DE: DC/M
ARTHUR KAHN
TWINKLE/KUALA LUMPUR/MALASIA
A: DC/S
TOM SANDERS
SEATTLE (DOMICILIO PARTICULAR)
TOM:
A CAUSA DE LA FUSIÓN ME PARECIÓ CONVENIENTE MANDARTE ESTE FAX A CASA EN LUGAR DE A TU DESPACHO. PESE A TODOS NUESTROS ESFUERZOS, LAS CADENAS DE PRODUCCIÓN DE TWINKLE ESTÁN TRABAJANDO AL 29% DE SU CAPACIDAD. SEGUIMOS SIN AVERIGUAR EL ORIGEN DE LAS ANOMALÍAS DETECTADAS EN LAS UNIDADES; NO PODEMOS BAJAR DE 120-140 MILÉSIMAS DE SEGUNDO. ADEMÁS LAS PANTALLAS TODAVÍA PARPADEAN, PROBABLEMENTE DEBIDO A UN PROBLEMA EN LAS BISAGRAS, PESE A LAS MODIFICACIONES REALIZADAS LA SEMANA PASADA. CREO QUE ESTE PROBLEMA TODAVÍA NO ESTÁ SOLUCIONADO.
¿CÓMO VA LA FUSIÓN? ¿SEREMOS RICOS Y FAMOSOS? FELICIDADES ANTICIPADAS POR TU ASCENSO.
ARTHUR
Tom Sanders no pensó que el lunes 15 de junio llegaría tarde al trabajo. A las 7.30 de la mañana se metió en la ducha de su casa de Bainbridge Island. Sabía que tenía diez minutos para afeitarse, vestirse y salir de casa si quería coger el ferry de las 7.50 y llegar a la oficina a las 8.30, a tiempo de repasar los puntos pendientes con Stephanie Kaplan antes de entrar en la reunión con los abogados de Conley-White. Le esperaba un día ajetreado en el despacho, y el fax que acababa de recibir de Malasia no hacía más que empeorar las cosas.
Sanders era jefe de sección de la Digital Communications Technology de Seattle. Desde hacía una semana había mucho jaleo en la empresa porque DigiCom iba a ser adquirida por Conley-White, un grupo editorial de Nueva York. La fusión permitiría a Conley adquirir tecnología importante para la edición y la difusión de información en el futuro.
Pero las últimas noticias recibidas de Malasia no eran buenas, y Arthur había acertado enviándole aquel fax a su casa. No iba a resultarle fácil explicárselas a los de Conley-White porque ellos no…
—¿Tom? ¿Dónde estás? ¡Tom!
Susan, su mujer, le llamaba desde el dormitorio. Tom apartó la cabeza del chorro de la ducha.
—¡Estoy en el baño! ¿Qué quieres?
Ella contestó algo, pero Tom no la oyó. Salió de la ducha y cogió una toalla.
—¿Qué dices?
—Que si puedes dar el desayuno a los niños.
Su mujer, que era abogada, trabajaba cuatro días a la semana en un bufete del centro de la ciudad. Los lunes no iba a trabajar para pasar más tiempo con los niños, pero la rutina doméstica se le escapaba de las manos. En consecuencia, los lunes por la mañana solía haber crisis en la casa.
—Tom, ¿puedes darles el desayuno?
—No puedo, Sue. —El reloj del cuarto de baño marcaba las 7.34—. Llego tarde.
Abrió el grifo del lavabo para afeitarse y se enjabonó la cara. Era un hombre bastante guapo y atlético. Se tocó el cardenal que tenía en el costado, producto del partido de fútbol americano del sábado. Mark Lewyn le había hecho un placaje; Lewyn era rápido pero torpe. Y Sanders se estaba haciendo mayor para jugar a fútbol americano. Conservaba una buena figura, y sólo pesaba dos kilos más que cuando iba a la universidad, pero al pasarse la mano por el cabello húmedo vio algunas canas. Le había llegado el momento de reconocer sus limitaciones y pasarse al tenis.
Susan entró en el cuarto de baño, todavía con la bata puesta. Su mujer siempre estaba guapa por la mañana, recién salida de la cama. Tenía ese tipo de belleza que no requiere maquillaje.
—¿Seguro que no puedes darles el desayuno? —insistió—. Bonito cardenal. Muy macho. —Le dio un beso y puso una cafetera recién hecha en la mesita—. Tengo que llevar a Matthew al pediatra a las ocho y cuarto, y ninguno de los dos ha comido nada todavía. Y yo aún tengo que vestirme. ¿No puedes darles el desayuno, por favor? Te lo pido por favor. —Se tocó el cabello, provocativa, y la bata se le abrió. Sin cubrirse, sonrió y añadió—: Te deberé una…
—No puedo, Susan. —La besó en la frente—. Tengo una reunión y no puedo llegar tarde.
Susan aspiró.
—Está bien. —Y salió fingiendo pucheros.
Sanders empezó a afeitarse.
Poco después oyó a su mujer: «¡Vamos, niños! Ponte los zapatos, Eliza…». Eliza, de cuatro años, empezó a gimotear. No le gustaba llevar zapatos. Cuando estaba a punto de terminar el afeitado, Sanders oyó: «¡Eliza, ponte los zapatos y llévate a tu hermano abajo ahora mismo!». Eliza dijo algo ininteligible, y Susan insistió: «¡Eliza Ann, estoy hablando contigo!». Luego Susan empezó a cerrar cajones del armario de la ropa blanca. Los niños se echaron a llorar.
Eliza, que era muy sensible, entró en el cuarto de baño con lágrimas en los ojos.
—Papi… —sollozó.
Sanders la abrazó con una mano mientras seguía afeitándose con la otra.
—¡Ya tiene edad para ayudar un poco! —gritó Susan desde el pasillo.
—Mami… —gimió Eliza, agarrada a la pierna de Sanders.
—¡Eliza, basta ya!
Eliza lloró con más fuerza. Susan, en el pasillo, golpeó el suelo con el pie.
Sanders no soportaba ver llorar a su hija.
—Está bien, Sue, ya les doy el desayuno. —Cerró el grifo y cogió a su hija en brazos—. Vamos, Lize —dijo, enjugándole las lágrimas—. A desayunar.
Salió al pasillo.
Susan suspiró, aliviada, y dijo:
—Sólo necesito diez minutos. Consuelo se está retrasando otra vez. No sé qué demonios le pasa.
Sanders no contestó. Su hijo Matt, de nueve meses, estaba sentado en medio del pasillo agitando su sonajero y llorando. Sanders lo cogió con el otro brazo.
—Vamos, niños. A comer.
Al coger a Matt, la toalla que llevaba alrededor de la cintura resbaló al suelo.
Eliza se echó a reír:
—Se te ve el pene, papi. —Empezó a agitar el pie, golpeándole el miembro a su padre.
—Eso no se hace —la reprendió Sanders. Se inclinó para recuperar la toalla, se la volvió a atar a la cintura y siguió su camino.
Susan le gritó:
—No olvides poner vitaminas en la papilla de Matt. Una cucharada. Y no le des la de arroz, porque la vomita. Ahora le gusta la de trigo. —Se metió en el cuarto de baño y cerró de un portazo.
Eliza miró a su padre, muy seria:
—¿Hoy es uno de esos días, papi?
—Me temo que sí.
Bajó la escalera mientras pensaba que perdería el ferry y que llegaría tarde a la primera reunión del día. No muy tarde, sólo unos minutos, pero eso significaba que no tendría ocasión de repasar el orden del día con Stephanie; aunque podía llamarla desde el trasbordador, y entonces…
—¿Yo tengo pene, papá?
—No, Lize.
—¿Por qué?
—Porque las niñas no lo tienen, cariño.
—Los niños tienen pene y las niñas tienen vagina —dijo con solemnidad.
—Exacto.
—¿Por qué?
—Porque sí. —Sentó a su hija en una silla de la cocina, acercó la silla del niño a la mesa y colocó en ella a Matt—. ¿Qué quieres desayunar, Lize? ¿Krispies o Chex?
—Chex.
Matt empezó a golpear su silla con la cuchara. Sanders cogió el paquete de Chex y un cuenco del armario, y luego el paquete de cereales y un cuenco más pequeño para Matt. Abrió la nevera para coger la leche. Eliza, que no le quitaba los ojos de encima, dijo:
—Papi…
—¿Qué?
—Yo quiero que mamá sea feliz.
—Yo también, cariño.
Preparó la papilla para Matt y la dejó delante del niño. Luego puso el cuenco de Eliza en la mesa y lo llenó de Chex. La miró:
—¿Así está bien?
—Sí —contestó la niña.
A continuación añadió la leche.
—¡No! —gritó su hija, rompiendo a llorar de nuevo—. ¡La leche quería ponerla yo!
—Lo siento, Lize…
—Sácala. Saca la leche. —Estaba completamente histérica.
—Lo siento mucho, Lize, pero ahora…
—¡La leche quería ponerla yo! —Bajó de la silla y se echó al suelo, pataleando—. ¡Sácala! ¡Saca la leche!
