionarlo para que se avenga a razonar.
—Creo que lo conseguiremos.
—Lo dejo en tus manos, Phil. Asegúrate de que así sea. —Garvin entró en el coche y a continuación lo hizo Blackburn—. ¿Dónde coño se había metido? —dijo Garvin al chofer.
Sanders y Fernández volvían al centro de mediación en el coche de Alan. Sanders relató a la abogada la conversación con Garvin.
—No tendrías que haberte quedado con él a solas —dijo Fernández—. Si yo hubiera estado presente, no se habría atrevido a hablarte así. ¿Es verdad que dijo que hay que hacer concesiones con las mujeres?
—Sí.
—Muy noble por su parte. Ya tiene un buen motivo para proteger a una mujer que se dedica a acosar a sus empleados. Muy bonito. Como es una mujer, tenemos que cruzarnos de brazos y permitir que infrinja la ley.
Al oír aquellas palabras, Sanders se sintió más fuerte. La conversación con Garvin lo había puesto nervioso. Sabía que Fernández estaba intentando devolverle la serenidad, pero de todos modos funcionaba.
—Es ridículo —añadió Fernández—. ¿Y luego te amenazó?
Sanders asintió con la cabeza.
—No le hagas caso. No son más que fanfarronadas.
—¿Estás segura?
—Completamente. Mera palabrería. Pero al menos ahora sabes por qué se dice que los hombres no entienden nada. Garvin te ha dado los mismos argumentos que los empresarios llevan años dando: míralo desde el punto de vista de la persona que te ha acosado. ¿Tan grave fue lo que hizo? Todos patinamos de vez en cuando. Así que todos a trabajar. Aquí no ha pasado nada. Volveremos a ser la familia feliz de siempre.
—Increíble —dijo Alan, que iba al volante.
—Sí. Hoy en día, increíble, desde luego —dijo Fernández—. Eso ya no hay quien lo aguante. Por cierto, ¿qué edad tiene Garvin?
—Casi sesenta años.
—Eso lo explica un poco. Pero Blackburn debería haberle dicho que es absolutamente inaceptable. Según la ley, Garvin no tiene ninguna posibilidad. Como mínimo tendrá que trasladar a Johnson, no a ti. Eso si no la despide.
—No creo que lo haga —dijo Sanders.
—No, claro que no.
—Es su favorita.
—Es su vicepresidenta, que es peor —matizó Fernández, mirando por la ventana—. Todas estas decisiones hay que contemplarlas desde la perspectiva del poder. El acoso sexual está relacionado con el poder, así como la resistencia de la empresa a enfrentarte a él. El poder protege al poder. Y cuando una mujer entra a formar parte de una estructura de poder, la estructura la protege, igual que a un hombre. Los médicos no declaran contra otros médicos. Es lo mismo. No importa que se trate de un hombre o de una mujer; sencillamente, los médicos nunca declaran contra sus colegas. Y punto. Y los ejecutivos no quieren investigar acusaciones contra otros ejecutivos, sean hombres o mujeres.
—Así que lo único que pasa es que antes las mujeres no ocupaban esos puestos.
—Sí. Pero ahora empiezan a acceder a ellos. Y ahora pueden ser tan injustas como cualquier hombre.
—Cerdas chovinistas —dijo Alan.
—No empieces —dijo Fernández.
—Anda, dile las cifras —repuso Alan.
—¿Qué cifras? —preguntó Sanders.
—Cerca de un cinco por ciento de las demandas de acoso sexual las presentan hombres contra mujeres. Es una cifra relativamente pequeña. Pero resulta que sólo el cinco por ciento de los directivos son mujeres. De modo que las cifras indican que las ejecutivas acosan a los hombres en la misma proporción en que los hombres acosan a las mujeres. Y, como te dije en nuestra primera entrevista, a medida que las mujeres van ocupando más puestos de trabajo, el porcentaje de demandas presentadas por hombres asciende. Porque lo cierto es que el acoso sexual es un tema de poder. Y el poder no es ni masculino ni femenino. Cualquiera que esté detrás de una mesa tiene la oportunidad de abusar de su poder. Y las mujeres se aprovechan con la misma frecuencia que los hombres. La encantadora Ms. Johnson es un buen ejemplo. Y su jefe no está dispuesto a despedirla.
—Garvin dice que no lo hace porque la situación no está muy clara.
—Pues yo diría que esa cinta lo aclara todo bastante —opinó Fernández. Luego frunció el ceño—: ¿Le has contado lo de la cinta?
—No.
—Perfecto. Creo que podemos liquidar este caso en un par de horas.
Alan aparcó y los tres salieron del coche.
—Muy bien —dijo Fernández—. Vamos a ver qué sabemos del pasado de Meredith. Alan. Tenemos la última empresa donde trabajó…
—Sí, Conrad Computer. Estamos en ello.
—Y también la anterior.
—Novell Network.
—Eso es. Y tenemos a su marido…
—Ya he llamado a CoStar.
—¿Y el asunto Internet? ¿«Un amigo»?
—Estamos trabajando.
—La escuela de empresariales y Vassar.
—Exacto.
—Lo más importante es la historia reciente. Concéntrate en Conrad y en el marido.
—Muy bien —dijo Alan—. Lo de Conrad es bastante complicado, porque suministran programas al gobierno y a la CIA. Me han soltado un rollo sobre su política de neutralidad informativa y de confidencialidad acerca de anteriores empleados.
—Pues dile a Harry que los llame. Es tozudo como una mula; seguro que les saca algo.
—Muy bien. Le diré que lo intente.
Alan volvió a subir al coche. Fernández y Sanders empezaron a caminar hacia el centro de mediación.
—¿Estás indagando en su pasado profesional?
—Sí. A las empresas no les gusta proporcionar informaciones perjudiciales sobre antiguos empleados. Durante años se limitaron a dar las fechas de su contrato. Pero ahora hay leyes que obligan a las empresas a facilitar ese tipo de información. Ahora se pueden exigir responsabilidades a una empresa por negarse a reconocer que tuvo un problema con un antiguo empleado. Así que podemos amenazarlos. Pero de todos modos pueden no darnos la información que buscamos.
—¿Cómo sabes que tienen información perjudicial?
Fernández sonrió:
—Porque Johnson ha cometido una falta de acoso sexual. Y eso es un hábito. Nunca es la primera vez.
—¿Crees que ya lo había hecho antes?
—No pongas esa cara. ¿Qué creías? ¿Que ha hecho todo esto porque te encontraba guapo? Te garantizo que ya lo había hecho antes. —Cruzaron el patio y se dirigieron hacia la puerta del edificio central—. Y ahora, vamos a hacer añicos a Ms. Johnson.
La jueza Murphy entró en la sala de mediación a las dos en punto. Miró a las cinco personas que había sentadas alrededor de la mesa y frunció el ceño:
—¿Se han reunido ya los abogados?
—Sí —contestó Heller.
—¿Con qué resultado?
—No hemos conseguido llegar a un acuerdo —dijo Heller.
—Muy bien. Prosigamos. —Se sentó y abrió su bloc de notas—. ¿Quieren seguir hablando de lo que se ha discutido en la sesión de la mañana?
—Sí, señoría —dijo Fernández—. Tengo algunas preguntas que hacer a Ms. Johnson.
—Muy bien. ¿Ms. Johnson?
Meredith Johnson se puso las gafas y dijo:
—Si me permite, señoría, antes me gustaría hacer una declaración.
—De acuerdo.
—He estado meditando sobre la sesión de esta mañana —dijo Johnson—, y en la versión de Mr. Sanders de lo ocurrido el lunes por la noche. Y tengo la impresión de que hay un verdadero malentendido.
—Comprendo —dijo la jueza Murphy con tono perfectamente neutral.
—Cuando Tom sugirió que nos reuniéramos a última hora del día, y cuando sugirió que bebiéramos un poco de vino para recordar los viejos tiempos, me temo que inconscientemente reaccioné de una forma que no esperaba.
La jueza Murphy no se movió. Nadie se movió. La sala estaba en silencio.
—Creo que es correcto decir que tomé sus palabras al pie de la letra y empecé a imaginar un… episodio romántico. Y, sinceramente, he de admitir que no me oponía a aquella posibilidad. En el pasado, Mr. Sanders y yo tuvimos una relación muy especial, y yo la recordaba como una relación muy emocionante. Así pues, supongo que es justo decir que yo esperaba nuestra reunión con emoción, y que quizá suponía que iba a acabar en un episodio sentimental. Que era lo que, inconscientemente, estaba deseando.
Heller y Blackburn estaban impertérritos. Las dos abogadas tampoco reaccionaron. Sanders se dio cuenta de que habían preparado todo aquello con antelación. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué cambiaba su declaración?
Johnson se aclaró la garganta y continuó:
—Creo que podemos decir que yo participé voluntariamente en todo lo ocurrido aquella noche. Y es posible que en algún momento haya parecido demasiado directa. Es posible que con la pasión del momento pasara por alto mi posición en la empresa. Después de pensarlo seriamente, he llegado a la conclusión de que mis recuerdos y los recuerdos de Mr. Sanders coinciden más de lo que reconocí anteriormente.
Hubo un largo silencio. La jueza Murphy no hizo ningún comentario. Meredith Johnson cambió de postura, se quitó las gafas y se las puso otra vez.
—Ms. Johnson —dijo la jueza, por fin—, ¿quiere decir que ahora está de acuerdo con la versión de Mr. Sanders de los sucesos del lunes por la noche?
—En muchos aspectos. Quizá en casi todos.
De pronto Sanders comprendió lo que había ocurrido: se habían enterado de que tenía la cinta.
Pero ¿cómo podían saberlo? Sólo hacía dos horas que él lo sabía. Y Levin no había estado en su despacho, porque había ido a comer con ellos. Así que Levin no podía haber sido. ¿Cómo podían saberlo?
—¿Y también está de acuerdo —preguntó la jueza— con la acusación de acoso sexual de Mr. Sanders?
—No, señoría. De ninguna manera.
—Creo que no lo entiendo. Usted ha cambiado su versión. Dice que ahora está de acuerdo en que la versión de Mr. Sanders es en muchos aspectos correcta. Pero ¿no está de acuerdo con la acusación que ha presentado contra usted?
—No, no estoy de acuerdo, señoría. Como ya he dicho, creo que fue un malentendido.
—Un malentendido —repitió Murphy, mirándola con incredulidad.
—Sí, señoría. Un malentendido en el que Mr. Sanders jugó un papel muy activo.
—Según Mr. Sanders, usted empezó a besarlo sin escuchar sus protestas; lo arrastró hasta el sofá sin escuchar sus protestas; le desabrochó los pantalones y cogió su pene sin escuchar sus protestas; y se desnudó sin escuchar sus protestas. Dado que Mr. Sanders es su empleado, y que su empleo depende de usted, me resulta difícil no considerar lo ocurrido como un indiscutible y evidente caso de acoso sexual por su parte, Ms. Johnson.
—Lo comprendo, señoría —dijo Meredith Johnson—. Y soy consciente de que he alterado mi versión. Pero digo que fue un malentendido porque desde el principio yo estaba convencida de que Mr. Sanders quería tener relaciones sexuales conmigo, y esa convicción fue la que me llevó a actuar como lo hice.
—No reconoce haber cometido acoso sexual.
—No, señoría. Porque había señales físicas evidentes de que Mr. Sanders estaba participando voluntariamente. Hubo momentos en que tomó las riendas. Y ahora me pregunto por qué querría tomar las riendas y luego retirarse súbitamente. No sé por qué lo hizo, pero creo que también él es responsable de lo ocurrido. Y por eso considero que, por lo menos, hemos sido víctimas de un malentendido. Y quiero decir que lamento sinceramente mi parte de culpa en ese malentendido.
—Lo lamenta —dijo Murphy con exasperación—. ¿Puede explicarme alguien qué está pasando? ¿Mr. Heller?
—Señoría, mi clienta me había avisado de lo que quería hacer —explicó el abogado—. Lo considero un ejemplo de valentía. Es una firme defensora de la sinceridad.
—Oh —dijo Fernández.
—Ms. Fernández —dijo la jueza—, considerando esta última declaración de Ms. Johnson, radicalmente diferente, ¿quiere hacer un descanso antes de proseguir con sus preguntas?
—No, señoría. Por mi parte podemos continuar.
—Muy bien. Perfecto —dijo la jueza, desconcertada—. Estupendo. —Evidentemente, Murphy sospechaba que había algo que todos sabían excepto ella.
Sanders seguía preguntándose cómo se había enterado Meredith de lo de la cinta. Miró a Phil Blackburn, que estaba sentado a un extremo de la mesa con su teléfono portátil delante de él. Lo estaba toqueteando, nervioso.
Registro de llamadas, pensó Sanders. No podía ser otra cosa.
DigiCom había encargado a alguien —probablemente a Gary Bosak— que revisara todos sus archivos, para ver si encontraban algo que utilizar en su contra. Bosak había accedido al registro de las llamadas efectuadas desde el teléfono portátil de Sanders.
Y había descubierto una llamada realizada el lunes por la noche, de cuarenta y cinco minutos de duración. Le había llamado la atención por la duración y por el coste. Y Bosak se había fijado en la hora de la llamada y había imaginado lo que había pasado. Había comprendido que Sanders no estuvo hablando por teléfono durante aquellos cuarenta y cinco minutos. Y sólo podía haber una explicación. La línea había quedado conectada a un contestador automático, y por lo tanto había una cinta. Y Johnson lo sabía, y había tenido que cambiar su declaración.
—Ms. Johnson —dijo Fernández—, en primer lugar vamos a aclarar algunos puntos concretos. ¿Está usted afirmando que sí envió a su secretaria a comprar vino y preservativos, que sí le ordenó que echara el pestillo de la puerta, y que sí canceló su reunión de las siete porque esperaba tener una cita de carácter sexual con Mr. Sanders?
—Sí.
—Dicho de otro modo: antes mentía.
—Sólo presentaba mi punto de vista.
—No estamos hablando de puntos de vista. Estamos hablando de hechos. Dígame, ¿por qué cree usted que Mr. Sanders es responsable de lo ocurrido en su despacho aquella noche?
—Porque yo creía… creía que Mr. Sanders había venido a mi despacho con la clara intención de tener relaciones sexuales conmigo, y luego negó tener esa intención. Pensé que me había engañado. Primero siguió mi juego y luego me acusó, cuando yo no había hecho otra cosa que responder a sus provocaciones.
—¿Y cree que la engañó?
—Sí.
—¿De qué forma la engañó?
—Bueno, creo que es obvio. Habíamos llegado bastante lejos, y de pronto él se levantó del sofá y dijo que no pensaba continuar. Yo lo considero un engaño.
—¿Por qué?
—Porque no puedes llegar tan lejos y luego echarte atrás. Evidentemente fue un acto de hostilidad, planeado para avergonzarme y humillarme. No sé… creo que cualquiera puede entenderlo así.
—Muy bien. Repasemos con detalle ese momento en particular —dijo Fernández—. Si no me equivoco, nos estamos refiriendo al momento en que usted y Mr. Sanders estaban en el sofá, semidesnudos. Mr. Sanders estaba de rodillas, con el pene al descubierto, y usted estaba echada boca arriba, sin bragas y con las piernas abiertas. ¿Correcto?
—Sí, más o menos. —Meredith meneó la cabeza—. Pero lo describe con tanta crudeza…
—Pero aquélla era la situación, ¿no?
—Sí.
—Y entonces usted dijo «No, no, por favor», y Mr. Sanders repuso: «Tienes razón, esto no está nada bien», y se levantó del sofá.
—Sí, así es.
—¿Y dónde está el malentendido?
—Cuando dije «No, no» quería decir «No, no esperes». Porque él estaba esperando para provocarme, y yo quería que continuara. Pero él se levantó del sofá, y eso me puso furiosa.
—¿Por qué?
—Porque quería que lo hiciera.
—Pero Ms. Johnson, usted dijo «No, no».
—Sé muy bien lo que dije —replicó Meredith, irritada—. Pero en aquella situación está muy claro lo que en realidad quería darle a entender.
—¿Ah, sí?
—Claro. Él sabía exactamente lo que yo quería decir, pero me ignoró.
—Ms. Johnson, ¿ha oído alguna vez la expresión «No significa no»?
—Por supuesto. Pero en aquella situación…
—Perdone, Ms. Johnson. No significa no, ¿o no?
—En este caso no. Porque en aquel momento, cuando estábamos en el sofá, estaba perfectamente claro lo que yo quería decir.
—Querrá decir que para usted estaba perfectamente claro.
Johnson levantó la voz:
—Para él también estaba claro.
