Amaneció lloviendo. La lluvia azotaba con violencia las ventanas del ferry. Sanders se puso en la cola de la cafetería, pensando en la jornada que le esperaba. Por el rabillo del ojo vio a Dave Benedict venir hacia él. Sanders se giró rápidamente, pero era demasiado tarde. Benedict le hizo señas con la mano. Sanders no quería empezar el día hablando con él de DigiCom.
En el último momento lo salvó su teléfono. Sanders contestó.
—Maldita sea, Tommy. —Era Eddie Larson, de Austin.
—¿Qué pasa, Eddie?
—¿Te acuerdas del contable que nos mandaron de Cupertino? Pues mira, ahora hay ocho. Una empresa de contabilidad independiente, de Dallas. Están revisando todos los libros. Es como un enjambre de cucarachas. Lo miran todo, ¿me entiendes? Todos los movimientos del año hasta la fecha. Y ahora están retrocediendo hasta el año ochenta y nueve.
—Temes que descubran tus chanchullos, ¿eh?
—En serio, Tom. Las chicas ni siquiera tienen dónde sentarse. Para colmo, todo lo anterior al noventa y uno está almacenado en el centro. Aquí tenemos las copias, pero dicen que quieren los originales. Y están paranoicos; nos tratan como si fuéramos ladrones. Esto es insultante.
—Bueno, tranquilízate. Haz lo que te pidan.
—Lo único que de verdad me preocupa es que esta tarde llegan seis más. Porque además están haciendo un inventario completo de la fábrica. Desde los muebles de los despachos hasta las máquinas de la cadena. Ahora hay un tío recorriendo la línea de montaje, deteniéndose en cada banco de trabajo. «¿Cómo se llama esto? ¿Cómo se deletrea? ¿Dónde se fabrica? ¿Qué número de serie tiene? ¿Cuántos años tiene? ¿Qué modelo es?». La verdad, será mejor que paremos la cadena.
Sanders frunció el ceño:
—¿Están haciendo un inventario?
—Bueno, así es como lo llaman. Pero yo nunca he visto un inventario así. Estos tipos han estado en Texas Instruments, y te digo una cosa: saben de qué hablan. Esta mañana, uno de los de Jenkins me ha preguntado qué tipo de cristal tenemos en las claraboyas. «¿Qué tipo de cristal?», le digo. Pensaba que me estaba tomando el pelo. Y me dice: «Sí. ¿Corning 2/47, o 2/47-9?». O algo así. Son diferentes tipos de cristal UV, porque los UV pueden afectar los chips de la cadena. No sabía que los UV pudieran afectar los chips. «Claro que sí —me dice—. Lo peor es cuando el DSA pasa de 2/20». ¿Lo sabías? Días Soleados Anuales.
Sanders no lo estaba escuchando. Pensaba en qué podía significar que alguien —o Garvin o los de Conley-White— pidieran un inventario de la fábrica. Normalmente sólo pedías un inventario si pensabas vender…
—¿Sigues ahí, Tom?
—Sí, sí.
—Le he dicho que no sabía lo de los UV y los chips. Y llevamos años poniendo chips en los teléfonos, y nunca hemos tenido ningún problema. Y el tipo me dice: «Ah, no, si sólo instalas los chips no pasa nada. Afecta cuando los fabricas». Le digo que nosotros no lo hacemos. Y me dice: «Ya lo sé». Entonces, ¿qué demonios le importa el tipo de cristal que haya? ¿Me entiendes, Tommy? ¿Qué está ocurriendo? Vamos a pasarnos el día con quince tipos metiendo las narices en todo. No me digas que esto es rutinario.
—No, desde luego no parece rutinario.
—Es como si fueran a vender la fábrica a alguien que fabrica chips. Y ésos no somos nosotros.
—Estoy de acuerdo, eso parece.
—Maldita sea —dijo Eddie—. Me habías dicho que no iba a pasar nada. Tom, la gente está molesta. Y yo también.
—Lo comprendo.
—Mira, la gente me pregunta. Uno se ha comprado una casa, el otro tiene a la mujer embarazada. Quieren saber qué ocurre. ¿Qué tengo que decirles?
—Eddie, yo no tengo ninguna información.
—Por Dios, Tom, eres el jefe del departamento.
—Lo sé. Déjame llamar a Cork, a ver qué han hecho allí los contables. Estuvieron la semana pasada.
—He hablado con Colin hace una hora. Les mandaron a dos de Operaciones que estuvieron todo un día. Muy educados. No como estos.
—¿No hicieron inventario?
—No.
—De acuerdo —dijo Sanders, suspirando—. Ya me enteraré.
—Mira, Tommy —dijo Eddie—, me preocupa que todavía no te hayas enterado.
—A mí también —reconoció Sanders—. A mí también.
Pulsó END y marcó KAP para comunicarse con Stephanie Kaplan. Ella tenía que saber qué estaba pasando en Austin. Pero su secretaria le informó que Kaplan no estaría en la oficina en toda la mañana. Llamó a Mary Anne, pero también había salido. Luego llamó al Four Seasons y preguntó por Max Dorfman. La operadora dijo que Mr. Dorfman comunicaba. Lo llamaría más tarde.
Si Eddie no se equivocaba, pensó Sanders, estoy fuera de juego. Y eso no puede significar nada bueno. Podía comentar aquel asunto con Meredith, tras la reunión con Conley-White. Era lo mejor que podía hacer de momento. La idea de hablar con ella le intranquilizó. Pero lo superaría. No tenía otro remedio.
Al llegar a la sala de reuniones del cuarto piso, no encontró a nadie. Había una pizarra con un esquema de la unidad Twinkle y otro de la cadena de montaje de Malasia. Había algunos blocs con notas escritas y maletines abiertos encima de las sillas.
La reunión ya había empezado.
Sanders sintió pánico y empezó a sudar.
Por la otra puerta entró una secretaria que empezó a distribuir vasos de agua por la mesa.
—¿Dónde están todos? —preguntó Sanders.
—Se han marchado hace unos quince minutos.
—¿Hace quince minutos? ¿A qué hora han empezado?
—A las ocho.
—¿Qué? Pero si la reunión estaba convocada para las ocho y media.
—No, era a las ocho.
Maldita sea.
—¿Y dónde están?
—Meredith se los ha llevado al AIV para enseñarles el Corridor.
Lo primero que oyó en el AIV fueron risas. Al entrar en la sala vio al equipo de Don Cherry y a dos ejecutivos de Conley-White en el sistema. John Conley, el joven abogado, y Jim Daly, el banquero, tenían los cascos puestos y caminaban por la plataforma. Reían abiertamente. Todos los demás reían también, incluido el sombrío director financiero de Conley-White, Ed Nichols, que estaba junto a un monitor que mostraba la imagen del pasillo virtual que estaban viendo los usuarios. Nichols tenía unas manchas rojas en la frente: también él se había puesto el casco.
Ed Nichols miró a Sanders y dijo:
—Esto es fantástico.
—Sí, es bastante espectacular —repuso Sanders.
—Sencillamente fantástico. Cuando los de Nueva York vean esto se van a quedar sin argumentos de crítica. Le hemos preguntado a Don si podemos hacerlo funcionar con la base de datos de nuestra empresa.
—No hay problema —intervino Cherry—. Sólo tienen que darnos las claves de su base de datos y nosotros lo conectaremos. No tardaremos más de una hora.
Nichols señaló el casco:
—¿Podemos disponer de un artilugio de ésos en Nueva York?
—Lo enviaremos hoy mismo —dijo Cherry—. Llegará el jueves. Uno de nuestros empleados lo instalará.
—Esto será un señuelo estupendo —prosiguió Nichols—. Fabuloso. —Sacó sus gafas y se las colocó.
—Ángel —dijo John Conley, que seguía riéndose en la plataforma—. ¿Cómo se abre este cajón? —Ladeó la cabeza, escuchando.
—Está hablando con el ángel —explicó Cherry—. Lo oye por los auriculares.
—¿Y qué le dice el ángel? —preguntó Nichols.
—Eso es personal. Entre él y su ángel —rio Cherry.
John Conley asintió con la cabeza y alargó un brazo. Cerró el puño como si cogiera algo, y tiró como si abriera un cajón.
En el monitor, Sanders vio abrirse un cajón archivador en la pared del pasillo. Vio también los ordenados ficheros del archivador.
—Es increíble —exclamó Conley—. Ángel, ¿puedo examinar un fichero? Ah, de acuerdo.
Conley alargó el brazo y tocó la etiqueta de un fichero. Inmediatamente el fichero salió del cajón y se abrió, como si flotara.
—A veces hay que poner un poco de imaginación —dijo Cherry—. Porque los usuarios sólo tienen una mano. Y no se puede abrir un archivador normal con una sola mano.
Montado en la plataforma negra, Conley describía con la mano pequeños arcos en el aire, como si pasara páginas. En el monitor, Sanders vio a Conley examinar el fichero.
—Oye —dijo Conley—, deberíais tener más cuidado. Aquí están todos vuestros archivos financieros.
—Déjamelo ver —dijo Daly.
—Podéis mirar todo lo que queráis —dijo Cherry riéndose—. En el modelo definitivo habrá claves para controlar el acceso. Pero de momento está todo abierto. ¿Veis que hay algunos números en rojo? Eso significa que hay más información almacenada. Tocad uno.
Conley tocó un número rojo, y éste salió despedido creando un nuevo plano de información que quedó suspendido sobre las hojas previamente extraídas.
—¡Fantástico!
—Es una especie de hipertexto —dijo Cherry, orgulloso.
Conley y Daly no paraban de reír, señalando un número rojo tras otro y sacando hojas que se iban quedando suspendidas en el aire.
—¿Cómo se para esto?
—¿Ves la hoja original?
—Las otras la han tapado.
—Agáchate y búscala. A ver si llegas.
Conley se inclinó, como si mirara debajo de algo. Alargó el brazo y cogió algo.
—Ya la tengo.
—Muy bien. Ahora busca una flecha verde en el extremo superior derecho. Tócala.
Conley lo hizo y todos los papeles regresaron a la hoja original.
—¡Genial!
—Yo también quiero hacerlo —dijo Daly.
—No, no. Déjame a mí.
—¡No!
—¡Yo!
Reían como niños.
Blackburn intervino:
—Esto es muy divertido —dijo mirando a Nichols—, pero nos estamos retrasando; deberíamos volver a la sala de reuniones.
—Está bien —repuso Nichols con desgana. Miró a Cherry y añadió—: ¿Está seguro de que puede conseguirnos uno?
—Cuente con ello —le aseguró Cherry.
Los ejecutivos de Conley-White, atolondrados, volvieron a la sala de reuniones; todos hablaban a la vez y reían, comentando la experiencia. Los de DigiCom los seguían en silencio; no querían interrumpir su buen humor. Mark Lewyn se acercó a Sanders y le susurró:
—Oye, ¿por qué no me llamaste anoche?
—Te llamé —dijo Sanders.
Lewyn negó con la cabeza:
—Cuando llegué a casa no encontré ningún mensaje.
—Pues dejé uno en tu contestador, sobre las seis y cuarto.
—No lo recibí —dijo Lewyn—. Y esta mañana no estabas. —Bajó la voz—. Qué jaleo, madre mía. Me he presentado en la reunión sobre el Twinkle sin saber qué postura íbamos a tomar.
—Lo siento —se excusó Sanders—. No sé qué ha pasado.
—Meredith ha tomado las riendas de la discusión, afortunadamente —prosiguió Lewyn—. Si no, me habría encontrado en un aprieto. De hecho… Bueno, ya hablaremos después —dijo al ver que Meredith se acercaba para hablar con Sanders. Lewyn se apartó.
—¿Dónde demonios estabas? —preguntó Meredith.
—Creí que la reunión empezaba a las ocho y media.
—Te llamé a casa anoche para decirte que la habían adelantado a las ocho. Quieren coger un avión para estar en Austin esta tarde y hemos tenido que cambiar todo el programa.
—No recibí el mensaje.
—Hablé con tu mujer. ¿No te lo dijo?
—Pensaba que era a las ocho y media.
Meredith hizo un gesto de desesperación y añadió:
—En fin, da lo mismo. En la sesión de las ocho he tenido que abordar el tema del Twinkle con otro enfoque, y es muy importante que nos pongamos de acuerdo para…
—¿Meredith? —Era Garvin, que iba delante con los demás—. John quiere preguntarte una cosa.
—Voy enseguida —dijo Meredith. Le lanzó una última mirada a Sanders y se apresuró hacia la cabeza del grupo.
Ya en la sala de reuniones, el ambiente seguía siendo distendido. Mientras tomaban asiento siguieron bromeando. Ed Nichols, el director financiero de Conley-White, abrió la sesión dirigiéndose a Sanders:
—Meredith nos ha puesto al día respecto a la unidad Twinkle. Ahora que se encuentra usted aquí, nos gustaría oír su opinión.
He tenido que abordar el tema del Twinkle con otro enfoque, había dicho Meredith. Sanders vaciló:
—¿Mi opinión?
—Sí —dijo Ed Nichols—. Usted es el responsable del Twinkle, ¿no?
Sanders observó a los presentes, que lo miraban en silencio. Meredith abrió su maletín y extrajo dos voluminosos sobres.
—Bueno —dijo Sanders—. Hemos construido varios prototipos y los hemos puesto a prueba concienzudamente. Los prototipos funcionan a la perfección. Son las mejores unidades del mundo.
—Sí, lo sé —intervino Nichols—. Pero ahora están en fase de producción, ¿no es así?
—Sí.
—Creo que nos interesa más su opinión sobre la producción.
Sanders vaciló: ¿Qué les había dicho Meredith? En el otro extremo de la sala, ella cerró su maletín, cruzó los brazos y lo miró fijamente. Sanders no supo interpretar su expresión.
¿Qué les había dicho?
—¿Mr. Sanders?
—Hemos puesto en marcha las cadenas, solucionando los problemas a medida que surgen. Siempre trabajamos con el mismo procedimiento. Todavía estamos en una fase muy temprana.
—Perdone —dijo Nichols—. Creo que la unidad lleva dos meses en producción.
—Sí, así es.
—No me parece que después de dos meses podamos hablar de fase «muy temprana».
—Bueno, verá…
—Algunos de sus productos tienen un ciclo de sólo nueve meses, ¿no es así?
—Sí, de nueve a dieciocho meses.
—Así pues, transcurridos dos meses deben de estar en plena producción. ¿Cómo juzga usted esa situación, como principal responsable?
—Bueno, diría que los problemas son de una magnitud normal en esta fase, según nuestra experiencia.
—Me sorprende oír eso —dijo Nichols—, porque hace poco Meredith nos ha insinuado que los problemas eran bastante graves. Ha dicho que cabía la posibilidad de que hubiera que volver a la mesa de diseño.
Mierda.
¿Qué podía hacer ahora? Ya había dicho que los problemas no eran graves. No podía rectificar. Sanders respiró hondo y dijo:
—Espero no haber transmitido una impresión errónea a Meredith. Porque tengo plena confianza en nuestra capacidad para fabricar la unidad Twinkle.
—No lo dudo —repuso Nichols—. Pero no podemos olvidar la competencia de Sony y Phillips, y no estoy seguro de que una simple manifestación de su confianza sea suficiente. ¿Qué número de unidades salidas de la cadena cumplen los requisitos?
—No dispongo de esa información.
—Aproximadamente.
—Sin las cifras exactas, no quisiera aventurarme.
—¿Podemos disponer de las cifras exactas?
—Sí. Pero ahora no las tengo a mano.
Nichols frunció el ceño. Era evidente que pensaba: ¿Y por qué no las ha traído, si sabía el temario de la reunión?
John Conley se aclaró la garganta:
—Meredith nos ha dicho que la planta trabaja al veintinueve por ciento de su capacidad, y que sólo un cinco por ciento de las unidades cumplen los requisitos. ¿Es correcto?
—De momento, ésa es la situación. Sí.
Hubo un breve silencio. De pronto, Nichols se inclinó hacia adelante:
—Me temo que no acabo de entenderlo —dijo—. Con unas cifras así, ¿en qué basaba usted su confianza en la unidad Twinkle?
—En que esto ya nos ha pasado otras veces —replicó Sanders—. Nos hemos encontrado con problemas de producción que parecían insuperables y sin embargo se han resuelto rápidamente.
—Comprendo. Y usted cree que en este caso ocurrirá lo mismo.
—Sí, eso creo.
Nichols se reclinó en la silla y cruzó los brazos. Parecía sumamente descontento.
—No nos malinterpretes, Tom —terció Jim Daly, el delgado banquero—. No pretendemos ponerte en evidencia. Desde hace tiempo tenemos varios motivos para comprar esta empresa, independientes del Twinkle. De modo que no creo que el Twinkle sea el único tema a tratar hoy. Sólo queremos saber dónde nos encontramos. Y nos gustaría que te explicaras con la mayor franqueza.
—Bueno, sin duda hay problemas —explicó Sanders—. Los estamos evaluando. Tenemos algunas ideas. Pero ciertos problemas podrían obligarnos a volver a diseño.
—¿Qué es lo peor que puede pasar? —preguntó Jim Daly.
—¿Lo peor? Que tuviéramos que detener la producción, rehacer los armazones y quizá los chips de control, y luego continuar.
—¿Qué retraso provocaría eso?
De nueve a dieciocho meses, pensó Sanders, y contestó:
—Un máximo de seis meses.
—Vaya —susurró alguien.
—Según Meredith, el retraso máximo sería de seis semanas —dijo Daly.
—Espero que tenga razón. Pero usted me ha preguntado qué era lo peor que podía pasar.
—¿Crees verdaderamente que podríamos retrasarnos seis meses?
—Me parece poco probable.
—Pero posible.
—Sí, posible.
Nichols exhaló un profundo suspiro e intervino de nuevo:
—Veamos si lo he entendido. Si se confirma que hay problemas de diseño con la unidad, han surgido bajo su administración, ¿no es así?
—Sí.
—Y después de meternos en este lío, ¿cree usted realmente que podrá sacarnos de él?
Sanders dominó un arrebato de ira.
—Sí. De hecho, creo que soy la persona más apropiada. Como ya he dicho, no es la primera vez que nos encontramos en una situación como ésta. Y otras veces lo hemos solucionado. Conozco personalmente a todos los que trabajan en este proyecto y estoy seguro de que podemos solucionarlo. —No sabía cómo explicar a aquella gente cómo se fabricaba un producto—. Cuando se inicia un ciclo, a veces no es tan grave volver a las mesas de diseño. A nadie le gusta, pero puede tener sus ventajas. Antes hacíamos una generación entera de productos cada año, aproximadamente. Y actualmente efectuamos cambios dentro de una misma generación. Si tenemos que rehacer los chips, podríamos codificar las fórmulas de compresión del vídeo, con las que no contábamos al empezar. Así podríamos aumentar la percepción de velocidad del usuario final más allá de los requisitos de la unidad. No retrocederemos para construir una unidad de cien milésimas de segundo. Retrocederemos para crear una unidad de ochenta milésimas.
—Pero así se retrasa la entrada en el mercado —objetó Nichols.
—En eso tiene razón.
—No se puede presentar la marca ni establecer cuotas de mercado para el producto. No se pueden contratar distribuidores ni lanzar la campaña publicitaria, porque no hay un producto. Puede que tengan una unidad mejor, pero será una unidad desconocida. Se verán obligados a empezar de cero.
—Cierto. Pero el mercado responde con rapidez.
—También la competencia. ¿Dónde habrá llegado Sony para cuando ustedes salgan al mercado? ¿Habrán alcanzado también ellos las ochenta milésimas de segundo?
—No lo sé —contestó Sanders.
Nichols suspiró.
—Me gustaría tener más datos sobre nuestra situación. Y también me gustaría tener la seguridad de que estamos preparados para resolverla.
Meredith intervino por primera vez:
—Es posible que yo tenga parte de culpa en esto. Cuando hablamos sobre el Twinkle, Tom, entendí que los problemas eran bastante graves.
—Sí, lo son.
—Bien, no tenemos intención de ocultar nada.
—Yo no estoy ocultando nada —soltó Sanders, nervioso.
—No, Tom, no digo que lo hagas. Lo que pasa es que a algunos nos cuesta asimilar estas cuestiones técnicas. Buscamos una explicación en términos profanos. Quizá tú puedas dárnosla.
—Lo estoy intentando. —Sanders notó que actuaba a la defensiva, pero no podía evitarlo.
—Sí, Tom, lo sé —replicó Meredith con tono tranquilizador—. Pero, por ejemplo, si resulta que los cabezales de láser de escritura y lectura están desincronizados con las instrucciones m-subset procedentes del chip de control, ¿qué puede significar eso, en términos de retraso?
Era puro exhibicionismo; lo único que quería Meredith era demostrar su familiaridad con la jerga técnica, pero de todos modos sus palabras lo desconcertaron. Porque los cabezales de láser eran sólo de lectura, y no de lectura y escritura, y no tenían nada que ver con el m-subset procedentes del chip de control. Todos los controles de posición procedían del x-subset. Y el x-subset era un código autorizado de Sony, que todas las empresas utilizaban en sus unidades de CD.
Para contestar sin abochornarla, tenía que trasladarse al mundo de la fantasía:
—Un comentario muy interesante, Meredith —dijo—. Pero los cabezales de láser cumplen su capacidad de tolerancia, el m-subset supone un problema relativamente pequeño. Quizá tres o cuatro días.