Su hija hacía cosas así varias veces al día. A Sanders le habían asegurado que no era más que una fase. Aconsejaban a los padres que actuaran con firmeza.
—Lo siento —insistió Sanders—. Tendrás que comértelo, Lize. —Se sentó junto a Matt para darle la papilla. El niño metió la mano en el cuenco y luego se restregó los ojos. Se echó a llorar.
Sanders cogió una servilleta para limpiarle la cara. El reloj de la cocina marcaba las ocho menos cinco. Pensó que sería mejor llamar al despacho y avisar que iba a llegar tarde. Pero primero tendría que tranquilizar a Eliza: la niña seguía en el suelo, pataleando y gritando.
—Está bien, Eliza, no te preocupes. —Cogió otro cuenco, puso más cereales y le dio a Eliza el cartón de leche para que se sirviera ella sola—. Ten.
Eliza se cruzó de brazos:
—No quiero.
—Eliza, ponte la leche ahora mismo.
Su hija se levantó y se sentó en la silla:
—Bueno.
Sanders se sentó, le limpió la cara a Matt y empezó a darle la papilla. El niño dejó de llorar instantáneamente y se puso a comer con avidez. El pobre tenía hambre. Eliza se puso de pie en la silla, levantó el cartón de leche y la derramó en la mesa.
—¡Oh! —exclamó.
—No importa —dijo Sanders. Con una mano limpió la mesa con la servilleta, mientras con la otra continuaba dando de comer a Matt.
Eliza cogió el paquete de cereales y se quedó contemplando el dibujo de Goofy, y empezó a comer. A su lado, Matt comía a buen ritmo. Por un momento hubo tranquilidad en la cocina.
Sanders miró por encima del hombro: eran casi las ocho. Tenía que llamar a la oficina. En ese momento entró Susan, con tejanos y un suéter beige. Parecía más tranquila.
—Lo siento. Gracias por echarme una mano. —Besó a su marido en la mejilla.
—¿Eres feliz, mami? —preguntó Eliza.
—Claro que sí, cariño. —Susan sonrió a su hija, y luego miró a Tom—. Déjalo, ya me ocupo yo. No quiero que llegues tarde. Hoy es el gran día, ¿no? ¿Crees que anunciarán tu ascenso?
—Eso espero.
—Llámame en cuanto sepas algo.
—Lo haré.
Sanders se levantó, se anudó la toalla a la cintura y subió a vestirse. A aquella hora siempre había mucho tráfico. Si quería coger el ferry tenía que darse prisa.
Aparcó en su sitio, detrás de la gasolinera de Ricky, y se dirigió rápidamente hacia el ferry por la acera cubierta. Subió a bordo momentos antes de que retiraran la rampa. Sintió el rugido de los motores bajo sus pies, y salió a la cubierta principal.
—Hola, Tom.
Sanders se volvió. Dave Benedict subía detrás de él. Benedict era un abogado de un bufete que se encargaba de varias compañías de alta tecnología.
—Veo que tú también has perdido el de las ocho menos diez —comentó Benedict.
—Sí. Ha sido una mañana de locos.
—No me hables. Tenía que estar en la oficina hace una hora. Pero como se ha acabado el colegio, Jenny no sabe qué hacer con los niños hasta que se van al campamento.
—Ya.
—Mi casa parece un manicomio —añadió Benedict, meneando la cabeza.
Hubo una pausa. Sanders tenía la impresión de que Benedict y él habían tenido una mañana parecida, pero no hablaron más de aquel tema. Sanders solía preguntarse por qué las mujeres hablaban de los detalles más íntimos de su matrimonio con sus amigas, mientras los hombres guardaban un discreto silencio con sus amigos.
—En fin —dijo Benedict—. ¿Cómo está Susan?
—Muy bien.
Benedict sonrió.
—Entonces, ¿por qué cojeas?
—El sábado pasado jugué a fútbol americano con mis compañeros de trabajo. Nos pasamos un poco.
—Eso te ocurre por jugar con niños —dijo Benedict. DigiCom era famosa por la juventud de sus empleados.
—Oye —objetó Sanders—, yo marqué.
—¿Ah, sí?
—Sí señor. Hice un touchdown ganador. Crucé la línea a toda mecha. Y entonces me dieron.
Se pusieron en la cola de la cafetería de la cubierta principal.
—En realidad imaginaba que hoy llegarías al trabajo pronto y radiante —continuó Benedict—. ¿No es hoy el gran día?
Sanders cogió su café y le echó azúcar.
—¿A qué te refieres?
—¿No tenían que anunciar la fusión?
—¿Qué fusión? —disimuló Sanders. La fusión era secreta; sólo unos cuantos ejecutivos de DigiCom estaban al corriente de ella. Miró a Benedict.
—Venga, hombre —dijo el abogado—. Tengo entendido que ya estaba decidido. Y que hoy Bob Garvin iba a anunciar la reestructuración y unos cuantos ascensos. —Benedict bebió un poco de café—. Garvin se retira, ¿no?
Sanders se encogió de hombros y dijo:
—Ya veremos. —Benedict se estaba aprovechando de él, pero Susan trabajaba mucho con los abogados del bufete de Benedict; Sanders no podía ser grosero con él. Eso de que todo el mundo tuviera una esposa que trabajaba era una de las nuevas complicaciones de las relaciones de negocios.
Salieron a la cubierta y se quedaron de pie junto a la barandilla de babor, viendo pasar las casas de Bainbridge Island. Sanders señaló la casa de Wing Point, que durante muchos años había sido la residencia de verano de Warren Magnuson, cuando era senador.
—Me han dicho que han vuelto a venderla —dijo Sanders.
—¿Ah, sí? ¿Y quién la ha comprado?
—Algún gilipollas de California.
Bainbridge se deslizaba hacia la popa. Sanders y Benedict observaban las oscuras aguas del Sound. Los cafés despedían vapor a la luz de la mañana.
—¿Así que tú crees que Garvin no lo va a dejar? —insistió Benedict.
—Nadie lo sabe —contestó Sanders—. Bob levantó la empresa de la nada, hace quince años. Cuando empezó, vendía módems fabricados en Corea. Cuando nadie sabía lo que era un modem. Ahora la empresa tiene tres edificios en el centro y grandes instalaciones en California, Texas, Irlanda y Malasia. Fabrica módems de fax del tamaño de una moneda, comercializa software de fax y de e-mail, se ha metido en CD-ROM, y ha desarrollado unas fórmulas de patente que podrían convertirla en el proveedor más importante de los mercados de educación del siglo veintiuno. Bob ha luchado mucho para llegar a donde está. No sé si podrá dejarlo.
—¿No lo exigen los términos de la fusión?
Sanders sonrió.
—Si sabes algo de una fusión, Dave, cuéntamelo —dijo—. Porque yo no he oído nada de eso.
La verdad era que Sanders no conocía los términos de la inminente fusión. Su trabajo consistía en desarrollar reproductores de CD-ROM y bases de datos electrónicas. Aunque aquellas áreas eran vitales para el futuro de la empresa —constituían el principal motivo de que Conley-White quisiera adquirir DigiCom—, básicamente eran áreas técnicas. Y básicamente Sanders era un director técnico. No tenía información de las decisiones tomadas en los más altos niveles.
Para Sanders aquello encerraba cierta ironía. Años atrás, cuando estaba destinado en California, había intervenido directamente en las decisiones de gestión. Pero desde su llegada a Seattle, hacía ocho años, estaba más apartado de los centros de poder.
Benedict bebió un sorbo de café.
—Bueno, a mí me han dicho que Bob se retira, y que va a poner a una mujer como presidenta.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Ya tiene a una mujer como directora financiera, ¿no?
—Sí, claro. Desde hace mucho tiempo. —Stephanie Kaplan era la directora financiera de DigiCom, pero no parecía probable que llegara a dirigir la empresa. Garvin no tenía especial predilección por ella.
—Bueno —prosiguió Benedict—, según los rumores que he oído, va a nombrar a una mujer para que lo sustituya dentro de cinco años.
—¿Dicen algo de mí los rumores?
Benedict meneó la cabeza.
—Pensé que tú lo sabrías. Al fin y al cabo, es tu empresa.
En la cubierta, a la luz del sol, sacó su teléfono portátil y marcó el número de su oficina. Cindy, su secretaria, contestó:
—Despacho de Mr. Sanders.
—Hola, soy yo.
—Hola, Tom. ¿Estás en el ferry?
—Sí. Llegaré poco antes de las nueve.
—Está bien; se lo diré. —Hizo una pausa, y Sanders tuvo la impresión de que su secretaria estaba eligiendo con cuidado sus palabras—. Esta mañana hay mucho jaleo. Mr. Garvin ha estado aquí; te estaba buscando.
Sanders frunció el ceño.
—¿A mí?
—Sí. —Otra pausa—. Le ha sorprendido un poco que no hubieras llegado.
—¿Te ha dicho qué quería?