—Ms. Johnson, cuando decimos a los hombres «No significa no», ¿qué queremos decir?
—No lo sé. —Alzó las manos, exasperada—. No sé qué intenta decir.
—Lo que intento decir es que decimos eso a los hombres para que sepan que deben interpretar a las mujeres literalmente. Que el significado de no es no. Que los hombres no pueden suponer que a veces «no» significa «quizá» o «sí».
—Pero en esa situación en particular, semidesnudos, cuando las cosas habían llegado tan lejos…
—¿Qué tiene eso que ver? —interrumpió Fernández.
—No sea tan testaruda, por favor —dijo Meredith—. Cuando dos personas mantienen un contacto sexual, empiezan con besos y caricias. Luego se quitan la ropa y empiezan a tocarse sus partes íntimas, etcétera. Y al cabo de un rato, se imaginan qué va a ocurrir a continuación. Y no se echan atrás. Echarse atrás es un acto de hostilidad. Eso fue lo que él hizo. Me engañó.
—¿No es cierto, Ms. Johnson, que las mujeres reivindican el derecho a echarse atrás en cualquier momento antes de la penetración? ¿No reivindican el derecho a cambiar de opinión?
—Sí, pero en este caso…
—Ms. Johnson, si las mujeres tienen derecho a cambiar de opinión, ¿no lo tienen también los hombres? ¿No podía Mr. Sanders cambiar de opinión?
—Fue un acto de hostilidad —dijo Meredith con mirada de firme resolución—. Me engañó.
—Le estoy preguntando si Mr. Sanders tiene los mismos derechos que una mujer en esa situación. Si tiene derecho a echarse atrás, aunque sea en el último momento.
—No.
—¿Por qué?
—Porque los hombres son diferentes.
—¿En qué son diferentes?
—Por el amor de Dios —exclamó Meredith, impacientándose—. Pero ¿qué es esto? ¿Alicia en el país de las maravillas? Los hombres y las mujeres son diferentes. Todo el mundo lo sabe. Los hombres no pueden controlar sus impulsos.
—Por lo visto Mr. Sanders sí pudo.
—Sí, pero como un acto de hostilidad. Con la intención de humillarme.
—Pero lo que Mr. Sanders dijo en aquel momento fue «Esto no está bien», ¿me equivoco?
—No recuerdo sus palabras exactas. Pero su conducta fue muy hostil y degradante hacia mí, como mujer.
—Veamos quién tuvo una conducta hostil y degradante. ¿No puso reparos Mr. Sanders, al principio de su encuentro, sobre el curso que tomaban las cosas?
—No.
—Tenía entendido que sí —dijo Fernández consultando sus notas—. Al principio de la velada, ¿no dijo usted a Mr. Sanders «Tienes muy buen aspecto» y «Siempre has tenido un culo bonito»?
—No lo sé. Es posible. No lo recuerdo.
—¿Y qué repuso él?
—No lo recuerdo.
—Veamos —prosiguió Fernández—. Cuando Mr. Sanders hablaba por teléfono, ¿se acercó usted a él, le quitó el teléfono de la mano y dijo «Deja ese teléfono»?
—Es posible. Pero no me acuerdo.
—¿Y empezó usted entonces a besarlo?
—No estoy segura. Creo que no.
—A ver. ¿Qué más pudo ocurrir? Mr. Sanders estaba hablando por teléfono, junto a la ventana. Usted estaba hablando por otro teléfono, el de su mesa. ¿Interrumpió él su llamada, dejó el teléfono, se acercó a usted y empezó a besarla?
Meredith vaciló un momento:
—No.
—Entonces, ¿quién empezó a besar a quién?
—Creo que fui yo.
—Y cuando él puso reparos y dijo «Meredith», ¿lo ignoró usted, continuó besándolo y dijo «Llevo todo el día deseándote. Estoy tan caliente. Hace años que no pego un polvo como Dios manda»? —Fernández pronunció las frases con monotonía, como si leyera una trascripción.
—Es posible que… Sí, creo que ésas fueron mis palabras.
Fernández volvió a consultar sus notas.
—¿Y entonces, cuando él dijo «Espera, Meredith», con evidente tono de protesta, dijo usted «No, por favor, no digas nada»?
—Es posible.
—¿Diría usted que esos comentarios de Mr. Sanders eran protestas que usted ignoró?
—Si lo eran, no las manifestó con demasiada claridad. No.
—Ms. Johnson, ¿diría usted que Ms. Sanders manifestó un gran entusiasmo a lo largo de todo su encuentro?
Meredith vaciló. Sanders se imaginaba lo que ella estaría pensando; tenía que imaginarse hasta qué punto la cinta resultaría reveladora. Finalmente dijo:
—A veces se mostraba entusiasta, y a veces no tanto.
—¿Calificaría su conducta de ambivalente?
—Es posible. Más o menos.
—¿Sí o no, Ms. Johnson?
—Sí.
—Muy bien. Así que a lo largo de la sesión, Mr. Sanders tuvo una conducta ambivalente. Él ha explicado por qué: porque le estaban pidiendo que iniciara una relación con una ex novia suya que ahora se había convertido en su jefa. Y porque estaba casado. ¿Le parecen razones válidas para manifestar ambivalencia?
—Supongo.
—Y en ese estado de ambivalencia, en el último momento a Mr. Sanders lo abrumó el sentimiento de que no quería continuar. Y le dijo cómo se sentía, sencilla y llanamente. No comprendo por qué lo interpreta usted como un engaño. Creo que tenemos suficientes pruebas que demuestran precisamente lo contrario: una reacción humana desesperada y no premeditada a una situación que usted controlaba. No fue una cita de antiguos amantes, Ms. Johnson, aunque usted insista en pensarlo. No fue un encuentro de dos iguales. Lo cierto es que usted es su superiora y controlaba todos los aspectos de la reunión. Usted concertó la hora, compró el vino, compró los preservativos, cerró la puerta; y luego culpó a su empleado porque él no la complació. Y ahora sigue comportándose igual.
—Y usted está intentando disfrazar su comportamiento —repuso Meredith—. Pero en la práctica, cuando esperas al último momento para echarte atrás, la gente se enfada mucho.
—Sí —dijo Fernández—. Así es como se sienten muchos hombres cuando las mujeres se echan atrás en el último momento. Pero las mujeres dicen que los hombres no tienen derecho a enfadarse, porque las mujeres pueden echarse atrás cuando quieran. ¿No es así?
Johnson tamborileaba la mesa con los dedos, irritada:
—Mire, por lo visto se propone hacer de esto una cuestión de estado, a base de ocultar los hechos más sencillos. ¿Tan grave es lo que hice? Le hice una proposición, nada más. Si a Mr. Sanders no le interesaba, lo único que tenía que hacer era decir «No». Pero no lo dijo. Porque lo que quería era engañarme. Está furioso porque no ha conseguido el cargo, y se está desquitando de la única forma que puede: calumniándome. Esto no es más que un atentado directo contra mi persona. Mr. Sanders no soporta que yo sea una mujer de éxito. Usted no hace más que esquivar esa realidad fundamental e inevitable.
—La realidad fundamental e inevitable, Ms. Johnson, es que usted es la superiora de Mr. Sanders. Y que su actitud hacia él ha sido ilícita.
Hubo un breve silencio.
La ayudante de Blackburn entró en la sala y le entregó una nota. Blackburn la leyó y se la pasó a Heller.
—¿Puede explicarme qué está pasando ahora, Ms. Fernández? —preguntó la juez.
—Sí, señoría. Resulta que tenemos una cinta de audio de la reunión.
—¿De verdad? ¿La ha escuchado?
—Sí, señoría. Y confirma la versión de Mr. Sanders.
—¿Conocía usted la existencia de esa cinta, Ms. Johnson?
—No.
—Quizá Ms. Johnson y su abogado quieran escucharla también. Quizá deberíamos escucharla todos —dijo Murphy mirando a Blackburn.
Heller se guardó la nota en el bolsillo y dijo:
—Solicito un descanso de diez minutos, señoría. —Muy bien, Mr. Heller. Me parece que este nuevo hallazgo lo exige.
Unas amenazadoras nubes cubrían el cielo. En el patio, junto a las fuentes, Johnson se reunió con Heller y Blackburn. Fernández los estaba observando.
—No lo entiendo —dijo la abogada—. Allí los tienes, otra vez hablando. Pero ¿de qué quieren hablar? Su clienta ha mentido y luego ha cambiado su declaración. No cabe duda de que Johnson es culpable de acoso sexual. Lo tenemos grabado. ¿De qué hablarán? —Frunció el ceño y añadió—: ¿Sabes una cosa? Tengo que admitir que Johnson es una mujer muy inteligente.
—Sí —dijo Sanders.
—Es rápida y serena.
—Ya.
—Ha progresado muy deprisa en la empresa.
—Sí.
—Entonces, ¿cómo se ha metido en este lío?
—¿Qué quieres decir?
—¿Cómo se le ocurre hacerte proposiciones el primer día de trabajo? Y con tanto descaro, y exponiéndose a todos estos problemas. Es demasiado lista. No lo entiendo.
Sanders se encogió de hombros.
—¿Crees que lo ha hecho porque eres irresistible? —preguntó Fernández—. No te ofendas, pero lo dudo mucho.
Sanders recordó a la Meredith que había conocido diez años atrás, cuando ella hacía demostraciones; recordó cómo cruzaba las piernas cada vez que le preguntaban algo que ella no sabía contestar.
—Siempre ha sabido utilizar el sexo para distraer a la gente. Lo hace muy bien —dijo.
—No lo dudo —dijo Fernández—. ¿Y de qué querrá distraernos ahora?
Sanders no supo contestar. Pero su instinto le decía que algo más estaba pasando.
—La vida privada de la gente es un misterio —dijo—. Conocí a una mujer que parecía un ángel. Pero le gustaba que le dieran palizas.
—Ya —dijo Fernández—. Pero no me doy por vencida. Porque Johnson es una mujer con mucho autocontrol, y contigo se comportó descontroladamente.
—Tú misma has dicho que siempre hay un patrón.
—Sí, es posible. Pero ¿por qué el primer día? ¿Por qué de entrada? Creo que tenía otro motivo.
—¿Y yo? ¿Crees que yo tenía otro motivo?
—Supongo que sí —contestó ella mirándolo con seriedad—. Pero de eso ya hablaremos más tarde.
Alan se acercó, meneando la cabeza.
—¿Qué has encontrado? —preguntó Fernández.
—Nada bueno. Estamos buscando por todas partes. —El detective abrió su bloc de notas—. Hemos comprobado la referencia de Internet. El mensaje procede del «Distrito U». Y «Un amigo» es el doctor Arthur A. Friend, un catedrático de química inorgánica de la Universidad de Washington. ¿Te dice algo ese nombre?
—No —contestó Sanders.
—No me sorprende. El profesor Friend se encuentra en el norte de Nepal trabajando para el gobierno nepalí. Lleva tres semanas allí. No regresa hasta el próximo mes de julio. Así que de todos modos no es probable que sea él quien envía los mensajes.
—¿Alguien está utilizando su referencia de Internet?
—Su secretaria dice que es imposible. Mientras él está de viaje, su despacho está cerrado bajo llave, y sólo ella entra allí. Así que nadie tiene acceso a su terminal de ordenador. La secretaria dice que entra diariamente para contestar los mensajes de e-mail del profesor, pero el resto del tiempo el ordenador está apagado. Y sólo ella conoce la contraseña.
—¿Un mensaje procedente de un despacho cerrado bajo llave? —se sorprendió Sanders.
—No lo sé. Todavía estamos investigando. Pero de momento es un misterio.
—De acuerdo —dijo Fernández—. ¿Qué hay de Conrad Computer?
—Conrad ha adoptado una postura muy rígida. Sólo están dispuestos a proporcionar información a la empresa contratante, es decir, a DigiCom. A nosotros nada. Y dicen que la empresa contratante no la ha solicitado. Como hemos insistido, Conrad ha llamado directamente a DigiCom, y DigiCom les ha dicho que no les interesaba ninguna información que pudiera proporcionarles Conrad.
—Hmmm.
—Luego, el marido —prosiguió Alan—. He hablado con un compañero de trabajo suyo, de CoStar. Dice que su marido la odia, que podría contarnos muchas cosas de ella. Pero ahora está de vacaciones en México con su nueva novia. Vuelve la semana que viene.
—Lástima.
—Novell —continuó Alan—. Sólo conservan los archivos de los últimos cinco años. Los anteriores están almacenados en la central de Utah. No tienen ni idea de lo que podríamos encontrar en ellos, pero están dispuestos a buscarlos si pagamos. Les llevará dos semanas.
—No nos sirve —dijo Fernández.
—No.
—Tengo la firme impresión de que Conrad Computer nos está ocultando algo —dijo la abogada.
—Es posible. Pero para averiguarlo tendríamos que demandarlos. Y no tenemos tiempo. —Alan miró al grupo que se había reunido en el otro extremo del patio—. ¿Cómo están las cosas?
—Igual que antes. Cada uno en sus trece.
—¿Todavía?
—Sí.
—Vaya —exclamó Alan—. ¿Quién hay detrás de esa mujer?
—Me encantaría saberlo —dijo Fernández.
Sanders abrió su teléfono portátil y marcó el número de su despacho.
—¿Hay algún mensaje, Cindy?
—Dos, Tom. Stephanie Kaplan quiere verte hoy.
—¿Te ha dicho por qué?
—No. Pero ha dicho que era importante. Y Mary Anne te está buscando; ha venido dos veces.
—Seguramente quiere despellejarme —dijo Sanders.
—No lo creo, Tom. Creo que es la única que… Está muy preocupada por ti.
—De acuerdo. La llamaré.
Estaba marcando el número de Mary Anne cuando Fernández le dio un codazo en las costillas. Sanders levantó la mirada y vio a una mujer esbelta de cabello canoso que se acercaba a ellos, procedente del aparcamiento.
—Alerta roja —dijo la abogada.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Esa de ahí —dijo Fernández— es Connie Walsh.
Connie Walsh tenía unos cuarenta y cinco años, cabello canoso y una expresión antipática.
—¿Es usted Tom Sanders? —Sacó una grabadora y añadió—: Connie Walsh, del Post-Intelligencer. ¿Podemos hablar un momento?
—De ninguna manera —intervino Fernández.
Walsh la miró.
—Soy la abogada de Mr. Sanders —explicó Fernández.
—Sé muy bien quién es usted —dijo Walsh, y se volvió hacia Sanders—. Mr. Sanders, mi periódico está preparando un artículo sobre la demanda por discriminación contra DigiCom. Según tengo entendido, usted acusa a Meredith Johnson de discriminación sexual. ¿Es eso correcto?
—Mi cliente no tiene nada que comentar —dijo Fernández, interponiéndose entre Walsh y Sanders.
La periodista alargó el cuello y dijo:
—Mr. Sanders, ¿es cierto que ustedes dos habían sido amantes y que su acusación es un intento de venganza?
—No tiene nada que comentar —repitió Fernández.
—A mí me parece que sí —dijo Walsh—. Mr. Sanders, no le haga caso. Si quiere puede contestar. Y sinceramente creo que debería aprovechar esta oportunidad para defenderse. Porque según tengo entendido, maltrató físicamente a Ms. Johnson en el curso de su reunión. Estas acusaciones son muy graves, e imagino que querrá responder a ellas. ¿Qué tiene que decir de sus acusaciones? ¿La maltrató físicamente?
Sanders iba a decir algo, pero Fernández le lanzó una mirada amenazadora y le puso la mano en el pecho.
—¿Se lo ha contado Ms. Johnson? —preguntó Fernández—. Porque ella y mi cliente estaban solos en el despacho.
—No puedo decírselo. Pero mis fuentes están muy bien informadas.
—¿Se lo ha dicho alguien de la empresa, o de fuera?
—No se lo puedo decir.
—Voy a prohibir a Mr. Sanders que hable con usted, Ms. Walsh —dijo la abogada—. Y antes de difundir cualquiera de esas infundadas acusaciones, le recomiendo que pida consejo al abogado de su periódico.
—No son infundadas. Tengo unas fuentes muy…
—Y si su abogado tiene alguna pregunta, será mejor que se dirija a Mr. Blackburn; él le explicará cuál es su posición legal en este caso.
Walsh sonrió, sin prestar atención a las palabras de Fernández.
—Mr. Sanders, ¿quiere hacer algún comentario?
Fernández insistió:
—Hable con su consejero legal, Ms. Walsh.
—Lo haré. Pero de todas formas, ni usted ni Mr. Blackburn pueden ocultar esto. Y personalmente no creo que pueda defender un caso como éste.