Sanders lanzó una rápida mirada a Cherry y a Lewyn, los únicos que podían saber que lo que acababa de decir era absurdo. Los dos asintieron con la cabeza, meditabundos. Cherry incluso se frotó la barbilla.
—¿Y esperas problemas con las señales de detección de asincronías de la unidad madre? —preguntó Meredith.
Lo estaba mezclando todo de nuevo. Las señales de detección procedían de la fuente de potencia y las regulaba el chip de control. En las unidades no había ninguna unidad madre. Pero ya se había metido hasta el cuello. Contestó sin vacilar:
—Eso es algo a tener en cuenta, Meredith, y tendremos que comprobarlo meticulosamente. Imagino que encontraremos que las señales desincronizadas están desfasadas, pero nada más.
—¿Y ese desfase se puede reparar fácilmente?
—Sí, creo que sí.
Ed Nichols se aclaró la garganta:
—Tengo la impresión de que nos estamos adentrando demasiado en cuestiones técnicas. Será mejor que pasemos a otros temas. ¿Cuál es el siguiente punto?
—Hemos programado una demostración de vídeo —dijo Garvin.
—De acuerdo, vamos allá.
Se levantaron y salieron de la habitación. Meredith se entretuvo recogiendo sus cosas. Sanders la esperó.
Cuando se quedaron solos, Sanders dijo:
—¿Qué demonios hacías?
—¿A qué te refieres?
—¿Qué eran todas esas pamplinas sobre los chips de control y los cabezales de lectura? No sabes lo que dices.
—Claro que sé lo que digo —dijo ella, irritada—. Estaba arreglando el lío que has organizado. —Lo miró airadamente y añadió—: Mira, Tom, anoche decidí seguir tu consejo y decir la verdad sobre la unidad. Esta mañana les he dicho que teníamos problemas serios, que tú estabas muy bien informado y que explicarías qué estaba pasando. Lo he preparado para que tú dijeras lo que querías decir. Y entonces vas tú y dices que no hay ningún problema destacable.
—Pero anoche acordamos…
—Esos tipos no son imbéciles, y no podemos tomarles el pelo. —Cerró su maletín de un manotazo—. Yo me he limitado a explicar lo que tú me contaste. Y tú vas y les das a entender que no sabes de qué estoy hablando.
Sanders se mordió el labio, intentando sofocar su ira.
—No sé si te has enterado de lo que está pasando, Tom. A esta gente no le importan los detalles técnicos. No distinguen un cabezal de láser de un vibrador. Sólo quieren comprobar si hay alguien que controla la situación, si hay alguien capacitado para resolver las dificultades. Quieren seguridad. Y tú no la has dado. Por eso he tenido que intervenir y arreglarlo con esas gilipolleces técnicas. He hecho lo que he podido. Pero el caso es que tú no has inspirado confianza. Ninguna en absoluto.
—Maldita sea —dijo Sanders—. Sólo te preocupan las apariencias. Pero resulta que alguien va a tener que fabricar esa maldita unidad, y…
—Oye, Tom…
—… y yo llevo ocho años dirigiendo este departamento, y muy bien, por cierto…
—Meredith. —Garvin asomó la cabeza por la puerta—. Te estamos esperando. —Miró fríamente a Sanders.
Meredith cogió su maletín y salió de la habitación.
Sanders se dirigió directamente al despacho de Blackburn.
—Tengo que hablar con Phil —dijo a Eliza, la secretaria.
Eliza suspiró:
—Hoy está bastante ocupado.
—Tengo que verlo ahora mismo.
—Déjame probar, Tom. —Llamó a Blackburn por el intercomunicador—: ¿Phil? Tom Sanders quiere verte. —Escuchó un momento y luego dijo—: Dice que pases.
Sanders entró en el despacho y cerró la puerta. Blackburn se levantó de la butaca y se pasó una mano por el pecho.
—Hola, Tom. Me alegro de verte.
Se estrecharon la mano.
—Tengo problemas con Meredith —dijo Sanders, sin andarse por las ramas. Todavía estaba enfadado por la conversación que acababan de mantener.
—Sí, lo sé.
—No creo que pueda trabajar con ella.
—Lo sé. Ya me lo ha contado.
—¿Ah, sí? ¿Qué te ha contado?
—Lo de la reunión de anoche, Tom.
Sanders frunció el ceño. No podía creer que Meredith hubiera hablado con alguien de aquella reunión.
—¿La reunión de anoche?
—Me ha dicho que abusaste de ella.
—¿Qué?
—No te pongas nervioso, por favor. Meredith me ha asegurado que no va a demandarte. Podemos arreglarlo en privado. Será lo mejor para todos. De hecho, he estado repasando los organigramas, y…
—Espera un momento —interrumpió Sanders—. ¿Dice que yo he abusado de ella?
Blackburn lo miró fijamente:
—Tom, nos conocemos hace muchos años. Te aseguro que no tiene por qué pasar nada. Nadie tiene que enterarse. Ni tu mujer. Ya te he dicho que podemos arreglarlo en privado.
—Un momento. No es verdad.
—Déjame hablar un minuto, Tom, por favor. Ahora lo más importante es que os separemos, para que no tengas que estar a sus órdenes. Creo que lo ideal para ti sería una promoción lateral.
—¿Una promoción lateral?
—Sí. En el departamento de portátiles de Austin hay una vacante de vicepresidente técnico. Quiero trasladarte allí. Conservarás tu antigüedad, salario y beneficios. Todo seguirá igual, con la única diferencia de que trabajarás en Austin y no tendrás contacto directo con ella. ¿Qué te parece?
—Austin.
—Sí.
—Portátiles.
—Sí. Buen clima, buenas condiciones de trabajo… Ciudad universitaria… Podrás librar a tu familia de esta lluvia…
—Pero si Conley va a vender Austin —repuso Sanders.
—¿De dónde has sacado eso, Tom? —dijo Blackburn, sentándose—. Estás muy equivocado.
—¿Estás seguro?
—Por supuesto. Créeme, lo último que harían sería vender Austin. No tiene sentido.
—Entonces, ¿por qué están haciendo un inventario de la fábrica?
—No quieren pasar nada por alto. Esta operación es muy importante para ellos. Mira, Tom, Conley está preocupada por los ingresos después de la adquisición y, como sabes, la fábrica de Austin da grandes beneficios. Les hemos proporcionado las cifras. Y ellos las están verificando. Quieren asegurarse de que son reales. Pero no pueden vender Austin. Portátiles está creciendo una barbaridad. Tú lo sabes, Tom. Por eso pienso que una vicepresidencia en Austin es una excelente oportunidad que deberías considerar.
—Pero tendría que abandonar el Departamento de Productos Avanzados.
—Bueno, sí. Se trata de trasladarte a otro departamento.
—Y no formaría parte de la nueva empresa cuando el departamento se independice.
—En eso tienes razón.
Sanders dio unos pasos por el despacho.
—Es absolutamente inaceptable.
—Bueno, no te precipites —repuso Blackburn—. Primero deberías considerar todas las consecuencias.
—Phil, no sé lo que Meredith te habrá contado, pero…
—Me lo ha contado todo.
—Creo que deberías saber que…
—Descuida, Tom, no voy a juzgar lo ocurrido. No es asunto mío, ni me interesa. Sólo intento resolver un problema.
—Escúchame, Phil. Es mentira.
—Seguramente ésa es la impresión que tú tienes, pero…
—No intenté abusar de ella. Fue ella la que abusó de mí.
—Seguro que eso es lo que te pareció —dijo Blackburn—, pero…
—Phil. Hablo en serio. Prácticamente me violó. Ella abusó de mí, Phil.
Blackburn suspiró y se reclinó en la butaca. Golpeó el borde de la mesa con el lápiz:
—Francamente, Tom, me cuesta creerlo.
—Es la verdad.
—Meredith es muy guapa. Es una mujer muy sexy y muy vital. Es comprensible que perdieras la cabeza.
—No me estás escuchando, Phil. Te digo que abusó de mí.
—Te escucho, Tom. Es que… no me lo imagino.
—Pues es una verdad como un templo. ¿Quieres saber lo que pasó anoche?
Blackburn cambió de postura.
—Sí, claro que quiero oír tu versión. Pero ten en cuenta que Meredith tiene muy buenos contactos en la empresa. Ha causado excelente impresión a muchas personas importantes.
—Como Garvin.
—No sólo Garvin. Meredith ha construido una base de poder en varias áreas.
—Conley-White.
—Sí, también allí —reconoció Blackburn.
—¿Quieres oír mi versión de lo ocurrido, o no?
—Por supuesto —contestó Blackburn, pasándose las manos por el cabello—. Sin duda. Y quiero ser escrupulosamente imparcial. Pero lo que intento decirte es que, sea como sea, tendremos que trasladarte. Y Meredith tiene aliados importantes.
—Así que no importa lo que yo diga.
—Comprendo que estés enfadado. En esta empresa te valoramos mucho, pero lo que intento es que comprendas tu situación.
—¿Qué situación?
Blackburn suspiró y dijo:
—¿Hubo testigos?
—No.
—Entonces es tu palabra contra la suya.
—Supongo que sí.
—Llevas todas las de perder.
—¿Y qué? Eso no quiere decir que ella diga la verdad y yo no.
—Ya —admitió Blackburn—. Pero analiza la situación. No es frecuente que un hombre denuncie a una mujer por acoso sexual. Me parece que en esta empresa nunca se ha dado ese caso. Eso no quiere decir que no pueda pasar, pero quiere decir que lo tendrías muy difícil, incluso si Meredith no tuviera tan buenos contactos. —Hizo una pausa—. No quiero que salgas perjudicado.
—Ya he salido perjudicado.
—Olvida los sentimientos. Es tu palabra contra la suya. Desgraciadamente, Tom, no hay testigos. —Se frotó la nariz y se arregló las solapas.
—Si me retiráis del DPA saldré perjudicado. Porque no formaré parte de la nueva empresa. La empresa para la que llevo trabajando doce años.
—Ésa es una interesante cuestión legal —dijo Blackburn.
—No estoy hablando de cuestiones legales, sino de…
—Mira, Tom. Déjame hablar con Garvin. Mientras tanto, ¿por qué no piensas lo de Austin? Piénsalo tranquilamente, porque con este asunto llevas las de perder. Puede que perjudiques a Meredith, pero te perjudicarás mucho más a ti mismo. Eso es lo que me preocupa, como amigo tuyo.
—Si fueras amigo mío…
—Soy amigo tuyo, aunque ahora no quieras reconocerlo. —Se levantó—. No es necesario que se entere la prensa, ni tu mujer, ni tus hijos. No es necesario que te conviertas en el tema de conversación de todo Bainbridge. Eso no te haría ningún bien.
—Lo entiendo, pero…
—Hemos de afrontar la realidad, Tom —sentenció Blackburn—. La empresa se enfrenta a dos versiones contradictorias. Lo hecho, hecho está. Tenemos que salir del paso como sea. Y lo único que te digo es que me gustaría solucionarlo deprisa. Así que piénsatelo. Por favor. Y llámame.
Cuando Sanders se marchó, Blackburn llamó a Garvin.
—Acabo de hablar con él —dijo.
—¿Y bien?
—Dice que fue al revés. Que ella abusó de él.
—Joder. Qué jaleo.
—Sí, pero ¿qué esperabas que dijera? En estos casos el hombre siempre lo niega.
—Sí, claro. Todo esto es muy peligroso, Phil.
—Lo sé.
—No quiero que se nos escape de las manos.
—No, no.
—En este momento lo más importante es resolver el asunto.
—Lo comprendo, Bob.
—¿Le has dicho lo de Austin?
—Sí. Dice que lo pensará.
—¿Crees que aceptará?
—Yo diría que no.
—¿Has insistido?
—Bueno, he intentado explicarle que no vamos a echarnos encima de Meredith. Que íbamos a darle nuestro apoyo.
—Claro que sí.
—Creo que lo ha entendido. A ver qué dice cuando vuelva.
—¿No irá a presentar una demanda?
—Es demasiado inteligente.
—Eso espero —dijo Garvin, irritado, y colgó.
Analiza la situación.
Sanders se apoyó contra una columna del Pioneer Park, contemplando la llovizna. Estaba recordando la conversación. Blackburn ni siquiera se había molestado en escuchar su versión. No le había dejado hablar. Blackburn ya sabía qué había pasado.
Es una mujer muy sexy. Es comprensible que perdieras la cabeza.
Eso era lo que pensarían todos en DigiCom. Blackburn había dicho que le costaba creer que Sanders hubiera sido acosado sexualmente. A los demás también les costaría.
Blackburn había dicho que lo que hubiera pasado no tenía importancia. Le había recordado que Meredith tenía buenos contactos, y que nadie creería que una mujer había abusado de un hombre.
Analiza la situación.
Le estaban pidiendo que se marchara de Seattle. Que dejara el DPA. Que renunciara a las opciones. Que renunciara a la recompensa por sus doce años de trabajo. Que renunciara a todo.
Austin.
Una mierda de ciudad.
Susan no lo aceptaría jamás. Su bufete de Seattle tenía mucho éxito. Había dedicado los últimos ocho años a crearse un nombre. Los niños estaban contentos. Acababan de arreglar la casa. Si Sanders planteaba la posibilidad de mudarse, Susan sospecharía. Querría saber el motivo. Y tarde o temprano se enteraría. Si aceptaba el traslado, Sanders estaría reconociendo su culpa ante su mujer.
Sanders no encontraba ninguna salida; por muchas vueltas que le diera, no la encontraba. Lo estaban puteando.
Soy amigo tuyo, Tom. Aunque ahora no quieras reconocerlo.
Se vio junto a Blackburn, el día de su boda. Blackburn, el padrino, se empeñó en embadurnar el anillo con aceite de oliva porque decía que nunca había manera de ponérselo a la novia. Blackburn estaba preocupadísimo por si algún detalle de la ceremonia salía mal. Phil era así; lo que más le preocupaba eran las apariencias.
No hace falta que se entere tu mujer.
Pero Phil lo estaba puteando. Phil y Garvin. Los dos lo estaban puteando. Sanders llevaba muchos años trabajando para la empresa, y ahora a ellos les importaba un cuerno. Se habían puesto abiertamente de parte de Meredith. Ni siquiera querían escuchar su versión de los hechos.
Sanders, de pie bajo la lluvia, empezó a tranquilizarse. Y a recuperar su sentido de la lealtad. Se enfureció.
Sacó su teléfono y marcó un número.
—Despacho de Mr. Perry —contestó una voz.
—Soy Tom Sanders.
—Lo siento, Mr. Perry está en el tribunal. ¿Quiere dejarle algún mensaje?
—A lo mejor usted puede ayudarme. El otro día me habló de una abogada que trabaja con ustedes y que se encarga de casos de acoso sexual.
—Hay varios abogados que llevan esos casos, Mr. Sanders.
—Creo que mencionó que era hispana. —Intentó recordar qué más había dicho Perry. ¿Que era dulce y recatada? No estaba seguro.
—Debe de ser Ms. Fernández.
—¿Podría ponerme con ella, por favor?
El despacho de Ms. Fernández era pequeño; la mesa estaba llena de papeles e informes legales ordenados en montones, y había una terminal de ordenador en una esquina. La abogada se levantó:
—Usted debe de ser Mr. Sanders.
Era una mujer alta, de unos treinta años, con el cabello liso y rubio y un rostro hermoso, aquilino. Llevaba un traje de chaqueta azul marino. Parecía franca y decidida.
—Me llamo Louise Fernández. ¿En qué puedo ayudarlo?
No coincidía con la imagen que Sanders se había formado de ella. No tenía nada de dulce ni de recatada. Ni parecía hispana. Estaba tan sorprendido que le costó empezar a hablar. Finalmente dijo:
—Le agradezco que me haya atendido tan deprisa.
—¿Es amigo de John Perry?
—Sí. El otro día me comentó que usted era especialista en estos casos.
—Me dedico al derecho laboral, principalmente despidos improcedentes y pleitos de Título VII.
—Ya. —Sanders permanecía de pie, y se arrepintió de estar allí. Sus enérgicos modales y su elegante aspecto lo habían dejado estupefacto. De hecho, le recordaba mucho a Meredith. Tuvo la seguridad de que no se mostraría favorable a su caso.
Ms. Fernández rodeó la mesa y se puso unas gafas de montura de concha.
—Siéntese, Mr. Sanders. ¿Ha comido ya? Si quiere puedo pedir que le traigan un bocadillo.
—Gracias, no tengo hambre.
Ms. Fernández le enseñó el bocadillo que estaba tomando:
—¿Le importa que…?
—No, no se preocupe.
—Lo siento, pero dentro de una hora tengo una comparecencia. A veces paso todo el día en ayunas. —Cogió un bloc y lo abrió. Sus movimientos eran rápidos, decididos.
Sanders la observaba convencido de que había acudido a la persona equivocada. No debía estar allí. Todo aquello era un error.
Fernández levantó la vista del bloc, con la pluma preparada. Era una pluma muy cara.
—¿Quiere explicarme qué le ha traído aquí?
—La verdad, no sé por dónde empezar…
—Podríamos empezar por su nombre completo, edad y dirección.
—Thomas Robert Sanders. —Le dio también su dirección.
—¿Edad?
—Cuarenta y uno.
—¿Profesión?
—Soy jefe de fabricación de Digital Communications. Trabajo en el Departamento de Productos Avanzados.
—¿Cuánto tiempo lleva en la empresa?
—Doce años.
—¿Y en su cargo actual?
—Ocho.
—¿Y qué problema tiene, Mr. Sanders?
—He sido víctima de acoso sexual.
—Ya. —No se mostró nada sorprendida. Su semblante expresaba la más absoluta neutralidad—. ¿Podría explicármelo?
—Mi jefa… ha abusado de mí.
—¿Cómo se llama ella?
—Meredith Johnson.
Ms. Fernández, que iba tomando nota de los datos, seguía sin dar muestras de sorpresa:
—¿Cuándo ha ocurrido?
—Anoche.
—¿Cuáles fueron las circunstancias exactas?
Sanders decidió no mencionar la fusión:
—Acaban de asignarle el puesto, y como es mi superiora teníamos varias cosas de que hablar. Me preguntó si podía reunirme con ella a última hora.
—¿Fue ella la que pidió la reunión?
—Sí.
—¿Y dónde tuvo lugar?
—En su despacho. A las seis.
—¿Había alguien más con ustedes?
—No. Su secretaria entró un momento, al principio de la reunión, pero se marchó antes de que pasara nada.
—Siga, por favor.
—Estuvimos un rato hablando de negocios, y bebimos un poco de vino. Ella había traído una botella. Y entonces se me echó encima. Yo estaba junto a la ventana, y de pronto ella empezó a besarme. Antes de que me diera cuenta nos habíamos echado en el sofá. Y entonces ella empezó a… —vaciló—. ¿He de contarle los detalles?
—De momento sólo las líneas generales. —Ms. Fernández dio un mordisco al bocadillo—. Dice que se estaban besando.
—Sí.
—¿Y fue ella la que empezó?
—Sí.
—¿Cómo reaccionó usted?
—Me sentí muy incómodo. Estoy casado.
—Ya. ¿Cómo calificaría el ambiente de la reunión, antes de los besos?
—Era una reunión de trabajo normal y corriente. Estábamos hablando de trabajo. Pero ella aprovechaba la mínima ocasión para… hacer comentarios sugerentes.
—¿Por ejemplo?
—No sé, sobre mi aspecto. Sobre si me conservaba en forma. Sobre lo mucho que se alegraba de volver a verme.
—Lo mucho que se alegraba de volver a verlo —repitió Fernández, desconcertada.
—Sí. Ya nos conocíamos.
—¿Habían tenido una relación sentimental anteriormente?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Hace diez años.
—¿Y estaba usted casado entonces?
—No.
—¿Trabajaban ustedes dos para la misma empresa hace diez años?
—No. Yo sí, pero ella no.
—¿Cuánto duró su relación?
—Unos seis meses.
—¿Y han seguido viéndose?
—No.
—¿No han tenido ningún tipo de contacto?
—En una ocasión.
—¿Íntimo?
—No. Sólo nos saludamos en un pasillo. En la oficina.
—Ya. ¿Ha estado usted en casa de ella en estos últimos ocho años?
—No.
—¿Cenas, copas después del trabajo?
—No. La verdad es que no la he visto. Cuando ella entró en la compañía, la destinaron a Operaciones, en Cupertino. Yo estaba en Productos Avanzados, en Seattle. No teníamos mucho contacto.
—Así que durante este tiempo ella no ha sido su jefa.
—No.
—Descríbame a Ms. Johnson. ¿Edad?
—Treinta y cinco.
—¿Diría usted que es una mujer atractiva?
—Sí.
—¿Muy atractiva?
—Cuando iba al colegio ganó un premio de belleza.
—Así que la considera muy atractiva. —Seguía tomando notas.
—Sí.
—¿Y los demás? ¿Cree usted que la encuentran muy atractiva?
—Sí.
—¿Y su actitud respecto a temas sexuales? ¿Hace bromas? ¿Bromas sobre sexo, insinuaciones, comentarios obscenos?
—No, nunca.
—¿Lenguaje corporal? ¿Coqueteos? ¿Toca a la gente?
—No. Sabe que es guapa, desde luego, y sabe aprovechar su belleza. Pero sus modales son… discretos. Tipo Grace Kelly.
—Dicen que Grace Kelly tenía una intensa actividad sexual. Tuvo líos con casi todos los primeros actores con que trabajó.
—No lo sabía.
—Bien. ¿Qué me dice de Ms. Johnson? ¿Tiene aventuras con otros empleados de la empresa?