—No, pero está entrando en todos los despachos de la planta, uno tras otro, hablando con todos. Algo pasa, Tom.
—¿Sabes de qué se trata?
—Nadie quiere decirme nada.
—¿Y Stephanie?
—Te ha llamado. Le dije que todavía no habías llegado.
—¿Algo más?
—Arthur Kahn ha llamado desde Kuala Lumpur para preguntar si habías recibido su fax.
—Sí, lo he recibido. Ya le llamaré. ¿Algo más?
—No, nada más, Tom.
—Gracias, Cindy. —Pulsó el botón END.
Benedict, que estaba de pie detrás de Sanders, señaló el teléfono:
—Estos cacharros son increíbles. Cada vez son más pequeños, ¿verdad? ¿Este lo fabricáis vosotros?
Sanders asintió con la cabeza.
—No sé qué haría sin él. Sobre todo ahora. Es imposible recordar todos los números. Esto es más que un teléfono: es mi agenda. Mira. —Empezó a enseñarle sus funciones—. Tiene una memoria de doscientos números. Los archivos con las tres primeras letras del nombre. —Marcó KAH para acceder al número internacional de Arthur Kahn, en Malasia. Después pulsó SEND y oyó una larga secuencia de pitidos electrónicos. Con todos los prefijos, eran trece pitidos.
—Madre mía —exclamó Benedict—. ¿Adónde llamas? ¿A Marte?
—Más o menos. A Malasia. Tenemos una fábrica allí.
Las actividades de DigiCom en Malasia se habían iniciado hacía tan sólo un año; allí se fabricaban los nuevos reproductores CD-ROM, unos aparatos parecidos a un reproductor de discos compactos, pero para ordenadores. Había acuerdo unánime en que pronto toda la información sería digital, y gran parte de ella se iba a almacenar en esos discos compactos. Programas de ordenador, bases de datos, incluso libros y revistas; todo iba a fabricarse en disco.
La razón por la que no había ocurrido todavía era que los CD-ROM eran bastante lentos. Los usuarios se veían obligados a esperar ante pantallas en blanco mientras las unidades emitían zumbidos y pitidos. Y a los usuarios de ordenadores no les gustaba esperar. En una industria donde las velocidades se doblaban cada dieciocho meses, los CD-ROM apenas habían mejorado en los últimos cinco años. La nueva tecnología de DigiCom estaba intentando resolver ese problema con una nueva generación de unidades llamadas Twinkle, dos veces más rápidas que las más rápidas del mundo. El Twinkle tenía la forma de un pequeño ordenador multimedia, con su propia pantalla. Podías llevarlo en la mano y utilizarlo en el autobús o en el tren. Pero ahora la fábrica de Malasia tenía problemas para producir esas nuevas unidades.
—¿Es verdad que eres el único jefe de sección que no es ingeniero? —preguntó Benedict.
Sanders sonrió.
—Sí, es cierto. En realidad vengo de marketing.
—Eso no es muy corriente, ¿verdad?
—No. En marketing dedicábamos mucho tiempo a estudiar las características de los nuevos productos, y la mayoría no podía hablar con los ingenieros. Yo sí podía, aunque no sé por qué. Carezco de una base técnica, pero podía hablar con ellos. Sabía lo suficiente como para que no pudieran tomarme el pelo. Así que me convertí en el único que hablaba con los ingenieros. Hace ocho años Garvin me preguntó si quería dirigir una sección. Y aquí me tienes.
Sanders se llevó el teléfono al oído y consultó su reloj. En Kuala Lumpur era casi medianoche. Esperaba que Arthur Kahn todavía estuviera despierto. Se oyó un chasquido, y a continuación una voz adormilada preguntó:
—¿Quién es?
—Hola, Arthur, soy Tom.
Arthur Kahn tosió y dijo:
—Hola, Tom. ¿Has recibido mi fax?
—Sí.
—Entonces ya lo sabes. No entiendo qué está ocurriendo —dijo Kahn—. Y me he pasado el día en producción, porque Jafar se ha ido.
Mohammed Jafar era el encargado de la fábrica de Malasia, un joven muy capacitado.
—¿Que se ha ido? ¿Por qué?
Se oyeron interferencias. Kahn continuó:
—Le han echado una maldición.
—¿Cómo dices?
—Su prima le echó una maldición, y se ha ido.
—Pero ¿qué dices?
—Parece increíble, pero te aseguro que es cierto. Dice que su prima, que vive en Johore, contrató a un hechicero para que le echara una maldición. Se ha ido a buscar a un brujo para que le haga un contra conjuro. Los aborígenes tienen un hospital en Kuala Tinglit, en la selva, a unas tres horas de Kuala Lumpur. Es muy famoso. Muchos políticos van allí cuando enferman. Jafar ha ido a hacerse una cura.
—¿Cuánto tiempo estará fuera?
—No lo sé. Los obreros dicen que probablemente una semana.
—¿Y qué pasa en producción, Arthur?
—No lo sé —contestó Kahn—. No sé si la cadena funciona mal. Pero las unidades que salen son muy lentas. No hay manera de bajar de cien milésimas. No sabemos por qué. Pero aquí los ingenieros sospechan que hay un problema de compatibilidad con el chip de control que coloca el split optic, y con el software de la unidad de CD.
—¿Crees que los chips de control están mal? —Los chips de control se fabricaban en Singapur y se transportaban en camiones hasta la fábrica de Malasia.
—No lo sé. O están mal, o hay un fallo en el código de la unidad.
—¿Y el parpadeo de las pantallas?
Kahn tosió otra vez.
—Creo que es un problema de diseño, Tom. Las conexiones de las bisagras que transmiten la corriente a la pantalla están montadas en el interior de la pieza de plástico. Se supone que tienen que mantener el contacto eléctrico aunque muevas la pantalla. Pero hay cortes de corriente. Cuando mueves la bisagra, la pantalla se enciende y se apaga.
Sanders frunció el ceño mientras escuchaba.
—Es un diseño estándar, Arthur. Todos los ordenadores portátiles del mundo tienen el mismo diseño de bisagra. Desde hace diez años.
—Ya lo sé —admitió Kahn—. Pero los nuestros no funcionan. Me estoy volviendo loco.
—Será mejor que me mandes unas cuantas unidades.
—Ya lo he hecho. Por DHL. Las recibirás a última hora de hoy, o mañana a más tardar.
—De acuerdo —dijo Sanders. Hizo una pausa y añadió—: ¿Cuál es tu pronóstico, Arthur?
—Bueno, de momento no podremos cumplir las cuotas de producción, y estamos sacando un producto un treinta o un cincuenta por ciento más lento de lo que debería ser. No son buenas noticias. Ésta no es una unidad de CD del otro mundo, Tom. Sólo es un poco mejor que las que Toshiba y Sony ya tienen en el mercado. Las suyas son mucho más baratas. Así que tenemos problemas graves.
—¿De qué me estás hablando? ¿De una semana? ¿De un mes?
—Si no es necesario un nuevo diseño, un mes. De lo contrario, digamos cuatro meses. Si es un chip, podría ser un año.
Sanders suspiró.
—Fantástico.
—Así están las cosas. No funciona, y no sabemos por qué.
—¿A quién más se lo has dicho? —preguntó Sanders.
—A nadie. Es una auténtica exclusiva.
—Muchas gracias.
Kahn volvió a toser y preguntó:
—¿Qué piensas hacer? ¿Lo vas a explicar o vas a esperar a que se produzca la fusión?
—No lo sé. No estoy seguro de que pueda ocultarlo.
—Bueno, en lo que a mí respecta, puedes estar tranquilo. No se lo diré a nadie. Si alguien me pregunta, no tengo ni idea. Porque es la verdad.
—De acuerdo. Gracias, Arthur. Te llamaré más tarde.
Sanders pulsó END. Twinkle suponía sin duda un problema político ante la inminente fusión con Conley-White. Sanders no estaba seguro de cómo manejar aquel asunto. Pero pronto tendría que enfrentarse a él. La sirena del trasbordador sonó y Sanders vio los pilotajes negros del muelle Coleman y los rascacielos del centro de Seattle.
Digital Communications estaba situada en tres edificios diferentes alrededor de la histórica Pioneer Square, en el centro de Seattle. Pioneer Square es una plaza triangular, y en el centro hay un pequeño parque con una pérgola de hierro forjado decorada con relojes antiguos. La plaza está rodeada de edificios bajos de granito rojo construidos en los primeros años del siglo, con fachadas esculpidas y fechas cinceladas. Aquellos edificios los ocupaban ahora arquitectos de moda, empresas de diseño gráfico y un grupo de compañías de alta tecnología entre las que se encontraban Aldus, Advance HoloGraphics y DigiCom. Al principio, DigiCom ocupaba el Hazzard Building, en el lado sur de la plaza. Al ir creciendo la empresa, ocupó tres plantas del edificio adyacente, el Western Building, y más adelante la Gorham Tower de James Street. Pero las oficinas ejecutivas seguían en los tres pisos superiores de Hazzard Building, y sus ventanas daban a la plaza. El despacho de Sanders estaba situado en el cuarto piso, aunque él esperaba que al acabar la semana lo hubieran trasladado al quinto.