Fernández se acercó más a ella, sonrió y dijo:
—Si tiene la amabilidad de acompañarme un momento, le explicaré una cosa.
Fernández y Walsh se apartaron unos metros.
Alan y Sanders se quedaron donde estaban. Alan suspiró y dijo:
—¿No darías cualquier cosa por saber de qué hablan?
—Puede decir lo que quiera. No pienso revelarle mis fuentes —dijo Connie Walsh.
—No le estoy pidiendo que revele sus fuentes. Sólo le informo de que esa historia no es cierta y…
—Claro, no va a decirme que…
—… y de que existen pruebas que acreditan que no es cierta.
Connie Walsh frunció el ceño y dijo:
—¿Pruebas que lo acreditan?
—Exacto —dijo Fernández asintiendo con la cabeza.
—No puede ser —dijo la periodista—. Usted misma lo ha dicho. Estaban solos en la habitación. Es su palabra contra la de ella. No hay ninguna prueba.
Fernández meneó la cabeza, sin decir nada.
—¿De qué se trata? ¿De una cinta?
Fernández esbozó una débil sonrisa:
—No puedo decírselo.
—Aunque haya una cinta, ¿qué puede demostrar? ¿Que Ms. Johnson le dio un pellizco en el trasero? ¿Hizo un par de bromas? ¿Qué hay de raro en eso? Los hombres llevan cientos de años haciéndolo.
—No estamos hablando de…
—Un momento, por favor. A ese tipo le dan un pellizco y arma un berenjenal. Normalmente los hombres no se comportan así. Es evidente que ese tipo detesta a las mujeres. Basta con mirarlo. Además, la golpeó. La empresa tuvo que llamar a un médico para que examinara a Ms. Johnson. Presentaba contusiones. Y según mis fuentes, Mr. Sanders tiene fama de violento. Su esposa y él siempre han tenido problemas. De hecho, ella se ha ido de la ciudad con los niños y va a solicitar el divorcio. —Mientras hablaba, Walsh observaba a Fernández.
La abogada se encogió de hombros.
—Eso es un hecho. La esposa se ha ido de la ciudad intempestivamente —repitió Walsh—. Se ha llevado a los niños y nadie sabe a dónde ha ido. A ver, dígame cómo interpreta usted eso.
—Connie, lo único que puedo hacer es advertirle, como abogada de Mr. Sanders, que las pruebas documentales contradicen sus fuentes sobre este caso de acoso sexual.
—¿Piensa mostrarme esas pruebas?
—De ninguna manera.
—Entonces, ¿cómo sé que existen?
—No lo sabe. Lo único que sabe es que yo le he informado de su existencia.
—¿Y si no la creo?
—Esa es una decisión que debe tomar usted como periodista —dijo Fernández, sonriendo.
—¿Insinúa que estaría cometiendo una falta de imprudencia?
—Si continúa con su historia, sí.
Walsh se retiró un poco y dijo:
—Mire. Es posible que técnicamente usted pudiera demandarme, no lo sé. Pero por lo que a mí se refiere, usted no es más que otra antifeminista arrodillada ante el patriarcado. Si tuviera algún respeto por sí misma, no estaría haciéndoles a ellos el trabajo sucio.
—La verdad, Connie, es que la que está sometida al patriarcado es usted.
—Tonterías —dijo Walsh—. Y permítame decirle que no conseguirá ocultar los hechos. Él la provocó y luego la golpeó. Es un ex amante resentido, y un hombre violento. El típico macho. Yo voy a hacer mi trabajo, y él deseará no haber nacido.
—¿Piensa seguir adelante con su historia? —preguntó Sanders.
—No —contestó Fernández. Miró a Johnson, Heller y Blackburn, que estaban en el otro extremo del patio. Connie Walsh estaba hablando con Blackburn—. No dejes que esto te distraiga. No tiene importancia. El tema principal es qué van a hacer con Johnson.
Unos momentos después, Heller se acercó a ellos y dijo:
—Hemos estado considerando la situación, Louise.
—¿Y bien?
—Hemos llegado a la conclusión de que de momento no encontramos ningún motivo para seguir con la conciliación. Nos retiramos. He informado a la jueza Murphy de que no vamos a continuar.
—Ya. ¿Y la cinta?
—Ni Ms. Johnson ni Mr. Sanders sabían que su conversación estaba siendo grabada. Según la ley, una de las partes debe tener conocimiento de que su encuentro se está grabando. Por lo tanto la cinta es una prueba inadmisible.
—Pero Ben…
—Consideramos que la cinta debería ser descalificada, tanto en la conciliación como en cualquier otro proceso legal. Consideramos que la descripción de Ms. Johnson de la reunión como un malentendido entre adultos es correcta, y que Mr. Sanders tiene parte de responsabilidad en ese malentendido. Él participó voluntariamente, Louise, eso es evidente. Le quitó las bragas. Nadie le apuntaba con una pistola. Pero ya que ambas partes cometieron un error, lo correcto es que se den la mano, olviden su animosidad y vuelvan al trabajo. Por lo visto Mr. Garvin ya se lo ha propuesto a Mr. Sanders, pero él ha rechazado su propuesta. Consideramos que, dadas las circunstancias, Mr. Sanders no está siendo razonable, y que si no reconsidera la situación de manera oportuna, tendría que ser despedido por su negativa a presentarse al trabajo.
—Hijo de puta —dijo Sanders.
Fernández le cogió el brazo para refrenarlo, y dijo:
—Ben, ¿es esto una oferta formal de reconciliación y de recuperación de su puesto de trabajo?
—Sí, Louise.
—¿Con qué compensaciones?
—Nada de compensaciones. Todo el mundo a trabajar.
—Te lo pregunto —dijo Fernández— porque puedo argumentar que Mr. Sanders sabía que su conversación se estaba grabando, y por lo tanto la cinta es admisible. Tengo el precedente de Waller contra Herbst. También puedo argumentar que la empresa estaba al corriente del largo historial de acoso sexual de Meredith Johnson, con anterioridad a este incidente o a raíz de él. Y puedo acusar a la empresa de no proteger la reputación de Mr. Sanders y de filtrar información a Connie Walsh.
—Espera un momento…
—Argumentaré que la empresa tenía un motivo evidente para pasar información a Connie Walsh: quería librarse de pagar a Mr. Sanders una bien merecida recompensa por más de una década al servicio de la compañía. Y no es la primera vez que Ms. Johnson tiene problemas de este tipo. Acusaré a la empresa de difamación y pediré una indemnización lo suficientemente cuantiosa como para que se entere todo el mundo empresarial americano. Sesenta millones de dólares, Ben. Y tú aceptarás pagarnos cuarenta millones, en cuanto el juez permita al jurado escuchar esa cinta. Porque los dos sabemos que cuando el jurado escuche la cinta, tardarán unos cinco segundos en culpar a Ms. Johnson y a la empresa.
—Creo que se te escapan unas cuantas cosas, Louise —dijo Heller y meneó la cabeza—. No creo que te permitan poner esa cinta ante un tribunal. Además, para eso todavía faltan tres años.
—Sí —repuso Fernández—. Tres años son mucho tiempo.
—Desde luego, Louise. Pueden pasar muchas cosas.
—Sí. Y francamente, esa cinta me preocupa. Con una prueba tan escandalosa pueden pasar cosas muy desagradables. No te puedo garantizar que nadie tenga una copia. Sería terrible que llegara a manos de KQEM y que empezaran a emitirla por la radio.
—Louise, no puedo creer lo que estás diciendo.
—¿Qué estoy diciendo? Me limito a expresar mis más legítimos temores —dijo Fernández—. Lo lógico y correcto es que transmita mis preocupaciones. Enfrentémonos a los hechos, Ben. Este caso se ha filtrado a la prensa. Alguien le ha contado la historia a Connie Walsh. Y ella ha escrito un artículo muy perjudicial para la reputación de Mr. Sanders. Y por lo visto alguien sigue filtrando información, porque ahora Connie planea escribir una especulación infundada sobre la violencia física empleada por mi cliente. Es lamentable que alguien de tu bando haya decidido hablar sobre este caso, pero sabes tan bien como yo lo que pasa cuando la prensa se hace con una historia así. Nunca se sabe de dónde saldrá la próxima información.
Heller estaba nervioso. Miró a los otros, que permanecían junto a la fuente, y dijo:
—No creo que piensen hacer nada, Louise.
—Pues habla con ellos.
Heller fue a reunirse con los suyos.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Sanders.
—Vamos a tu despacho. Esto no acaba aquí.
Blackburn llamó a Garvin desde el teléfono del coche.
—Hemos dado por terminada la conciliación.
—¿Y?
—Estamos presionando a Sanders para que se reincorpore al trabajo. Pero de momento no ha reaccionado. Sigue en sus trece. Ahora nos amenaza con pedir una indemnización de sesenta millones.
—¿Y qué piensa alegar?
—Difamación por negligencia empresarial, jugando con la presunción de que nosotros sabíamos que Johnson había cometido acoso sexual anteriormente.
—Yo no sabía nada —dijo Garvin—. ¿Y tú, Phil?
—No.
—¿Existe alguna prueba documental que lo demuestre?
—No —contestó Blackburn—. Estoy seguro de que no.
—Muy bien. Pues que nos amenace. ¿Cómo has quedado con Sanders?
—Le hemos dado de plazo hasta mañana por la mañana para reincorporarse a su antiguo empleo o marcharse.
—De acuerdo —dijo Garvin—. Y ahora vamos a hablar en serio. ¿Qué hemos averiguado sobre él?
—Estamos investigando aquella acusación —dijo Blackburn—. Todavía es pronto, pero creo que sacaremos algo.
—¿Y mujeres?
—No hemos encontrado nada. Me consta que hace un par de años Sanders se tiraba a una secretaria. Pero no encontramos los datos en el ordenador. Creo que Sanders los ha borrado.
—¿Cómo puede haberlos borrado? Le hemos bloqueado el acceso.
—Debió de hacerlo hace tiempo. Es un tipo prudente.
—Pero ¿por qué demonios iba a hacerlo, hace tiempo, Phil? No tenía motivos para sospechar que esto fuera realmente a ocurrir.
—Lo sé, pero ahora no encontramos los archivos. —Blackburn hizo una pausa y añadió—: Creo que tendríamos que adelantar la rueda de prensa, Bob.
—¿Cuándo sugieres que la celebremos?
—Mañana a última hora.
—Me parece bien. Ya me encargo yo. Incluso podríamos convocarla a mediodía. John Marden llega por la mañana —dijo refiriéndose al director ejecutivo de Conley-White—. Supongo que les parecerá bien.
—Sanders pretende alargar esto hasta el viernes —dijo Blackburn—. Pero lo vamos a desarmar. No puede acceder a los archivos de la empresa. No puede acceder a Conrad ni a ningún otro sitio. Está aislado. Entre hoy y mañana, es imposible que aparezca con algo que pueda perjudicarnos.
—Muy bien —dijo Garvin—. ¿Qué hay de la periodista?
—Creo que desvelará la historia el viernes —dijo Blackburn—. Ya se ha enterado de todo, no sé cómo. Y no creo que pueda esperar más. La historia es buena. Y en cuanto la publique, Sanders está perdido.
—Perfecto —dijo Garvin.
Al salir del ascensor de la quinta planta de las oficinas de DigiCom Meredith Johnson tropezó con Ed Nichols.
—Te hemos echado mucho de menos en las reuniones de esta mañana —dijo Nichols.
—Tenía que atender unos asuntos —explicó ella.
—¿Ocurre algo que yo no sepa?
—No. Sólo tonterías. Unos asuntos técnicos relacionados con la desgravación de impuestos en Irlanda. No es nada nuevo.
—Pareces un poco cansada —dijo Nichols, preocupado—. Estás un poco pálida.
—Me encuentro bien, de verdad. Cuando todo esto haya pasado, me habré quitado un peso de encima.
—Sí, nosotros también —dijo Nichols—. ¿Tienes tiempo de ir a cenar?
—El viernes por la noche, quizá, si todavía estás en la ciudad. —Meredith sonrió—. Pero no te preocupes, Ed. Sólo son cosas de impuestos.
—Muy bien, te creo.
Nichols se despidió de ella con un gesto y echó a andar por el pasillo. Johnson entró en su despacho.
Stephanie Kaplan estaba sentada a la mesa de Meredith, trabajando con su ordenador. Kaplan se disculpó:
—Perdona que utilice tu ordenador. Estaba repasando unas cuentas mientras te esperaba.
Johnson arrojó su bolso encima del sofá y dijo:
—Oye, Stephanie, vamos a ser francos. Yo dirijo este departamento y eso nadie puede cambiarlo. Y creo que ha llegado el momento de que decida quién está a mi lado y quién no. Tendré en cuenta a los que me apoyen, y a los que no también. ¿Me entiendes?
—Sí, Meredith. Claro —dijo Kaplan mientras rodeaba la mesa.
—Lo que no toleraré es que jueguen conmigo.
—No lo esperes de mí, Meredith.
—De acuerdo. Gracias, Stephanie.
—De nada.
Kaplan salió del despacho. Johnson cerró la puerta y se sentó delante de su ordenador.
Por los pasillos de DigiCom, Sanders se sintió como un extraño. La gente que se cruzaba con él apartaba la mirada y no lo saludaba.
—Es como si no existiera —comentó a Fernández.
—No importa —dijo ella.
Pasaron por el centro de la planta, donde los empleados trabajaban en mesas separadas por mamparas. Se oyeron algunos gruñidos. Alguien entonó una cancioncilla irónica.
Sanders se paró y se volvió para ver quién era el que cantaba. Fernández lo cogió por el brazo y dijo:
—No hagas caso.
—Pero por el amor de Dios…
—No empeores las cosas.
Pasaron por delante de la cafetería. Alguien había colgado un retrato de Sanders y lo habían utilizado para jugar a dardos.
—Menudos cabrones.
—No te pares.
Cuando llegaron al pasillo que conducía a su despacho, Sanders vio a Don Cherry, que venía en dirección contraria.
—Hola, Don.
—Esta vez la has cagado, Tom —dijo Cherry sin pararse.
También Don Cherry. Sanders suspiró.
—Ya sabías que iba a pasar algo —dijo la abogada.
—Sí, supongo.
—Lo sabías. Así es como funciona.
Al verlo, Cindy se levantó y dijo:
—Tom, Mary Anne me ha pedido que la llames en cuanto entres en tu despacho.
—Muy bien.
—Y Stephanie me ha dicho que no importa, que ya ha encontrado lo que estaba buscando. Me ha dicho que no hace falta que la llames.
—De acuerdo.
Entraron en el despacho y cerraron la puerta. Luego se sentaron a la mesa, frente a frente. Fernández cogió el teléfono y marcó un número.
—De momento vamos a liquidar un asunto… Con el despacho de Ms. Vries, por favor —dijo la abogada por el auricular—. De parte de Louise Fernández.
Tapó el auricular con la mano:
—Será sólo… Ah, ¿Eleanor? Hola, soy Louise Fernández. Te llamo para hablar de Connie Walsh. Ya… Ya me imaginaba que habrías hablado con ella. Sí, ya sé que es muy insistente. Eleanor, sólo quería confirmarte que tenemos una cinta del incidente, y que prueba la versión de Mr. Sanders. Sí, supongo que podría. Oficiosamente… Sí, si quieres sí. Bueno, el problema con las fuentes de Walsh es que ahora la empresa tiene una gran responsabilidad, y si publicáis una historia falsa, aunque la hayáis obtenido de un informador, creo que os demandarán. Sí, desde luego. Estoy convencida de que Mr. Blackburn no dudará en presentar una acusación. No tendría alternativa. ¿Por qué no…? Ya. Bien, eso podemos arreglarlo, Eleanor. Ya. Y no olvides que Mr. Sanders ya está pensando en una demanda de difamación por lo del artículo de Mr. Porky. Sí, por favor; hazlo. Gracias.
Fernández colgó y dijo:
—Hicimos la carrera juntas. Eleanor es una mujer muy competente y muy conservadora. Ella jamás habría permitido la publicación de esta historia; si no se fiase de las fuentes de Connie, ni siquiera le habría prestado atención.
—¿Y qué significa eso?
—Estoy prácticamente segura de saber quién le ha contado la historia a Connie Walsh —contestó Fernández mientras marcaba otro número.
—¿Quién?
—Ahora lo más importante es Meredith Johnson. Tenemos que descubrir el patrón, para demostrar que no es la primera vez que acosa a un empleado suyo. Hemos de encontrar la manera de entrar en Conrad Computer. —Habló por el auricular—: ¿Harry? Soy Louise. ¿Has hablado con Conrad? Ya. ¿Y? —Una pausa. Frunció el ceño, irritada—: ¿Les has explicado cuáles son sus obligaciones? Mierda. ¿Cuál es nuestro próximo movimiento? Porque no tenemos mucho tiempo, Harry, eso es lo que me preocupa.