—No lo sé. No he oído nada.
Fernández pasó la hoja del bloc:
—Muy bien. ¿Y cuánto hace que es su supervisora? Porque es su supervisora, ¿no?
—Sí. Desde hace un día.
Fernández demostró sorpresa por primera vez. Lo miró fijamente y dio un mordisco a su bocadillo.
—¿Un día?
—Sí. Ha habido una reorganización en la empresa, y ayer la nombraron en su nuevo cargo.
—O sea que el día de su nombramiento se reúne con usted, por la noche.
—Sí.
—Muy bien. Ha dicho usted que estaban sentados en el sofá y que ella lo estaba besando. ¿Qué ocurrió después?
—Me desabrochó… Bueno, primero empezó a frotarme.
—Los genitales.
—Sí. Y a besarme. —Sanders sintió que estaba sudando. Se secó la frente con la mano.
—Comprendo que esto le resulte difícil. Intentaré ser breve —dijo Fernández—. ¿Y entonces?
—Entonces me desabrochó los pantalones y empezó a frotarme con la mano.
—¿Tenía el pene al descubierto?
—Sí.
—¿Quién lo había puesto al descubierto?
—Ella.
—Así que ella le cogió el pene y empezó a frotarlo con la mano, ¿correcto? —Lo miró por encima de las gafas, y Sanders, abochornado, apartó la mirada brevemente. Al volver a mirarla, vio que ella no estaba nada abochornada, que su actitud era absolutamente profesional, que estaba muy por encima de todo aquello.
—Sí —dijo—. Eso fue lo que ocurrió.
—¿Y cómo reaccionó usted?
—Bueno. —Se encogió de hombros, un poco avergonzado—. Funcionó.
—Sintió excitación.
—Sí.
—¿Le dijo usted algo?
—¿Como qué?
—Sólo pregunto si le dijo usted algo.
—¿Como qué? No sé a qué se refiere.
—¿Le dijo usted algo, cualquier cosa?
—No lo sé. Supongo que sí. Me sentía muy incómodo.
—¿Recuerda qué dijo?
—Creo que decía «Meredith», una y otra vez, intentando que ella parara; pero ella me interrumpía o me besaba.
—¿Dijo usted algo más, aparte de «Meredith»?
—No me acuerdo.
—¿Cómo se sentía?
—Incómodo.
—¿Por qué?
—Me asustaba liarme con ella, porque es mi jefa y porque estoy casado, y no quiero tener complicaciones. No quiero mezclar el trabajo con el placer.
—¿Por qué no?
La pregunta lo cogió desprevenido:
—¿Que por qué no?
—Sí. —Lo miró a los ojos, desafiante—. Al fin y al cabo, estaba usted a solas con una mujer hermosa que lo deseaba. ¿Por qué no tener una aventura?
—Vaya.
—Mucha gente se lo preguntaría.
—Estoy casado.
—¿Y qué? Todo el mundo tiene relaciones extramatrimoniales.
—Bueno —dijo Sanders—. Mi mujer es abogada, y muy suspicaz.
—¿La conozco?
—Se llama Susan Handler. Trabaja en Benedict y King.
Fernández asintió con la cabeza.
—He oído hablar de ella. Bueno. Usted tenía miedo de que su mujer se enterara.
—Claro. Mire, cuando alguien tiene un lío con un compañero de trabajo se entera todo el mundo. Es inútil intentar ser discreto.
—Y a usted le preocupaba que aquello se supiera.
—Sí. Pero ése no fue el principal motivo.
—¿Cuál fue el principal motivo?
—Ella es mi jefa. No me gustaba la posición en que me encontraba. Mire, ella… tiene derecho a despedirme. Me sentía obligado a hacerlo. Fue muy desagradable.
—¿Se lo dijo?
—Lo intenté.
—¿De qué manera?
—No sé, lo intenté.
—¿Le indicó usted que su actitud no le parecía correcta?
—Sí, al final sí.
—¿Cómo?
—Bueno, al final, después de ese… preámbulo, o como quiera llamarlo, ella se había quitado las bragas y…
—Perdone. ¿Dice que se quitó las bragas?
—Bueno, se las quité yo.
—¿Le pidió ella que lo hiciera?
—No. Pero llegó un momento en que yo estaba bastante excitado, estaba a punto de hacerlo, o por lo menos me lo estaba planteando.
—Iba a realizar el coito. —Ms. Fernández recuperó su frialdad.
—Sí.
—Se convirtió usted en un participante activo.
—Sí. Por unos momentos.
—¿En qué sentido actuó como participante activo? ¿Le tocó el cuerpo, los pechos o los genitales sin incitación de ella?
—No lo sé. Ella lo estaba incitando todo.
—Me refiero a si actuó usted voluntariamente. Si lo hizo por sí mismo. O si ella, por ejemplo, le cogió la mano y la colocó sobre su…
—No. Lo hice por mí mismo.
—¿Qué me dice de sus anteriores reservas?
—Estaba excitado. En ese momento no me importaba.
—Muy bien. Continúe.
Sanders se secó la frente y dijo:
—Estoy siendo muy sincero con usted.
—Eso es exactamente lo que debe hacer. Es lo mejor que puede hacer. Continúe, por favor.
—Ella estaba echada en el sofá con la falda levantada, y quería que yo la penetrara. Gemía y decía «No, no», y de pronto volví a sentir que yo no quería hacerlo, así que dije: «Es verdad, no». Me levanté del sofá y empecé a vestirme.
—Usted interrumpió el encuentro voluntariamente.
—Sí.
—¿Porque ella había dicho «No»?
—Eso fue sólo una excusa. En realidad me sentía incómodo.
—Bien. Así que se levantó del sofá y empezó a vestirse…
—Sí.
—¿Y dijo usted algo? ¿Dio algún tipo de explicación?
—Dije que no me parecía que aquello fuera correcto.
—¿Cómo reaccionó ella?
—Se enfadó. Empezó a arrojarme objetos. Luego empezó a golpearme y a arañarme.
—¿Y cómo reaccionó usted?
—Intentaba vestirme y salir de allí.
—¿No respondió directamente a sus ataques?
—Bueno, hubo un momento en que la empujé para apartarla de mí, y ella tropezó con una mesa y cayó al suelo.
—Lo dice como si la hubiera empujado en defensa propia.
—Sí, así es. Ella me estaba arrancando los botones de la camisa. Quería irme a casa y no me agradaba que mi mujer viera la camisa en aquel estado, por eso la empujé.
—¿Hizo usted algo que no fuera en defensa propia?
—No.
—¿La golpeó?
—No.
—¿Está seguro?
—Sí.
—Muy bien. ¿Qué ocurrió a continuación?
—Me arrojó una copa de vino. Pero yo casi me había vestido. Cogí mi teléfono del alféizar y entonces…
—Perdone. ¿Cogió su teléfono? ¿Qué teléfono?
—Llevo un teléfono portátil. —Lo sacó del bolsillo y se lo enseñó—. Todos los empleados tenemos uno, porque los fabricamos nosotros. Yo lo había utilizado para hacer una llamada desde su despacho, cuando ella empezó a besarme.
—¿Estaba usted llamando por teléfono cuando ella empezó a besarlo?
—Sí.
—¿Con quién hablaba?
—Con un contestador automático.
—Ya. —Aquello la decepcionó—. Continúe, por favor.
—Cogí mi teléfono y salí del despacho. Ella me gritaba que no podía hacerle aquello, que me mataría.
—¿Y cómo reaccionó usted?
—No dije nada. Me marché.
—¿Qué hora era?
—Alrededor de las siete menos cuarto.
—¿Alguien lo vio salir?
—La mujer de la limpieza.
—¿Sabe cómo se llama?
—No.
—¿La había visto antes?
—Llevaba un uniforme de la empresa de mantenimiento que se encarga de la limpieza de nuestras oficinas.
—Bien. ¿Y luego?
Sanders se encogió de hombros.
—Me fui a casa.
—¿Le contó a su mujer lo que había pasado?
—No.
—¿Se lo contó a alguien?
—No.
—¿Por qué?
—Supongo que estaba trastornado.
Ms. Fernández hizo una pausa y repasó sus notas. Luego añadió:
—Muy bien. Dice usted que ha sido víctima de acoso sexual. Y ha descrito una proposición muy directa por parte de esa mujer. Me pregunto si tratándose de su jefa le parecería a usted arriesgado rechazarla.
—Bueno, sí, estaba preocupado. Claro. Pero… no sé, ¿acaso no estoy en mi derecho de rechazarla? ¿No es de eso de lo que estamos hablando?
—Sí, está en su derecho, sin duda. Yo me refiero a sus sentimientos.
—Estaba muy disgustado.
—Sin embargo no quiso contarle a nadie lo que le había pasado. ¿No quiso compartir aquella desagradable experiencia con un colega, un amigo, un familiar…? ¿Con un hermano, por ejemplo? ¿Con nadie?
—No. Ni siquiera se me ocurrió. No sabía qué hacer ni qué pensar. Estaba trastornado. Lo único que quería era marcharme. Quería creer que no había ocurrido.
—¿Lo escribió? ¿En un diario, por ejemplo?
—No.
—Muy bien. Dice usted que no se lo contó a su mujer. ¿Diría que se lo ocultó?
Sanders vaciló.
—Sí.
—¿Suele ocultarle cosas a su mujer?
—No. Pero en este caso, estando implicada una ex novia mía, no creí que mi mujer se mostrara muy comprensiva. No quería involucrarla.
—¿Ha tenido usted otras aventuras?
—Esto no ha sido una aventura.
—Se lo pregunto en general. Me refiero a su relación con su esposa.
—No. No he tenido aventuras.
—Muy bien. Le aconsejo que se lo cuente a su mujer inmediatamente. Hágale un relato completo y detallado. Porque le aseguro que ella se enterará, si es que no se ha enterado ya. Por muy difícil que le resulte contárselo, si quiere preservar su relación debe ser completamente sincero con ella.
—De acuerdo.
—Y ahora volvamos a lo de anoche. ¿Qué pasó después?
—Meredith Johnson llamó a mi casa y habló con mi mujer.
Ms. Fernández enarcó las cejas.
—¿Se había imaginado usted que lo haría?
—No, claro que no. Cuando mi mujer me lo dijo me llevé un susto de muerte. Pero por lo visto estuvo muy simpática. Dijo que llamaba para decir que la reunión de esta mañana había sido aplazada a las ocho y media.
—Ya.
—Pero esta mañana, cuando llegué a la oficina, me enteré de que la reunión había empezado a las ocho.
—Y ha llegado tarde y ha quedado mal, etcétera.
—Sí.
—Y se imagina que Ms. Johnson lo hizo a propósito. —Era una afirmación.
—Sí.
Ms. Fernández consultó su reloj y dijo:
—Me temo que nos queda poco tiempo. Cuénteme brevemente qué ocurrió hoy.
Sanders describió la reunión de la mañana y su humillación en líneas generales, sin mencionar a Conley-White. Su discusión con Meredith. Su conversación con Phil Blackburn. La oferta de una promoción lateral. El hecho de que el traslado supondría la pérdida de los beneficios de la independencia. Su decisión de pedir consejo a un profesional.
Ms. Fernández hizo unas cuantas preguntas más y volvió a escribir en su bloc. Finalmente dejó la pluma.
—Muy bien. Creo que ya tengo suficiente información. Se siente usted ofendido e ignorado. Y se pregunta si verdaderamente se trata de un caso de acoso sexual.
—Exacto —replicó Sanders.
—Bien. De hecho, sí. Es un caso defendible, pero no sabemos qué pasaría si vamos a juicio. Basándome en lo que usted me ha contado, he de advertirle que sus argumentos no son convincentes.
Sanders se quedó de piedra.
—Dios mío —suspiró.
—Yo no hago las leyes. Me limito a hablarle con franqueza para que usted tome una decisión. Su situación no es fácil, Mr. Sanders.
Ms. Fernández retiró la butaca de la mesa y empezó a meter papeles en su maletín.
—Sólo dispongo de cinco minutos —añadió—, pero permítame explicarle en qué consiste, según la ley, el acoso sexual. Muchos de mis clientes tienen una idea equivocada. Desde mediados de los años ochenta, el EEOC ha establecido pautas que más adelante han sido aclaradas por la jurisprudencia. Las definiciones son bastante explícitas. Según la ley, para calificar una queja de acoso sexual, el comportamiento debe implicar tres elementos. En primer lugar, debe ser sexual. Eso significa, por ejemplo, que hacer una broma profana o escatológica no constituye acoso sexual, aunque un oyente pueda encontrarla ofensiva. La conducta debe ser de naturaleza sexual. En su caso, no hay duda respecto al elemento sexual explícito, según lo que usted me ha contado.
—Entiendo.
—Segundo: el comportamiento debe ser mal recibido. Los tribunales distinguen entre el comportamiento voluntario y el comportamiento bien recibido. Por ejemplo, una persona puede tener una relación sexual con un superior, y evidentemente es voluntaria, porque no hay nadie apuntándole con una pistola. Pero los tribunales comprenden que el empleado pueda sentir que no tiene más opción que aceptar, y por lo tanto no participa en la relación sexual libremente. En ese caso no es bien recibida.
»Para determinar si el comportamiento es verdaderamente mal recibido, los tribunales estudian el comportamiento en términos generales. ¿Hizo el empleado chistes obscenos en el lugar de trabajo, dando a entender que no le molestaría que otros hicieran también chistes semejantes? ¿Participaba el empleado rutinariamente en chanzas sexuales semejantes? ¿Participaba el empleado rutinariamente en chanzas sexuales con otros empleados? Si el empleado se implicó en una relación, ¿permitió a su superior entrar en su apartamento, visitó al superior en un hospital, o lo vio en algún momento en que no fuera estrictamente necesario, o hizo cualquier otra cosa que sugiera que estaba participando activa y voluntariamente en la relación? Además, el tribunal intenta averiguar si el empleado dijo alguna vez a su superior que su comportamiento no era bien recibido, si el empleado se quejó a otras personas de la relación, o intentó llevar a cabo alguna acción para escapar a una situación inoportuna. Esa consideración adquiere mayor importancia cuando el empleado ocupa un cargo importante y presuntamente goza de mayor libertad de acción.
—Pero yo no se lo dije a nadie.
—No. Y tampoco se lo dijo a ella. Por lo menos explícitamente.
—No sabía cómo hacerlo.
—Lo comprendo, pero es un problema. El tercer elemento es la discriminación sexual. Lo más común es el quid pro quo: el intercambio de favores sexuales por la posibilidad de conservar el empleo o conseguir un ascenso. Esa amenaza puede ser explícita o implícita. Si le he entendido bien, usted opina que Ms. Johnson puede despedirlo.
—Sí.
—¿Cómo ha llegado a esa conclusión?
—Me lo dijo Phil Blackburn.
—¿Explícitamente?
—Sí.
—¿Y Ms. Johnson? ¿Hizo alguna oferta supeditada al sexo? ¿Hizo alguna alusión a su competencia para despedirlo?
—No exactamente, pero yo lo tenía presente.
—¿Cómo lo sabía?
—Decía cosas como: «Ya que vamos a trabajar juntos, podríamos divertirnos un poco». Y habló de tener relaciones durante los viajes de trabajo que haríamos juntos a Malasia, y cosas así.
—¿Lo consideró usted como una amenaza implícita a su empleo?
—Interpreté que si quería llevarme bien con ella, tendría que entenderme con ella.
—¿Y usted no quería hacerlo?
—No.
—¿Lo manifestó?
—Dije que estaba casado y que las cosas habían cambiado.
—En circunstancias normales, esa única declaración serviría para establecer su caso. Si hubiera algún testigo.
—Pero no lo hubo.
—No. Bien, hay una última consideración. La llamamos ambiente de trabajo hostil: situaciones en que un individuo es acosado en una serie de incidentes que en sí mismos pueden no ser sexuales, pero que acumulativamente se convierten en acoso basado en el sexo. No me parece que usted pueda recurrir a ambiente de trabajo hostil con este único incidente.
—Sí, claro.
—Desgraciadamente, el incidente que usted describe no es tan claro como debería ser. Si lo despidieran, por ejemplo, sería diferente.
—De hecho yo considero que me han despedido —dijo Sanders—. Porque van a apartarme del departamento y no podré participar en la escisión.
—Lo comprendo. Pero la oferta de la empresa de traslado complica las cosas, porque la empresa puede argumentar, y creo que con mucho éxito, que no le debe nada más que una promoción lateral. Que nunca le han prometido los huevos de oro de una escisión. Que esa escisión es hipotética, y que podría no realizarse. Que la empresa no está obligada a compensarle por sus esperanzas, por alguna vaga ilusión de un futuro que podría no llegar nunca. Así pues, la compañía argumentará que una promoción lateral es completamente aceptable, y que si usted la rechaza no estará siendo razonable. Que usted está dimitiendo y que ellos no le despiden. Le echarán el muerto a usted.
—Eso es ridículo.
—La verdad es que no. Supongamos, por ejemplo, que usted se entera de que tiene un cáncer terminal y de que le quedan seis meses de vida. ¿Estaría la empresa obligada a pagar los beneficios de la escisión a sus herederos? Está claro que no. Si usted está trabajando en la empresa cuando ésta se escinde, participa. Si no, no participa. La empresa no tiene más obligaciones que ésas.
—Lo dice como si fuera mejor que tuviera cáncer.
—No, lo que digo es que está furioso, y cree que la empresa le debe algo que el tribunal no considerará que le debe. Por mi experiencia, las demandas de acoso sexual siempre tienen este ingrediente. La gente está furiosa y se siente agraviada, y cree que tiene derechos que sencillamente no tiene.
Sanders suspiró.
—¿Cambiarían las cosas si yo fuera mujer?
—En principio no. Hasta en los casos más claros las situaciones más extremas e infames, el acoso sexual es muy difícil de demostrar. La mayoría de los casos ocurren como el suyo: en privado y sin testigos. Es la palabra de uno contra la del otro. En esas circunstancias, cuando no existen pruebas, suele haber un prejuicio contra el hombre.
—Ya.
—Aun así, la mayoría de las demandas por acoso sexual las presentan hombres. Casi siempre contra supervisores varones. No obstante, hay demandas de hombres contra mujeres. Y esos casos están aumentando debido a que cada vez hay más mujeres en puestos directivos.
—No lo sabía.
—No es un tema del que se hable mucho —dijo ella, mirándolo por encima de la montura de las gafas—. Pero sucede. Y desde mi punto de vista, es lógico.
—¿Por qué?
—El acoso está relacionado con el poder. Es el ejercicio del poder indebido por parte de un superior hacia un subordinado. Ya sé que la opinión de que las mujeres son distintas a los hombres está de moda, y que las mujeres no acosan a sus empleados. Pero yo he visto muchas cosas. He visto y he oído todo lo imaginable, y muchas cosas que no creería si yo le contara. Eso me da otra perspectiva. Personalmente, no me entretengo demasiado con las teorías. Tengo que ocuparme de los hechos. Y basándome en los hechos, no veo demasiadas diferencias entre el comportamiento de los hombres y las mujeres. Por lo menos, nada en lo que se pueda confiar.
—Entonces, ¿usted cree mi historia?
—No se trata de que yo le crea. Se trata de si usted puede poner una demanda y de qué debería hacer en su situación. Tengo que decirle que no es la primera vez que me cuentan una cosa así. No es el primer hombre que me pide que lo represente.
—¿Qué me aconseja?
—No puedo aconsejarle —dijo Fernández con tono enérgico—. La decisión a que se enfrenta es demasiado difícil. Lo único que puedo hacer es exponer la situación. —Pulsó el botón de su intercomunicador—: Bob, diles a Richard y a Eileen que traigan el coche. Los espero en la puerta principal. —Miró de nuevo a Sanders y añadió—: Déjeme repasar sus problemas. Uno: usted dice que se vio envuelto en una situación íntima con una mujer muy atractiva y más joven que usted, pero que la rechazó. Sin testigos y sin pruebas que lo demuestren, no va a ser fácil contarle esa historia a un tribunal.
»Dos: si presenta un pleito, la empresa lo despedirá. El juicio tardará como mínimo tres años en celebrarse. Tiene que pensar cómo se ganará la vida durante ese tiempo. Cómo cubrirá los pagos de la hipoteca de su casa y el resto de sus gastos. Y tendrá que pagar todas las costas del juicio, lo que supone un mínimo de cien mil dólares. No sé si querrá hipotecar la casa para pagarlo, pero algo tendrá que hacer.
»Tres: el pleito sacará todo a la luz. Saldrá en los periódicos y en las noticias de la televisión durante años, antes de que empiece el juicio. No puedo describir lo destructiva que es esa experiencia, para usted, su mujer y su familia. Muchas familias no superan la etapa previa al juicio. Hay divorcios, suicidios, enfermedades. Es muy difícil.
»Cuatro: teniendo en cuenta la oferta de promoción lateral, no estoy segura de qué indemnización podemos reclamar. La empresa dirá que usted no tiene argumentos, y nosotros tendremos que refutarlo. Pero incluso con una victoria, usted podría acabar con sólo unos doscientos mil dólares, descontando los gastos, y tres años de su vida malgastados. Y la empresa puede apelar, por supuesto, y retrasar el pago.
»Cinco: si pone un pleito, no volverá a trabajar nunca. En teoría no debería ser así, pero en la práctica nadie lo contratará. Así es como funcionan estas cosas. Si tuviera cincuenta y cinco años, sería diferente. Pero sólo tiene cuarenta y uno. No sé si está dispuesto a tomar esa decisión.