A las nueve en punto llegó al cuarto piso y de inmediato notó que algo iba mal. En los pasillos se oía un murmullo, y había electricidad en el aire. Los empleados se apiñaban alrededor de las impresoras láser y las cafeteras, cuchicheando; cuando lo veían pasar se giraban o dejaban de hablar.
Aquí ocurre algo, pensó.
Pero como jefe de sección, no podía pararse para preguntarle a una secretaria qué estaba pasando. Sanders siguió adelante, maldiciendo por lo bajo, contrariado por haber llegado tarde en un día tan señalado.
Vio a Mark Lewyn a través de los tabiques de cristal de la sala de reuniones del cuarto piso. Lewyn, el jefe de diseño de productos, de treinta y tres años, estaba hablando con los de Conley-White. Era una escena curiosa: Lewyn, joven, guapo e impetuoso, con tejanos negros y una camiseta negra de Armani, se paseaba arriba y abajo y hablaba animadamente con los ejecutivos de Conley-White, que llevaban traje azul oscuro y permanecían sentados rígidamente ante las maquetas que había sobre la mesa y tomaban notas.
Al ver a Sanders, Lewyn lo saludó con la mano y se asomó a la puerta de la sala de reuniones.
—Hola —dijo.
—Hola, Mark. Oye…
—Sólo quiero decirte una cosa —le interrumpió Lewyn—. Que se vayan a tomar por el culo. Garvin, Phil y la fusión. Que se vayan todos a tomar por el culo. Esto de la reestructuración es una mierda. Yo estoy contigo, tío.
—Oye, Mark, podrías…
—Estoy ocupado. —Lewyn señaló con la cabeza a los dos de Conley—. Pero quería que supieras lo que pienso. Lo que están haciendo no es justo. Ya hablaremos después, ¿de acuerdo? Ánimo, tío. No gastes pólvora en salvas. —Volvió a la sala de reuniones.
Los ejecutivos de Conley-White se quedaron mirando a Sanders a través del cristal. Sanders se dirigió a su despacho, cada vez más intranquilo. Lewyn era famoso por su tendencia a exagerar, pero aun así…
Lo que están haciendo no es justo.
Aquello sólo podía significar una cosa. Sanders no iba a ser ascendido. Mientras caminaba por el pasillo empezó a sudar y se sintió mareado. Se apoyó un momento contra la pared. Se secó la frente con la mano y parpadeó. Respiró hondo y movió la cabeza para despejarse.
No habría ascenso. Dios. Respiró hondo otra vez y reanudó su camino.
Esto de la reestructuración es una mierda.
Por lo visto, en lugar del ascenso que esperaba iba a haber algún tipo de reestructuración. Y al parecer tenía algo que ver con la fusión.
Que se vayan a tomar por el culo. Garvin, Phil y la fusión.
Hacía nueve meses, los departamentos técnicos ya habían afrontado una importante reestructuración que había alterado las líneas de comunicación, y que había molestado a todo el mundo en Seattle. Después de meses de alboroto, los equipos técnicos habían recuperado una buena estructura de trabajo. Y ahora… ¿otra reestructuración? No tenía sentido.
Pero fue la reestructuración del año anterior la que colocó a Sanders en camino para asumir la dirección de las secciones técnicas. La reestructuración había dividido el Departamento de Productos Avanzados en cuatro subdivisiones —diseño, programación, telecomunicaciones y fabricación—, todas bajo la dirección de un director general de departamento, todavía por nombrar. Pero en los últimos meses, Tom Sanders había ocupado de hecho el puesto de director general del departamento, básicamente porque como jefe de fabricación era la persona a la que más concernía el trabajo de las otras secciones.
Pero ahora, con una nueva reestructuración, ¿quién sabía qué podía pasar? A Sanders podían asignarle la coordinación de las fábricas de DigiCom. O peor aún; había habido rumores de que el cuartel general de la empresa en Cupertino iba a encargarse de las fábricas de Seattle, entregándoles su control a los jefes de producto de California. Sanders no prestó demasiada atención a aquel rumor, porque no tenía mucho sentido. Los jefes de producto ya tenían bastante trabajo con promocionar los productos, y no creía que les interesara encargarse de su fabricación.
Pero ahora se veía obligado a considerar la posibilidad de que los rumores fueran ciertos. Porque si eran ciertos, Sanders podía enfrentarse a algo más que una degradación. Podía quedarse sin empleo.
Dios mío, pensó. ¿Quedarme sin empleo?
De pronto recordó ciertas cosas que Dave Benedict le había dicho aquella mañana en el ferry. A Benedict le gustaban los rumores, y por lo visto estaba al corriente de muchos. Quizá sabía más de lo que había dicho.
¿Es verdad que eres el único jefe de sección que no es ingeniero?
Y luego, con mordacidad:
Eso no es muy corriente, ¿verdad?
Dios mío, pensó. Sanders empezó a sudar otra vez. Hizo un esfuerzo y respiró hondo.
No gastes pólvora en salvas.
Llegó al final del pasillo del cuarto piso y entró en su despacho, esperando encontrar a Stephanie Kaplan, la directora financiera. Ella podría decirle qué estaba pasando. Pero en su despacho no había nadie. Miró a su secretaria, Cindy Wolfe, que estaba ocupada con los archivadores.
—¿Dónde está Stephanie? —le preguntó.
—No vendrá.
—¿Por qué?
—Han cancelado tu reunión de las nueve y media a causa de los cambios de personal —contestó Cindy.
—¿Qué cambios? —preguntó Sanders—. ¿Qué está pasando?
—Ha habido una especie de reestructuración —explicó Cindy, esquivando su mirada y mirando la agenda que tenía encima de la mesa—. Hay un almuerzo privado con todos los jefes de sección en la sala de reuniones principal a las doce y media, y Phil Blackburn viene hacia aquí para hablar contigo. Llegará en cualquier momento… Veamos qué más… Esta tarde llegan unas unidades de Kuala Lumpur por DHL. Eric Bosak quiere verte a las diez y media. —Recorrió la página de la agenda con el dedo—. Don Cherry te ha llamado dos veces para hablarte del Corridor, y hace un momento ha llamado Eddie desde Austin.
—Ponme con él.
Eddie Larson era el supervisor de producción de la fábrica de Austin, donde se fabricaban teléfonos digitales. Cindy marcó el número; poco después Sanders reconoció la voz de Eddie, con su acento de Texas.
—Hola, Tommy.
—Hola, Eddie. ¿Qué pasa?
—Tenemos un pequeño problema en la fábrica. ¿Tienes un momento?
—Sí, claro.
—¿Tengo que felicitarte por tu nuevo puesto?
—Todavía no sé nada —contestó Sanders.
—Ya. Pero te van a ascender, ¿no?
—Todavía no sé nada, Eddie —repitió Sanders.
—¿Es verdad que van a cerrar la fábrica de Austin?
Sanders se sorprendió tanto que se echó a reír:
—¿Qué has dicho?
—Eso es lo que dicen por aquí, Tommy. Que Conley-White va a comprar la empresa y nos van a cerrar.
—Tonterías —replicó Sanders—. Nadie va a comprar nada y nadie va a vender nada. La fábrica de Austin es modélica, y da muy buenos beneficios.
Hubo una pausa. Luego Eddie dijo:
—Si supieras algo me lo dirías, ¿verdad, Tommy?
—Claro que sí. Pero sólo es un rumor. Así que olvídalo. Dime, ¿qué problema tienes?
—Una tontería. Las empleadas de la cadena de producción han pedido que saquemos los pósteres del vestuario de hombres. Dicen que son ofensivos. La verdad, creo que es una tontería —dijo Larson—, porque las mujeres nunca entran en el vestuario de los hombres.
—Entonces, ¿cómo saben que hay pósteres?
—En los grupos de limpieza nocturnos hay varias mujeres. Y ahora las empleadas que trabajan en la cadena de producción quieren que saquemos los pósteres.
Sanders suspiró.
—No quiero que nos acusen de insensibles ante temas sexuales. Que quiten los pósteres.
—¿Aunque las mujeres tengan pósters en su vestuario?
—No importa, Eddie, quítalos.
—Yo creo que eso es ceder a tonterías feministas.
Llamaron a la puerta. Sanders levantó la vista y vio a Phil Blackburn, el abogado de la compañía.
—Tengo que colgar, Eddie.
—De acuerdo —contestó Eddie—, pero te digo una cosa: esto sentará un precedente. Si hacemos todo lo que piden las mujeres…
—Lo siento, Eddie. Tengo que colgar. Llámame si pasa algo.
Sanders colgó. Phil Blackburn entró en el despacho. Sanders tuvo la impresión de que Blackburn sonreía demasiado abiertamente, de que estaba demasiado contento.
Aquello era mala señal.