Mientras la abogada hablaba con su ayudante, Sanders miró la pantalla de su ordenador. La señal de e-mail parpadeaba. Pulsó la tecla y el siguiente mensaje apareció en la pantalla:
HAY 17 MENSAJES ESPERANDO
Sanders no quería ni pensarlo. Pulsó la tecla READ. Los mensajes fueron apareciendo en orden.
DE: DON CHERRY, EQUIPO DE PROGRAMACIÓN DEL CORRIDOR
A: TODO EL PERSONAL.
HEMOS ENTREGADO LA UNIDAD AIV A CONLEY-WHITE. ACTUALMENTE LA UNIDAD ESTÁ FUNCIONANDO EN LA BASE DE DATOS DE SU EMPRESA, PORQUE HOY NOS HAN DADO LAS CLAVES PARA HACER LA CONEXIÓN. JOHN CONLEY NOS HA PEDIDO QUE LA LLEVÁRAMOS A UNA SUITE DEL HOTEL FOUR SEASONS, PORQUE SU DIRECTOR EJECUTIVO LLEGA EL JUEVES POR LA MAÑANA. OTRO TRIUNFO HECHO REALIDAD GRACIAS A VUESTROS FENOMENALES AMIGOS DEL AIV.
DON EL MAGNÍFICO
Sanders pasó al siguiente:
DE: EQUIPO DE DIAGNÓSTICO
A: DPA.
ANÁLISIS DE LAS UNIDADES TWINKLE. EL PROBLEMA CON EL LOOP DE SINCRONIZACIÓN NO PARECE ORIGINADO EN EL CHIP. HEMOS VERIFICADO MICROFLUCTUACIONES DE CORRIENTE EN LA UNIDAD, CUYAS RESISTENCIAS, POR LO VISTO, SON INADECUADAS, PERO ES UN PROBLEMA MENOR QUE NO EXPLICA NUESTRA INCAPACIDAD DE ALCANZAR LAS PREVISIONES. EL ANÁLISIS PROSIGUE.
A Sanders no le impresionó demasiado aquel mensaje. En realidad no le decía nada; sólo disimulaba una realidad: todavía no sabían en qué consistía el problema. En otras circunstancias habría bajado directamente al equipo de diagnóstico para presionarlos. Pero ahora… Se encogió de hombros y pasó al siguiente mensaje.
DE: CENTRAL DE BÉISBOL.
A: TODOS LOS JUGADORES.
REF: PROGRAMA DEL CAMPEONATO DE VERANO.
EL NUEVO PROGRAMA DE VERANO ESTÁ DISPONIBLE EN EL DOCUMENTO.
BB. 72: ¡NOS VEMOS EN EL CAMPO!
Oyó a Fernández, que hablaba por teléfono: «Harry, a éste tenemos que encontrarlo como sea. ¿A qué hora cierran las oficinas de Sunnyvale?». Pasó al siguiente mensaje:
NO HAY MÁS MENSAJES GENERALES. ¿QUIERE LEER LOS MENSAJES PERSONALES?
Sanders pulsó la tecla correspondiente.
¿POR QUÉ NO RECONOCES DE UNA VEZ QUE ERES GAY?
(ANÓNIMO)
No se molestó en averiguar de dónde procedía. Seguramente habrían trucado la entrada. Podía averiguar el origen verdadero entrando en el programa, pero ahora le habían retirado sus privilegios. Pasó al siguiente:
ES MÁS GUAPA QUE TU SECRETARIA, Y A ELLA NO TE IMPORTÓ TIRÁRTELA.
(ANÓNIMO)
Fue leyendo mensajes:
CHIVATO ASQUEROSO, LÁRGATE DE ESTA EMPRESA.
UN CONSEJERO
EL PEQUEÑO TOMMY TENÍA UN PAJARITO CON EL QUE JUGABA CADA DÍA UN POQUITO PERO SI LAS NIÑAS SE LO QUERÍAN TOCAR ÉL LES DECÍA: DE ESO NI HABLAR
Los versos continuaban, pero Sanders no se molestó en leer el resto. Siguió revisando mensajes:
SI NO ESTUVIERAS TAN OCUPADO FOLLÁNDOTE A TU HIJA PODRÍAS…
Cada vez los pasaba más deprisa.
LOS TIPOS COMO TÚ ME DAN MALA FAMA, IMBÉCIL.
BORIS
ASQUEROSO CERDO MENTIROSO
ME ALEGRO DE QUE ALGUIEN PLANTE CARA A ESAS ZORRAS. ESTOY HARTO DE QUE SIEMPRE ECHEN LA CULPA A LOS DEMÁS. LA TENDENCIA A HACER REPROCHES ES UN RASGO SEXUAL, COMO LAS TETAS. LAS DOS COSAS VAN EN EL CROMOSOMA X. NO TE PARES.
Siguió pasando mensajes, pero ya no los leía. Iba tan deprisa que estuvo a punto de pasar por alto uno de los últimos:
ACABO DE ENTERARME DE QUE JAFAR SE ESTÁ MURIENDO. SIGUE INGRESADO EN EL HOSPITAL Y NO CREEN QUE VIVA HASTA MAÑANA. SUPONGO QUE EN ESTO DE LA BRUJERÍA DEBE DE HABER ALGO DE CIERTO.
ARTHUR KAHN
Sanders se quedó contemplando la pantalla. ¿Muerto por brujería? No se imaginaba qué había podido pasar. Pero aquello parecía imposible. Oyó que Fernández decía: «No me importa, Harry, pero Conrad tiene información sobre el patrón, y hemos de sacársela como sea».
Sanders leyó el último mensaje:
TE EQUIVOCAS DE EMPRESA. BUSCA EN OTRA.
UN AMIGO
Sanders giró el monitor para que Fernández pudiera ver el mensaje.
—Harry, tengo que dejarte. Haz lo que puedas —dijo la abogada. Colgó y miró a Sanders—: ¿Qué significa que nos equivocamos de empresa? ¿Cómo sabe ese «amigo» lo que estamos haciendo? ¿Cuándo ha llegado este mensaje?
Sanders lo consultó:
—A la una y veinte de esta tarde.
Fernández lo anotó en su bloc.
—A esa hora Alan estaba hablando con Conrad. Y Conrad llamó a DigiCom, ¿lo recuerdas? De modo que ese mensaje tiene que proceder de DigiCom.
—Pero si está en Internet.
—No importa de dónde parece proceder; lo manda alguien de la empresa que quiere ayudarte.
Pensó en Max, pero no tenía sentido. No era el estilo de Dorfman. Además, no estaba informado de las actividades diarias de la empresa. No. Era alguien que pretendía ayudar a Sanders pero quería seguir en el anonimato.
—Te equivocas de empresa… —repitió Sanders en voz alta.
¿Y si era alguien de Conley-White? Mierda, pensó. Podía ser cualquiera.
—¿Qué significa que nos equivocamos de empresa? —dijo—. Estamos investigando a todas las empresas donde ha trabajado, y nos está costando mucho…
Se detuvo.
Te equivocas de empresa.
—Seré idiota —dijo Sanders. Empezó a pulsar teclas en el ordenador.
—¿Qué pasa? —preguntó la abogada.
—Me han limitado el acceso, pero esto creo que podré buscarlo —dijo sin dejar de teclear.
—¿Qué es lo que buscas?
—Dices que las personas que cometen acoso sexual siguen un patrón, ¿no?
—Sí.
—Lo hacen una y otra vez, ¿correcto?
—Sí.
—Y nosotros estamos buscando episodios de acoso sexual en las empresas donde había trabajado antes.
—Exacto. Pero no encontramos nada.
—Sí. Pero el caso —dijo Sanders— es que lleva cuatro años trabajando en esta empresa, Louise. Nos equivocamos de empresa. —Seguía mirando la pantalla, donde se leía el siguiente mensaje:
REVISANDO BASE DE DATOS
Luego Sanders giró la pantalla para que Fernández pudiera leerla:
DIGITAL COMMUNICATIONS
OPERACIÓN DE BÚSQUEDA EN BASE DE DATOS
BD 4: Recursos Humanos (Sec. 5/ Registro de empleados)
Criterio de búsqueda:
1. Situación: Despido y/o Traslado y/o Dimisión
2. Supervisor: Johnson, Meredith
3. Otros criterios: sólo varones
Resultado de la operación:
Michael Tate | 05/09/89 | Despido | Drogas | HR RefMed |
Edwin Sheen | 07/05/89 | Dimisión | Otro empleo | D-Silicon |
William Rogin | 11/09/89 | Traslado | Petición propia | Austin |
Frederic Cohen | 04/02/90 | Dimisión | Otro empleo | Squire Sx |
Michael Backes | 08/01/91 | Traslado | Petición propia | Malasia |
Peter Saltz | 10/04/91 | Dimisión | Otro empleo | Seattle |
Robert Ely | 12/01/91 | Traslado | Petición propia | Seattle |
Ross Wald | 02/05/92 | Traslado | Petición propia | Cork |
Richard Jackson | 05/14/92 | Traslado | Petición propia | Seattle |
James French | 09/02/92 | Traslado | Petición propia | Austin |
Fernández repasó la lista.
—Por lo visto, trabajar para Johnson puede ser un poco arriesgado. Es el típico patrón: los empleados sólo duran unos meses, y luego dimiten o solicitan ser trasladados. Siempre voluntariamente. Nadie despedido, porque eso podía traerles problemas. Y ninguna mujer. Típico. ¿Conoces a alguno de los que aparecen en la lista?
—No —contestó Sanders—. Pero tres de ellos están en Seattle.
—Yo sólo veo dos.
—No. Squire Systems está en Bellvue. Así que Frederic Cohen también está en la ciudad.
—¿Puedes conseguir los detalles de las liquidaciones de esos empleados? Eso nos sería útil. Porque si la empresa indemnizó a alguien, entonces tenemos pruebas concluyentes.
—No, no puedo acceder a los datos financieros.
—Inténtalo, de todos modos.
—¿Para qué? El sistema no me aceptará.
—Hazlo.
Sanders frunció el ceño.
—¿Crees que me están controlando?
—Estoy convencida.
—De acuerdo. —Tecleó los parámetros y pulsó la tecla de búsqueda. Obtuvo el siguiente mensaje:
LOS USUARIOS CON NIVEL 0 NO TIENEN ACCESO A LA BASE DE DATOS FINANCIERA
—Justo lo que me imaginaba —dijo encogiéndose de hombros—. Pero por lo menos lo hemos preguntado. Eso los alertará.
Cuando se dirigía a los ascensores, Sanders vio a Meredith, que venía hacia él con tres ejecutivos de Conley-White. Retrocedió rápidamente en dirección a la escalera y empezó a bajar los cuatro tramos que conducían a la planta baja. La escalera estaba vacía.
En el siguiente rellano se abrió una puerta y apareció Stephanie Kaplan. Sanders no quería hablar con ella; al fin y al cabo, Kaplan era la directora financiera y trabajaba estrechamente con Garvin y Blackburn. Pero no pudo escabullirse.
—¿Cómo estás, Stephanie?
—Hola, Tom —dijo ella con frialdad.
Sanders siguió bajando, pero oyó que Kaplan decía:
—Lamento que todo esto sea tan difícil para ti.
Se detuvo. Kaplan estaba un poco más arriba, mirando hacia abajo. Estaban solos.
—Me las apaño —repuso Sanders.
—Ya lo sé, pero de todas formas debe de ser difícil. Están pasando demasiadas cosas, y nadie te explica nada. Debe de ser complicado intentar entenderlo todo.
¿Y nadie te explica nada?
—Sí, tienes razón. Hay cosas que cuesta entender, Stephanie.
—Cuando empecé a trabajar, tenía una amiga que consiguió un buen empleo en una empresa que no suele contratar a mujeres ejecutivas. Su nuevo cargo conllevaba mucho estrés y muchos problemas. Ella estaba orgullosa de cómo se desenvolvía. Pero resultó que sólo la habían contratado porque en su departamento hubo un escándalo financiero y querían hacerle pagar el pato a ella. Su trabajo nunca tuvo que ver con lo que ella imaginaba. Era una cabeza de turco. Al final la despidieron.
Sanders se quedó mirándola. ¿Por qué le contaba aquello?
—Es una historia muy interesante —dijo.
Un poco más arriba, se abrió una puerta y se oyeron pasos que bajaban. Sin decir nada más, Kaplan se volvió y continuó subiendo. Sanders reanudó el descenso.
En la sala de redacción del Post-Intelligencer de Seattle, Connie Walsh apartó la vista de su terminal de ordenador y dijo:
—¿Bromeas?
—No, Connie. —Eleanor Vries estaba de pie junto a su mesa—. No vamos a publicar esa historia.
—Pero si sabes quién es mi informador —objetó Walsh—. Y sabes que Jake escuchó toda la conversación. Tenemos unas notas muy buenas, Eleanor. Muy completas.
—Ya lo sé.
—¿Cómo va a demandarnos la empresa, teniendo en cuenta la fuente? Eleanor, lo tengo todo atado.
—Tienes una historia, nada más. Y el periódico ya ha tenido una publicidad considerable.
—¿Qué publicidad?
—La que le ha dado el artículo de Mr. Porky.
—Por el amor de Dios. Nadie puede alegar que se siente aludido en ese artículo.
Vries le enseñó una fotocopia de la columna. Había marcado varias frases con rotulador amarillo.
—Dices que la compañía X es una empresa de alta tecnología de Seattle que acaba de nombrar a una mujer en un cargo importante. Dices que Mr. Porky es su empleado. Dices que él ha presentado una acusación de acoso sexual. La esposa de Mr. Porky es una abogada con niños pequeños. Dices que la acusación de Mr. Porky no es digna de consideración, que es un borracho y un mujeriego. Creo que Sanders puede alegar que se siente aludido, y presentar una demanda por difamación.
—Pero se trata de una columna. Un artículo de opinión.
—Esta columna presenta hechos. Y los presenta de forma sarcástica y muy exagerada.
—Es un artículo de opinión, y la opinión está protegida por la constitución.
—En este caso, creo que no. No debí haber permitido la publicación de la columna. Pero si continuamos publicando artículos, no podemos alegar ausencia de malicia.
—Lo que ocurre es que no tienes agallas —dijo la periodista.
—Lo que ocurre es que tú te tomas muchas libertades con la vida de los demás —replicó Vries—. No vas a publicar la historia, Connie. Lo voy a poner por escrito con copias para ti, Marge y Tom Donadio.
—Los abogados me importan un comino. En qué mundo vivimos. Alguien tiene que contar esta historia.
—No me cabrees, Connie. He dicho que no se publicará.
Tras estas palabras lapidarias, se marchó.
Walsh hojeó el manuscrito. Llevaba dos días enteros redactándolo, corrigiéndolo, puliéndolo. Había quedado perfecto. Y ahora querían que lo aparcara. No tenía paciencia para pensar en cuestiones legales. Aquello de proteger los derechos no era más que una ficción. Porque en realidad, la mentalidad legal era estrecha y cobarde; era el tipo de mentalidad que mantenía firmemente asentada la estructura de poder. Y al final la estructura de poder utilizaba el miedo. Los hombres utilizaban el miedo para conservar el poder. Y si de algo estaba convencida Connie Walsh, era que ella no tenía miedo.
Al cabo de un rato descolgó el teléfono y marcó un número.
—KSEA-TV, buenas tardes —dijo la recepcionista.
—Con Mr. Henley, por favor.
Jean Henley era una periodista joven de la cadena de televisión independiente más moderna de Seattle. Walsh había pasado muchas veladas con Henley, hablando de los problemas que suponía trabajar en los medios de comunicación, dominados por los varones. Henley sabía cuán valiosas eran las historias espectaculares para la carrera de un periodista.
Aquella historia había que contarla, se dijo Walsh. A cualquier precio.
Robert Ely estaba nervioso.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó a Sanders. Era muy joven; no tenía más de veintiséis años. Delgado, con bigote rubio. Iba en mangas de camisa y llevaba corbata. Trabajaba en el departamento de contabilidad de DigiCom, en el edificio Gower.
—Quiero hablar contigo sobre Meredith —contestó Sanders. Ely era uno de los tres residentes en Seattle de la lista.
—Vaya por Dios —dijo Ely. Miró a su alrededor, ansioso—. No tengo… no tengo nada que decir.
—Lo único que quiero es hablar.
—Aquí no —dijo Ely.