—Por el amor de Dios —suspiró Sanders.
—Lo siento, pero así son los litigios.
—Pero es injusto.
Ms. Fernández se puso la gabardina:
—Desgraciadamente, la ley no tiene nada que ver con la justicia, Mr. Sanders. No es más que un método para resolver las disputas. Como sistema, es catastrófico. Malísimo. Pero es el único que tenemos. —Cerró su maletín y tendió la mano—: Lo lamento, Mr. Sanders. Me gustaría que fuera de otra manera. Por favor, no dude en llamarme si tiene alguna otra pregunta.
Salió presurosa del despacho. Sanders se quedó sentado donde estaba; al cabo de un momento entró la secretaria.
—¿Puedo ayudarlo en algo?
—No —respondió Sanders, meneando la cabeza lentamente—. No, gracias; ya me iba.
En el coche, de camino al tribunal, Louise Fernández comentó la historia de Sanders con los dos colegas que la acompañaban. Eileen, la abogada, le dijo:
—¿No le crees?
—Quién sabe —repuso Fernández—. Ocurrió en privado. No hay forma de saberlo.
La abogada meneó la cabeza:
—Yo no me creo que una mujer pueda actuar con tanta agresividad.
—¿Por qué no? —dijo Fernández—. Imagínate que no fuera un caso de acoso sexual. Imagínate que estuviéramos hablando de una promesa entre un hombre y una mujer. El hombre asegura que en privado le han prometido una gratificación, pero la mujer lo niega. ¿Supondrías que el hombre miente, porque una mujer nunca actuaría así?
—No, en ese caso no.
—En ese caso pensarías que cualquier cosa es posible.
—Pero aquí no estamos hablando de un contrato —repuso la abogada—, sino de una conducta sexual.
—Así pues, crees que las mujeres son impredecibles en sus negociaciones contractuales, pero estereotipadas en sus negociaciones sexuales.
—No sé si estereotipadas es la mejor palabra…
—Acabas de decir que no te crees que una mujer pueda actuar con tanta agresividad respecto al sexo. ¿No es eso un estereotipo?
—No exactamente. No es un estereotipo, porque es cierto. Las mujeres son distintas a los hombres en lo que refiere a sexo.
—Y los negros tienen ritmo —dijo Fernández—. Los asiáticos son adictos al trabajo. Y los hispanos no…
—Pero esto es diferente. Existen estudios sobre esto. Los hombres y las mujeres ni siquiera hablan entre ellos de la misma forma.
—Ah, te refieres a esos estudios como los que demuestran que las mujeres son peores en los negocios y el pensamiento estratégico.
—No. Esos estudios son erróneos.
—Ya. Esos estudios son erróneos. Pero los estudios sobre las diferencias sexuales son correctos.
—Sí, claro. Porque el sexo es fundamental. Es un instinto primario.
—No veo por qué. Se utiliza para todo tipo de propósitos. Como recurso para relacionarse, para apaciguar, para provocar, como oferta, como arma, como amenaza. El sexo se utiliza de muchas maneras, y pueden ser complicadas. ¿Estás de acuerdo?
La abogada se cruzó de brazos.
—No, yo no lo veo así.
El joven abogado intervino por primera vez:
—Así pues, ¿qué le has aconsejado? ¿Que no ponga el pleito?
—No. Pero le he dicho cuáles eran sus problemas.
—¿Qué crees que debería hacer?
—No lo sé —reconoció Fernández—. Pero sé lo que debería haber hecho.
—¿Qué?
—Es terrible decirlo. Pero en el mundo real, y sin testigos, a solas en el despacho de su jefa… Supongo que tendría que haberle seguido la corriente y tirársela. Porque ahora ese desdichado no tiene salida. Si no se anda con cuidado, habrá arruinado su vida.
Sanders bajó lentamente hacia Pioneer Square. Ya no llovía, pero la tarde se había quedado húmeda y gris. El pavimento de la pronunciada pendiente estaba mojado. Los pisos más altos de los rascacielos desaparecían en la neblina.
No sabía exactamente qué se había imaginado que le diría Louise Fernández, pero sin duda no esperaba un panorama detallado de despidos, hipotecas y desempleo.
Sanders se sentía desbordado por el súbito giro que había dado su vida, y por la conciencia de la precariedad de su existencia. Dos días atrás era un ejecutivo de éxito con un puesto sólido y un futuro prometedor. Ahora se enfrentaba a la desgracia, la humillación, la pérdida de su empleo. La sensación de seguridad se había desvanecido.
Pensó en todas las preguntas que le había hecho Fernández, preguntas que a él no se le habían ocurrido. Por qué no lo había contado a nadie. Por qué no lo había escrito. Por qué no le había dicho a Meredith explícitamente que su actitud resultaba inoportuna. Fernández operaba en un mundo de reglas y distinciones que él no entendía, que nunca se le habían ocurrido. Y ahora resultaba que esas distinciones eran de vital importancia.
Se encuentra usted en una situación bastante difícil, Mr. Sanders.
Y sin embargo, ¿cómo habría podido impedirlo? ¿Qué debería haber hecho? Consideró las posibilidades.
Habría podido llamar a Blackburn justo después de la reunión con Meredith, y contarle que Meredith había abusado de él. Habría podido llamar desde el ferry. Presentar su queja antes de que ella presentara la suya. ¿Habría servido de algo? ¿Qué habría hecho Blackburn?
Meneó la cabeza, pensativo. No habría servido de nada. Porque Meredith estaba ligada a la estructura de poder de la empresa, y Sanders no. Meredith era una jugadora de equipo; tenía poder, aliados. Ésa era la conclusión. Sanders no contaba. No era más que un técnico, una pieza del engranaje. Su función era llevarse bien con su nueva jefa, y había fracasado. Cualquier cosa que hiciera ahora sólo se interpretaría como una queja. O peor aún; estaría denunciando a un superior. Y eso no le gustaba a nadie.
¿Qué podía haber hecho?
Mientras lo pensaba, recordó que no habría podido llamar a Blackburn justo después de la reunión porque su teléfono portátil se había quedado sin batería.
Lo asaltó la imagen de un coche. Un hombre y una mujer en un coche, yendo a una fiesta. Alguien le había contado en una ocasión… Una historia sobre una pareja que iba en un coche.
No conseguía recordarlo.
Había muchas razones por las que el teléfono había podido quedarse sin batería. La explicación más probable era la memoria nicad. Los nuevos teléfonos utilizaban baterías recargables de níquel y cadmio, y si no se descargaban completamente entre una y otra carga, las baterías podían adaptarse por sí solas a una duración más corta. Nunca sabías cuándo iba a pasar. Sanders ya había tenido que tirar baterías en otras ocasiones, porque habían desarrollado una memoria corta.
Cogió su teléfono y lo puso en marcha. La luz se encendió. Hoy la batería funcionaba bien.
Pero había algo…
En un coche.
Algo en lo que no estaba pensando.
Yendo a una fiesta.
Frunció el ceño. No lo recordaba.
Pero eso lo hizo pensar de nuevo: ¿en qué más no estaba pensando? Porque mientras consideraba la situación, empezó a tener la inquietante sensación de que algo se le escapaba. Y tenía la impresión de que también a Fernández se le había escapado. Había algo que no había surgido en su conversación con ella. Había algo que todo el mundo daba por supuesto, aunque…
Meredith.
Algo relacionado con Meredith.
Ella lo había acusado de acoso sexual. Había acudido a Blackburn y lo había acusado a la mañana siguiente. ¿Por qué lo había hecho? Debía de sentirse culpable por lo que había ocurrido en la reunión. Y quizá temía que Sanders la acusara, y por eso decidió acusarlo ella primero. Visto así, su acusación era comprensible.
Pero si verdaderamente Meredith tenía poder, qué sentido tenía sacar aquel tema. Habría podido acudir a Blackburn y decirle: «Mira, lo de Tom no funciona. No me aclaro con él. Hemos de hacer un cambio». Y Blackburn habría accedido.
Pero en lugar de eso lo había acusado de acoso sexual. Y eso tenía que haberle resultado incómodo. Porque el acoso implicaba una pérdida de control. Significaba que ella no había podido controlar a su subordinado en una reunión. Aunque hubiera pasado algo desagradable, un superior nunca lo habría mencionado.
El acoso sexual está relacionado con el poder.
El caso de una secretaria hostigada por un hombre más fuerte y poderoso era diferente. Pero en este caso Meredith era el superior. Ella tenía todo el poder. ¿Qué motivo tenía para acusar a Sanders? Porque el caso era que los subordinados no hostigaban a sus jefes. Eso no ocurría nunca. Tenías que estar loco para hostigar a tu jefe.
El acoso sexual está relacionado con el poder. Es el ejercicio del poder indebido por parte de un superior hacia un subordinado.
Al acusar a Sanders de acoso sexual, Meredith, paradójicamente, estaba admitiendo que ella era su subordinada. Y ella nunca haría eso. Al contrario: Meredith era nueva y estaba deseando demostrar que dominaba la situación. Así pues, su acusación no tenía ningún sentido. A no ser que la estuviera utilizando para destruir a Sanders. El acoso sexual tenía la ventaja de ser una acusación de la que costaba mucho recuperarse. Eras presuntamente culpable hasta que se demostraba que eras inocente; y era muy difícil demostrar tu inocencia. Podía manchar la reputación de cualquier hombre, por muy frívola que fuera la acusación. En ese sentido, el acoso sexual era una acusación muy grave. La acusación más grave que ella podía presentar.
Pero ella había dicho que no pensaba presentar cargos. Y la pregunta era…
¿Por qué no?
Sanders se detuvo.
Era eso.
Me ha asegurado que no va a presentar cargos.
¿Por qué no iba a presentar cargos?
Cuando Blackburn lo dijo, Sanders no lo pensó. Louise Fernández no se lo había preguntado. Pero el caso era que el hecho de que Meredith renunciara a presentar cargos no tenía ningún sentido. Ya lo había acusado. ¿Por qué no demandarlo? ¿Por qué no llegar hasta el final?
Quizá Blackburn la había persuadido. Blackburn siempre estaba preocupado por las apariencias.
Pero a Sanders no le parecía que fuera eso lo que había pasado. Porque también una acusación formal podía llevarse discretamente. Podían realizarla dentro de la empresa.
Y para Meredith una acusación formal suponía muchas ventajas. Sanders era muy popular en DigiCom. Llevaba mucho tiempo en la empresa. Si su propósito era deshacerse de él, desterrarlo, ¿por qué no hacer una acusación oficial y dejar que la tormenta que se desatara en la empresa acabase con él?
Cuanto más lo pensaba, más le parecía que sólo había una explicación: Meredith no iba a demandarlo porque no podía.
No podía porque tenía algún otro problema.
Alguna otra cosa a tener en cuenta.
Estaba pasando algo más.
Podemos solucionar esto con discreción.
Sanders, lentamente, empezó a verlo todo diferente. Aquella mañana, en la reunión con Blackburn, el abogado no lo había ignorado, ni lo había desatendido. No, Blackburn estaba preocupado.
Blackburn estaba asustado.
Podemos solucionarlo con discreción. Es lo mejor para todos.
¿Qué quería decir con que era lo mejor para todos?
¿Qué problema tenía Meredith?
¿Qué problema podía tener?
Sanders estaba llegando a la conclusión de que sólo podía haber un motivo por el que Meredith no quisiera demandarlo.
Cogió el teléfono, llamó a United Airlines y reservó tres billetes de avión para Phoenix.
Luego llamó a su mujer.
—Eres un hijo de puta —dijo Susan.
Estaban sentados en un rincón de Il Terrazzo. Eran las dos, y el restaurante estaba prácticamente vacío. Susan había escuchado a su marido durante media hora, sin interrumpir ni hacer ningún comentario. Sanders le contó lo ocurrido en la reunión con Meredith, y lo que había pasado aquella mañana. La reunión con Conley-White. La conversación con Phil. La conversación con Louise Fernández. Ya había terminado. Ella lo miró fijamente.
—¿Sabes que podría llegar a odiarte? Hijo de puta. ¿Por qué no me dijiste que había sido novia tuya?
—No lo sé —confesó Sanders—. No quería hablar de eso.
—¿Que no querías hablar de eso? Me paso todo el día al teléfono con Adele y Mary Anne, ellas lo saben, y yo no. Es humillante, Tom.
—Bueno, ya sabes que últimamente he estado molesto y…
—No digas sandeces, Tom. Esto no tiene nada que ver conmigo. No me lo dijiste porque no quisiste.
—Susan, eso no…
—Sí, Tom, sí. Anoche te pregunté por ella. De haber querido habrías podido comentarlo. Pero no lo hiciste. —Susan meneó la cabeza—. Hijo de puta. Eres un gilipollas. Has organizado un buen lío. ¿Te das cuenta del lío en que te has metido?
—Sí —contestó Sanders, cabizbajo.
—No te hagas el arrepentido conmigo, gilipollas.
—Lo siento.
—¿Que lo sientes? Vete a la mierda. Desde luego, no puedo creerlo. Menudo gilipollas. Has pasado la noche con tu maldita amante.
—No he pasado la noche con ella. Y no es mi amante.
—¿Ah, no? ¿No era tu gran amor?
—No, no era «mi gran amor».
—¿En serio? ¿Pues por qué no me lo dijiste? —Agitó la cabeza y añadió—: Dime una cosa: ¿te la tiraste o no?
—No.
Susan lo miró fijamente mientras removía el café:
—¿Me estás diciendo la verdad?
—Sí.
—¿No te dejas nada? ¿Ninguna parte escabrosa?
—No. Nada.
—Entonces, ¿por qué te acusa?
—¿Qué quieres decir?
—No sé, debe de tener algún motivo para acusarte. Debes de haber hecho algo.
—Pues no. La rechacé.
—Ya. —Susan lo miró con el ceño fruncido—. Mira, Tom, esto no sólo te afecta a ti. Afecta a toda tu familia: a mí y a los niños.
—Ya lo sé.
—¿Por qué no me lo contaste? Si lo hubieras hecho anoche, te habría ayudado.
—Pues ayúdame ahora.
—Ahora no podemos hacer gran cosa —dijo Susan—. Ella ha hablado con Blackburn y te ha acusado. Ahora estás acabado.
—No estoy tan seguro.
—Créeme, no puedes hacer nada. Si vas a juicio, tu vida se convertirá en un infierno hasta que se celebre el juicio. Además, no creo que puedas ganar. ¡Un hombre que presenta una demanda de acoso sexual contra una mujer! Se reirán de ti.
—Tal vez.
—Créeme: se reirán. No puedes ir a juicio. Sólo puedes irte a vivir a Austin. Casi nada.
—He estado pensándolo —dijo Sanders—. Ella me ha acusado de acoso sexual, pero no quiere presentar una demanda. Me pregunto por qué.
—¿Qué más da? Puede tener miles de razones. Política de empresa. O Phil la persuadió. O Garvin. El motivo no importa, Tom. Enfréntate a la realidad: no puedes hacer nada. Ahora no, imbécil.
—Susan, ¿quieres tranquilizarte?
—Vete al infierno, Tom. Eres un mentiroso y un irresponsable.
—Susan…
—Llevamos cinco años casados. Me merezco algo más que esto.
—¿Quieres tranquilizarte? Estoy intentando hablar contigo. Creo que sí puedo hacer algo.
—No, Tom.
—Yo creo que sí. Esta situación es muy peligrosa para todo el mundo.
—¿Qué quieres decir?
—Supongamos que Louise Fernández tiene razón —explicó Sanders.
—Seguro que sí. Es muy buena abogada.
—Pero no lo veía desde el punto de vista de la empresa. Lo veía desde el punto de vista del demandante.
—Sí, bueno, tú eres el demandante.
—No, no lo soy. Soy un demandante en potencia.
Hubo un momento de silencio.
Susan lo miró fijamente, estudiando su semblante. Frunció el ceño. Sanders se dio cuenta de que lo había entendido.
—No lo dirás en serio.
—Sí.
—Estás loco.
—No. Piénsalo un poco. DigiCom está a punto de realizar una fusión con una empresa muy conservadora de la Costa Este. Una compañía que ya se ha retirado de una fusión porque uno de los empleados tuvo un pequeño problema de mala publicidad. Ese empleado utilizó un lenguaje un poco grosero al despedir a una secretaria temporal, y Conley-White interrumpió las negociaciones. Son muy puñeteros con la imagen pública. Y eso significa que lo último que quieren en DigiCom es un pleito por acoso sexual contra la nueva vicepresidenta.
—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo, Tom?
—Sí.
—Si lo haces, se pondrán histéricos. Harán todo lo posible por destruirte.
—Lo sé.
—¿Has hablado de esto con Max? Quizá deberías pedirle su opinión.
—Olvídate de Max. Es un viejo chalado.
—Yo hablaría con él. Esto no es tu especialidad, Tom. Tú nunca has sido un gallo de peleas. No sé si lo conseguirás.
—Creo que sí.
—Será muy desagradable. Dentro de un par de días lamentarás no haber aceptado el empleo de Austin.
—Me importa un cuerno.
—Pueden hacerte muchas guarradas, Tom. Perderás a tus amigos.
—Te digo que me importa un cuerno.
—Así pues, estás decidido.
—Sí. —Sanders consultó su reloj—. Susan, quiero que cojas a los niños y vayas a pasar unos días a casa de tu madre. —Su madre vivía en Phoenix—. Si te vas a casa ahora mismo y haces las maletas, puedes coger el avión de las ocho. He reservado tres billetes.
Susan lo miró como si él fuera un extraño:
—Lo vas a hacer… —dijo lentamente.
—Sí.
—En fin. —Susan se agachó, cogió su bolso del suelo y sacó su agenda.
—No quiero que tú ni los niños os veáis envueltos en esto —dijo Sanders—. No quiero que nadie les meta una cámara de televisión en las narices, Susan.
—Ya, ya. Espera un momento. —Miró qué compromisos tenía—. Esto puedo cambiarlo de día… Y puedo poner una conferencia… Sí. —Levantó la vista—: Sí, puedo irme por unos días. —Consultó su reloj—. Será mejor que vaya a hacer las maletas.
Salieron juntos del local. Estaba lloviendo; en la calle había una luz grisácea y triste. Susan lo miró y le dio un beso en la mejilla.
—Buena suerte, Tom. Ten cuidado.
—No te preocupes.
—Te quiero.
Susan se marchó. Él esperó un momento para ver si se volvía, pero no lo hizo.
Mientras se dirigía a su despacho, de pronto se dio cuenta de lo solo que se sentía. Susan se marchaba. Los niños se marchaban. Ahora estaba solo. Había imaginado que se sentiría aliviado, libre para actuar, pero se sentía abandonado y en peligro. Sintió frío y metió las manos en los bolsillos de su gabardina.
No había sabido llevar la conversación con Susan. Y ella estaría pensando en sus respuestas.
¿Por qué no me lo contaste?
No había contestado bien a aquella pregunta. No había sido capaz de expresar los sentimientos contradictorios que había experimentado aquella noche. Que se sentía sucio y culpable, que tenía la impresión de haber cometido algún error. Aunque en realidad no había cometido ningún error.
Habrías podido contármelo.
No había cometido ningún error, se dijo. Y entonces, ¿por qué no se lo había dicho? No lo sabía. Pasó por delante de una tienda de decoración y de un almacén de suministros de fontanería, con piezas de porcelana blanca en un escaparate.
No me lo contaste porque no quisiste.
Pero eso no tenía sentido. ¿Por qué no iba a querer contárselo? Sus pensamientos se vieron interrumpidos de nuevo por imágenes del pasado. El liguero blanco. Un cuenco de palomitas de maíz. La flor de la vidriera de la puerta del apartamento.
No digas sandeces, Tom. Esto no tiene nada que ver conmigo.
Sangre en el lavabo blanco, y Meredith riéndose. ¿De qué se reía? Ahora no se acordaba, era sólo una imagen aislada. Una azafata colocando una bandeja de comida en la mesita de su asiento. Una maleta encima de la cama. El televisor encendido, pero sin volumen. La flor de la vidriera, naranja y púrpura.
¿Has hablado con Max?
En eso tenía razón, pensó Sanders. Tenía que hablar con Max. Lo llamaría después de hablar con Blackburn.
Sanders llegó a su despacho a las dos y media. Le sorprendió ver que Blackburn lo esperaba allí, de pie tras el escritorio de Sanders, hablando por teléfono. Blackburn colgó, un poco desconcertado.
—Hola, Tom. Me alegro de que hayas vuelto. —Rodeó la mesa de Sanders—. ¿Qué has decidido?
—Lo he estado pensando —dijo Sanders mientras cerraba la puerta que daba al pasillo.
—¿Y bien?
—He decidido pedir a Louise Fernández, de Perry y Fine, que me represente.
Blackburn pareció desconcertado.
—¿Que te represente?
—Sí. En caso de que sea necesario ir a juicio.
—A juicio —repitió Blackburn—. ¿Con qué acusación, Tom?
—Acoso sexual, bajo el título VII —contestó Sanders.
—Eso sería muy imprudente, Tom. Muy imprudente —dijo Blackburn con tono afligido—. Te recomiendo que lo reconsideres.
—Llevo todo el día reconsiderándolo —dijo Sanders—. Pero el hecho es que Meredith Johnson abusó de mí, se me insinuó y yo la rechacé. Ahora está ofendida, y quiere vengarse de mí. Estoy dispuesto a ir a juicio si es necesario.