Philip Blackburn, principal consejero legal de DigiCom, era un hombre delgado de cuarenta y seis años. Vestía un traje verde oscuro de Hugo Boss. Blackburn llevaba más de una década en DigiCom, igual que Sanders; era uno de los «veteranos», de los que habían entrado al principio. Cuando Sanders lo conoció, Blackburn era un joven e insolente abogado de Berkeley, defensor de los derechos civiles, y llevaba barba. Pero Blackburn había abandonado hacía tiempo las protestas y se había dedicado a los beneficios económicos, a los que perseguía con una dedicación obsesiva mientras fingía interesarse por los nuevos temas corporativos de diversidad e igualdad de oportunidades. En algunos sectores de la empresa se reían de él por su forma de vestir y por su pasión por la moda. Como dijera uno de los empleados, «Phil tiene el dedo gastado de tanto mojárselo para ver de dónde sopla el viento». Fue el primero con Birkenstocks, el primero con pantalones de pata de elefante, el primero en quitarse las patillas y el primero en hablar de diversidad.
Bromeaban mucho acerca de su amaneramiento. Muy escrupuloso y preocupado por las apariencias, Blackburn siempre estaba tocándose el cabello, la cara, el traje, como si quisiera eliminar toda imperfección. Eso, combinado con su desafortunada tendencia a tocarse y frotarse la nariz, era fuente de muchos chistes. Pero eran chistes bastante malévolos: la gente recelaba de Blackburn, al que veían como una especie de asesino a sueldo moralista.
Blackburn podía ser carismático en sus discursos, y en privado sabía cómo provocar una breve impresión convincente de honestidad intelectual. Pero en la empresa lo tenían por lo que era, un hombre sin convicciones propias, y por tanto la persona idónea para ejercer como verdugo de Garvin.
Sanders y Blackburn habían sido muy amigos; habían ingresado en la empresa en la misma época y también se relacionaron en su vida privada. En 1985, cuando Blackburn se divorció, pasó una temporada en el piso de soltero de Sanders, en Sunnyvale. Y un año después Blackburn fue el padrino de Sanders, que se casaba con otra abogada, Susan Handler.
Pero Blackburn se volvió a casar en 1989 y no invitó a Sanders a la boda, porque por entonces su relación se había vuelto un poco tensa. A algunos empleados de la empresa les parecía inevitable: Blackburn formaba parte del círculo de poder de Cupertino, al que Sanders, destinado en Seattle, no pertenecía. Además, tuvieron varias discusiones sobre el funcionamiento de las cadenas de producción de Irlanda y Malasia. Sanders creía que Blackburn, obcecado con los detalles legales, ignoraba las inevitables realidades de la producción en países extranjeros.
Un ejemplo típico de la actitud de Blackburn era su exigencia de que la mitad del personal de la nueva planta de Kuala Lumpur estuviese constituida por mujeres, y que se las mezclara con los hombres; los directores malayos querían que las mujeres estuvieran separadas y que sólo se les permitiera trabajar en ciertas zonas de la planta, lejos de los hombres. Phil se opuso enérgicamente.
—Son musulmanes, Phil —le decía Sanders.
—Me importa un comino —contestaba Phil—. DigiCom defiende la igualdad.
—Phil, están en su país. Y son musulmanes.
—¿Y qué? La fábrica es nuestra.
Sus desavenencias no tenían fin. El gobierno malayo no quería que se empleara a chinos como supervisores, aunque eran los más cualificados; la política del gobierno malayo consistía en preparar a los malayos para el puesto de supervisores. Phil se quejaba de que la política del gobierno era discriminatoria —y lo era—, y se negaba a entender que representaba el tipo de programa de igualdad de oportunidades para minorías que él apoyaba en América para las mujeres y los negros. Pero esos mismos programas en un país extranjero le parecían discriminatorios, y a ese respecto Phil no quería entrar en razón: sus furiosas protestas a los malayos estuvieron a punto de provocar el cierre de la fábrica. En el último momento, Sanders tuvo que viajar a Kuala Lumpur y reunirse con los sultanes de Selangor y Pahang para suavizar la situación. Sanders pensó que había salvado el proyecto. Según Phil, Sanders «se había rebajado ante los extremistas».
No era más que otra de las muchas controversias que rodeaban el manejo por parte de Sanders de la nueva fábrica de Malasia.
Sanders y Blackburn se saludaron con la prudencia típica de los antiguos amigos cuya relación lleva tiempo siendo sólo superficialmente cordial. Cuando el abogado de la compañía entró en su despacho, Sanders se levantó para estrecharle la mano.
—¿Qué está pasando, Phil?
—Hoy es un día importante —dijo Blackburn, sentándose frente a Sanders—. Ha habido muchas sorpresas. No sé qué habrás oído.
—Me han dicho que Garvin ha tomado una decisión acerca de la reestructuración.
—Sí, eso es. Varias decisiones.
Hubo una pausa. Blackburn cambió de postura y se miró las manos.
—Bob quería ponerte al corriente de todo esto personalmente. Ha venido a verte esta mañana. Quería hablar con todos los del departamento.
—Sí, lo sé. Yo no estaba.
—Ya. La verdad es que a todos nos ha sorprendido un poco que llegaras tarde precisamente hoy.
Sanders no hizo ningún comentario y miró fijamente a Blackburn, a la expectativa.
—En fin, Tom —prosiguió Blackburn—. Te lo resumiré. Como parte de la fusión, Bob ha decidido salir de Productos Avanzados para buscar un director del departamento.
Allí estaba, por fin. Abiertamente. Sanders respiró hondo y sintió una presión en el pecho. Tenía todo el cuerpo en tensión, pero intentó que no se notara.
—Ya sé que será una conmoción —añadió Blackburn.
—Bueno —dijo Sanders encogiéndose de hombros—, había oído rumores. —Mientras hablaba, iba pensando. Ahora veía que no lo iban a ascender, que no le iban a aumentar el sueldo, que no tendría una nueva oportunidad de…
—Sí. Bueno —prosiguió Blackburn, aclarándose la garganta—. Bob ha decidido que sea Meredith Johnson quien dirija el departamento.
Sanders frunció el ceño.
—¿Meredith Johnson?
—Sí. Está en la oficina de Cupertino. Creo que la conoces.
—Sí, claro, pero… —Sanders meneó la cabeza. Aquello no tenía sentido—. Meredith es de ventas. Siempre ha estado en ventas.
—Sí, al principio sí. Pero como ya sabes, los dos últimos años Meredith ha estado en Operaciones.
—Pero aun así, Phil. El DPA es un departamento técnico.
—Tú tampoco eres técnico. Y lo has hecho bien.
—Pero yo llevo años en esto, desde que estaba en marketing. Mira, el DPA se encarga básicamente de los equipos de programación y de las plantas de fabricación de hardware. ¿Cómo va a dirigirlo Meredith?
—Bob no espera que lo dirija directamente. Ella supervisará a los jefes de sección del DPA. Su cargo oficial será vicepresidenta de Operaciones y Planning Avanzados. Bajo esta nueva estructura, eso incluye el Departamento de Productos Avanzados, el Departamento de Marketing y el Departamento de TelCom.
—Madre mía —exclamó Sanders, recostándose en su silla—. Es prácticamente todo.
Blackburn asintió con la cabeza lentamente.
Sanders hizo una pausa, pensativo. Finalmente añadió:
—Es como decir que Meredith Johnson va a dirigir la empresa.
—No tanto —dijo Blackburn—. Con este nuevo esquema no tendrá control directo sobre Ventas, Finanzas ni Distribución. Pero creo que no se puede dudar que Bob la considera su sucesora, cuando se retire en el plazo de dos años. —Blackburn cambió de postura—. Pero eso pertenece al futuro. En cuanto al presente…
—Un momento. ¿Dices que tendrá a cuatro jefes de sección de DPA bajo su mando?
—Sí.
—¿Y quiénes van a ser esos directores? ¿Lo han decidido?
—Bueno. —Phil tosió. Se pasó las manos por el pecho y se tocó el pañuelo que llevaba en el bolsillo de la americana—. Desde luego, la que tiene que nombrar a los jefes de sección es Meredith.
—Y eso significa que puedo encontrarme en la calle.
—No, Tom, nada de eso. Bob quiere que se quede todo el mundo. Incluido tú. Lamentaría mucho perderte.
—Pero es Meredith Johnson la que tiene que decidir si me quedo.
—Técnicamente sí —contestó Blackburn—. Pero son sólo formalidades.
Sanders no lo veía así. Bob Garvin habría podido nombrar los jefes de sección al mismo tiempo que nombraba a Meredith Johnson como directora del DPA. Si Garvin quería entregarle la empresa a una mujer de ventas, allá él. Pero Garvin habría podido asegurarse de que sus jefes de sección conservaran su puesto —los jefes de sección a los que tanto debían Garvin y la empresa.
—Por Dios —dijo Sanders—. Llevo doce años en esta empresa.