—Vamos a la sala de reuniones —sugirió Sanders.
Se dirigieron a una pequeña sala que había en el extremo del pasillo, pero se estaba celebrando una reunión. Sanders propuso ir a la pequeña cafetería del departamento de contabilidad, situada en un rincón, pero Ely le dijo que no tendrían intimidad. Estaba cada vez más nervioso.
—De verdad, no tengo nada que contarte —repetía una y otra vez—. Nada, de verdad.
Sanders pensó que más le convenía encontrar pronto un sitio tranquilo, antes de que Ely echara a correr y desapareciera. Acabaron en el lavabo de caballeros, impecablemente limpio. Ely se apoyó contra un lavabo e insistió:
—No sé por qué te empeñas en hablar conmigo. No tengo nada que decirte.
—Tú trabajabas con Meredith en Cupertino.
—Sí.
—Y te marchaste hace dos años, ¿no es así?
—Sí.
—¿Por qué te fuiste de allí?
—¿A ti qué te parece? —dijo Ely, furioso. Su voz reverberó en las baldosas—. Pero si ya lo sabes, por el amor de Dios. Lo sabe todo el mundo. Meredith convirtió mi vida en un infierno.
—¿Qué pasó?
—Que qué pasó —dijo Ely, exasperado—. Un día tras otro: «Robert, ¿puedes quedarte un rato esta noche, por favor? Quiero repasar unas cosas contigo». Al cabo de un rato yo intentaba poner excusas. Y ella me decía: «Robert, me parece que no demuestras suficiente dedicación a esta empresa». Y anotaba pequeños comentarios en mi hoja de servicios. Pequeños comentarios negativos, muy sutiles. Nada de que yo pudiera quejarme. Pero allí estaban, amontonándose con el tiempo. «Robert, me parece que necesitas que te ayude. ¿Por qué no vienes a verme después del trabajo?». «Robert, ¿por qué no pasas por mi apartamento y lo hablamos? Creo que te conviene». Yo estaba… no sé, era terrible. Y la persona con quien vivía no… Bueno, estaba metido en un lío.
—¿No informaste a nadie?
Ely se echó a reír:
—¿Bromeas? Pero si Meredith prácticamente es un miembro más de la familia de Garvin.
—Entonces, te limitaste a aguantar…
Ely se encogió de hombros.
—Al final mi compañero cambió de puesto. Lo trasladaron aquí, y yo también pedí el traslado. ¿Qué querías que hiciera?
—¿Estarías dispuesto a declarar contra Meredith ahora?
—No, ni hablar.
—¿Eres consciente de que se comporta así porque nadie se atreve a acusarla?
—Ya tengo bastantes problemas como para hacer una declaración pública contra Meredith. —Ely se dirigió hacia la puerta, se detuvo y se volvió—: Ya lo sabes; no tengo nada que decir. Si alguien me pregunta algo, diré que nuestra relación profesional siempre fue correcta. Y tú y yo no nos hemos visto nunca.
—¿Meredith Johnson? Por supuesto que la recuerdo —dijo Richard Jackson—. Trabajé para ella más de un año. —Sanders estaba en el despacho de Jackson, en el segundo piso del edificio Aldus, en el lado sur de Pioneer Square. Jackson era un hombre atractivo de treinta años, con un porte enérgico y atlético. Era director de marketing de Aldus; su despacho era acogedor, y estaba lleno de cajas para programas gráficos: Intellidraw, Freehand, SuperPaint y Pagemaker—. Una mujer hermosa y encantadora —añadió Jackson—. Muy inteligente.
—¿Puedo preguntarte por qué te marchaste?
—Porque me ofrecieron este empleo. Y no me arrepiento. Estoy muy contento con el trabajo y con la empresa. Ha sido una experiencia fabulosa.
—¿No hubo ningún otro motivo?
Jackson sonrió y dijo:
—¿Te refieres a si Meredith Manmuncher me perseguía? Oye, ¿es católico el Papa? ¿Es rico Bill Gates? Pues claro que me perseguía.
—¿Tuvo eso algo que ver con tu dimisión?
—No, no —dijo Jackson—. Meredith se insinuaba a todo el mundo. En ese sentido, es una infatigable defensora de la igualdad de oportunidades. Perseguía a todo el mundo. Cuando yo llegué a Cupertino, iba detrás de un chaval gay. El pobre tío estaba aterrorizado. Un tipo delgado y nervioso. Ella lo hacía temblar.
—¿Y a ti?
—Yo estaba empezando, y estaba soltero. Ella era guapa. A mí me parecía bien.
—¿Nunca tuviste dificultades?
—Jamás. Meredith era fabulosa. En la cama dejaba mucho que desear, desde luego. Pero no se puede tener todo. Es una mujer muy hermosa e inteligente. Siempre tan bien vestida. Y como yo le gustaba, me llevaba a todas partes. Conocí a mucha gente interesante e hice buenos contactos. Fue en realidad algo estupendo.
—¿Y tú no tenías ningún inconveniente?
—No, ninguno —reconoció Jackson—. A veces era un poco mandona. Yo salía con un par de chicas, pero siempre tenía que estar disponible para ella. Incluso en el momento más inesperado. A veces eso me ponía nervioso. Empiezas a tener la impresión de que tu vida no te pertenece. Y Meredith tiene mal genio.
Pero bueno, qué se le va a hacer. Ahora soy director adjunto, y sólo tengo treinta años. Me va muy bien. Es una buena empresa. La ciudad me gusta. Tengo un gran futuro. Y se lo debo a ella. La adoro.
—Estabas empleado en la empresa mientras tenías esa relación con ella, ¿no es así?
—Sí.
—La política de la empresa exige que los empleados informen a sus superiores si tienen relaciones con otros empleados, ¿no? ¿Informó ella de su relación contigo?
—No, nada de eso —dijo Jackson. Se inclinó hacia delante y añadió—: Vamos a aclarar una cosa. Creo que Meredith es fabulosa. Si tú tienes algún problema con ella, es asunto tuyo. No sé de qué puede tratarse. Tú vivías con ella, así que no puede darte muchas sorpresas. A Meredith le gustan los tíos. Le gusta follárselos. Le gusta decirles lo que tienen que hacer. Ella es así. Y yo no veo nada de malo en ello.
—Supongo que no estarías dispuesto a…
—¿A declarar? Mira, hoy en día la gente está cargada de puñetas. Dicen cosas como: «No puedes salir con tus compañeros de trabajo». Oye, si yo no pudiera salir con mis compañeros de trabajo seguiría siendo virgen. ¿Con quién vas a salir, si no es con tus compañeros de trabajo? Es la única gente que conoces. Y a veces esos compañeros son tus superiores. Perfecto. Las mujeres se tiran a los hombres y se abren camino. Los hombres se tiran a las mujeres y se abren camino. De todos modos, todo el mundo va a follar con todo el mundo, si pueden. Porque quieren. Lo que quiero decir es que las mujeres son igual de salidas que los hombres. Les gusta tanto como a nosotros. Así es la vida. Pero hay gente que se cabrea y presenta una queja. Dicen: «Ah, no, a mí no puedes hacerme eso». Pero créeme, son tonterías. Es como lo de esos seminarios de sensibilización a los que tenemos que asistir. Todos allí sentados con las manos en el regazo, como idiotas, aprendiendo la forma correcta de dirigirte a tus colegas. Pero después todo el mundo sale y folla con quien le apetece, como siempre. Viene una secretaria y te dice: «Oh, Mr. Jackson, ¿va a un gimnasio? Está tan fuerte». Sin parar de pestañear. ¿Qué se supone que tengo que hacer? No se pueden establecer normas sobre esto. Cuando tienes hambre, comes. No importa cuántas reuniones tengas. Es una estupidez, y el que lo acepte es gilipollas.
—Creo que ya has contestado a mi pregunta —dijo Sanders. Se levantó para marcharse. Era evidente que Jackson no pensaba ayudarlo.
—Mira, lamento que tengas problemas. Pero actualmente todo el mundo es demasiado sensible. Los jóvenes de hoy en día creen que deben evitar cualquier experiencia desagradable. No puedes decirles nada que no les guste, ni hacer una broma que pueda sentarles mal. Pero lo cierto es que no puedes esperar que el mundo sea como lo has soñado. Siempre ocurren cosas que te cabrean o que te incomodan. Es la vida. Me paso el día oyendo a mujeres contar chistes sobre hombres. Chistes ofensivos. Chistes verdes. Y no me escandalizo. La vida es fabulosa. Yo no pienso perder el tiempo con estas sandeces.
Sanders salió del edificio Aldus a las cinco en punto. Cansado y desanimado, volvió andando al edificio Hazzard. Las calles estaban mojadas, pero había parado de llover y los rayos del sol intentaban abrirse paso entre las nubes.
Llegó a su despacho cinco minutos después. Cindy no estaba en su mesa, y Louise se había ido. Se sintió solo, abandonado, desesperado. Se sentó y marcó el último número de la lista.
—Squire Electronic Data Systems, buenas tardes.
—Con el despacho de Frederic Cohen, por favor.
—Lo siento. Mr. Cohen se ha marchado ya.
—¿Sabe dónde podría localizarlo?
—Me temo que no. ¿Quiere dejar un mensaje en su contestador?
¿Para qué?, pensó Sanders. Pero de todos modos dijo:
—Sí, por favor.
Oyó un chasquido, y luego el siguiente mensaje: «Este es el contestador de Fred Cohen. Deje su mensaje después de la señal. Si llama fuera de horas de trabajo, puede intentar localizarme llamándome al coche, 502-88-04, o a mi casa, 505-99-43».
Sanders anotó los números. Primero marcó el número del coche. Una voz contestó:
—Ya lo sé, cariño, llego tarde. Perdóname. Estoy de camino. Es que me han entretenido.
—¿Fred Cohen?
—¿Quién es?
—Me llamo Tom Sanders. Trabajo en DigiCom y…
—Sí, sé quién es usted. —La voz sonaba un poco tensa.
—Tengo entendido que usted trabajaba para Meredith Johnson.
—Sí, así es.
—Me gustaría hablar con usted.
—¿Sobre qué?
—Sobre su relación con ella.
Hubo una larga pausa. Finalmente Cohen dijo:
—¿Qué interés tiene en hablar conmigo?
—Bueno, he tenido un problema con Meredith y…
—Sí, estoy enterado.
—Ya. Mire, me gustaría…
—Oiga, Sanders, hace dos años que me marché de DigiCom. Para mí, lo que pasó allí es historia.
—Bueno, en realidad no lo es —dijo Sanders—, porque estoy intentando establecer un patrón de conducta y…
—Ya sé lo que está haciendo. Pero esto es un asunto muy delicado. No quiero verme implicado.
—Sólo quiero hablar con usted unos minutos —insistió Tom.
—Sanders, estoy casado. Mi mujer está embarazada. No tengo nada que decir sobre Meredith Johnson. Nada.
—Pero…
—Lo siento mucho. Tengo que colgar.
Clic.
En ese momento Cindy entró en el despacho. Dejó una taza de café encima de la mesa.
—¿Va todo bien?
—No —contestó Sanders—. Va todo muy mal.
Le costaba reconocer que ya no podía hacer nada. Había hablado con tres hombres, y los tres se habían negado a ayudarle a establecer un patrón de conducta. Dudaba que los otros empleados de la lista reaccionaran de forma diferente. De pronto se acordó de lo que Susan, su mujer, le dijo dos días atrás: No puedes hacer nada. Ahora, después de todos sus esfuerzos, resultaba que era verdad. Estaba acabado.
—¿Dónde está Ms. Fernández?
—Está hablando con Blackburn —contestó Cindy.
—¿Cómo?
Cindy asintió con la cabeza.
—En la sala de reuniones pequeña. Llevan cerca de un cuarto de hora allí.
—Cielos.
Se levantó y salió de su despacho. Cuando llegó al final del pasillo, vio a Louise Fernández sentada con Blackburn en la sala de reuniones. Ella estaba tomando notas en su bloc, muy concentrada. Blackburn se pasaba las manos por las solapas y miraba hacia el techo mientras hablaba. Aparentaba estar dictando.
Al verlo, Blackburn lo saludó con la mano. Sanders entró en la sala de reuniones.
—Hola, Tom —dijo Blackburn sonriendo—. Ahora mismo iba a buscarte. Buenas noticias: creo que hemos conseguido resolver esta situación. Definitivamente.
—Ya —replicó Sanders. No se creía ni una palabra. Miró a Louise.
La abogada lo miró con expresión de sorpresa y dijo:
—Eso parece.
—No sabes cuánto me alegro —dijo Blackburn poniéndose en pie—. Me he pasado toda la tarde convenciendo a Bob. Finalmente ha decidido enfrentarse a la realidad. La realidad es que la empresa tiene un problema, Tom. Y estamos en deuda contigo por habernos abierto los ojos. Esto no puede continuar. Bob sabe que tiene que arreglarlo, y lo hará.
Sanders se quedó mirándolo. No podía creer lo que estaba oyendo. Pero Fernández asentía con la cabeza y sonreía.
Blackburn se arregló la corbata:
—Pero como dijo Frank Lloyd Wright en una ocasión: «Dios está en los detalles». Mira, Tom, tenemos un pequeño problema inmediato, un problema político, relacionado con la fusión. Queremos pedirte tu colaboración en la sesión informativa que celebraremos mañana para Marden, el director ejecutivo de Conley. Pero después… bueno, hemos sido muy injustos contigo, Tom. La compañía ha sido injusta contigo. Y reconocemos que tenemos la obligación de compensarte, sea como sea.
—¿A qué te refieres exactamente? —preguntó Sanders con incredulidad.
—Mira, Tom, ahora eso depende de ti —dijo Blackburn con tono tranquilizador—. He dado a Louise los parámetros de un acuerdo potencial, y todas las opciones que estaríamos dispuestos a aceptar. Discútelo con ella y luego volvemos a hablar. Por supuesto, firmaremos todos los documentos provisionales que creas oportuno. Lo único que te pedimos a cambio es que asistas a la reunión de mañana y nos ayudes a llevar a término la fusión. ¿Te parece justo?
Blackburn tendió la mano y se quedó esperando.
Sanders lo miró fijamente.
—Con el corazón en la mano, Tom: lamento mucho todo lo que ha pasado.
Sanders le dio la mano.
—Gracias, Tom —dijo el abogado—. Gracias por tu paciencia. Te doy las gracias en nombre de la empresa. Ahora, siéntate y habla con Louise, y haznos saber lo que has decidido.
Blackburn se marchó.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó Sanders.
Ella suspiró y dijo:
—Es lo que se llama una capitulación. Capitulación completa y absoluta. DigiCom se ha rendido.
Sanders miró a Blackburn alejarse por el pasillo. Estaba desconcertado. De repente le decían que todo había acabado, cuando la pelea no había hecho más que comenzar.
Mientras observaba a Blackburn, lo asaltó la imagen del lavabo de su antiguo apartamento, manchado de sangre. Ahora recordaba de quién era la sangre. Los hechos empezaban a encajar con la cronología.
Mientras tramitaba su divorcio, Blackburn se alojaba en casa de Sanders. Estaba muy nervioso y bebía mucho. Un día se hizo un corte tan profundo afeitándose que dejó el lavabo manchado de sangre. Cuando Meredith vio la sangre del lavabo y de las toallas, dijo: «¿Alguno de vosotros ha estado follando con una tía que tenía la regla?». Meredith era muy brusca. Le gustaba sobresaltar a la gente.
Un sábado por la tarde, mientras Phil estaba viendo la televisión, Meredith empezó a pasearse por el apartamento con unas medias blancas, liguero y sujetador. Sanders le dijo: «¿Por qué lo haces?». Meredith contestó: «Para animarlo un poco». Se echó en la cama y, abriéndose de piernas, dijo: «¿Por qué no me animas tú a mí un poco?».
—¿Tom? ¿Me estás escuchando? ¿En qué piensas? —dijo Louise.
—Sí, claro que te escucho.
Pero seguía pensando en Blackburn. Ahora recordaba otra escena, ocurrida un año más tarde, poco después de que Sanders empezara a salir con Susan. Una noche, Phil salió a cenar con ellos. Susan fue un momento al lavabo. «Es fabulosa —dijo Blackburn—. Encantadora. Guapa y encantadora». «¿Pero?». «Pero… —Blackburn se encogió de hombros— es abogada». «¿Y qué?». «Nunca confíes en un abogado», dijo Blackburn con una risa lastimosa.
Nunca confíes en un abogado.
De pie en aquella sala de reuniones de DigiCom, Sanders vio cómo Blackburn desaparecía por una esquina. Se volvió hacia Louise.