—Tom…
—Así están las cosas, Phil. Eso es lo que va a pasar si me trasladas a otro departamento.
Blackburn levantó ambas manos:
—Pero ¿qué esperas que hagamos nosotros? ¿Que traslademos a Meredith?
—Sí —respondió Sanders—. O que la despidáis. Eso es lo que suele hacerse con un supervisor hostigante.
—Pero te olvidas de que ella también te ha acusado a ti.
—Miente —repuso Sanders.
—Pero no hay testigos, Tom. No hay ninguna prueba. Los dos sois empleados de confianza. ¿Cómo quieres que decidamos a quién hemos de creer?
—Eso es problema tuyo, Phil. Lo único que tengo que decir es que soy inocente. Y estoy dispuesto a ir a juicio.
Blackburn se quedó de pie en medio del despacho, con el ceño fruncido.
—Louise Fernández es una buena abogada. No puedo creer que te haya recomendado esta actitud.
—No. Lo he decidido yo.
—Entonces eres muy imprudente —insistió Blackburn—. Estás poniendo a la empresa en una situación muy comprometida.
—La empresa es la que me está poniendo a mí en una situación comprometida.
—No sé qué decir. Espero que esto no nos obligue a despedirte.
Sanders lo miró fríamente y dijo:
—Yo también. Pero no estoy seguro de que la empresa haya tomado en serio mi queja. Hoy mismo iré a ver a Bill Everts, de Recursos Humanos, para cumplimentar un informe oficial de acoso sexual. Y voy a pedir a Louise que prepare los papeles necesarios para presentar una demanda en la Comisión de Derechos Humanos.
—Pero, Tom…
—Quiero que presente la demanda mañana a primera hora.
—No sé por qué tienes tanta prisa.
—No tengo ninguna prisa. Sólo voy a poner una demanda. Para que conste mi queja. Es el procedimiento normal.
—Pero esto es muy grave, Tom.
—Ya lo sé, Phil.
—Te voy a pedir un favor, como amigo.
—¿De qué se trata?
—No presentes todavía la demanda formal. Por lo menos ante la Comisión de Derechos Humanos. Danos la oportunidad de llevar a cabo una investigación interna.
—Pero si no estáis realizando ninguna investigación interna, Phil.
—Claro que sí.
—Esta mañana ni siquiera has querido oír mi versión de la historia. Me has dicho que no importaba.
—Eso no es cierto —dijo Blackburn—. Me has interpretado mal. Por supuesto que importa. Y te aseguro que escucharemos atentamente tu relato en el marco de la investigación.
—No lo sé, Phil —dijo Sanders—. No creo que la empresa pueda adoptar una postura neutral. Por lo visto todo apunta en contra de mí. Todo el mundo cree a Meredith, no a mí.
—Te aseguro que eso no es así.
—Pues a mí me lo parece. Esta mañana me has dicho que ella tiene muy buenos contactos. Muchos aliados. Lo has mencionado varias veces.
—Nuestra investigación será escrupulosa e imparcial. Pero en cualquier caso, considero razonable que esperes a que tengamos un resultado, antes de presentar una demanda formal.
—¿Cuánto quieres que espere?
—Treinta días.
Sanders rio.
—Es el período normal para una investigación.
—Si quisierais podríais hacerlo en un día.
—Pero tienes que comprenderlo, Tom. Ahora estamos muy ocupados con las reuniones de la fusión…
—Eso es asunto tuyo, Phil. Yo tengo otro problema. He sido tratado injustamente por mi superior, y creo que tengo derecho, como empleado con antigüedad en la empresa, a que mi queja se resuelva lo más rápido posible.
Blackburn suspiró.
—Está bien. Hablaremos más tarde. —Salió del despacho.
Sanders se dejó caer en su butaca y se quedó contemplando el vacío.
El espectáculo había empezado.
Un cuarto de hora más tarde, Blackburn se reunió con Garvin en la sala de reuniones de la quinta planta. También estaban presentes Stephanie Kaplan y Bill Everts, el director de Recursos Humanos de DigiCom.
Blackburn fue el primero en hablar:
—Tom Sanders ha buscado consejo profesional y nos amenaza con presentar una demanda judicial contra Meredith Johnson.
—Maldita sea —exclamó Garvin.
—El cargo es acoso sexual.
Garvin dio una patada a la pata de la mesa:
—Ese grandísimo bastardo…
—¿Qué dice que ocurrió? —preguntó Kaplan.
—Todavía no lo sé exactamente —explicó Blackburn—. Pero dice que Meredith se le insinuó en su despacho; que él la rechazó y que ahora ella quiere vengarse.
Garvin exhaló un profundo suspiro:
—Mierda —dijo—. Esto es justo lo que yo no quería que pasara. Podría ser un desastre.
—Ya lo sé, Bob.
—¿Es verdad lo que dice Sanders? —preguntó Kaplan.
—En estos casos nunca se sabe —dijo Garvin—. ¿A ti te ha dicho algo? —preguntó a Everts.
—No, todavía no. Supongo que lo hará.
—No podemos permitir que esto salga de aquí —dijo Garvin—. Eso es fundamental.
—Fundamental —repitió Kaplan, asintiendo con la cabeza—. Phil tiene que asegurarse de que no salga.
—Es lo que estoy intentando —dijo Blackburn—. Pero Sanders quiere poner una demanda mañana ante la Comisión de Derechos Humanos.
—¿Sería una demanda pública?
—Sí.
—¿Cuánto tarda en hacerse pública?
—Unas cuarenta y ocho horas, probablemente. Depende de lo rápido que vaya el papeleo en la comisión.
—Dios mío —dijo Garvin—. ¿Cuarenta y ocho horas? Pero ¿qué le pasa a Sanders? ¿No se da cuenta de lo que está haciendo?
—Creo que sí —dijo Blackburn—. Creo que lo sabe perfectamente.
—¿Chantaje?
—Bueno… presión.
—¿Has hablado con Meredith? —preguntó Garvin.
—No, no he vuelto a hablar con ella desde esta mañana.
—Alguien tiene que hablar con ella. Ya lo haré yo. Pero ¿cómo vamos a detener a Sanders?
—Le he pedido que esperara treinta días para presentar la demanda judicial, y que mientras tanto realizaríamos la investigación interna. Ha dicho que no. Dice que podemos realizar la investigación en un solo día.
—Bueno, en eso tiene razón —reconoció Garvin—. Y mejor será que la hagamos en un día, por la cuenta que nos trae.
—No sé si podremos, Bob —dijo Blackburn—. La ley obliga a la empresa a llevar a cabo una investigación concienzuda e imparcial. No podemos actuar con prisas ni…
—Por el amor de Dios —lo interrumpió Garvin—. Estoy harto de gilipolleces legales. ¿De qué estamos hablando? De dos personas, ¿no? Y sin testigos, ¿no? Entonces, sólo dos personas. ¿Cuánto se puede tardar en entrevistar a dos personas?
—Bueno, puede que no sea tan sencillo —insistió Blackburn.
—Sencillo, sencillo —dijo Garvin—. Esto sí es sencillo: Conley-White es una empresa obsesionada con su imagen pública. Venden libros de texto a consejos escolares que creen en el arca de Noé. Venden revistas infantiles. Tienen una marca de vitaminas. Y una fábrica de alimentos naturales para niños. Rainbow Mush, o algo así. Ahora Conley-White va a comprar nuestra empresa, y en plena adquisición una ejecutiva de alto nivel, la mujer que dentro de dos años ocupará la dirección ejecutiva, es acusada de requerir los favores de un hombre casado. ¿Sabes lo que harán si se enteran? Nos mandarán a paseo. Ya sabes que Ed Nichols está deseando encontrar un pretexto para desmantelar la fusión. Esto le viene como anillo al dedo. ¡Por Dios!
—Pero Sanders ya ha puesto en duda nuestra imparcialidad —dijo Blackburn—. Y no sé cuánta gente hay al corriente de los anteriores… problemas que…
—Unos cuantos —intervino Kaplan—. ¿Y no salió ese tema en una reunión de directivos el año pasado?
—Vayamos por partes —dijo Garvin—. Actualmente no tenemos ningún problema legal con los directivos de la empresa, ¿correcto?
—Sí —dijo Blackburn.
—Y no hemos perdido a ningún directivo en el último año. Nadie se ha retirado ni se ha ido a otra empresa.
—No.
—Bien. Pues que se joda. —Garvin se volvió hacia Everts—. Jack, quiero que revises los archivos de Recursos Humanos y que examines el historial de Sanders. Quiero saber si ha cumplido al pie de la letra todas sus obligaciones.
—Muy bien —dijo Everts—. Pero yo creo que está limpio.
—De acuerdo —dijo Garvin—. Supongamos que lo está. ¿Qué tenemos que hacer para que Sanders acceda a marcharse? ¿Qué quiere?
—Creo que quiere su empleo, Bob —dijo Blackburn.
—Pues no podemos dárselo.
—Ése es el problema —dijo Blackburn.
—¿Qué responsabilidad tenemos? —preguntó Garvin—. Suponiendo que fuéramos a juicio.
—No creo que Sanders tenga argumentos. Nuestra mayor responsabilidad consiste en respetar los procedimientos, y llevar a cabo una investigación concienzuda. Si no tenemos cuidado, Sanders podría ganar sólo por eso.
—Pues tendremos cuidado.
—Bueno, amigos —continuó Blackburn—. No puedo dejar de recomendaros mucha precaución. Esta situación es sumamente delicada, así que tenemos que cuidar mucho los detalles. Como dijo Pascal, «Dios está en los detalles». Y en este caso, dado el equilibrio entre las acusaciones, no puedo precisar con claridad cuáles son nuestras…
—Phil —lo interrumpió Garvin—. Basta ya.
—Mies —dijo Kaplan.
—¿Qué? —dijo Blackburn.
—Fue Mies van der Rohe el que dijo que Dios está en los detalles.
—¿Qué más da? —dijo Garvin, golpeando la mesa—. El caso es que Sanders no tiene argumentos. Pero nos tiene cogidos por los cojones. Y lo sabe.
Blackburn hizo una mueca de disgusto:
—Yo no lo expresaría exactamente así, pero…
—Pero ésa es la pura verdad.
—Sí.
—Es inteligente —dijo Kaplan—. Un poco inocente pero inteligente.
—Muy inteligente —dijo Garvin—. No olvidéis que yo le enseñé cuanto sabe. Va a ser un gran problema. —Miró a Blackburn—: Seamos realistas. ¿Con qué nos encontramos? Desde un punto de vista imparcial.
—Sí…
—Queremos trasladarlo.
—Sí.
—Muy bien. ¿Aceptaría un intermediario?
—No lo sé. Lo dudo.
—¿Por qué no?
—Normalmente sólo utilizamos intermediarios para resolver indemnizaciones de empleados que se marchan.
—¿Y qué?
—Creo que así es como él lo considerará.
—De todas formas hay que intentarlo. Dile que no es obligatoria, a ver si la acepta. Dale tres nombres y que él elija uno. Y que hablen mañana. ¿Tengo que hablar con él?
—Probablemente. Primero déjame probarlo a mí.
—De acuerdo.
—Bien, pero si recurrimos a un intermediario externo introducimos un elemento impredecible.
—¿Te refieres a que el intermediario podría fallar en contra de nosotros? Yo me arriesgaría —dijo Garvin—. Lo más importante es resolver este asunto. Discretamente y deprisa. No quiero darle a Ed Nichols el placer de volverse atrás. Hay una rueda de prensa el viernes a mediodía. Quiero que por entonces este asunto esté completamente olvidado, y quiero que Meredith Johnson sea presentada como la nueva responsable del departamento el viernes. ¿Todos tenéis claro lo que va a pasar?
Todos asintieron.
—Pues manos a la obra —dijo Garvin, y salió de la habitación.
Ya en el pasillo, Garvin se dirigió a Blackburn:
—Por Dios, qué jaleo. Estoy muy disgustado, Phil.
—Lo sé —dijo Blackburn, afligido.
—Esta vez has metido la pata, Phil. Habrías podido hacerlo mucho mejor. Muchísimo mejor.
—¿Cómo? ¿Qué querías que hiciera? Él dice que Meredith le atacó, Bob. Eso es muy grave.
—Meredith Johnson es vital para el éxito de esta fusión —dijo Garvin.
—Sí, Bob. Claro.
—Debemos conservarla.
—Ya. Pero los dos sabemos que en el pasado ella…
—Meredith ha demostrado un notable talento para los negocios —le interrumpió Garvin—. No voy a permitir que esas ridículas calumnias pongan en peligro su carrera.
Blackburn comprendió que Garvin respaldaba a Meredith sin ningún tipo de reservas. Garvin sentía una gran debilidad por Meredith desde hacía muchos años. Siempre que surgían críticas a Meredith, Garvin se las ingeniaba para cambiar de tema. Era imposible razonar con él. Pero ahora Blackburn se veía obligado a intentarlo.
—Bob, Meredith es un ser humano. Ya sabemos que tiene sus limitaciones.
—Sí —dijo Garvin—. Es joven, entusiasta y sincera. No le gustan los juegos sucios. Y por supuesto es una mujer. En eso consiste su verdadera limitación: en ser mujer.
—Pero, Bob…
—En serio, no lo soporto —prosiguió Garvin—. En esta empresa no hay mujeres en cargos importantes. En ninguna empresa. Los hombres lo dominan todo. Y cada vez que propongo colocar a una mujer, alguien empieza con los «peros». Estoy harto, Phil. Algún día habrá que levantar las barreras.
Blackburn suspiró. Garvin había vuelto a cambiar de tema.
—Bob, nadie te contradice…
—Sí, claro que sí. Tú me estás contradiciendo, Phil. Estás intentando convencerme de que Meredith no es la persona adecuada. Y te digo que si hubiera nombrado a otra mujer, habría otros pretextos por los que esa mujer no sería apropiada. Estoy harto, de verdad.
—Tenemos a Stephanie —dijo Blackburn—. A Mary Anne.
—Son sólo simbólicas. Claro, vamos a poner a una directora financiera, y a un par de mujeres en cargos intermedios. Para que todo el mundo esté contento. Pero sigue siendo lo mismo. No me negarás que cuando una chica joven, brillante y capacitada intenta abrirse paso en el mundo de los negocios, siempre hay cientos de pequeñas razones para impedir que prospere. Para que no alcance una posición de mayor poder. Pero al final siempre son meros prejuicios. Y esto tiene que acabar. Tenemos que dar una oportunidad decente a esas chicas jóvenes y brillantes.
—De todos modos, Bob, me parece prudente que conozcas el punto de vista de Meredith sobre esta situación.
—Lo haré. Sabré qué demonios ha pasado. Ella me lo contará. Pero de todas formas hemos de solucionarlo.
—Sí, Bob.
—Y espero que seas muy claro. Quiero que hagas todo lo necesario para resolverlo.
—Muy bien, Bob.
—Todo lo necesario —repitió Garvin—. Tienes que acorralar a Sanders. Asegúrate de que se siente acorralado. Hazle la vida imposible, Phil.
—Lo haré, Bob.
—Yo me encargo de Meredith. Tú encárgate de Sanders. Quiero que le hagas la vida imposible hasta que se largue.
Meredith Johnson estaba de pie junto a una de las mesas centrales del laboratorio del Departamento de Diseño, examinando las unidades Twinkle desmontadas con Mark Lewin. Al ver a Garvin se acercó a él.
—Hola, Bob. No sabes cómo lamento todo este asunto de Sanders.
—Nos está creando problemas —dijo Garvin.
—No he parado de darle vueltas a lo que ocurrió. Me he preguntado qué debería haber hecho. Pero él estaba fuera de sí.
Había bebido demasiado y se comportó muy mal. Ya sé que todos hemos hecho cosas así en algún momento, pero… —Se encogió de hombros—. En fin, lo siento.
—Por lo visto piensa presentar una demanda de acoso sexual.
—Es un error —dijo Meredith—. Pero supongo que es lógico. Quiere humillarme y ponerme en evidencia ante el resto del departamento.
—No lo permitiré —dijo Garvin.
—Estaba resentido por mi nombramiento y no aceptaba que yo fuera su superiora. Tenía que hacer todo lo posible para ponerme en mi sitio. Hay hombres así. —Movió la cabeza con tristeza—. Ahora está de moda hablar de la nueva sensibilidad de los hombres, pero me temo que hay muy pocos como tú, Bob.
—Lo que me preocupa —dijo Garvin— es que esta demanda pueda interferir con la fusión, Meredith.
—No veo por qué tiene que interferir. Creo que podemos controlar la situación.
—Si presenta una demanda ante la Comisión de Derechos Humanos, podemos tener problemas.
—¿Cómo? ¿Acaso va a presentar una demanda, fuera de la empresa?
—Sí.
Meredith se quedó contemplando el vacío. Aparentemente empezaba a perder la calma. Se mordió el labio:
—Eso podría resultar muy violento.
—Eso mismo opino yo. He enviado a Phil a hablar con él, a ver si podemos llegar a un acuerdo. Se trata de proponerle la intervención de un intermediario. Alguien como la juez Murphy. Estoy intentando organizar la sesión para mañana.
—Muy bien —dijo Meredith—. Puedo reorganizar mi agenda de mañana. Pero no sé qué podemos esperar. Estoy convencida de que Sanders no admitirá lo que ocurrió. Y no hay ninguna prueba, ni testigos.
—Me gustaría que me contaras qué fue lo que ocurrió exactamente.
—Oh, Bob —suspiró Meredith—. Cada vez que lo pienso, me siento tan culpable…
—No tienes por qué sentirte culpable.
—Lo sé, pero no puedo evitarlo. Si mi secretaria no hubiera tenido que marcharse, habría podido llamarla, y nada de esto habría ocurrido.
—Será mejor que me lo cuentes todo, Meredith.
—Sí, Bob. —Meredith se acercó a él y habló ininterrumpidamente, en voz baja, durante unos minutos. De pie a su lado, Garvin meneaba la cabeza, furioso.
Don Cherry plantó sus Nike en el borde de la mesa de Lewyn, y dijo:
—¿Y qué más? ¿Qué pasó cuando apareció Garvin?
—Garvin se quedó de pie en un rincón, cambiando el peso de pierna una y otra vez, como suele hacer. Esperando a que alguien se fijara en él. Sin decir nada, sólo esperando. Y Meredith estaba hablando conmigo de la unidad Twinkle que yo había desmontado en la mesa. Le estaba enseñando los defectos que hemos encontrado en los cabezales de láser…
—¿Y ella sabía de qué hablabas?
—Sí, más o menos. No es como Sanders, pero más o menos se enteraba. Aprende deprisa.
—Y su perfume es mejor que el de Sanders —dijo Cherry.
—Sí, me gusta su perfume —dijo Lewyn—. En fin…
—En fin, el perfume de Sanders deja bastante que desear.
—Sí. Bueno, Garvin se cansa de dar brincos y suelta una discreta tosecilla, y Meredith va a Garvin y dice «Oh», con una voz ligeramente estremecida, ya me entiendes. Una inspiración breve e intensa…
—Ya, ya. Inconfundible, ¿no?
—Bueno, de eso se trata. Se va acercando hacia él y él extiende un brazo hacia ella. Te aseguro que parecían dos amantes que corren a abrazarse en cámara lenta…
—Huuuuy —dijo Cherry—. La mujer de Garvin se va a cabrear.
—Pero curiosamente —prosiguió Lewyn— cuando al final están juntos, lado a lado, no parecen eso en absoluto. Se ponen a hablar y ella empieza a hacer gorgoritos y a pestañear, y él es un tío tan duro que no lo reconoce, pero está surtiendo efecto.
—Porque ella es guapa de verdad —dijo Cherry—. Reconócelo, hombre. Está bien parida.
—Pero el caso es que no parecen dos amantes. Yo los observo disimuladamente, y te digo que no son amantes. Es otra cosa. Es casi como si fueran padre e hija, Don.
—Oye, hay muchos tíos que se follan a sus hijas.
—No, no. ¿Sabes qué pienso? Que Bob se ve a sí mismo en ella. Ve algo que le recuerda cómo era él cuando era joven. Una energía, o algo así. Y te digo que ella lo hace a propósito, Don. Cuando él cruza los brazos, ella cruza los brazos. Él se apoya contra la pared, y ella se apoya contra la pared. Lo imita continuamente. Y te aseguro que desde lejos se parece a él, Don.
—No…
—Sí. Piénsalo.
—Tendría que ser desde muy lejos. —Cherry quitó los pies de la mesa y se levantó—. Entonces, ¿de qué va esto? ¿De seudo nepotismo?
—No lo sé. Pero Meredith tiene algún tipo de relación con él. No son sólo negocios.
—Oye —dijo Cherry—. Nada es sólo negocios. Eso lo aprendí hace mucho tiempo.
Louise Fernández entró en su despacho y dejó su maletín en el suelo. Leyó los mensajes telefónicos que había encima de su mesa y luego miró a Sanders:
—¿Qué ha pasado? Phil Blackburn me ha llamado tres veces esta tarde.
—Es que le he dicho que he contratado sus servicios, y que estoy preparado para presentar una demanda judicial. Y… bueno, le he dicho que mañana usted iba a presentar la demanda ante la Comisión de Derechos Humanos.
—No puedo presentar nada mañana. Y en cualquier caso no me parece aconsejable hacerlo. Mr. Sanders, no me gustan nada las falsas afirmaciones. No vuelva a hablar en mi nombre.
—Lo siento —se disculpó él—. Pero todo está pasando muy deprisa.