—Y espero que sigas con nosotros muchos más —repuso Blackburn con amabilidad—. Mira, a todo el mundo le interesa mantener íntegros los equipos. Porque como te he dicho, ella no puede dirigirlos directamente.
—Ya.
Blackburn se estiró los puños y se atusó el cabello:
—Mira, Tom, sé que lamentas que no te hayan nombrado para ese puesto. Pero no le des demasiada importancia al hecho de que sea Meredith la que tenga que nombrar a los jefes de sección. Seamos realistas: ella no hará ningún cambio. Tu posición es segura. —Hizo una pausa, y añadió—: Tengo entendido que conoces a Meredith.
—Sí —contestó Sanders—. Salíamos juntos.
—Ya, eso me parecía recordar.
—Pero era cuando ella trabajaba para Novell, en Mountain View. Vendía tarjetas Ethernet a los pequeños empresarios de la zona. De eso hace nueve años.
Sanders recordaba a Meredith Johnson como una de las miles de guapas vendedoras que trabajaban en San José. Chicas de veinte años que acababan de terminar sus estudios, que empezaban haciendo las demostraciones de los ordenadores mientras el vendedor se encargaba de hablar con el cliente. Muchas de aquellas chicas aprendieron suficiente para realizar la venta ellas mismas. Cuando Sanders conoció a Meredith, ella había adquirido suficiente jerga para hablar sin parar de token rings y 10Base-T hubs. En realidad no tenía muchos conocimientos sobre el tema, pero no los necesitaba. Era guapa, sensual e inteligente, y tenía una especie de misteriosa sangre fría. Sanders la encontró admirable. Pero nunca imaginó que tuviera la capacidad para ocupar un puesto de aquella envergadura.
Blackburn se encogió de hombros.
—Ha llovido mucho desde entonces, Tom. Meredith ya no es una ejecutiva de ventas. Volvió a estudiar, hizo un máster en administración. Trabajó en Symantec, después en Borlad, y luego entró a trabajar con nosotros. Durante los dos últimos años ha estado colaborando estrechamente con Garvin. Se ha convertido en su protegida. Él está muy satisfecho de su trabajo.
Sanders meneó la cabeza:
—Y ahora va a ser mi jefe…
—¿Crees que eso puede suponer algún problema?
—No. Sólo que lo encuentro gracioso. Una antigua novia como jefe.
—Las cosas cambian. —Blackburn sonreía, pero Sanders advirtió que lo estaba evaluando—. Da la impresión de que esto te produce un poco de inquietud, Tom.
—Tendré que acostumbrarme.
—¿Tienes algún problema? ¿Te molesta tener a una mujer como superior?
—No, en absoluto. Trabajé para Eileen cuando ella era directora de HRI, y nos llevábamos muy bien. No es eso. Es que encuentro gracioso tener a Meredith Johnson como jefe.
—Es una persona excelente —dijo Phil—. ¿Os habéis seguido viendo?
—No, la verdad es que no. Cuando ella entró en la empresa, yo estaba en Seattle y ella en Cupertino. Una vez nos encontramos, en uno de mis viajes a Cupertino. Nada más.
—Pero vuestras relaciones son cordiales…
—Sí —dijo Sanders—. Por lo menos en lo que me atañe.
—Me alegro de oírlo. —Blackburn se levantó y se arregló la corbata. Se frotó la barbilla—. Creo que cuando tengas ocasión de tratar con ella otra vez quedarás muy impresionado. Dale una oportunidad, Tom.
—Desde luego.
—Todo saldrá bien, Tom. Y sigue pensando en el futuro. Dentro de un año podrías ser rico.
—¿Significa eso que van a poner a la venta las acciones del DPA?
—Sí; sin ninguna duda.
Un aspecto muy discutido de la fusión consistía en que después de que Conley-White comprara DigiCom, convertirían el Departamento de Productos Avanzados en una empresa independiente. Aquello significaría unos beneficios cuantiosos para todos los miembros del departamento, ya que todos tendrían oportunidad de comprar acciones baratas antes de que la operación se hiciera pública.
—Ahora estamos puliendo los últimos detalles —dijo Blackburn—. Pero imagino que los jefes de sección como tú empezarán con veinte mil acciones personales, y una opción inicial de doscientas mil acciones a veinticinco centavos. Y tendrán derecho a comprar otras cien mil acciones cada año, durante los próximos cinco años.
—¿Y la escisión seguirá adelante, aunque Meredith dirija las secciones?
—Confía en mí. La escisión tendrá lugar en el plazo de dieciocho meses. Es un requisito de la fusión.
—¿No hay posibilidad de que Meredith cambie de idea?
—Ninguna, Tom. —Blackburn sonrió—. Voy a revelarte un secreto. La escisión fue idea de Meredith.
Cuando acabó de hablar con Sanders, Blackburn salió del despacho y fue por el pasillo hasta un despacho vacío, desde donde llamó a Garvin, que estaba enseñando las oficinas a los ejecutivos de C-W.
—Aquí Garvin.
—He hablado con Tom Sanders.
—¿Y bien?
—Yo diría que se lo ha tomado bastante bien. Está disgustado, claro. Creo que ya había oído rumores. Pero lo ha encajado bien.
—¿Y la nueva estructura? ¿Cómo ha reaccionado a eso? —preguntó Garvin.
—Bueno, está preocupado. Ha manifestado ciertas reservas.
—¿Por qué?
—No cree que Meredith tenga suficiente experiencia técnica para dirigir el departamento.
—¿Experiencia técnica? ¿Y eso qué tiene que ver?
—Nada, ya lo sé. Pero creo que hay cierta inquietud a nivel personal. ¿Sabías que habían salido juntos?
—Sí —contestó Garvin—. Lo sé. ¿Han hablado?
—Dice que no se ven desde hace varios años.
—¿Rencores?
—No me lo ha parecido.
—Entonces, ¿qué le preocupa?
—Creo que le cuesta hacerse a la idea.
—Ya lo encajará.
—Creo que sí.
—Si pasa algo, dímelo —concluyó Garvin.
Blackburn, a solas en el despacho, frunció el ceño. La conversación con Garvin lo había dejado sumamente ansioso. Estaba seguro de que Tom Sanders no iba a aceptar fácilmente aquella reestructuración. Sanders era muy apreciado en Seattle y podía provocar problemas; era demasiado independiente, no era un jugador de equipo, y ahora la empresa necesitaba jugadores de equipo. Cuanto más pensaba Blackburn, más se convencía de que Sanders traería problemas.
Sanders permaneció sentado a su mesa, pensativo. Estaba intentando adaptar su recuerdo de una joven y guapa vendedora de Silicon Valley con la nueva imagen de una empresaria dirigiendo tres departamentos de una gran empresa. Pero sus pensamientos se veían interrumpidos una y otra vez por imágenes del pasado: Meredith sonriendo, con una camisa de Sanders. La cafetera de su antiguo apartamento, rota, rodando por el suelo de la cocina. Una maleta abierta. Medias y ligas blancas. Un bol de palomitas de maíz en el sofá azul del salón. El televisor sin volumen.
Y la insistente imagen de una flor de vidrio de color. Era una de aquellas trilladas imágenes hippies del norte de California. Sanders sabía dónde estaba: en el vidrio de la puerta de su apartamento de Sunnyvale, en la época en que conoció a Meredith. No sabía por qué la recordaba, y…
—¿Tom?
Levantó la vista. Cindy estaba en la puerta, con aire preocupado.
—¿Quieres un café, Tom?
—No, gracias.
—Don Cherry te ha llamado otra vez mientras hablabas con Phil. Quiere que vayas a ver el Corridor.
—¿Tienen problemas?
—No lo sé. Parecía un poco nervioso. ¿Quieres que te ponga con él?
—Ahora no. Voy a bajar a verlo.
—¿Quieres una pasta? —preguntó Cindy—. ¿Has desayunado?
—No te preocupes.
—¿Seguro?
—De verdad, Cindy, no te preocupes.
Cindy se marchó. Sanders miró su monitor y vio que el icono de su e-mail parpadeaba. Pero él estaba pensando en Meredith Johnson.
Había vivido con ella unos seis meses. Fue una relación muy intensa. Sin embargo, aunque constantemente lo asaltaban las imágenes, se dio cuenta de que en general sus recuerdos eran bastante vagos. ¿Verdaderamente había vivido seis meses con Meredith? ¿Cuándo se conocieron y cuándo rompieron su relación exactamente? A Sanders le sorprendió constatar cuánto le costaba fijar la cronología. Pensó en otros aspectos de su vida: ¿qué cargo ostentaba entonces en DigiCom? ¿Trabajaba todavía en marketing, o ya se había trasladado a los departamentos técnicos? Ahora no estaba seguro. Tendría que consultarlo en los archivos.
Pensó en Blackburn. Blackburn dejó a su mujer y se instaló en casa de Sanders cuando Sanders vivía con Meredith. ¿O fue después, cuando su relación con Meredith empezó a deteriorarse? Tal vez Phil se había instalado en su casa más tarde, cuando Sanders conoció a Susan. No estaba seguro. Se dio cuenta de que no estaba seguro de nada relacionado con aquella época.