—… verdaderamente no tenía alternativa —iba diciendo la abogada—. La situación se había vuelto insostenible. Johnson estaba organizando mucho jaleo. Y la cinta es muy peligrosa; no quieren que nadie la oiga, y temen que la prensa se haga con ella. El historial de Johnson supone un problema; no es la primera vez que acosa a un empleado, y ellos lo saben. A pesar de que ninguno de los hombres con quienes hablaste está dispuesto a declarar, uno de ellos podría hacerlo en el futuro, y ellos lo saben. Además, resulta que su consejero legal se dedica a filtrar información de la empresa a una periodista.
—¿Cómo dices? —exclamó Sanders.
—Sí, fue Blackburn el que filtró la historia a Connie Walsh. Eso supone una escandalosa violación de todas las normas de conducta de un empleado. Otro problema grave. Y la suma de todos esos ingredientes es demasiado para ellos. La empresa podría venirse abajo. Se lo han pensado y han decidido que tenían que pactar contigo.
—Entiendo —dijo Sanders—. Pero no tiene ningún sentido.
—No te lo crees, ¿verdad? Pues créetelo. Se les ha ido de las manos.
—¿Y qué trato quieren hacer?
—Están dispuestos a cumplir tus exigencias —dijo Louise consultando sus notas—. Despedirán a Johnson. Si quieres te darán su puesto. O te devolverán al que tienes ahora. O te darán otro puesto en la empresa. Te pagarán cien mil dólares en concepto de daños y perjuicios, y pagarán mis honorarios. O negociarán una liquidación, si es eso lo que quieres. En cualquier caso, te darán todas las acciones que te corresponden si se produce la escisión. Tanto si decides quedarte en la empresa como si decides irte.
—Ostras.
—Una capitulación total.
—¿Estás segura de que Blackburn hablaba en serio?
Nunca confíes en un abogado.
—Sí —contestó Fernández—. Ya era hora de que dijera algo sensato, francamente. Tenían que hacerlo, Tom. Arriesgaban demasiado.
—¿Y lo de la sesión informativa de mañana?
—Están preocupados por la fusión, tal como tú sospechabas cuando empezó todo. No quieren ponerla en peligro haciendo cambios repentinos. Así que quieren asistir a la reunión de mañana con Johnson, como si no pasara nada. Y la semana que viene Johnson se someterá al examen médico rutinario de la empresa. El examen revelará graves problemas de salud, quizá incluso cáncer. Eso, lamentablemente, los obligará a realizar un cambio.
—Entiendo.
Sanders se acercó a la ventana. El cielo se estaba despejando. Respiró hondo.
—¿Y si no participo en la reunión?
—Eso es asunto tuyo, pero yo de ti lo haría —dijo Louise—. Ahora podrías destrozar la empresa. ¿Y qué sacarías con eso?
Sanders empezaba a sentirse mejor.
—Me estás diciendo que todo se ha acabado.
—Sí. Se ha acabado, y has ganado. Lo has conseguido. Enhorabuena, Tom.
Se estrecharon la maño.
—Ostras —dijo Sanders.
La abogada se levantó y agregó:
—Voy a redactar un documento resumiendo mi conversación con Blackburn y especificando esas opciones, y voy a enviárselo para que lo firme inmediatamente. Cuando lo tenga firmado te llamaré. Mientras tanto, te recomiendo que prepares todo lo que necesites para la reunión de mañana, y que descanses un poco. Nos veremos mañana.
—De acuerdo.
Poco a poco se iba convenciendo de que aquello se había terminado. Todavía estaba desconcertado.
—Enhorabuena —dijo Fernández. Cerró su maletín y se marchó.
Volvió a su despacho sobre las seis. Cindy estaba a punto de marcharse; le preguntó si la necesitaba, y él dijo que no. Sanders se sentó a su mesa y se quedó mirando por la ventana, contemplando la puesta de sol y saboreando la conclusión del día. Había dejado la puerta abierta, y vio a la gente que se marchaba a casa. Finalmente llamó a su mujer a Phoenix para contarle las noticias, pero el teléfono comunicaba.
Llamaron a la puerta. Blackburn se asomó discretamente y preguntó:
—¿Tienes un momento?
—Claro, pasa.
—Sólo quería repetirte cuánto lo lamento. A veces, cuando una empresa tiene problemas de este tipo, se pasan por alto los valores humanos, pese a las buenas intenciones. A veces no podemos ser justos con todo el mundo, aunque lo pretendamos. ¿Y qué es una empresa, sino un grupo humano, un grupo de seres humanos? Ante todo somos personas. Como dijo Alexander Pope en una ocasión: «Todos somos humanos». Quiero agradecerte tu amabilidad y decirte…
Sanders no le escuchaba. Estaba cansado; lo único que veía era que Phil reconocía haber metido la pata, y que ahora intentaba enmendar las cosas como hacía siempre: dando coba a la persona a la que había intentado intimidar.
Sanders lo interrumpió:
—¿Qué dice Bob? —Ahora que se había acabado, Sanders albergaba diversos sentimientos hacia Garvin. Recordó sus primeros tiempos en la empresa. Garvin había sido una especie de padre para él. Ahora quería oír lo que tenía que decir. Quería que se disculpara.
—Supongo que Bob se tomará un par de días de descanso —dijo Blackburn—. Le ha costado bastante tomar esta decisión. He tenido que insistirle mucho. Y ahora tiene que encontrar la forma de decírselo a Meredith. Ya te lo imaginas.
—Ya.
—Pero hablará contigo, estoy seguro. Mientras tanto, quisiera comentar algunos aspectos de la reunión de mañana. Como Marden asistirá, la reunión será un poco más formal que de costumbre. Iremos a la sala de reuniones principal de la planta baja. Empezaremos a las nueve y la reunión durará una hora. Meredith la presidirá, y pedirá a todos los jefes de departamento que hagan un resumen de los progresos y los problemas de su departamento. Primero Mary Anne, luego Don, Mark y tú. Tendréis tres o cuatro minutos para hablar. Cuando te llegue el turno de intervención, ponte de pie. Será mejor que lleves traje y corbata. Puedes utilizar soporte visual, pero no entres en detalles técnicos. Limítate a hacer un resumen general. En tu caso, lo que más les interesa es el Twinkle.
—Muy bien —dijo Sanders—. Pero la verdad es que no hay mucho que decir. Todavía no hemos averiguado el origen de los problemas de la unidad.
—No te preocupes. Nadie espera todavía la solución. Limítate a enfatizar el éxito de los prototipos y el hecho de que anteriormente ya hemos superado problemas de producción. Que tu intervención sea rápida y sencilla. Si quieres puedes llevar un prototipo o una maqueta.
—De acuerdo.
—Ya me entiendes: el asombroso futuro digital, los pequeños inconvenientes técnicos no se interpondrán en nuestro camino hacia el progreso.
—¿Y Meredith? ¿Está de acuerdo? —No le hacía ninguna gracia que Meredith presidiese la reunión.
—Meredith espera que vuestras intervenciones sean ágiles y que no entren en detalles técnicos. No habrá ningún problema.
—Perfecto.
—Si quieres comentarme tu intervención, llámame esta noche —dijo Blackburn—. O mañana temprano. Después de la reunión pondremos manos a la obra. La semana que viene empezaremos con los cambios.
Sanders asintió con la cabeza.
—Eres la persona que esta empresa necesita —añadió Blackburn—. Te agradezco mucho tu comprensión. Y te vuelvo a decir que lo lamento mucho, Tom.
Se marchó.
Sanders llamó al equipo de diagnóstico para saber si habían averiguado algo. Pero no contestaron. Fue al armario que había detrás de la mesa de Cindy y cogió los documentos que necesitaba: un dibujo esquemático de la unidad Twinkle y otro de la cadena de montaje de Malasia. Pensaba ponerlos en un caballete para ilustrar su intervención.
Pero entonces pensó que Blackburn tenía razón. La maqueta o el prototipo podían resultar útiles. Podía llevar una de las unidades que Arthur había enviado desde Kuala Lumpur aquella misma semana.
Recordó que tenía que llamar a Arthur. Marcó su número.
—Despacho de Mr. Kahn.
—Tom Sanders.
La secretaria pareció sorprendida.
—Mr. Kahn no se encuentra en el despacho, Mr. Sanders.
—¿A qué hora puedo encontrarlo?
—No vuelve hasta el lunes, Mr. Sanders.
—Entiendo —dijo Sanders, frunciendo el ceño. Era extraño; ahora que no estaba Mohammed Jafar, no era propio de Arthur dejar la planta sin supervisión.
—¿Quiere dejarle algún mensaje? —preguntó la secretaria.
—No, gracias.
Después de colgar, bajó al tercer piso, donde trabajaba el grupo de programación de Cherry. Introdujo la tarjeta en la ranura para abrir la puerta. La tarjeta salió despedida. Sanders había olvidado que le habían retirado sus privilegios. Entonces recordó que tenía otra tarjeta, la que se había encontrado en el suelo. La introdujo en la ranura y la puerta se abrió. Entró.
El departamento estaba vacío, lo que le sorprendió. Los programadores hacían horarios muy flexibles; prácticamente siempre había alguien, incluso a medianoche.
Entró en la sala de diagnóstico, donde estaban siendo examinadas las unidades. Había unos cuantos bancos rodeados de equipos electrónicos y pizarras. Las unidades estaban colocadas sobre los bancos, cubiertas con una tela blanca. Las luces estaban apagadas.
Oyó música procedente de una sala contigua y se dirigió hacia allí. Encontró a un joven programador trabajando en una consola. A su lado tenía una radio a todo volumen.
—¿Dónde están todos? —preguntó Sanders.
El programador levantó la vista y dijo:
—Hoy es el tercer miércoles del mes.
—¿Y?
—Hay reunión del OOPS.
—Ah. —El OOPS era una asociación de programadores de Seattle. La había creado Microsoft hacía unos años y sus reuniones eran mitad profesionales y mitad sociales.
—¿Sabes si el equipo de diagnóstico ha averiguado algo? —preguntó Sanders.
—Lo siento —contestó el joven—. Acabo de llegar.
Sanders volvió a la sala de diagnóstico. Encendió las luces y retiró cuidadosamente la tela blanca que cubría las unidades. Vio que sólo tres de las unidades CD-ROM habían sido desmontadas, dejando el interior expuesto a unas poderosas lentes de aumento y unas sondas electrónicas. Las otras siete unidades estaban amontonadas y todavía conservaban el embalaje de plástico.
Miró las pizarras. En una de ellas había una serie de ecuaciones. En otra, una lista:
A.Contr. Incompat.
VLSI?
pwr?
B. Disfunc. op.? Reg. Voltaje?/ brazo?/ servo?
C. Láser R/O (a, b, c)
D. Mecánico XX
E. Gremlins
Aquello no le decía gran cosa. Volvió a las mesas, y examinó los instrumentos de análisis. Parecían normales, aunque sobre la mesa había una serie de taladros finos y varios micropaquetes forrados de plástico que parecían filtros de cámara fotográfica. También había unas fotografías Polaroid de las unidades en varias etapas de análisis; el equipo había documentado su trabajo. Había tres Polaroids colocadas en fila, como si fueran importantes, pero Sanders no logró dilucidar el motivo. Sólo señalaban los chips en unos tableros verdes de circuitos.
Examinó las unidades, procurando no cambiar nada de sitio. Una de las unidades CD-ROM que había en la mesa todavía no había sido extraída del envoltorio de plástico. La superficie del plástico presentaba varias perforaciones.
Junto a esa unidad había un bloc de notas abierto. Sanders leyó las cifras que vio anotadas:
PPU
7
11 (repetir 11)
5
2
Debajo alguien había escrito: «¡Claro, coño!». Pero Sanders no veía nada claro. Decidió llamar a Don Cherry aquella noche para que se lo explicara. Mientras tanto, cogió una de las unidades del montón, con la intención de utilizarla en la presentación de mañana. Salió de la sala de diagnóstico.
Pensó en la presentación y cayó en la cuenta de que nunca había estado en la sala de reuniones de la planta baja. Era una sala muy amplia con capacidad para treinta personas; sólo se utilizaba para ruedas de prensa y reuniones de marketing, sesiones a las que Sanders nunca asistía.
Bajó a la planta baja para echarle un vistazo. En la mesa de la recepción había un guardia de seguridad negro; estaba viendo un partido de béisbol y saludó a Sanders con un movimiento de la cabeza. Sanders se encaminó a la sala de reuniones con sigilo. El pasillo estaba en penumbra, pero en la sala de reuniones las luces estaban encendidas: las vio antes de llegar.
Al acercarse más, oyó a Meredith Johnson decir: «¿Y luego qué?». Una voz masculina contestó algo que Sanders no entendió.
Sanders se quedó en el pasillo, escuchando. Desde donde estaba no veía el interior de la sala. Hubo un silencio, y luego Meredith dijo:
—Muy bien. ¿Y Mark hablará del diseño?
—Sí, él se encarga de eso —contestó la otra voz.
—Bien —dijo Johnson—. Y qué me dices del…
Sanders no oyó el resto. Avanzó un poco, procurando no hacer ruido, y se asomó a la esquina. Seguía sin ver el interior de la sala, pero en el pasillo, fuera de la sala de reuniones, había una enorme escultura cromada cuya pulida superficie reflejaba la imagen de Meredith paseándose por la habitación. El hombre que estaba con ella era Blackburn.
—¿Y si Sanders no lo menciona?
—Lo hará —dijo Blackburn.
—¿Estás seguro de que no… que…? —No oyó el resto.
—Seguro. No… idea.
Sanders contuvo la respiración. Veía su imagen reflejada, torcida y distorsionada.
—Y cuando él… yo diré que es una… ¿Es eso lo… decir?
—Exacto —contestó Blackburn.
—¿Y si Sanders…?
Blackburn le puso una mano en el hombro y dijo:
—Sí, tienes que…
—… quieres que…
Blackburn contestó algo, pero Sanders sólo oyó las últimas palabras:
—… hacerlo pedazos.
—… podré.
—… Asegúrate de que… Contamos contigo.
Sonó un teléfono. Meredith y Johnson se llevaron la mano a sus respectivos bolsillos. Meredith contestó la llamada y los dos se encaminaron hacia la salida. Iban hacia donde estaba Sanders.
Sanders, asustado, miró alrededor y vio un lavabo de caballeros a su derecha. Consiguió colarse dentro justo cuando Meredith y Blackburn llegaban al pasillo.
—No te preocupes, Meredith. Todo saldrá bien.
—No me preocupo.
—Quedará muy impersonal —dijo Blackburn—. No hay ningún motivo para tener rencores. Al fin y al cabo, los hechos están de tu parte. Ése es un incompetente.
—¿Sigue sin poder acceder a la base de datos? —preguntó Meredith.
—Sí. Le hemos retirado sus privilegios.
—¿Y no puede acceder al programa de Conley-White?
—Es imposible, Meredith.
Las voces se perdieron pasillo abajo. Sanders prestó atención, hasta que oyó una puerta que se cerraba. Salió del lavabo.
Sonó el teléfono que llevaba en el bolsillo. Sanders se sobresaltó.
—Aquí Sanders —dijo.
—Hola —dijo Louise Fernández—. He enviado el borrador de tu contrato al despacho de Blackburn, pero me lo ha vuelto a mandar con un par de añadidos que no me convencen. Creo que será mejor que nos veamos y lo discutamos.
—Dentro de una hora —sugirió Sanders.
—¿Por qué no antes?
—Tengo algo que hacer.
—Hola, Thomas. —Max Dorfman abrió la puerta de su habitación del hotel y regresó rápidamente ante el televisor—. Conque finalmente has decidido venir.
—¿Te has enterado?
—¿Enterarme? ¿De qué? Soy un anciano. Estoy fuera de juego. Ya no intereso a nadie. A nadie; ni siquiera a ti. —Apagó el televisor y sonrió.
—¿Qué has oído? —preguntó Sanders.
—Bah, sólo algunos rumores. Cotilleos. ¿Por qué no me lo cuentas tú?
—Estoy en apuros, Max.
—Claro que estás en apuros —dijo Dorfman con tono despectivo—. Llevas toda la semana en apuros. ¿Te enteras ahora?
—Me están engañando.
—¿Quién?
—Blackburn y Meredith.
—Tonterías.
—Lo digo en serio.
—¿De verdad crees que Blackburn puede engañarte? Philip Blackburn es un idiota rematado. No tiene principios ni cerebro. Hace años le dije a Garvin que lo despidiera. Blackburn no tiene ideas propias.
—Pues Meredith.
—Ah, Meredith. Sí. Es preciosa. Tiene unos pechos maravillosos.