—Pues mejor que seamos sinceros. No me gusta, y si vuelve a ocurrir tendrá que buscarse otro abogado. —Esa frialdad otra vez. Esa súbita frialdad—. Veamos. Así que ha hablado con Blackburn. ¿Qué le ha dicho él?
—Me ha preguntado si aceptaría la intervención de un intermediario.
—De ninguna manera —dijo Fernández.
—¿Por qué no?
—Eso siempre beneficia a la empresa.
—Me ha dicho que no sería vinculante.
—Ni siquiera así. Es un regalo para ellos.
—Ha dicho que usted podría estar presente.
—Claro que puedo estar presente, Mr. Sanders. Eso no es ninguna concesión. En esas sesiones su abogado debe estar presente; de otro modo sería nula.
—Aquí están los tres nombres que me ha propuesto. —Sanders le pasó la lista.
—Era de esperar —dijo Fernández después de leer los nombres—. Hay uno mejor que los otros dos. Pero no me parece…
—Quiere que la sesión se celebre mañana.
—¿Mañana? —Fernández se quedó mirándolo y se recostó en la butaca—. Mr. Sanders, yo soy la primera que quiere resolver la cuestión cuanto antes, pero esto es ridículo. No podemos estar preparados mañana. Y como ya le he dicho, no me parece recomendable que acepte usted la intervención de un mediador, bajo ninguna circunstancia. ¿Hay algo de lo que no esté enterada?
—Sí —contestó Sanders.
—Pues cuéntemelo.
Sanders vaciló. Ella añadió:
—Cualquier información que me dé es estrictamente confidencial.
—Está bien. DigiCom va a ser adquirida por una empresa de Nueva York, Conley-White.
—Así que los rumores eran ciertos…
—Sí. Piensan anunciar la fusión el viernes en una rueda de prensa. Y piensan anunciar también el nombramiento de Meredith Johnson como vicepresidenta de la compañía, el mismo viernes.
—Ya. Por eso Phil tiene tanta prisa.
—Exacto.
—Y su queja supone un problema grave y apremiante para él.
Sanders asintió con la cabeza y dijo:
—Digamos que se presenta en un momento delicado.
Fernández guardó silencio un momento y lo miró por encima de la montura de las gafas.
—Lo había juzgado mal, Mr. Sanders —dijo la abogada—. Me había parecido usted un hombre tímido.
—Ellos me están obligando a hacer esto.
—Ya. —Le lanzó una mirada escrutadora. Luego pulsó el botón del intercomunicador—. Ted, tráeme la agenda. Tengo que cambiar unas cuantas cosas. Y di a Herb y a Alan que vengan. Que dejen lo que estén haciendo. Esto es más importante. —Apartó los papeles que tenía delante—. ¿Están disponibles los mediadores de la lista?
—Supongo que sí.
—Propondremos a Helen Murphy. La juez Murphy. A usted no le gustará, pero lo hará mejor que los otros. Intentaré convocar la sesión para mañana por la tarde. Necesitamos tiempo. Si no, a última hora de la mañana. ¿Es consciente del riesgo que corre? Supongo que sí. El juego que ha decidido jugar es muy peligroso. —Volvió a pulsar el botón del intercomunicador—. ¿Ted? Cancela la reunión con Roger Rosenberg. Cancela la cita de las seis con Ellen. Llama a mi marido y dile que no iré a cenar. —Miró a Sanders—: Usted tampoco. ¿Quiere llamar a su casa?
—Mi mujer y mis hijos se van de la ciudad esta noche.
Fernández levantó las cejas:
—¿Se lo ha contado todo?
—Sí.
—Así que se lo ha tomado en serio.
—Sí. Muy en serio.
—Bien. Mejor que así sea. Sinceramente, Mr. Sanders, lo que usted está haciendo no es estrictamente un procedimiento legal. Básicamente está tocando los puntos débiles.
—Sí, así es.
—De aquí al viernes, ejercerá una considerable presión sobre la empresa.
—Lo sé.
—Y ellos sobre usted, Mr. Sanders. Ellos sobre usted.
Lo llevaron a la sala de reuniones, donde se sentó con cinco personas provistas de papel y bolígrafo. Fernández se sentó entre dos jóvenes abogados, una mujer llamada Eileen y un hombre llamado Robert. Había también dos detectives, Herb y Alan: uno era alto y atractivo; el otro, rechoncho y de cutis estropeado, llevaba una cámara colgada del cuello.
Fernández pidió a Sanders que volviera a contar su historia con más detalle. Ella lo interrumpía para hacer preguntas y anotaba horas, nombres y detalles concretos. Los dos abogados no dijeron nada, pero Sanders tuvo la firme impresión de que la mujer no le era favorable. Los dos detectives tampoco hablaron demasiado, salvo en determinados momentos. Cuando Sanders mencionó a la secretaria de Meredith, Alan, el guapo, dijo:
—¿Puede repetir su nombre?
—Betsy Ross.
—¿Trabaja en la quinta planta?
—Sí.
—¿A qué hora termina?
—Anoche se marchó a las seis y cuarto.
—Me gustaría provocar un encuentro casual con ella. ¿Podré subir a la quinta planta?
—No. Los visitantes han de pasar por recepción, en el vestíbulo de la planta baja.
—¿Y si quiero entregar un paquete? ¿Puede encargarse Betsy de recibirlo?
—No. Los paquetes van a recepción central.
—Bien. ¿Y unas flores? ¿Podría entregarlas directamente?
—Sí, supongo que sí. ¿Flores para Meredith, por ejemplo?
—Sí —contestó Alan.
—Supongo que eso podría entregarlo en persona.
—Perfecto —dijo Alan, y tomó nota.
Cuando Sanders mencionó a la mujer de la limpieza que había visto al salir del despacho de Meredith volvieron a interrumpirle.
—¿Utilizan los servicios de una agencia?
—Sí. AMS, American Management Services. Está en…
—Ya la conozco. En Boyle. ¿A qué hora entra el personal de la limpieza en el edificio?
—Generalmente sobre las siete.
—Y esa mujer a la que usted no reconoció… ¿podría describirla?
—Tendría unos cuarenta años. Negra. Muy delgada, casi esquelética. Cabello canoso, rizado.
—¿Alta? ¿Baja?
—Normal —contestó Sanders encogiéndose de hombros.
—Eso no es gran cosa —comentó Herb—. ¿Algo más?
Sanders vaciló. Lo pensó un momento:
—La verdad es que no la vi bien.
—Cierre los ojos —dijo Fernández.
Sanders obedeció.
—Ahora respire hondo y relájese. Es ayer por la noche. Usted ha estado en el despacho de Meredith, la puerta ha estado cerrada casi una hora, ha tenido su experiencia con ella y ahora sale del despacho, se marcha… ¿Cómo se abre la puerta, hacia dentro o hacia fuera?
—Hacia dentro.
—Pues tira de la puerta… Sale… ¿Rápido o despacio?
—Rápido.
—Está en el pasillo. ¿Qué ve?
Sale por la puerta. Ya en el pasillo, ve los ascensores. Se siente desaliñado, aturdido, y espera que nadie lo vea. Mira a su derecha y ve la mesa de Betsy: limpia, vacía, la silla arrimada al borde de la mesa. Un bloc de notas. El ordenador cubierto con una funda de plástico. La lámpara encendida.
Mira a su izquierda, ve a una mujer de la limpieza junto a la mesa de la otra secretaria. Con su enorme carro de limpieza, la empleada levanta una papelera para vaciarla en la bolsa de plástico que cuelga de un extremo del carro. La mujer se detiene, lo mira con curiosidad. Él se pregunta cuánto tiempo lleva la empleada allí, qué habrá oído. En el carro hay una pequeña radio, se oye música.
«¡Te mataré por esto!», grita Meredith.
La mujer de la limpieza lo oye. Él aparta la mirada, avergonzado, y corre hacia el ascensor. Aterrorizado. Pulsa el botón.
—¿Puede ver a la mujer? —dijo Fernández.
—Sí, pero es todo tan rápido… Y yo no quería mirarla.
—¿Dónde está ahora? ¿En el ascensor?
—Sí.
—¿Puede ver a la mujer?
—No. No quería volver a mirarla.
—Muy bien, retrocedamos. No, no, siga con los ojos cerrados. Vamos a repetirlo. Respire hondo y expulse el aire lentamente… Muy bien… Esta vez lo verá todo a cámara lenta, como en una película. A ver… salga por la puerta… y dígame cuándo ve a la empleada por primera vez.
Sale por la puerta. Todo muy despacio. Mueve la cabeza lentamente, arriba y abajo, con cada paso que da. Sale fuera. La mesa a su derecha, ordenada, con la lámpara encendida. A la izquierda, la otra mesa, y la mujer levantando la…
—Ahora la veo.
—Muy bien, congele esa imagen. Como si fuera una fotografía.
—Bien.
—Ahora mírela.
De pie, con la papelera en la mano. Mirándolo fijamente, con expresión afable. Tiene unos cuarenta años. Cabello corto, rizos. Uniforme azul, como una camarera de hotel. Una cadena de plata alrededor del cuello… No, son unas gafas.
—Lleva unas gafas colgadas de una cadenilla metálica.
—Muy bien. Tómese todo el tiempo que necesite. No tenemos prisa. Mírela de arriba abajo.
—Sólo veo su cara…
Ella lo mira fijamente. Con expresión afable.
—No le mire la cara. Mírela de arriba abajo.
El uniforme. Una botella de líquido limpiador colgada de la cintura. Falda azul hasta las rodillas. Zapatos blancos. Como una enfermera. No. Zapatillas. No, son zapatillas de deporte, de suela gruesa, cordones oscuros. Los cordones tienen algo raro.
—Lleva una especie de zapatillas de deporte. Zapatillas de deporte de vieja.
—Muy bien.
—Los cordones tienen algo raro.
—¿Puede decirnos qué?
—No. Son oscuros. Pero hay algo raro…
—Muy bien. Abra los ojos.
Sanders obedeció y se encontró ante sus cinco espectadores:
—Ha sido muy extraño —dijo.
—Si tuviéramos tiempo —explicó Fernández—, organizaría una sesión con un hipnotizador profesional. Resulta muy útil. Pero ahora no tenemos tiempo. Son las cinco, chicos. Manos a la obra.
Los dos investigadores recogieron sus notas y salieron.
—¿Qué van a hacer?
—Si litigáramos —explicó Fernández— tendríamos derecho a deponer testigos potenciales, es decir, a interrogar a individuos de la empresa que pudieran aportar datos sobre el caso. En las actuales circunstancias no tenemos derecho a interrogar a nadie, porque usted ha aceptado una mediación privada. Pero si a una secretaria de DigiCom se le ocurre ir a tomar una copa con un atractivo mensajero después del trabajo, y si la conversación, casualmente, incluye un poco de cotilleo sobre los problemas sexuales que han surgido en la oficina…
—¿Podemos utilizar esa información?
Fernández sonrió.
—Primero veamos qué podemos averiguar —dijo—. Ahora quiero repasar algunos puntos de su relato, a partir de cuando decidió no tener relaciones sexuales con Ms. Johnson.
—¿Otra vez?
—Sí. Pero antes he de hacer varias cosas. Llamar a Phil Blackburn y organizar las sesiones de mañana. Y algunas cosas más.
Hagamos un descanso de dos horas. Mientras tanto, ¿ha limpiado ya su despacho?
—No.
—Pues será mejor que lo haga. Tiene que sacar todos los documentos personales o que lo puedan incriminar. A partir de ahora, no le sorprenda que hayan revuelto en sus cajones y archivos, que lean su correspondencia y escuchen sus mensajes telefónicos. Ahora todos los aspectos de su vida son públicos.
—Muy bien.
—Repase su mesa y sus archivos. Retire cualquier cosa personal.
—De acuerdo.
—Y su ordenador. Si tiene alguna contraseña, cámbiela. Elimine todos los archivos de naturaleza personal.
—De acuerdo.
—No se limite a sacarlos: asegúrese de que los borra, para que no se puedan recuperar.
—De acuerdo.
—No sería mala idea hacer lo mismo en su casa. Los cajones, los archivos y el ordenador.
—Muy bien. —¿En casa?, pensó Sanders. ¿Se atreverían a entrar en su casa?
—Si tiene algún documento que quiera conservar, entrégueselo a Robert —dijo Fernández, señalando al joven abogado—. Él los guardará en una caja fuerte. A mí no me lo diga. No quiero saber nada de eso.
—Está bien.
—A partir de ahora, si tiene que hacer alguna llamada comprometida no utilice el teléfono de su despacho, su teléfono portátil ni el teléfono de su casa. Utilice una cabina, y no cargue la llamada a su tarjeta de crédito, ni siquiera a la particular. Procúrese monedas y pague con ellas.
—¿Cree que es verdaderamente necesario?
—Me consta que sí. Veamos. ¿Hay algo en su historial dentro de la empresa que pudiera considerarse incorrecto?
Sanders se encogió de hombros:
—Me parece que no…
—¿Nada? ¿Está seguro? ¿Mintió sobre sus calificaciones escolares en la primera solicitud de empleo? ¿Alguna vez ha sido grosero con un empleado? ¿Han criticado en alguna ocasión su comportamiento o sus decisiones? ¿Ha sido usted objeto de alguna investigación interna de la compañía? ¿Ha hecho usted algo indebido, por insignificante que pueda parecer?
—Por Dios —exclamó Sanders—. Llevo doce años en la empresa.
—Piense en ello mientras limpia su despacho. Necesito saber si la empresa puede acusarlo de algo. Porque si pueden lo harán.
—De acuerdo.
—Y una cosa más. Por lo que me ha contado, deduzco que en la empresa nadie tiene muy claro por qué Johnson ha destacado tan deprisa del resto de los ejecutivos.
—Así es.
—Entérese.
—No será fácil —dijo Sanders—. Todo el mundo habla de ello, y por lo visto nadie lo sabe.
—Pero para los demás sólo son cotilleos. Para usted es vital. Necesitamos saber qué contactos tiene, y por qué. Si lo sabemos, a lo mejor podemos hacer algo. De lo contrario, Mr. Sanders, lo más probable es que nos hagan trizas.
A las seis volvió a las oficinas de DigiCom. Cindy estaba ordenando su mesa para marcharse.
—¿Hay alguna llamada? —dijo Sanders.
—Sólo una —contestó la secretaria, tensa.
—¿Quién era?
—John Levin. Ha dicho que era importante. —Levin era un ejecutivo competente. Cualquiera que fuera su problema, podía esperar.
Sanders se quedó mirando a Cindy. La encontró muy tensa, como a punto de llorar.
—¿Te pasa algo?
—No. Ha sido un día muy largo. —Se encogió de hombros: indiferencia estudiada.
—¿Hay algo que debería saber?
—No, no ha pasado nada. No ha habido ninguna otra llamada. —Cindy vaciló, y añadió—: Tom, sólo quiero que sepas que no creo lo que se dice por ahí.
—¿Qué se dice?
—Lo de Meredith Johnson.
—¿Qué le pasa?
—Dicen que intentaste abusar de ella.
Cindy lo miró, nerviosa y expectante. Sanders comprendió que Cindy no sabía qué pensar. Le entristecía que aquella mujer, que había trabajado con él tantos años, tuviera ahora tantas dudas sobre él.
—Es mentira, Cindy —dijo con firmeza.
—De acuerdo. Ya lo sabía. Pero todo el mundo…
—No hay nada de cierto.
—De acuerdo. —Cindy asintió con la cabeza, guardó su agenda en el cajón de la mesa. Estaba deseando marcharse—. ¿Me necesitas para algo?
—No.
—Buenas noches, Tom.
—Buenas noches, Cindy.
Entró en su despacho y cerró la puerta. Se sentó a su mesa y la miró un momento. No parecía que hubieran tocado nada. Encendió el monitor y empezó a repasar los documentos, intentando decidir qué tenía que sacar. Vio que la señal de e-mail parpadeaba. Lo consultó con desgana.
MENSAJES PERSONALES: 3
¿QUIERE LEERLOS AHORA?
Sanders pulsó la tecla. Apareció el primer mensaje:
LAS UNIDADES TWINKLE SELLADAS HAN SALIDO HOY POR EL DHL. LAS RECIBIRÁS MAÑANA. ESPERO QUE ENCONTRÉIS ALGO. JAFAR SIGUE GRAVEMENTE ENFERMO. DICEN QUE PODRÍA MORIR.
ARTHUR KAHN
Pulsó la tecla, y apareció otro mensaje:
ESTOS CAPULLOS TODAVÍA SIGUEN POR AQUÍ HACIENDO DE LAS SUYAS. ¿TE HAS ENTERADO DE ALGO?
EDDIE
Sanders no tenía tiempo para preocuparse por Eddie. Pulsó la tecla y apareció el último mensaje:
IMAGINO QUE NO HABRÁS LEÍDO LOS EJEMPLARES ATRASADOS DE COMLINE. EMPIEZA POR LOS DE HACE CUATRO AÑOS.
UN AMIGO
Sanders se quedó mirando la pantalla. ComLine era la revista interna de DigiCom, una publicación mensual que informaba de los ascensos, los nuevos fichajes, los niños que nacían, el calendario del campeonato de verano de béisbol, y cosas así. Sanders no le prestaba ninguna atención y no se imaginaba por qué tendría que hacerlo ahora.
¿Y quién era «Un amigo»?
Pulsó la tecla REPLY.
NO PUEDE RESPONDER. LA DIRECCIÓN DEL REMITENTE NO ESTÁ DISPONIBLE.
Pulsó la tecla SENDER INFO. Tenía que darle el nombre y la dirección del remitente del mensaje de e-mail. Pero lo que le mostró el ordenador fue lo siguiente:
DE UU5. PSI. COM. UWA. PCM. COM. EDU. CHARON MAR 16 JUN 04:43:31 OR DCCSYS. RECIBIDO: DE UUPSLS POR DCCSYS.DCC.COM ID AA02599: MAR 16 JUN 4:42:19 PST. RECIBIDO: DE UWA.PCM.COM.EDU POR UUS.PSI.COM (U.65B/4.0.071791 – PSI/PSINET). ID AA 28153; MAR 16 JUN 04:24:58 – 0500. RECIBIDO: DE RIVERSTYX.PCM.COM.EDU BY UWA.PCM.COM.EDU (4.1/SMI – 4.1). ID AA 15969; MAR 16 JUN 04:24:56 PST. RECIBIDO: DE RIVERSTYX.PCM.COM.EDU (920330.SGI/5.6). ID AA 00448; MAR 16 JUN 04:24:56 – 0500. FECHA: MAR 16 JUN 04:24:56 – 0500. DE: CHARON UWA. PCM.COM.EDU (UN AMIGO). MENSAJE – ID: <9112220924.AA90448 RTVERSTYX.PCM.COM.EDU> A: T SANDERS DCC.COM.
Sanders estaba atónito. El mensaje no procedía del interior de la empresa. Lo que tenía delante era una ruta de Internet, la vasta red informática que conectaba universidades, empresas, agencias del gobierno y usuarios privados. Sanders no estaba familiarizado con Internet, pero por lo visto el mensaje de «Un amigo», que en la red se llamaba CHARON, procedía de UWA.PCM.COM.EDU, que aparentemente era algún tipo de institución docente. Pulsó la tecla para imprimir, mientras pensaba que tendría que pasarle aquello a Bosak. De todas formas, tenía que ver a Bosak.
Cogió la hoja cuando la vertió la impresora y salió al pasillo. Luego volvió a su despacho y miró la pantalla. Decidió intentar contestar a aquella persona.
DE: T SANDERS DCC.COM
A: CHARON UWA.PCM.COM.EDU.
AGRADECERÉ MUCHO SU AYUDA.
Pulsó la tecla SEND. Luego intentó borrar el mensaje original y su respuesta.
LO SIENTO, ESE MENSAJE NO SE PUEDE BORRAR.
A veces los mensajes de e-mail estaban protegidos para que no pudieran borrarse.
Sanders tecleó: LIBERAR MENSAJE.
MENSAJE LIBERADO.
Tecleó: BORRAR MENSAJE.
LO SIENTO, ESE MENSAJE NO SE PUEDE BORRAR.
¿Qué demonios es esto?, pensó Sanders. El programa no funcionaba correctamente. Quizá la dirección de Internet lo había obstruido. Decidió borrar el mensaje del programa desde el nivel de control.
Tecleó: PROGRAMA.
¿QUÉ NIVEL?
Tecleó: SYSOP.
LO SIENTO, SUS PRIVILEGIOS NO INCLUYEN EL CONTROL DE SYSOP.
«Mierda», susurró Sanders. Habían entrado en el programa y le habían retirado sus privilegios. No podía creerlo. Tecleó: MOSTRAR PRIVILEGIOS
SANDERS, THOMAS L.
ÚLTIMO NIVEL DE USUARIO: 5 (SYSOP).
CAMBIOS DE NIVEL DE USUARIO: MAR 16 JUNIO 4:50 PM PST.
NIVEL DE USUARIO ACTUAL: 0.
Allí estaba: le habían retirado el acceso al programa. El nivel de usuario cero era el que tenían las secretarias de la empresa.
Sanders se reclinó en la butaca. Era como si acabaran de despedirlo. Por primera vez, empezó a darse cuenta de lo que se avecinaba.
No había tiempo que perder. Abrió el cajón de su mesa y vio que los lápices y los bolígrafos estaban ordenados. Alguien los había tocado. Abrió el cajón archivador. Sólo había media docena de dossiers; el resto se los habían llevado.
Ya habían revisado su mesa.