Aquello había ocurrido hacía casi una década, en otra ciudad, en otra etapa de su vida, y sus recuerdos eran confusos. De nuevo le sorprendió aquella confusión.
Pulsó el intercomunicador:
—Cindy, quiero preguntarte una cosa.
—Dime, Tom.
—Estamos en la segunda semana de junio. ¿Qué estabas haciendo tú la segunda semana de junio, hace diez años?
Cindy no vaciló ni lo más mínimo:
—Muy fácil: me estaba graduando en la universidad.
Era cierto, sin duda.
—Ya —dijo Sanders—. ¿Y el mes de junio de hace nueve años?
—¿Hace nueve años? —Ahora su voz sonó insegura—. A ver… Junio… Hace nueve años… Junio… Ah, creo que estaba en Europa con mi novio.
—¿El mismo novio que tienes ahora?
—No, otro. Era un imbécil.
—¿Cuánto tiempo pasasteis juntos?
—Creo que un mes.
—No, me refiero a vuestra relación.
—Ah. Veamos. Creo que lo dejamos en… diciembre. Sí, creo que era diciembre. O quizá enero, después de las vacaciones. ¿Por qué?
—Por nada. Sólo estaba intentando aclarar una cosa —contestó Sanders. El tono de incertidumbre de Cindy al intentar recomponer el pasado le había aliviado—. Por cierto, ¿a qué año se remontan los archivos de la oficina? La correspondencia, las llamadas…
—Tendría que mirarlo. Aquí creo que tenemos lo de los tres últimos años.
—¿Y lo anterior?
—¿Anterior? ¿A cuánto tiempo te refieres?
—Diez años atrás.
—Uf, no lo sé. Entonces estabas en Cupertino. ¿Sabes si ellos conservan los archivos?
—No lo sé.
—¿Quieres que lo averigüe?
—Ahora no —dijo Sanders, y cortó la comunicación. No quería que Cindy consultara nada a Cupertino precisamente ahora.
Sanders se frotó los ojos con la yema de los dedos, y siguió pensando en el pasado. Volvió a ver aquella flor de cristal de colores.
Aquella estúpida flor. A Sanders siempre le había dado vergüenza. En aquella época vivía en una de las urbanizaciones de apartamentos de Merano Drive. Veinte edificios apiñados alrededor de una pequeña piscina. Todos los inquilinos trabajaban en empresas de alta tecnología. Nadie se bañaba en la piscina. Y Sanders no pasaba mucho tiempo allí. Fue cuando viajaba con Garvin a Corea dos veces al mes. Cuando todos viajaban en clase turista. Ni siquiera podían permitirse un billete de ejecutivo.
Y recordó que cuando llegaba a casa, agotado por el largo vuelo, lo primero que veía al entrar en su apartamento era aquella maldita flor de cristal de colores.
Y Meredith, en aquella época, era aficionada a las medias blancas, las ligas blancas y pequeñas flores blancas en los cierres con…
—¿Tom?
Sanders levantó la vista: otra vez Cindy.
—Si quieres ver a Don Cherry, será mejor que vayas porque tienes una reunión con Gary Bosak a las diez y media.
Sentía que su secretaria lo estaba tratando como a un inválido.
—Cindy, estoy bien, de verdad.
—Lo sé. Sólo quería recordártelo.
—Está bien. Ya voy.
Bajó la escalera hasta el tercer piso, y aquella distracción lo alivió. Cindy tenía razón obligándolo a salir de su despacho. Y Sanders sentía curiosidad por ver lo que el equipo de Cherry había hecho con el Corridor.
El Corridor era lo que en DigiCom todos llamaban AIV: el Ambiente de Información Virtual. El AIV era el compañero de Twinkle, el segundo elemento en importancia del nuevo futuro de información digital tal como lo concebía DigiCom. En el futuro, la información se almacenaría en discos, o se pondría a disposición de los usuarios en enormes bases de datos a las que se accedería mediante el teléfono. De momento, los usuarios veían la información que aparecía en pantallas planas de televisores o de ordenadores. Ésa había sido la forma tradicional de suministrar la información durante los últimos treinta años. Pero pronto habría nuevas formas de presentar la información. La más radical y emocionante estaba constituida por los ambientes virtuales. Los usuarios utilizaban gafas especiales para ver imágenes tridimensionales generadas por ordenador, que les permitían tener la sensación de que se estaban moviendo por otro mundo. Había muchas empresas de alta tecnología intentando desarrollar ambientes virtuales. Era emocionante, pero muy difícil. En DigiCom, el AIV era uno de los proyectos favoritos de Garvin: había invertido mucho dinero en él, y los programadores de Cherry llevaban dos años trabajando de sol a sol para hacerlo realidad.
Pero hasta el momento no había dado más que problemas.
En la puerta había un letrero que rezaba «AIV», y debajo «Cuando la realidad no basta». Sanders introdujo su tarjeta en la ranura y la puerta se abrió. Atravesó una antesala y oyó gritos procedentes de la sala principal. Ya en la antesala notó el nauseabundo olor que impregnaba el aire.
Al pasar por la puerta se encontró con una escena de caos absoluto. Las ventanas estaban abiertas de par en par, y había un intenso olor a fluido limpiador. La mayoría de los programadores estaban en el suelo, trabajando con equipos desmontados. Las piezas de las unidades de AIV yacían esparcidas, entre un lío de cables de colores. Hasta habían desmontado los rodetes negros que componían la plataforma, y estaban limpiando los cojinetes uno por uno. Había cables que bajaban del techo, conectados a escáneres de láser que habían sido abiertos, y tableros de circuitos desmontados. Todos hablaban a la vez. Y en el centro de la habitación, como un Buda adolescente, con su camiseta azul eléctrico que rezaba «La realidad apesta», estaba Don Cherry, el jefe de programación. Cherry tenía veintidós años; todos reconocían que era indispensable, y era famoso por su impertinencia.
Al ver a Sanders gritó:
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Malditos directores! ¡Fuera!
—¿Qué te pasa? —preguntó Sanders—. Pensaba que querías verme.
—¡Llegas tarde! ¡Has perdido tu oportunidad! —replicó Cherry—. ¡Ahora se ha acabado!
Por un momento Sanders pensó que Cherry se refería al ascenso que no había conseguido. Pero Cherry, el más apolítico de los jefes de sección de DigiCom, se acercó hacia él, sonriendo abiertamente.
—Lo siento, Tom —dijo—. Llegas tarde. Ya lo hemos arreglado.
—¿Que lo habéis arreglado? Pues nadie lo diría. ¿Y qué es ese olor espantoso?
—Lo sé. —Cherry levantó los brazos—. Estoy harto de pedir a los chicos que limpien todos los días, pero qué quieres que haga. Son programadores. Una especie de perros.
—Cindy me ha dicho que has llamado varias veces.
—Sí —contestó Cherry—. Teníamos el Corridor montado y en marcha, y quería que lo vieras. Pero quizá sea mejor que no lo hayas visto.
Sanders examinó las piezas esparcidas por toda la habitación.
—¿Que lo tenías montado?
—Sí, hace un rato. Ahora lo estamos afinando. —Cherry miró a los programadores que trabajaban en el suelo, limpiando las piezas—. Anoche localizamos el error en el circuito principal. Ahora tenemos que hacer algunos ajustes. Se trata de un problema mecánico —añadió, desdeñoso—. Pero aun así nos encargaremos de él.
A los programadores siempre les molestaba encargarse de los problemas mecánicos. Vivían en un mundo abstracto de códigos informáticos, y creían estar muy por encima de la maquinaria física.
—¿Cuál es el problema exactamente? —preguntó Sanders.
—Mira —dijo Cherry—. Esta es nuestra última aplicación. El usuario utiliza este casco —dijo señalando una especie de gafas de sol plateadas—. Y se monta en la plataforma.
—El ordenador, que está allí —señaló un montón de cajas apiladas en un rincón—, coge la información procedente de la base de datos y construye un ambiente virtual que se proyecta en el casco. A medida que el usuario se mueve por la plataforma, la proyección cambia, de modo que el usuario tiene la sensación de ir caminando por un pasillo cuyas paredes están cubiertas de cajones con datos. Puede detenerse en cualquier sitio, abrir un cajón archivador con la mano y examinar los datos. Una simulación completamente realista.
—¿Cuántos usuarios?
—De momento, el sistema acepta cinco a la vez.
—¿Y ése es el aspecto del pasillo? ¿Un entramado de cables? —En las anteriores versiones, el interior del Corridor tenía un diseño esquemático en blanco y negro. Con pocas líneas el ordenador trabajaba más deprisa.
—¿Un entramado de cables? Por favor. Eso lo descartamos hace dos semanas. Ahora estamos hablando de superficies 3-D completamente dibujadas en veinticuatro colores, con mapas de textura anti alias. Estamos consiguiendo superficies curvas auténticas, no polígonos. El resultado es absolutamente real.