—Por favor, Max.
—A ti también te lo parecía.
—De eso hace mucho tiempo.
—¿Tanto han cambiado las cosas? —preguntó Dorfman con una sonrisa irónica.
—¿Qué quieres decir?
—Estás pálido, Thomas.
—No entiendo nada. Estoy asustado.
—Ah, estás asustado. Un hombre fuerte como tú asustado de esa preciosa mujer con pechos maravillosos.
—Max…
—Claro. Tienes motivos para estar asustado. Te ha hecho muchas cosas terribles. Te ha engañado, te ha manipulado y ha abusado de ti, ¿no?
—Sí —contestó Sanders.
—Meredith y Garvin te han tomado como víctima propiciatoria.
—Sí.
—Entonces, ¿por qué me mencionaste las flores?
Sanders frunció el ceño. No sabía de qué estaba hablando Dorfman. Era tan desconcertante, pero le gustaba…
—La flor —dijo Dorfman irritado, golpeando con los nudillos el brazo de la silla de ruedas—. La flor de vidrio de la puerta de tu apartamento. El otro día estuvimos hablando de ella. No me digas que ya no te acuerdas.
La verdad era que lo había olvidado. Entonces recordó la imagen de la flor de vidrio que había vuelto a su mente hacía unos días.
—Tienes razón. No me acordaba.
—No te acordabas —repitió Dorfman con sarcasmo—. ¿Esperas que me lo crea?
—De verdad, Max…
—Eres desesperante. Parece mentira. No es que no te acordaras, Thomas; lo que pasa es que decidiste no enfrentarte a ella.
—¿Enfrentarme a ella?
Sanders vio la flor de la vidriera, de colores naranja, azul y amarillo intenso. A principios de aquella semana había pensado en ella constantemente, casi obsesionado, y sin embargo estos dos últimos días…
—No soporto esta farsa —dijo Dorfman—. Claro que te acuerdas de todo. Pero estás decidido a no pensar en ello.
Sanders, confundido, meneó la cabeza.
—Thomas. Hace diez años me lo contaste todo —prosiguió Dorfman—. Me lo confiaste entre sollozos. Estabas muy disgustado. En aquella época era lo más importante de tu vida. ¿Y ahora lo has olvidado? —Movió la cabeza—. Me dijiste que te ibas de viaje con Garvin a Japón y Corea. Y cuando volvías, ella te estaba esperando en el apartamento. Con ropa provocativa. O en posturas eróticas. Y me dijiste que a veces, cuando llegabas a casa, veías a Meredith a través de la vidriera de la puerta. ¿No es así, Thomas? ¿O me equivoco?
Se equivocaba.
De pronto lo recordó; era como si la imagen se fuera ampliando y adquiriese nitidez. Lo veía todo otra vez, como si estuviera allí: los escalones que conducían a su apartamento del segundo piso, y los ruidos que oyó mientras subía los escalones a medida tarde; al principio no pudo identificar los ruidos, pero cuando llegó al rellano y miró a través de la vidriera se dio cuenta…
—Regresé un día antes —dijo Sanders.
—Sí, exacto. Te presentaste inesperadamente.
El vidrio de color amarillo, naranja y azul. Y a través del vidrio, su espalda desnuda, subiendo y bajando. Estaba en el sofá del salón, moviéndose arriba y abajo.
—¿Y qué hiciste? —preguntó Dorfman—. ¿Qué hiciste al verla?
—Pulsé el timbre.
—Exacto. Muy civilizado de tu parte. Muy elegante. Tocaste el timbre.
Vio cómo Meredith se daba la vuelta y miraba hacia la puerta. El cabello, desordenado, le ocultaba la cara. Se apartó el cabello de los ojos. Al ver a Sanders, su expresión cambió. Abrió los ojos de par en par.
—¿Y qué pasó después? ¿Qué hiciste? —lo aguijoneó Dorfman.
—Me marché. Volví al… Me fui al garaje y me metí en el coche. Estuve un par de horas conduciendo. Quizás más. Cuando volví ya había oscurecido.
—Estabas disgustado, claro.
Volvió a subir por la escalera y volvió a mirar a través de la vidriera. El salón estaba vacío. Abrió la puerta y entró en el apartamento. Había un cuenco de palomitas sobre el sofá. Los cojines estaban arrugados. El televisor estaba encendido, sin volumen. Apartó la vista del sofá y entró en el dormitorio, llamando a Meredith. La encontró haciendo las maletas. «¿Qué haces?», preguntó. «Me marcho —dijo ella. Lo miró. Tenía el cuerpo en tensión—. ¿No es eso lo que quieres que haga?». «No lo sé», contestó él. Entonces Meredith se echó a llorar desconsoladamente. Tuvo que coger un pañuelo de papel y sonarse la nariz, como una niña pequeña. Y al verla así, él abrió los brazos. Ella lo abrazó y le dijo que lo sentía. Lo repitió una y otra vez, hecha un mar de lágrimas. Y entonces, sin saber cómo…
Dorfman soltó una risotada:
—Encima de la maleta, ¿no? Allí mismo, encima de la ropa que ella estaba metiendo en la maleta, consumasteis vuestra reconciliación.
—Sí —reconoció Sanders.
—Ella te excitó. Volviste a desearla. Te retó. Tú querías poseerla.
—Sí…
—El amor es maravilloso —dijo Dorfman con un suspiro—. Tan puro e inocente. Hiciste las paces, ¿no?
—Sí. Pero sólo duró una temporada.
Fue muy extraño. Al principio él estaba muy enfadado con ella, pero la perdonó y pensó que podrían continuar. Hablaron de sus sentimientos, se expresaron su amor, y él hizo todo lo que pudo para continuar. Pero al final ninguno de los dos pudo aguantarlo: aquel incidente había hecho una mella fatal en su relación, había destrozado algo fundamental. No importaba cuántas veces se repitieran que lo conseguirían. Ahora todo había cambiado. Sus corazones se habían enfriado. Se peleaban más a menudo; eso era lo único que los unía ahora. Pero no duró mucho.
—Y cuando se acabó —dijo Dorfman— viniste a hablar conmigo.
—Sí.
—¿Y de qué querías hablarme? ¿O también te has «olvidado» de eso?
—No. Lo recuerdo. Quería que me dieras tu consejo.
Acudió a Dorfman porque se estaba planteando la posibilidad de irse de Cupertino. Había roto con Meredith, estaba aturdido y quería irse a otro sitio y empezar de nuevo. Se planteó trasladarse a Seattle para dirigir al Departamento de Productos Avanzados. Garvin le había ofrecido aquel puesto en una ocasión, de pasada. Quería que Dorfman le aconsejara.
—Estabas muy deprimido —dijo Dorfman—. Fue un importante fracaso sentimental.
—Sí.
—De modo que podríamos decir que Meredith Johnson es la causa de que estés en Seattle. Cambiaste tu carrera y tu vida a causa de ella. Aquí empezaste una nueva vida. Y mucha gente conocía tu pasado. Garvin. Blackburn. Por eso se preocupó de preguntarte si podrías trabajar con ella. Todo el mundo estaba preocupado por lo que podía pasar. Pero tú los tranquilizaste, ¿no, Thomas?
—Sí.
—Pero tus palabras tranquilizadoras no han servido de nada.
Sanders vaciló.
—No lo sé, Max.
—Vamos, Thomas. Lo sabes perfectamente. Tiene que haber sido una pesadilla. Enterarte de que aquella mujer de la que un día huiste iba a venir a Seattle, te iba a perseguir hasta aquí, y que sería tu superiora. Que te iba a quitar el puesto al que aspirabas, el puesto que creías merecer.
—No lo sé…
—¿Que no lo sabes? Yo de ti estaría furioso. Querría librarme de ella. Te hizo mucho daño en una ocasión, y no creo que quisieras que volviera a herirte. Pero ¿qué alternativa tenías? Ella había conseguido el puesto y era la protegida de Garvin. Garvin no estaba dispuesto a escuchar ni una sola palabra contra ella. ¿Cierto?
—Cierto.
—Y Garvin y tú os habíais distanciado bastante, porque en realidad él no quería que aceptaras el puesto de Seattle. Te lo había ofrecido suponiendo que lo rechazarías. A Garvin le gusta tener protegidos. Le gusta tener admiradores rendidos a sus pies. No le gusta que sus admiradores hagan las maletas y se vayan a otra ciudad. Garvin estaba molesto contigo. Las cosas nunca volvieron a ser lo mismo. Y de pronto aparece esa mujer de tu pasado, una mujer que cuenta con el apoyo de Garvin. ¿Qué alternativa tenías? ¿Qué podías hacer con tu cólera?
Sanders recordó los sucesos de aquel primer día: los rumores, la notificación de Blackburn, la primera conversación con Meredith… No recordaba haber sentido cólera. Había tenido sentimientos muy complicados aquel día, pero no cólera. De eso estaba seguro…
—Thomas, Thomas. Deja ya de soñar. No tienes tiempo.
Sanders se sentía incapaz de pensar con claridad.
—Thomas —añadió Dorfman—, tú lo has organizado todo. Tanto si lo admites como si no, tanto si eres consciente de ello como si no. En cierto modo, lo que ha pasado es exactamente lo que tú pretendías, y te aseguraste de que ocurriera.
Sanders pensó en Susan. ¿Qué le había dicho en el restaurante?
¿Por qué no me lo contaste? Habría podido ayudarte.
Y tenía razón, por supuesto. Era abogada; si se lo hubiera contado todo inmediatamente, ella le habría aconsejado. Le habría dicho lo que tenía que hacer. Le habría sacado de aquel lío. Pero no se lo había contado.
Ahora no podemos hacer gran cosa.
—Tú estabas buscando este enfrentamiento, Thomas.
Y Garvin: Era tu novia y no te gustó que te abandonara. Y ahora quieres vengarte de ella.
—Llevas toda la semana preparando este enfrentamiento.
—Max…
—Así que no me digas que eres la víctima. Tú no eres ninguna víctima. Te crees víctima porque no quieres asumir las responsabilidades de tu vida. Porque eres sentimental, perezoso e inocente. Crees que los demás tienen que cuidar de ti.
—Max, por favor.
—Niegas tu participación en esto. Finges olvidar. Finges no entender. Y ahora finges estar desconcertado.
—Max…
—No sé por qué te hago caso. ¿Cuántas horas faltan para la reunión? ¿Doce? ¿Diez? Y te dedicas a perder el tiempo hablando con un viejo loco. —Hizo girar la silla—. Yo, en tu lugar, me pondría a trabajar.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, ya sabemos cuáles son tus intenciones, Thomas.
Pero ¿cuáles son las suyas? Ella también está intentando resolver un problema. Tiene una intención. Dime, ¿qué problema tiene que resolver?
—No lo sé —contestó Sanders.
—Ya lo veo. ¿Y cómo puedes averiguarlo?
Sanders fue andando hasta Il Terrazzo. Louise Fernández lo esperaba fuera. Entraron juntos.
—Oh, no —dijo Sanders al entrar en el restaurante.
—Era de esperar —dijo ella.
Meredith Johnson estaba cenando con Bob Garvin en una mesa del fondo. Dos mesas más allá, estaban Phil Blackburn y su esposa, una mujer delgada y con gafas, con aire de contable. Cerca de ellos, Stephanie Kaplan cenaba con un joven de unos veinte años; debía de ser su hijo, pensó Sanders. Y a la derecha, junto a la ventana, los ejecutivos de Conley-White en plena cena de trabajo, con los maletines abiertos en el suelo y papeles esparcidos encima de la mesa. Ed Nichols estaba entre John Conley y Jim Daly. Daly tenía una grabadora en la mano y estaba dictando algo.
—¿Por qué no vamos a otro sitio? —sugirió Sanders.
—No. Ya nos han visto. Podemos sentarnos en aquel rincón.
Carmine se acercó.
—Buenas noches, Mr. Sanders —dijo con una inclinación de la cabeza.
—Nos gustaría sentarnos en un rincón, Carmine.
—Muy bien, Mr. Sanders.
Se sentaron y pidieron la carta. Louise observaba a Meredith y a Garvin:
—Podría ser su hija —comentó.
—Todo el mundo lo dice.
—Es bastante curioso.
El camarero les llevó la carta. A Sanders no le apetecía nada, pero de todos modos pidieron la cena. Ella seguía mirando a Garvin.
—Es un luchador, ¿verdad?
—¿Bob? Sí, tiene fama de duro.
—Ella sabe cómo tratarlo. —Louise extrajo unos papeles de su maletín y añadió—: Este es el documento que me ha enviado Blackburn. Todo está en orden, salvo dos cláusulas. Primero, reivindican el derecho a despedirte si se demuestra que has cometido alguna falta.
—Entiendo. —Sanders se preguntó qué podía significar aquello.
—Y en esta otra cláusula reivindican el derecho a despedirte si tu trabajo resulta «insatisfactorio según los estándares habituales de la industria». ¿Qué significa eso?
Sanders meneó la cabeza.
—Deben de estar preparando algo. —Le contó la conversación que había oído en la sala de reuniones.
Louise no se sorprendió, como de costumbre.
—Es posible —dijo.
—¿Posible? Estoy seguro de que lo van a hacer.
—Legalmente, quiero decir. Es posible que intenten algo así. Y funcionaría.
—¿Por qué?
—Una acusación de acoso sexual pone sobre el tapete toda la actuación de un empleado. Si se descubre negligencia, aunque sea muy antigua o insignificante, puede ser utilizada para desestimar la acusación. Tuve un cliente que trabajó diez años en una empresa. Pero la compañía consiguió demostrar que el empleado había mentido en el impreso de solicitud del empleo, y el caso fue desestimado. El empleado fue despedido.
—O sea, van a investigar mi historial.
—Sí, es posible.
Sanders frunció el ceño. ¿Qué podían haber encontrado?
Ella también está intentando resolver un problema. Dime, ¿cuál es el problema que tiene que resolver?
Louise extrajo el magnetófono que llevaba en el bolsillo.
—Hay un par de cosas que me gustaría repasar —dijo—. Hay algo al principio de la cinta…
—Muy bien.
—Quiero que lo escuches.
Le entregó el magnetófono. Sanders se lo llevó al oído.
Oyó su propia voz: «… ya lo arreglaremos. Le he transmitido tus opiniones, y ahora Meredith está hablando con Bob de modo que supongo que acudiremos a la reunión con esa postura… En fin, Mark, si hay algún cambio te llamaré antes de la reunión de mañana y…».
«Deja ese teléfono», dijo la voz de Meredith, y luego se oyeron unos crujidos y una especie de siseo; después se oyó cómo el teléfono caía sobre la mesa. Ruido de interferencias.
Más crujidos. Luego, silencio.
Un gruñido. Crujidos.
Mientras escuchaba, intentó imaginar lo que ocurría en la habitación. Se habían trasladado al sofá, porque ahora las voces no se oían tan bien. Oyó su voz: «Espera un momento…». «Oh, Tom, llevo todo el día deseándote».
Más crujidos. Una respiración profunda. No era fácil imaginarse lo que estaba pasando. Un gemido de Meredith. Más crujidos.
«Me gustas, Tom. Oh, sabes tan bien. No soporto que ese cerdo me toque. Esas ridículas gafas. ¡Oh! Estoy tan caliente. Hace años que no pego un polvo como Dios manda…».
Más crujidos. Interferencias. Crujidos. Más crujidos. Mientras escuchaba, Sanders contemplaba el carrete de la cinta. Pese a haber estado allí, no conseguía formarse imágenes de lo que estaba ocurriendo. Aquella cinta no podía resultar persuasiva para nadie más. En realidad sólo se oían ruidos difíciles de identificar. Con largos períodos de silencio.
«Espera, Meredith…». «No, por favor, no digas nada». Oyó sus gemidos y su respiración entrecortada.
Luego, otro silencio.
—Ya está —dijo Louise.
Sanders dejó el magnetófono sobre la mesa y lo apagó. Meneó la cabeza y dijo:
—Esto no demuestra nada de lo que en realidad estaba pasando.
—Demuestra lo suficiente —dijo ella—. Y ahora no empieces a preocuparte por las pruebas. De eso me encargo yo. Sólo quería que escucharas las primeras frases de Meredith. —Consultó su bloc de notas—. Cuando dice «Llevo todo el día deseándote». Y luego «Oh, sabes tan bien. No soporto que ese cerdo me toque. Esas ridículas gafas. Oh, estoy tan caliente, hace años que no pego un polvo como Dios manda…». ¿Lo has oído?
—Sí.
—¿De quién habla?
—¿Que de quién habla?
—Sí. ¿Quién es el cerdo que la toca?