Se levantó rápidamente y salió del despacho; se dirigió al armario archivador que había detrás de la mesa de Cindy. El armario estaba cerrado, pero él sabía que Cindy guardaba la llave en su mesa. Encontró la llave y abrió los archivadores del año en curso.
El armario estaba vacío. No había ni un solo dossier. Se lo habían llevado todo.
Abrió el armario del año anterior: vacío.
El anterior: todo.
Todos los demás: vacíos.
Dios mío, pensó. Por eso había estado Cindy tan distante. Habían enviado a un pelotón aquella tarde para que se lo llevara todo.
Sanders cerró los armarios con llave, dejó la llave en la mesa de Cindy y se dirigió al piso inferior.
El despacho de prensa estaba en el tercer piso. Dentro sólo había una secretaria, que se disponía a cerrar.
—Oh, Mr. Sanders. Estaba a punto de marcharme.
—No se preocupe, no hace falta que se quede. Sólo quería consultar una cosa. ¿Dónde guardan los números atrasados de ComLine?
—Están en aquel estante de allí. —Señaló una hilera de revistas—. ¿Busca algo en particular?
—No, no. Puede marcharse.
La secretaria vacilaba, pero cogió su bolso y se dirigió a la puerta. Sanders se acercó al estante. Las revistas estaban ordenadas en montones de seis meses. Para asegurarse, empezó por los de cinco años atrás.
Empezó a hojearlas. No sabía qué estaba buscando, aunque suponía que era algo sobre Meredith Johnson.
Después de hojear dos montones encontró el primer artículo:
«Cupertino, 10 de mayo. Bob Garvin, presidente de DigiCom, ha anunciado hoy el nombramiento de Meredith Johnson como directora adjunta de Marketing y Promoción de Telecomunicaciones, bajo las órdenes de Howard Gottfried. Ms. Johnson, de 30 años, llega a nuestra empresa tras ocupar el cargo de vicepresidenta de Marketing en Conrad Computer Systems de Sunnyvale. Anteriormente ocupó el cargo de secretaria administrativa en Novell Network División, de Mountain View.
»Ms. Johnson, licenciada por la Universidad de Vassar y la Stanford Business School, se ha casado recientemente con Gary Henley, ejecutivo de marketing de CoStar. ¡Felicidades! Ms. Johnson aportará a DigiCom su considerable experiencia en el mundo empresarial, su excelente humor, y su habilidad como pitch de béisbol. ¡Un gran fichaje de nuestro equipo! ¡Bienvenida, Meredith!».
Pasó por alto el resto del artículo, que no decía nada importante. La fotografía que lo ilustraba mostraba a una chica de melena corta y mirada seria, con un toque de timidez y una boca firme. Pero parecía bastante más joven que ahora.
Sanders siguió hojeando las revistas. Consultó su reloj. Eran casi las siete, y quería llamar a Bosak. Llegó al final del año; las páginas estaban llenas de tonterías navideñas. Le llamó la atención una fotografía de Garvin y su familia («¡El jefe os desea felices fiestas!»), porque Bob aparecía con su anterior esposa y sus tres hijos alrededor de un árbol.
Se preguntó si en aquella época Garvin había empezado a salir con Emily. Nadie lo sabía. Garvin era muy reservado. Nunca sabías lo que estaba tramando.
Sanders cogió otro montón, el del año siguiente. Las predicciones de ventas de enero («¡Vamos por todas!»). Inauguración de la fábrica de Austin para producir teléfonos portátiles: una fotografía de Garvin a la luz del sol, cortando la cinta. Un retrato de Mary Anne Hunter y un texto que empezaba: «La valerosa y atlética Mary Anne Hunter sabe lo que quiere de la vida…». Sanders recordó que después de aquello todo el mundo empezó a llamarla Mary Anne la Valerosa, hasta que ella pidió que no lo hicieran.
Sanders siguió hojeando. Contrato con el gobierno irlandés para instalarse en Cork. Cifras de ventas del segundo trimestre. Resultado del partido de baloncesto contra Aldus. Una necrológica:
«Jennifer Garvin, estudiante de tercer curso de la Boalt Hall School of Law de Berkeley, murió el 5 de marzo en un accidente de tráfico en San Francisco. Tenía veinticuatro años. Jennifer había sido aceptada en Harley, Wayne y Myers, donde pensaba empezar a trabajar después de su graduación. Recientemente se celebró un funeral en la iglesia presbiteriana de Palo Alto, al que asistieron amigos de la familia y los compañeros de clase de Jennifer. Los interesados en donaciones pueden dirigirse a la Asociación de Madres contra el Alcohol. Los empleados de Digital Communication quieren expresar sus condolencias a la familia Garvin».
Sanders recordaba aquella época; fueron tiempos difíciles para todos. Garvin estaba irritado e insociable, bebía demasiado y faltaba frecuentemente al trabajo. Poco después se hicieron públicos sus problemas matrimoniales; dos años después se divorció, y a continuación se casó con Emily Chen, una joven ejecutiva veinteañera. Pero hubo otros cambios. Todo el mundo estaba de acuerdo en que después de la muerte de su hija, Garvin dejó de ser el jefe que había sido hasta entonces.
Garvin siempre había sido un luchador, pero se volvió más proteccionista, más ambicioso. Había quien decía que Garvin sólo estaba haciendo una pausa en el camino, pero no se trataba de eso. Había tomado conciencia de la arbitrariedad de la vida, y eso lo había decidido a controlar las cosas. Garvin siempre había sido partidario de la teoría de la evolución, de observar el producto y comprobar si era capaz de sobrevivir. Eso lo convertía en un empresario desalmado, pero en un jefe justo. Si hacías bien tu trabajo, alcanzabas su reconocimiento. Si no, desaparecías. Todo el mundo conocía las reglas. Pero tras la muerte de Jennifer, todo eso cambió. Ahora Garvin tenía favoritos entre los empleados, y cuidaba a sus favoritos mientras descuidaba a los otros. Cada vez tomaba más decisiones arbitrarias. Garvin quería que las cosas salieran como él esperaba. Eso le infundía una nueva energía, una nueva idea de lo que tenía que ser la empresa. Pero la empresa se convirtió en un lugar de trabajo menos agradable, más politizado.
Sanders siempre había ignorado aquella actitud. Siguió trabajando como siempre lo había hecho, como si DigiCom siguiera siendo una empresa donde lo único que importaba eran los resultados. Pero era evidente que aquella empresa ya no existía.
Más revistas. Artículos sobre las primeras negociaciones para la instalación de la fábrica de Malasia. Una fotografía de Phil Blackburn en Irlanda, firmando un acuerdo con la ciudad de Cork. Nuevas cifras de producción de la planta de Austin. El lanzamiento del teléfono portátil A22. Nacimientos, defunciones y ascensos. Más resultados de béisbol.
«Cupertino, 20 de octubre. Meredith Johnson ha sido nombrada directora adjunta de Operaciones en Cupertino, sustituyendo al estimado Harry Warner, que se retira tras quince años en la empresa. Con su traslado a Operaciones, Johnson abandona el Departamento de Marketing, donde ha trabajado este último año, desde su llegada a la empresa. En su nuevo puesto trabajará en estrecha colaboración con Bob Garvin en el ámbito de las operaciones internacionales de DigiCom».
Pero lo que llamó la atención de Sanders fue la fotografía que acompañaba el artículo. Era otro primer plano corriente, pero ahora Johnson parecía completamente diferente. El cabello era más rubio y ya no llevaba la melena de estudiante. Lo llevaba corto y rizado, un estilo más informal. Llevaba bastante menos maquillaje y sonreía abiertamente. En general, su aspecto era mucho más juvenil, abierto e inocente.
Sanders frunció el ceño. Hojeó rápidamente los ejemplares que ya había revisado. Retrocedió al montón anterior, el de las fotografías navideñas: «¡El jefe os desea felices fiestas!».
Observó la fotografía familiar. Garvin de pie entre sus tres hijos, dos varones y una chica, Jennifer. Su mujer, Harriet, de pie en el otro extremo. En la fotografía, Garvin sonreía con la mano apoyada en el hombro de su hija, una chica alta y atlética, con el cabello corto, rubio y rizado.
«No puede ser», se dijo Sanders.
Buscó el primer artículo para volver a ver aquella fotografía de Meredith. La comparó con la otra, más reciente. No había ninguna duda sobre lo que había hecho. Leyó el resto del primer artículo:
«Ms. Johnson aportará a DigiCom su considerable experiencia en el mundo empresarial, su excelente humor y su habilidad como pitch de béisbol. ¡Un gran fichaje de nuestro equipo! ¡Bienvenida, Meredith!
»A sus admiradores no les sorprenderá saber que Meredith fue finalista en un concurso de belleza de Connecticut. Mientras estudiaba en Vassar, Meredith fue uno de los miembros más valiosos del equipo de tenis y de la asociación de debates. Miembro de Phi Beta Kappa, se graduó en psicología, especializándose en psiques anormales. ¡Esperemos que aquí no tengas que emplear tus conocimientos! En Stanford, obtuvo su licenciatura en administración empresarial con sobresalientes. “Estoy encantada de entrar en DigiCom, y espero realizar una larga carrera en esta moderna empresa”, nos dijo Meredith. Nosotros no habríamos podido decirlo mejor, Ms. Johnson».
Sanders no sabía nada de aquello. Desde el principio, Meredith había estado destinada a Cupertino; Sanders nunca la veía. La única vez que se la encontró fue poco después de su incorporación, antes de que se cambiara el peinado. El peinado… ¿y qué más?
Observó atentamente las dos fotografías. Había algún otro matiz. ¿Se había hecho la cirugía estética? Era imposible saberlo. Pero su aspecto físico era claramente diferente en los dos retratos.
Hojeó el resto de revistas, ahora más deprisa, convencido que había encontrado lo que buscaba. Sólo leía los titulares:
GARVIN ENVÍA A JOHNSON A TEXAS PARA QUE SUPERVISE LA PLANTA DE AUSTIN.
JOHNSON ENCABEZARÁ EL NUEVO GRUPO DE INVESTIGACIÓN DE OPERACIONES.
JOHNSON NOMBRADA VICEPRESIDENTA DE OPERACIONES, BAJO EL MANDO DE GARVIN.
JOHNSON: TRIUNFO EN MALASIA; LOS CONFLICTOS LABORALES, SOLUCIONADOS.
MEREDITH JOHNSON, NUESTRA NUEVA ESTRELLA, UNA EXCELENTE DIRECTORA CON SOLIDEZ EN ÁREAS TÉCNICAS.
Este último titular iba seguido de un completo retrato de Johnson, en la segunda página de la revista. Había aparecido en el penúltimo ejemplar de ComLine. Al verlo, Sanders se dio cuenta de que el artículo estaba pensado para el consumo interno: pretendía prepararle el terreno a Meredith. Era un globo sonda lanzado por Cupertino para ver si Meredith sería aceptada para dirigir los departamentos técnicos de Seattle. El único problema era que Sanders no lo había leído. Y nadie se lo había mencionado nunca.
El artículo hacía hincapié en los conocimientos técnicos que Johnson había adquirido durante los años que llevaba en la empresa. En el artículo, citaban: «Empecé la carrera trabajando en áreas técnicas, en Novell. Los departamentos técnicos siempre han sido como mi primer amor: me encantaría volver a ellos. Al fin y al cabo, la innovación técnica es el motor de una empresa moderna y emprendedora como DigiCom».
Ahí estaba.
Miró la fecha: 2 de mayo. Lo habían publicado hacía seis semanas. Lo cual significaba que el artículo había sido redactado por lo menos dos semanas antes.
Tal como Mark Lewyn había sospechado, Meredith Johnson sabía que la iban a nombrar directora del Departamento de Productos Avanzados por lo menos hacía dos meses. Lo cual, a su vez, significaba que Sanders nunca había sido candidato al puesto.
Estaba todo previsto.
Desde hacía meses.
Sanders maldijo en voz alta, se llevó los artículos a la fotocopiadora y los copió; luego devolvió las revistas al estante y salió del despacho de prensa.
Subió al ascensor y se encontró con Mark Lewyn. Sanders lo saludó, pero Lewyn no contestó. Sanders pulsó planta baja.
Las puertas se cerraron.
—Espero que sepas qué coño estás haciendo —dijo Lewyn, irritado.
—Creo que lo sé.
—Porque podrías fastidiarnos a todos. ¿Lo sabes?
—¿Fastidiaros?
—Si te apetece meterte en problemas, allá tú, pero no nos enredes a los demás.
—No lo pretendo.
—No sé qué te pasa —prosiguió Lewyn—. Llegas tarde al trabajo, dices que me llamarás y no lo haces… ¿Tienes problemas en casa? ¿Con Susan?
—Esto no tiene nada que ver con Susan.
—¿Ah, no? A mí me parece que sí. Hace dos días que llegas tarde, y te pasas el día en la luna. Estás en las nubes, Tom. Además, ¿cómo se te ocurre ir al despacho de Meredith por la noche?
—Ella me pidió que fuera. Es mi jefa. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que no fuera?
—No te hagas el inocente, Tom. ¿Es que no tienes ningún sentido de la responsabilidad?
—Pero ¿qué…?
—Mira, Tom, todos los empleados de esta empresa saben que Meredith es un tiburón. Meredith Manmuncher, así la llaman. El gran tiburón blanco. Todo el mundo sabe que es la protegida de Garvin, que puede hacer lo que quiera. Y lo que quiere es meterles mano a los chicos guapos que se presenten en su despacho después del trabajo. Se zampa un par de copas de vino, se pone un poco achispada y quiere acción. Un mensajero, un novato, un joven contable. Lo que sea. Y nadie puede abrir la boca porque Garvin la considera una santa. A ver, ¿cómo explicas que lo sepa toda la empresa menos tú?
Sanders estaba atónito. No sabía qué contestar. Miró fijamente a Lewyn, que estaba muy cerca de él, con el cuerpo encorvado y las manos en los bolsillos. Notaba el aliento de Lewyn en la cara. Pero apenas oía sus palabras. Era como si le llegaran desde una enorme distancia.
—Oye, Tom, tú caminas por los mismos pasillos que nosotros y respiras el mismo aire. Sabes de qué va cada uno. Subes a su despacho voluntariamente… y sabes muy bien lo que te espera. A Meredith sólo le faltaba poner un anuncio en el periódico diciendo que se moría por chupártela. Se pasa el día tocándote el brazo, dándote apretones, lanzándote esas miraditas sugerentes. «Oh, Tom, me alegro tanto de verte». Anda ya, Tom. Eres un gilipollas.
Se abrieron las puertas del ascensor. El vestíbulo de la planta baja apareció ante ellos, desierto, a la débil luz de la tarde de junio. Fuera lloviznaba. Lewyn se encaminó a la salida, pero se giró. Sus palabras resonaron en el vestíbulo:
—¿Te das cuenta de que te estás comportando como lo haría una mujer? «¿Quién, yo? No tenía ninguna intención de que ocurriera», dicen. «No es culpa mía», dicen. «Nunca se me ocurrió pensar que si me emborrachaba y lo besaba y me iba con él a su habitación y me echaba en su cama me follaría. No, no, ni pensarlo». Eso son sandeces, Tom. Y será mejor que pienses en lo que te digo, porque hay muchos como yo que hemos luchado tanto como tú en esta compañía, y no queremos ver cómo estropeas la fusión y la escisión. Si quieres arruinar tu vida y tu carrera, adelante. Pero si arruinas la mía, te aseguro que me las pagarás.
Lewyn se dio la vuelta. Las puertas del ascensor empezaron a cerrarse. Sanders alargó un brazo; las puertas se cerraron y le aprisionaron los dedos. Torció la mano, y las puertas volvieron a abrirse. Corrió detrás de Lewyn y lo cogió por el hombro:
—Espera, Mark. Escúchame…
—No tengo nada más que decirte. Tengo hijos, tengo responsabilidades. Eres un gilipollas.
Lewyn se soltó, empujó la puerta y salió a la calle.
Cuando se cerró la puerta de cristal, Sanders vio un reflejo. Se volvió.
—Me ha parecido un poco injusto —dijo Meredith Johnson. Estaba de pie, a pocos metros de él, junto a los ascensores. Llevaba ropa de gimnasia: leotardos y una camiseta, y una bolsa en la mano. Meredith estaba muy guapa, muy sexy. Sanders se sentía tenso. Estaban solos en el vestíbulo.
—Sí —dijo Sanders—. A mí también.
—Para las mujeres, quería decir —añadió Meredith. Se echó la bolsa de deporte al hombro, y al hacer el movimiento la camiseta se le levantó, dejando al descubierto el abdomen. Movió la cabeza y luego se apartó el cabello de la cara. Hizo una pausa, y luego continuó—: Quería decirte que siento mucho todo esto. —Se acercó a él con paso seguro. Bajó la voz—: Yo no quería que ocurriera nada de esto, Tom. —Se acercó un poco más, lentamente, como si Sanders fuera un animal que pudiera asustarse y huir—. Siento mucho cariño por ti. —Más cerca todavía—. Mucho. —Más—. No puedo evitarlo, Tom. Todavía te quiero. —Más cerca—. Si he hecho algo que te haya ofendido, te pido disculpas. —Ahora sus cuerpos casi se tocaban, y sus pechos estaban a sólo unos centímetros del brazo de Sanders—. Lo siento mucho, Tom. —Meredith parecía emocionada; sus pechos subían y bajaban al compás de su respiración; miró a Sanders con ojos suplicantes y añadió—: ¿Me perdonas? Por favor. Sabes lo que siento por ti.
Sanders revivió todas las antiguas sensaciones, la antigua agitación. Apretó la mandíbula:
—El pasado es el pasado, Meredith. Olvídalo ya, ¿de acuerdo?
Ella cambió de tono, y señaló la calle:
—Tengo el coche esperando aquí mismo. ¿Quieres que te lleve a algún sitio?
—No, gracias.
—Está lloviendo. ¿Seguro que no quieres que te acompañe?
—No, no me parece buena idea.
—Sólo lo digo por la lluvia.
—Estamos en Seattle —dijo Sanders—. Aquí llueve continuamente.
Meredith se encogió de hombros, se encaminó a la puerta y se apoyó contra ella, empujando con la cadera. Luego se giró y dedicó una sonrisa a Sanders:
—Recuérdame que no me ponga leotardos cuando estás tú cerca —dijo—. Me pone cachonda.
Abrió la puerta y corrió hacia su coche; se sentó en la parte trasera, miró por última vez a Sanders y le hizo señas con la mano. El coche se marchó.
Sanders respiró hondo y expulsó el aire lentamente. Tenía todo el cuerpo en tensión. Esperó a que el coche desapareciera, y luego salió. Sintió la lluvia en la cara, la fresca brisa nocturna.
Paró un taxi.
—Hotel Four Seasons —dijo al taxista.
En el taxi, Sanders miraba por la ventanilla y respiraba hondo. Tenía la sensación de que no podía respirar con normalidad. El encuentro con Meredith lo había puesto muy nervioso. Y más aún por haber sucedido justo después de la conversación con Lewyn.
Sanders estaba inquieto por lo que Lewyn le había dicho, pero a Mark no podías tomártelo demasiado en serio. Lewyn era un artista que solucionaba sus tensiones creativas enfadándose. Siempre estaba enfadado por algo. Sanders lo conocía desde hacía mucho tiempo. Personalmente nunca había entendido cómo Adele, la esposa de Mark, lo soportaba. Adele era una de esas mujeres maravillosamente tranquilas, casi flemática, capaz de hablar por teléfono mientras sus dos hijos se le subían encima, le tiraban del cabello y le hacían preguntas. Adele hacía con Lewyn lo mismo que con sus hijos: lo dejaba gritar y se ocupaba de sus cosas. De hecho, todo el mundo lo dejaba gritar, porque todo el mundo sabía que sus gritos, al final, no acarreaban consecuencias.
Pero también era cierto que Lewyn tenía cierto instinto para las modas y los gustos de la gente. Ése era el secreto de su éxito como diseñador. Lewyn decía «pasteles» y todo el mundo gruñía y decía que los nuevos colores eran muy malos. Pero dos años después, cuando los productos salían de fábrica, los colores pastel eran precisamente lo que pedían los compradores. Y Sanders tenía que admitir que lo que Lewyn había dicho sobre él era lo que los demás pronto dirían. Lewyn había cantado el coro de los empleados, y había dicho que Sanders los estaba fastidiando a todos.
Bueno, pues que se fastidien, pensó.
En cuanto a Meredith… En el vestíbulo había tenido la clara impresión de que quería jugar con él. De que quería engañarlo. No comprendía por qué estaba tan segura de sí misma. Sanders la estaba acusando de un delito muy grave y sin embargo ella se comportaba como si no hubiera ninguna amenaza. Mostraba una especie de insensibilidad, una indiferencia, que lo inquietaba. Sólo podía significar que Meredith sabía que contaba con el apoyo de Garvin.
El taxi llegó a la entrada del hotel. Sanders vio el coche de Meredith; ella estaba hablando con el chofer. Meredith se dio la vuelta y vio a Sanders.
No podía hacer otra cosa que bajar del coche y dirigirse a la puerta del hotel.
—¿Me sigues? —dijo ella, sonriente.
—No.
—¿Seguro?
—Sí, Meredith, seguro.
Subieron a la escalera mecánica que conducía al vestíbulo. Sanders iba detrás de Meredith. Ella se volvió y le dijo:
—Cómo lo lamento.
—Pues yo no.
—Me habría encantado —dijo, y le dirigió una sonrisa provocadora.