—Supongo que será su marido. Antes de que llamara a Lewyn habíamos hablado de él, y por eso no aparece en la cinta.
—¿Qué dijo de él?
—Meredith se quejó de que tenía que pagarle pensión a su marido, y luego dijo que era muy malo en la cama. Dijo: «No soporto a los hombres que no saben tratar a las mujeres».
—¿Y crees que cuando dice «No soporto que ese cerdo me toque» se refiere a su marido?
—Sí.
—Yo no —dijo la abogada—. Se divorciaron hace meses. Fue un divorcio bastante movido. El marido la odia. Tiene una novia, y se la ha llevado a México. No creo que se refiera al marido. ¿Quién pude ser?
—No lo sé —dijo Sanders—. Supongo que podría ser cualquiera.
—Cualquiera no. Escucha otra vez. Fíjate en el tono de voz con que lo dice.
Sanders rebobinó la cinta y se llevó el magnetófono al oído. Al cabo de un rato lo dejó y dijo:
—Lo dice con mucho énfasis.
—Con resentimiento, diría yo. En medio del episodio contigo, se pone a hablar de otro hombre. «Ese cerdo». Es como si quisiera vengarse de alguien. En ese momento estaba ajustándole las cuentas.
—No sé —dijo Sanders—. Meredith habla mucho. Recuerdo que siempre hablaba de gente. De antiguos novios. No es demasiado romántica.
Un día, recordó Sanders, estaban en la cama en su apartamento de Sunnyvale. Era domingo por la tarde. Estaban muy tranquilos y relajados; en la calle había unos niños que reían. Sanders tenía la mano posada en el muslo de ella. De pronto ella dijo: «Una vez conocí a un noruego que tenía la polla torcida. Como un sable, ¿sabes? Torcida hacia un lado, y…». «Meredith, por favor…». «¿Qué pasa? Es verdad. Lo digo en serio». «Ahora no, por favor». Cuando pasaba algo así, ella suspiraba, como si se viera obligada a reprimir su excesiva sensibilidad. «¿Por qué a los hombres os gusta pensar que sois los únicos?». «No lo pensamos. Sabemos muy bien que no somos los únicos. Pero ahora no, ¿vale?». Ella volvía a suspirar.
—Aunque tenga por costumbre hablar mientras tiene relaciones sexuales; aunque sea indiscreta y despegada, ¿de quién estaba hablando? —dijo la abogada.
—No lo sé, Louise.
—Y dijo que no soporta que la toque… Como si no pudiera evitarlo. Y menciona sus ridículas gafas. —Miró a Meredith, que comía en silencio, en compañía de Garvin—. ¿Será Garvin?
—No lo creo.
—¿Por qué no?
—Todo el mundo dice que no. Todo el mundo dice que Bob no se la folla.
—Podrían estar equivocados.
—Eso sería incesto —comentó Sanders.
—Sí, tienes razón.
Les llevaron la cena. Tom revolvió su plato de espaguetis puttanesca y se comió las aceitunas. No tenía hambre. Louise comía de buena gana. Habían pedido lo mismo.
Sanders miró a los de Conley-White. Nichols sostenía en alto una hoja de plástico con diapositivas. ¿De qué serían?, se preguntó Tom. Tenía puestas sus gafas y examinaba las diapositivas con mucha atención. A su lado, Conley consultó su reloj e hizo algún comentario sobre la hora. Los otros asintieron. Conley miró a Johnson, y luego volvió a concentrarse en sus papeles.
Daly dijo algo:
—… tienes esa cifra?
—Está aquí —dijo Conley señalando la hoja.
—Están buenísimos —dijo Fernández—. No dejes que se enfríen.
—Sí. —Sanders comió un poco. No sabía a nada. Dejó el tenedor.
Fernández se limpió la barbilla con la servilleta.
—En realidad —dijo— nunca me has dicho por qué paraste, en el último momento.
—Mi amigo Max Dorfman dice que yo lo organicé todo.
—Ya.
—¿También tú lo crees?
—No lo sé. Sólo te preguntaba lo que sentías en aquel momento, cuando decidiste retirarte.
—No quise hacerlo —dijo Sanders encogiéndose de hombros.
—Entiendo. En el último momento no te apeteció, ¿no?
—Sí, exacto. —Hizo una pausa y añadió—: ¿De verdad quieres saber lo que me pasó? Meredith tosió.
—¿Que tosió?
Sanders se imaginó a sí mismo en el despacho de Meredith, con los pantalones por las rodillas. Recordó haber pensado: «¿Qué demonios estoy haciendo?». Meredith lo tenía cogido por los hombros, y tiraba de él. «Por favor, no, no…». Entonces Meredith volvió la cabeza a un lado y tosió. Esa tos fue la que lo detuvo. Se incorporó y dijo: «Tienes razón». Y se levantó del sofá.
—La verdad —dijo Fernández—, no lo entiendo. ¿Una simple tos?
—Sí. —Sanders apartó el plato—. En un momento así no puedes toser.
—¿Por qué? ¿Hay una regla de etiqueta que lo impida? «En los abrazos apasionados no se debe toser».
—No, no se trata de eso. Es lo que significa.
—Lo siento, no te sigo. ¿Qué significa una tos?
Sanders vaciló un poco.
—Mira, las mujeres piensan que los hombres no nos enteramos de nada. Piensan que los hombres nunca aciertan a tocar lo que hay que tocar, que nunca encuentran lo que buscan, y esas cosas. En lo referente al sexo, nos toman por imbéciles.
—No, yo no tomo a nadie por imbécil. ¿Qué significa una tos?
—Una tos significa que no te has entregado.
Fernández levantó las cejas.
—Eso me parece un poco exagerado.
—Es un hecho.
—Lo dudo. Mi marido tiene bronquitis. Tose continuamente.
—Pero seguro que en el último momento no.
Louise se quedó pensativa, con el tenedor en el aire.
—Desde luego, pero justo después se pone a toser. Le da un acceso. Lo sé porque siempre nos reímos de eso.
—Después, de acuerdo. Es diferente. Pero te aseguro que justo antes, en el momento culminante, nadie tose.
Volvió a recordar imágenes. Mejillas encendidas. Manchas rojizas en el cuello, o en el escote. Pezones blandos. Antes estaban duros, pero se ablandan. Ojeras oscurecidas, a veces violáceas. Labios hinchados. Cambios en el ritmo de la respiración. Un súbito calor. Movimientos rítmicos de las caderas. La frente fruncida. Muecas. Mordiscos. Había muchas versiones, pero…
—Nadie tose —repitió.
De pronto sintió cierto bochorno, se acercó de nuevo al plato y comió un poco. No quería decir nada más, porque tenía la impresión de que se había pasado de la raya, de que estaba hablando de una especie de conciencia que todo el mundo fingía que no existe.
Louise Fernández lo miraba con curiosidad.
—¿Eso lo has leído en algún sitio?
Él tenía la boca llena; negó con la cabeza.
—¿Los hombres hablan de estas cosas?
Volvió a negar con la cabeza.
—Las mujeres sí.
—Ya lo sé. Pero el caso es que ella tosió, y que por eso paré. Ella no estaba entregada, y yo estaba… no sé, supongo que ofendido. Estaba allí tumbada, gimoteando, pero era puro teatro. Y me sentí…
—¿Utilizado?
—Algo así. Manipulado. A veces pienso que si ella no hubiera tosido en aquel preciso instante…
—Mira, podríamos preguntárselo —dijo ella señalando con la cabeza en dirección a la mesa de Meredith.
Sanders levantó la vista y vio que Meredith se dirigía hacia su mesa.
—Mierda —dijo.
—Tranquilo. No pasa nada —repuso la abogada.
Meredith se acercó con una amplia sonrisa:
—Hola, Louise. Hola, Tom. —Sanders iba a levantarse, pero ella se lo impidió—: No te levantes, por favor. —Le puso una mano en el hombro y le dio un pequeño apretón—. Sólo he venido a saludaros —dijo con una sonrisa radiante.
Estaba interpretando a la perfección el papel de la jefa que se acerca a saludar a un par de colegas suyos. Sanders vio que Garvin estaba pagando la cuenta, se preguntó si también vendría a saludarlo.
—Sólo quería deciros que no guardo ningún rencor —dijo Meredith—. Cada uno tiene un trabajo que realizar. Lo comprendo. Y creo que todo esto nos ha ayudado a limpiar el ambiente. Sólo espero que a partir de ahora podamos trabajar juntos.
Meredith se había colocado detrás de la silla de Sanders; él tenía que torcer la cabeza y alargar el cuello para mirarla.
—¿Por qué no te sientas? —dijo Louise Fernández.
—Bueno, pero sólo un momento.
Sanders se levantó para ir a buscar una silla. Pensó en cómo interpretarían los de Conley aquella escena. La jefa que no quiere interrumpir, y que espera a que sus colegas la inviten a sentarse con ellos. Mientras traía la silla para Meredith, aprovechó para echar un vistazo y vio que Nichols los estaba mirando por encima de sus gafas. También el joven Conley los miraba.
Meredith se sentó. Sanders, caballeroso, le acercó la silla.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó Fernández con amabilidad.
—No, gracias.
—¿Un café?
—No, gracias. Acabo de tomarme uno.
Sanders se sentó. Meredith se inclinó hacia adelante y dijo:
—Bob me ha contado sus planes de independizar este departamento. Es muy emocionante.
Sanders la miró con asombro.
—Bob tiene una lista de nombres para la nueva empresa. A ver qué os parecen: SpeedCore, SpeedStar, PrimeCore, Talisan y Tensor. Creo que SpeedCore es una marca de accesorios para coches de carreras. SpeedStar no está mal. PrimeCore me suena a compañía de seguros. ¿Qué me decís de Talisan o Tensor?
—Tensor es la marca de una lámpara —dijo Fernández.
—Es verdad. Pero Talisan está bastante bien, ¿no?
—La empresa que ha creado Apple-IBM se llama Taligent —dijo Sanders.
—Tienes razón. Demasiado parecido. ¿Y MicroDyne? No está nada mal. O GA: Grafismos Avanzados. ¿Os gustan?
—MicroDyne suena bien.
—Sí, eso creo. Y había otro… AnoDyne.
—Eso es un analgésico —dijo Fernández.
—¿Cómo?
—El AnoDyne es un analgésico. Un narcótico.
—Ah, pues fuera. El último: SynStar.
—Me suena a marca farmacéutica.
—Sí, es verdad. Pero tenemos todo un año para encontrar otro mejor. Y MicroDyne no me parece mal, para empezar. Es una combinación de micro y dínamo. Buenas imágenes, ¿no os parece?
Retiró la silla sin darles tiempo a contestar.
—Tengo que irme —dijo—. Sólo quería conocer vuestras opiniones. Buenas noches, Louise. Hasta mañana, Tom.
Se estrecharon la mano y luego Meredith volvió con Garvin. Juntos, fueron a la mesa de los de Conley.
Sanders se quedó mirándolos.
—«Buenas imágenes», por Dios. Habla de nombres para una empresa y ni siquiera sabe a qué se dedica la empresa.
—Ha sido una actuación muy convincente.
—Desde luego —reconoció Sanders—. Es una excelente actriz. Pero no tenía nada que ver con nosotros. Se lo estaba dedicando a ellos. —Señaló con la cabeza a los ejecutivos de Conley-White, que estaban sentados en el otro extremo del restaurante. Garvin los estaba saludando mientras Meredith hablaba con Jim Daly. Daly hizo una broma, y Meredith rio echando la cabeza hacia atrás y mostrando su largo cuello.
—Ha venido a hablar con nosotros para que mañana, cuando me despidan, nadie sospeche que ella lo tenía planeado.
Fernández estaba pagando la cuenta.
—¿Nos vamos? —dijo—. Todavía tengo unas cuantas cosas que hacer.
—¿Ah, sí? ¿Por ejemplo?
—Es posible que Alan haya encontrado algo.
Meredith estaba de pie, detrás de John Conley, con las manos apoyadas en sus hombros, mientras hablaba con Daly y Ed Nichols. Éste dijo algo, mirando por encima de las gafas, y Meredith se rio; luego se inclinó para mirar por encima del hombro de Nichols la hoja que él sostenía en la mano. Sus cabezas estaban muy juntas. Ella le hablaba y señalaba las cifras de la hoja.
Te equivocas de empresa.
Sanders miraba fijamente a Meredith, que sonreía y bromeaba con los tres ejecutivos de Conley-White. ¿Qué le había dicho Phil Blackburn?
El caso, Tom, es que Meredith Johnson tiene muy buenos contactos en esta empresa. Ha impresionado a mucha gente importante.
Como Garvin.
No sólo Garvin. Meredith ha construido una base de poder en varias secciones.
¿Conley-White?
Sí, también ahí.
Fernández se puso en pie. Sanders la imitó y dijo:
—¿Sabes una cosa, Louise?
—¿Qué?
—Nos estábamos equivocando de empresa.
La abogada frunció el ceño y miró a los de Conley-White. Meredith hablaba con Ed Nichols y señalaba con una mano, mientras con la otra se apoyaba en la mesa para no perder el equilibrio. Estaba muy cerca de Ed Nichols, lo tocaba. Y él examinaba los papeles mirando por encima de la montura de las gafas.
—Esas ridículas gafas… —dijo Sanders.
No era de extrañar que Meredith no lo acusara de acoso sexual. Eso habría sido demasiado embarazoso para su relación con Ed Nichols. Y no era de extrañar que Garvin no la despidiera. Todo encajaba. A Nichols la fusión le producía mucha inquietud: su relación con Meredith debía de ser lo único que lo hacía seguir adelante.
—¿Nichols? —dijo Fernández.
—Sí. ¿Por qué no?
—Aunque sea cierto, no nos sirve de nada. Podrían argumentar muchas cosas. Ésta no sería la primera fusión que se hace en la cama. En serio: olvídalo.
—¿Me estás diciendo que no hay nada incorrecto en que tenga una aventura con uno de los ejecutivos de Conley-White, y que sea ascendida como resultado de esa relación?
—Exacto. Nada en absoluto. Por lo menos legalmente. Así que olvídalo.
—Estoy cansado —dijo Sanders.
—Me lo imagino. Como todos.
La reunión de Conley-White estaba concluyendo. Empezaron a guardar los papeles en sus maletines. Meredith y Garvin charlaban con ellos; todos se levantaron. Garvin se despidió de Carmine, que los acompañó hasta la puerta del restaurante.
De pronto se encendieron unos potentes focos en la calle. El grupo se apiñó, deslumbrado.
—¿Qué pasa? —preguntó Fernández.
Sanders se volvió, pero el grupo ya había retrocedido, y había cerrado la puerta. Hubo unos instantes de caos. Garvin exclamó «Maldita sea» y buscó a Phil Blackburn.
Blackburn se levantó, aturdido, y fue corriendo hacia Garvin. Garvin daba saltitos, cambiando el peso de una pierna a la otra. Intentaba tranquilizar a los de Conley-White y echar la bronca a Blackburn al mismo tiempo.
Sanders se acercó a Garvin:
—¿Qué ha pasado?
—La maldita prensa —dijo Garvin—. Los de KSEA-TV están ahí fuera.
—Esto es un atropello —dijo Meredith.
—Están haciendo preguntas sobre no sé qué demanda de acoso —dijo Garvin, mirando amenazadoramente a Sanders.
—Voy a hablar con ellos —dijo Blackburn—. Esto es sencillamente ridículo.
—¿Ridículo? Es un atropello —dijo Garvin, indignado.
Todos hablaban a la vez, coincidiendo en que era un atropello. Pero Sanders vio que Nichols estaba nervioso. Meredith los acompañó fuera por la puerta de atrás, que daba a la terraza. Blackburn salió por la puerta principal, donde estaban los periodistas. Levantó las manos, como si se entregara a la policía. La puerta se cerró.
—No me gusta, no me gusta —dijo Nichols.
—No te preocupes. Conozco al director de informativos de esa cadena —le dijo Garvin—. Hablaré con él.
Jim Daly hizo algún comentario sobre la presunta confidencialidad de la fusión.
—No te preocupes —dijo Garvin—. Cuando me haya encargado de esto, te aseguro que volverá a ser confidencial.
Se marcharon por la puerta de atrás. Sanders volvió a su mesa, donde Fernández estaba pagando la cuenta.
—Una nota de emoción —dijo Louise inexpresivamente.
—Una nota bastante importante —dijo Sanders.
Miró a Stephanie Kaplan, que seguía en la mesa con su hijo. El joven estaba hablando y gesticulando, pero Kaplan miraba fijamente la puerta trasera, por donde salían los ejecutivos de Conley-White. Luego se volvió y siguió hablando con su hijo.