Sanders no sabía qué decir; se limitó a menear la cabeza. Continuaron en silencio hasta que llegaron al sofisticado vestíbulo.
—Estoy en la habitación 423 —dijo Meredith—. Ven a verme cuando quieras. —Se dirigió hacia los ascensores.
Sanders esperó a que Meredith se marchara, luego cruzó el vestíbulo y torció a la izquierda, hacia el restaurante. Se paró en la entrada y vio a Dorfman en una mesa de un rincón, cenando con Garvin y Stephanie Kaplan. Max estaba hablando y gesticulando animadamente. Garvin y Kaplan escuchaban atentamente. Sanders recordó que Dorfman había sido director de la empresa; según los rumores, un director muy poderoso. Fue Dorfman el que convenció a Garvin de que empezara a trabajar en telefonía móvil y comunicación inalámbrica, en una época en que nadie veía la relación entre los ordenadores y los teléfonos. Ahora la relación era evidente, pero a principios de los ochenta era un misterio. Dorfman le dijo: «Olvídate del hardware. El negocio está en las comunicaciones. El negocio está en el acceso a la información».
Dorfman también había participado en el reclutamiento del personal de la empresa. Kaplan presuntamente debía su posición al firme respaldo de Dorfman. Sanders había llegado a Seattle por recomendación de Dorfman. Mark Lewyn había sido contratado a sugerencia de Dorfman. Y había muchos vicepresidentes que habían ido desapareciendo porque a Dorfman le parecían poco lúcidos o enérgicos. Era un poderoso aliado o un oponente letal.
Y su posición en el momento de la fusión era también muy fuerte. Dorfman había renunciado a su cargo de director hacía varios años, pero conservaba un buen número de acciones de DigiCom. Garvin escuchaba sus consejos. Y todavía conservaba los contactos y el prestigio en la comunidad empresarial y financiera que hacían que una fusión como aquélla fuera mucho más sencilla. Si Dorfman aprobaba las condiciones de la fusión, sus admiradores de Goldman, Sachs y del First Boston facilitarían el dinero sin reservas. Pero si Dorfman no estaba satisfecho, si insinuaba que la fusión de las dos empresas no tenía sentido, la adquisición podía no realizarse. Lo sabía todo el mundo. Todo el mundo era consciente del poder de Dorfman, empezando por él mismo.
Sanders esperó en la puerta del restaurante, sin atreverse a entrar. Al cabo de un rato, Max levantó la vista y lo vio. Sin dejar de hablar, movió la cabeza enérgicamente a uno y otro lado: no. Luego, mientras seguía hablando, hizo un discreto movimiento con la mano, señalando su reloj. Sanders asintió con la cabeza; volvió al vestíbulo y se sentó. Tenía las fotocopias del ComLine en el regazo. Las hojeó, volviendo a considerar el cambio de aspecto de Meredith.
Poco después, Dorfman salió en su silla de ruedas:
—Hola, Thomas. Me alegro de ver que todavía no te has aburrido de la vida.
—¿Qué significa eso?
Dorfman rio y señaló en dirección al restaurante:
—Ahí dentro no se habla de otra cosa. Esta noche sólo hay un tema: Meredith y tú. Están todos muy nerviosos. Muy preocupados.
—¿También Bob?
—Sí, claro. También Bob. —Se acercó a Sanders—. Ahora no tengo tiempo para hablar contigo. ¿Querías algo en particular?
—Creo que tendrías que ver esto —dijo Sanders entregándole las fotocopias. Pensaba que Dorfman podría enseñárselas a Garvin. Dorfman podría hacer entender a Garvin lo que estaba pasando.
Dorfman examinó los artículos en silencio y luego dijo:
—Una chica encantadora. Verdaderamente hermosa.
—Fíjate en las diferencias, Max. Mira lo que se ha hecho.
Dorfman se encogió de hombros.
—Se ha cambiado el peinado. Le queda muy bien. ¿Y qué?
—Creo que también se ha hecho la cirugía estética.
—No me sorprendería —dijo Dorfman—. Hoy en día muchas mujeres se operan. Para ellas es como lavarse los dientes.
—Es espantoso.
—¿Por qué?
—Porque lo ha hecho secretamente.
—¿Secretamente? —dijo Dorfman encogiéndose de hombros—. Es una mujer con recursos. Mejor para ella.
—Estoy convencido de que Garvin no tiene idea de lo que le está haciendo —dijo Sanders.
—Garvin no me preocupa —dijo Dorfman—. El que me preocupa eres tú, Thomas, y este ultraje tuyo.
—Te voy a decir por qué me siento ultrajado. Porque ésta es la típica guarrada que una mujer puede hacer, pero un hombre no. Ella cambia de aspecto, se viste y se comporta como la hija de Garvin, y eso le da ventaja. Porque es evidente que yo no puedo comportarme como su hija.
Dorfman suspiró:
—Thomas, Thomas.
—No puedo. ¿O sí?
—¿Te lo estás pasando bien? Tengo la impresión de que te encanta sentirte ultrajado.
—No.
—Pues déjalo ya —dijo Dorfman. Miró fijamente a Sanders—. Deja de decir tonterías y enfréntate a la realidad. En las empresas, los jóvenes progresan mediante alianzas con empleados poderosos de mayor antigüedad. ¿Cierto?
—Sí.
—Siempre es igual. Hubo un tiempo en que la alianza era formal: un aprendiz y un maestro, o un alumno y un profesor. Estaba organizado así, ¿no? Pero hoy en día no es formal. Hoy en día hablamos de mentores. Los jóvenes ejecutivos tienen sus mentores. ¿Cierto?
—Sí, bueno…
—¿Y cómo consiguen los jóvenes a su mentor? ¿Cuál es el proceso? Primero, siendo agradables, siendo útiles, haciendo su trabajo. Segundo, siendo atractivos para la persona mayor: imitando sus gustos y actitudes. Tercero: adaptando su agenda a la de la empresa.
—Todo eso está muy bien —concedió Sanders—. ¿Qué tiene que ver con la cirugía estética?
—¿Te acuerdas de cuando empezaste a trabajar para DigiCom, en Cupertino?
—Sí, claro que me acuerdo.
—Venías de DEC. En 1982.
—Sí.
—En DEC llevabas traje y corbata. Pero cuando entraste en DigiCom viste que Garvin llevaba tejanos. Y empezaste a ponerte tejanos.
—Claro. Era el estilo de la empresa.
—A Garvin le gustaban los Giants. Empezaste a ir a Candlestick Park a ver partidos.
—Él era el jefe, por el amor de Dios.
—Y a Garvin le gustaba el golf. Así que aprendiste a jugar, a pesar de que lo odiabas. Recuerdo que me comentaste cómo lo odiabas. Todo el día persiguiendo aquella maldita pelotita.
—Mira, yo no me hice la cirugía estética para parecerme a su hijo.
—Porque no hacía falta, Thomas —repuso Dorfman. Hizo un ademán de desesperación—. ¿No lo entiendes? A Garvin le gustaban los jóvenes arrojados y agresivos que bebían cerveza, decían tacos y perseguían mujeres. Y en aquella época tú hacías todas esas cosas.
—Era joven. Eso es lo que hacen todos los jóvenes.
—No, Thomas. Eso es lo que a Garvin le gustaba que hicieran los jóvenes. Es un comportamiento inconsciente. La compenetración es inconsciente, Thomas. Pero la tarea de crear una compenetración es diferente si eres del mismo sexo que la otra persona. Si tu mentor es un hombre, puedes imitar a su hijo, su hermano o su padre. O puedes imitar al hombre que era él de joven, puedes recordarle a sí mismo. ¿Correcto? Sí, lo has entendido.
»Pero si eres una mujer, todo cambia. Tienes que convertirte en la hija, la amante o la esposa de tu mentor. O quizá la hermana. En cualquier caso, es muy diferente.
Sanders frunció el ceño.
—He visto muchos casos —prosiguió Dorfman—, ahora que los hombres empiezan a trabajar para las mujeres. Muchas veces los hombres no pueden estructurar la relación porque no saben comportarse como subordinados de una mujer. Se convierten en el hijo obediente, o en el amante o marido sustitutivo. Y si lo hacen bien, las otras mujeres de la organización se enfadan, porque no pueden competir como hijos, amantes o maridos ante el jefe. Y les parece que el hombre goza de ventaja.
Sanders no contestó.
—¿Lo entiendes? —preguntó Dorfman.
—Estás diciendo que ocurre en ambos sentidos.
—Sí, Thomas. Es inevitable. Es el proceso.
—Vamos, Max. No tiene nada de inevitable. Cuando murió la hija de Garvin fue una tragedia personal. Estaba muy deprimido y Meredith se aprovechó de…
—Basta —le interrumpió Dorfman—. ¿Pretendes cambiar la naturaleza humana? Siempre hay tragedias. Y la gente siempre se aprovecha. No es nada nuevo. Meredith es inteligente. Es maravilloso ver a una mujer tan inteligente, con tantos recursos y que además es guapa. Es un regalo del cielo. Es encantadora. Ése es tu problema, Thomas. Y lo es desde hace mucho tiempo.
—¿Qué quieres decir…?
—Y en lugar de preocuparte por tu problema, malgastas tu tiempo con estas… trivialidades. —Le devolvió las fotocopias—. Esto no tiene ninguna importancia, Thomas.
—Max, quieres hacer el favor de…
—Nunca has sido un buen jugador de equipo, Thomas. Eso nunca ha sido tu fuerte. Tu fuerte era que sabías coger un problema técnico y examinarlo, hacer trabajar a los técnicos, animarlos y motivarlos, y finalmente resolver el problema. Siempre acababas resolviéndolo. ¿Cierto?
Sanders asintió con la cabeza.
—Pero ahora abandonas tus capacidades por un juego que no te va.
—¿Qué quieres decir?
—Crees que amenazando con llevarlos a juicio pones en un compromiso a Meredith y a la empresa. Pero la verdad es que estás a merced de ellos. Has dejado que ella marque las pautas del juego, Thomas.
—Tenía que hacer algo. Ella quebrantó la ley.
—Ella quebrantó la ley —repitió Dorfman con sarcasmo—. ¡Oh! Y tú estás indefenso. Tu situación me entristece enormemente.
—No es tan fácil. Ella tiene buenos contactos. Hay gente importante que la respalda.
—¿Ah, sí? Todo ejecutivo con defensores tiene también fuertes detractores. Y Meredith también tiene sus detractores.
—Te lo digo en serio, Max. Es peligrosa. Es una de esas personas a las que sólo interesa la imagen. Son todo imagen y nada de sustancia.
—Sí —dijo Dorfman—. Como muchos ejecutivos de hoy en día. Muy hábiles con las imágenes. Muy interesados en manipular la realidad. Una moda fascinante.
—No creo que Meredith esté preparada para dirigir este departamento.
—¿Y qué más da? —dijo Dorfman—. ¿A ti qué te importa? Si resulta incompetente, finalmente Garvin lo reconocerá y la sustituirá. Pero por entonces tú ya te habrás ido. Porque vas a perder esta partida con ella, Thomas. Sabe más que tú de política. Siempre ha sabido más.
Sanders asintió con la cabeza y dijo:
—Es implacable.
—Implacable, implacable… Es hábil. Tiene instinto. Y tú no. Si sigues en tus trece, lo perderás todo. Y merecerás ese destino, porque te habrás comportado como un idiota.
Sanders guardó silencio. Finalmente dijo:
—¿Qué me recomiendas que haga?
—Ah, ¿ahora quieres mi consejo?
—Sí.
—¿En serio? —Sonrió—. Lo dudo.
—Sí, Max. Te estoy pidiendo consejo.
—Muy bien. Éste es mi consejo: pide disculpas a Meredith, pide disculpas a Garvin y vuelve al trabajo.
—No puedo.
—Entonces no quieres mi consejo.
—No puedo hacerlo, Max.
—¿Demasiado orgullo?
—No, pero…
—Te ciega la ira. ¿Cómo se atreve esa mujer a actuar así? Ha quebrantado la ley y debe ser llevada ante la justicia. Es peligrosa, hay que detenerla. Estás henchido de una deliciosa indignación. ¿Me equivoco?
—Por favor, Max. No puedo hacerlo, sencillamente.
—Claro que puedes. Lo que pasa es que no quieres.
—Está bien. No quiero.
Dorfman se encogió de hombros:
—Entonces, ¿qué quieres de mí? ¿Vienes a pedirme consejo para no seguirlo? Aunque no me extraña —añadió, sonriendo—. Tengo otros muchos consejos que darte que no te interesarían.
—¿Por ejemplo?
—¿Qué más te da? De todas formas no los seguirías.
—Vamos, Max.
—Lo digo en serio. No los seguirías. Estamos perdiendo el tiempo. Márchate.
—Dímelo, por favor.
Dorfman suspiró:
—Está bien. Pero sólo porque recuerdo la época en que eras sensato. Primero. ¿Me estás escuchando?
—Sí, Max.
—Primero: ya sabes todo lo que necesitas saber sobre Meredith Johnson. Así que ahora olvídate de ella. Ella no es asunto tuyo.
—¿Qué quieres decir?
—No me interrumpas. Segundo: Juega tu propio juego, no el de ella.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que tienes que solucionar el problema.
—¿Qué problema? ¿El pleito?
Dorfman hizo un gesto de desesperación.
—Eres imposible. Estoy perdiendo el tiempo.
—¿Quieres decir que tengo que retirar la demanda?
—¿Acaso no entiendes mi idioma? Soluciona el problema. Haz lo que tú sabes hacer. Haz tu trabajo. Y ahora, vete.
—Pero, Max…
—Lo siento, no puedo hacer nada por ti —dijo Dorfman—. Es tu vida. Tienes que cometer tus errores. Y yo debo atender a mis invitados. Pero presta atención, Thomas. No te duermas. Y recuerda: todo comportamiento humano tiene un motivo. Todo comportamiento resuelve un problema. Incluso tu comportamiento, Thomas.
Hizo girar la silla de ruedas y volvió al restaurante.
Maldito Max, pensó mientras bajaba por la calle Tercera. Max nunca se expresaba claramente; eso lo sacaba de sus casillas.
Ese es tu problema, Thomas. Y lo ha sido desde hace mucho tiempo.
¿Qué demonios podía significar aquello?
Maldito Max. Enervante, frustrante y además agotador. Era lo que Sanders recordaba de las sesiones que tenía con él, cuando Max formaba parte de la junta directiva de DigiCom. Sanders salía de las reuniones agotado. En aquella época, en Cupertino, los ejecutivos jóvenes llamaban a Dorfman «el hombre de los acertijos».
Todo comportamiento humano resuelve un problema. Incluso tu comportamiento, Thomas.
Sanders agitó la cabeza. Era absurdo. Pero tenía cosas que hacer. Entró en una cabina telefónica que había al final de la calle y marcó el número de Gary Bosak. Eran las siete. Bosak debía de estar en casa, recién levantado de la cama, tomándose un café y empezando la jornada laboral. Se lo imaginó bostezando ante media docena de módems y pantallas de ordenador mientras empezaba a teclear para acceder a todo tipo de bases de datos.
Oyó un contestador automático: «Aquí Producciones MN. Deje su mensaje». Y un pitido.
—Gary, soy Tom Sanders. Sé que estás en casa. Contesta, por favor.
Bosak se puso al teléfono:
—Hola. Eres la última persona a la que esperaba oír. ¿Desde dónde llamas?
—Desde una cabina.
—Bien. ¿Cómo te va, Tom?
—Gary, necesito un par de cosas. Tendrías que analizarme unos datos.
—¿De qué se trata? ¿Es para la empresa o es algo privado?
—Privado.
—Mira, Tom. Tengo mucho trabajo. ¿Podemos hablar la semana que viene?
—Demasiado tarde.
—Es que ahora estoy muy ocupado, de verdad.
—¿Qué pasa, Gary?
—Venga, Tom. Ya sabes lo que pasa.
—Necesito ayuda, Gary.
—Ya sabes que me encantaría poder ayudarte. Pero acabo de recibir una llamada de Blackburn. Me ha dicho que si mantenía algún tipo de contacto contigo, mañana a las seis de la mañana iba a tener al FBI registrando mi apartamento.
—Mierda. ¿Cuándo te ha llamado?
—Hace un par de horas.
Un par de horas. Blackburn le llevaba ventaja.
—Gary…
—Ya sabes que siempre me has caído bien, Tom. Pero esto es un poco delicado, ¿me entiendes? Tengo que colgar.
—No me sorprende, francamente —dijo Fernández apartando su plato de papel. Sanders y ella se habían hecho llevar unos bocadillos a su despacho. Eran las nueve de la noche y los otros despachos estaban a oscuras, pero el teléfono de la abogada seguía sonando, interrumpiéndolos frecuentemente. Había empezado a llover otra vez. Estaba tronando y Sanders vio los relámpagos por la ventana.
Sanders se sentía solo en el mundo. Todo estaba ocurriendo muy deprisa; Louise Fernández, a la que ayer no conocía, se estaba convirtiendo en un personaje vital para él. Escuchaba atentamente cada palabra suya.
—Antes de continuar, tengo que remarcarle una cosa —dijo Fernández—. Hizo muy bien no aceptando la invitación de Ms. Johnson para entrar en su coche. No debe quedarse solo con ella nunca más. Ni siquiera un momento. Jamás, bajo ninguna circunstancia. ¿Está claro?
—Sí.
—Si lo hace, lo estropeará todo.
—No lo haré.
—Muy bien. Veamos. He tenido una larga conversación con Blackburn. Como usted imaginaba, lo están sometiendo a fuertes presiones para que resuelva este asunto. He intentado trasladar la sesión de mediación a la tarde. Él ha insinuado que la empresa está preparada y quiere empezar cuanto antes. Está preocupado por lo que puedan durar las negociaciones. Así que empezaremos mañana a las nueve.
—De acuerdo.
—Herb y Alan han estado trabajando. Creo que podrán ayudarnos mañana. Y esos artículos sobre Meredith Johnson también podrían resultarnos útiles —añadió, señalando las fotocopias de ComLine.
—¿Por qué? Dorfman dice que son irrelevantes.
—Sí, pero constituyen un documento de su pasado en la empresa, y eso nos proporciona pistas. Es algo con lo que podemos trabajar. Igual que ese e-mail de su amigo —dijo, y señaló la copia que Sanders había hecho del mensaje—. Eso es una dirección de Internet.
—Sí —dijo Sanders, sorprendido de que lo hubiera identificado.
—Nosotros trabajamos mucho con empresas de alta tecnología. Me encargaré de que alguien lo estudie. —Apartó la hoja—. Ahora veamos dónde estamos. No ha podido limpiar la mesa de su despacho porque ya habían estado allí.
—Exacto.
—Y habría vaciado los archivos de su ordenador, pero le han apartado del sistema.
—Sí.
—Entonces, ¿ya no puede cambiar nada?
—No. No puedo hacer nada. Es como si fuera una secretaria.
—¿Pensaba borrar algún documento?
Sanders vaciló.
—No. Pero habría echado un vistazo.
—¿No había nada en particular que quisiera mirar?
—No.
—Mr. Sanders, quiero que sepa que yo no tengo ninguna opinión. Sólo intento prepararme para lo que pueda pasar mañana. Quiero saber qué sorpresas nos tendrán preparadas.
—No, en mis archivos no hay nada que pueda resultar embarazoso.
—¿Está seguro?
—Sí.
—Bien. Creo que le conviene dormir un poco, porque quiero que mañana esté muy atento. ¿Podrá dormir?
—No lo sé.
—Si es necesario, tómese una pastilla.
—No se preocupe.
—Pues váyase a casa y métase en la cama, Mr. Sanders. Nos veremos mañana. Póngase chaqueta y corbata. ¿Tiene algún traje oscuro?
—Un blazer.
—Perfecto. Póngase una corbata discreta y camisa blanca. Y nada de colonia.
—Nunca voy vestido así al despacho.
—Lo de mañana no tiene nada que ver con su despacho, Mr. Sanders. De eso se trata, precisamente. —Se levantó y añadió—: Duerma un poco. Y procure no preocuparse. Creo que todo va a salir bien.
—Supongo que eso se lo dice a todos sus clientes.
—Sí. Y generalmente tengo razón. Duerma un poco, Tom. Nos veremos mañana.
Entró en su casa, vacía y oscura. Las muñecas Barbie de Eliza estaban apiladas desordenadamente en el mármol de la cocina. Junto al fregadero había un babero de su hijo, manchado de papilla. Dejó la cafetera preparada y subió al segundo piso. Pasó por delante del contestador automático, pero no reparó en que la luz estaba encendida.
Al entrar en el cuarto de baño para desvestirse, vio que Susan había enganchado una nota en el espejo: «Perdona por lo del almuerzo. Te creo. Te quiero. S».
Era típico de Susan enfadarse y luego pedir disculpas. Pero se alegró de que le hubiera dejado aquella nota, y pensó en llamarla. Pero en Phoenix era una hora más tarde y Susan debía de estar durmiendo.
Además, se dio cuenta de que en realidad no quería llamarla.
Como Susan había dicho en el restaurante, aquello no tenía nada que ver con ella. Sanders estaba solo, y seguiría solo.
Entró en su estudio, en calzoncillos. No había ningún fax. Encendió el ordenador y esperó a que la pantalla se iluminara.
La señal de e-mail estaba parpadeando. Sanders leyó el mensaje:
NO TE FÍES DE NADIE.
UN AMIGO
Sanders apagó el ordenador y se fue a la cama.