—¿Y para qué son los escáneres de láser? Pensaba que hacías la posición mediante infrarrojos. —Los cascos llevaban incorporados unos sensores infrarrojos para que el sistema pudiera detectar hacia dónde miraba el usuario, y ajustar la imagen proyectada dentro del casco de acuerdo con la dirección de la mirada.
La plataforma era una de las innovaciones de Cherry. Era del tamaño de un pequeño trampolín circular y su superficie estaba compuesta por unas bolas de goma apretadas unas contra otras. El usuario, al caminar sobre las bolas, podía moverse en cualquier dirección.
—Una vez en la plataforma —prosiguió Cherry—, el usuario marca un código para acceder a una base de datos.
—Sí, todavía lo hacemos —contestó Cherry—. El vídeo es para las caras.
—¿Las caras?
—Sí. Ahora, si caminas por el Corridor con otro usuario, puedes girarte y ver a tu acompañante. La cámara de vídeo de la habitación lee su expresión y la dibuja en la cara virtual de la persona virtual que hay a tu lado en la habitación virtual. No puedes verle los ojos a la otra persona, claro, porque están ocultos detrás de las gafas. Pero el sistema hace sus propios ojos. Muy astuto, ¿no te parece?
—O sea que puedes ver a otros usuarios.
—Exacto. Ves sus caras, sus expresiones. Y eso no es todo. Si otros usuarios del sistema no llevan el casco virtual, también puedes verlos. El programa identifica a todos los usuarios, saca su fotografía del archivo de personal y la convierte en una imagen virtual. Un poco mala, pero en fin. —Cherry agitó una mano en el aire—. Y eso no es todo. También hemos inventado una ayuda virtual.
—¿Ayuda virtual?
—Los usuarios siempre necesitan ayuda. Así que hemos creado un ángel para ayudarlos. Va flotando a tu lado y contesta tus preguntas. —Cherry sonreía—. Habíamos pensado darle forma de hada azul, pero no queríamos herir susceptibilidades.
Sanders observó la habitación concienzudamente. Cherry le estaba relatando sus éxitos. Pero allí estaba pasando algo más: era imposible no percibir la tensión, la frenética energía de la gente mientras trabajaba.
—Oye, Don —gritó uno de los programadores—. ¿Qué Z-refresh hay que poner?
—Un poco más de cinco —contestó Cherry.
—Lo he puesto a cuatro con tres.
—Cuatro con tres es una mierda. Ponlo por encima de cinco, o te despido. —Volvió a dirigirse a Sanders—: Hay que animar a las tropas.
Sanders miró a Cherry:
—Muy bien —dijo por fin—. ¿Y cuál es el verdadero problema?
Cherry se encogió de hombros.
—Nada —contestó—. Ya te lo he dicho: lo estamos afinando.
—Don.
Cherry suspiró.
—Bueno, al subir la frecuencia de refresco nos hemos cargado el módulo de construcción. Mira, el programa crea la habitación a medida que avanza. Con una frecuencia de refresco más rápida en los sensores, tenemos que construir los objetos mucho más deprisa. Si no, la habitación se queda detrás de ti. Tienes la impresión de estar borracho. Mueves la cabeza, y la habitación oscila detrás de ti, intentando atraparte.
—¿Y?
—Y a los usuarios les entran ganas de vomitar.
Sanders suspiró.
—Fantástico.
—Tuvimos que desmontar las ruedas porque Teddy lo puso todo perdido.
—Fantástico, Don.
—¿Qué pasa? Tampoco es tan grave. Se limpia y listos. —Meneó la cabeza—. Aunque hubiera preferido que Teddy no hubiera desayunado huevos rancheros. Mala suerte. Trocitos de tortilla por todas partes…
—¿Ya sabes que mañana hay una demostración para los de C-W?
—No hay ningún problema. Estaremos preparados.
—Don, no puedo hacer vomitar a sus ejecutivos.
—Confía en mí —dijo Cherry—. Lo tendremos preparado. Les va a encantar. Esta compañía puede tener muchos problemas, pero el Corridor no será uno de ellos.
—¿Lo prometes?
—Lo garantizo.
A las diez y veinte Sanders estaba de nuevo en su despacho, sentado a su mesa, cuando Gary Bosak entró. Bosak era un hombre alto de unos veinte años; vestía tejanos, zapatillas de deporte y una camiseta de Terminator. Llevaba un enorme maletín de piel, como de abogado.
—Estás pálido —dijo Bosak—. Pero hoy todo el mundo está pálido. Hay un ambiente muy raro por aquí, ¿lo sabías?
—Sí, lo he notado.
—Ya, lo imagino. ¿Podemos empezar?
—Cuando quieras.
—¿Cindy? Mr. Sanders va a estar ocupado unos minutos.
Bosak cerró la puerta del despacho y echó el pestillo. Desconectó el teléfono del escritorio de Sanders, silbando alegremente, y luego desconectó el teléfono que había en el rincón, junto al sofá. Luego se acercó a la ventana y corrió las cortinas. En el rincón había un pequeño televisor. Lo encendió. Abrió su maletín, sacó una pequeña caja de plástico y apretó un interruptor lateral. Se encendió una luz intermitente, y la caja emitió un discreto sonido. Bosak la colocó en el centro de la mesa de Sanders. Bosak nunca daba ninguna información hasta que el aparato para perturbar las emisiones radiofónicas estaba en funcionamiento, pues casi todo lo que tenía que decir implicaba comportamientos ilícitos.
—Tengo buenas noticias para ti —dijo Bosak—. Tu hombre está limpio. —Sacó un dossier y lo abrió; empezó a pasarle páginas a Sanders—. Peter John Nealy, veintitrés años, empleado de DigiCom durante dieciséis meses. Ahora trabaja como programador del DPA. Bueno. Su historial del instituto y de la universidad… Su dossier personal de Data General, su anterior empleo. Todo en orden. Ahora, lo más reciente… Facturas de llamadas telefónicas efectuadas desde su apartamento… facturas de llamadas telefónicas efectuadas desde su teléfono portátil… cuentas corrientes… libretas de ahorros… extracto de tarjetas de crédito VISA y MasterCard… viajes, mensajes de e-mail dentro de la compañía, tickets de aparcamiento. Y ahora los argumentos decisivos: Ramada Inn de Sunnyvale, las últimas tres visitas, sus facturas de teléfono desde el hotel, los números a los que llamó… Los tres últimos alquileres de coche con kilometraje… teléfono portátil del coche de alquiler, los números marcados… Y eso es todo.
—¿Y bien?
—He repasado todos los números a los que llamó. Aquí está la lista. Muchas llamadas al Seattle Silicon, pero Nealy tiene una novia allí. Es secretaria. Trabaja en ventas, o sea que no hay problema. También llama a su hermano, un programador de Boeing. Hace diseño de alas, tampoco hay problema. Sus otras llamadas son a proveedores y a vendedores, todos correctos. No hay llamadas a horas extrañas, ni a teléfonos públicos, ni al extranjero. Ningún esquema sospechoso en las llamadas. Ninguna transferencia bancaria sospechosa, ninguna compra repentina. No hay motivo para suponer que esté pensando en cambiar de empresa. Yo diría que no habla con nadie que pueda preocuparnos.
—Muy bien —dijo Sanders. Miró las hojas e hizo una pausa. Luego añadió—: Gary… aquí hay cosas de nuestra empresa. Estos informes…
—Sí. ¿Y qué?
—¿Cómo los has conseguido?
—Mira —sonrió Bosak—, si tú no me lo preguntas, yo no te lo digo.
—¿Cómo has accedido al archivo general de datos?
Bosak meneó la cabeza:
—¿No me pagas para eso?
—Sí, claro, pero…
—Oye. Tú querías ciertas comprobaciones acerca de un empleado, y aquí las tienes. Tu hombre está limpio. Sólo trabaja para ti. ¿Quieres saber algo más sobre él?
—No.
—Fantástico. Necesito dormir un poco. —Bosak recogió los papeles y los colocó de nuevo en su maletín—. Por cierto, vas a recibir una llamada de mi oficial de libertad condicional.
—Ya.
—¿Puedo contar contigo?
—Por supuesto.
—Le he dicho que trabajaba como asesor tuyo —explicó Bosak—, en seguridad de telecomunicaciones.
—Eso es lo que eres.
Bosak apagó la caja parpadeante, la devolvió al maletín y conectó los teléfonos.
—Ha sido un placer, como siempre. ¿Quieres que te dé la factura, o se la doy a Cindy?
—Dámela a mí. Hasta luego, Gary.
—Adiós. Si necesitas algo más, ya sabes dónde encontrarme.
Sanders leyó la factura de MN Professional Services, Bellview, Washington. El nombre era una broma personal de Bosak: las letras MN eran las siglas de Mal Necesario. Las empresas de alta tecnología solían emplear a agentes de policía retirados y a detectives privados para hacer comprobaciones de aquel tipo, pero de vez en cuando utilizaban a programadores como Gary Bosak, que podían acceder a bases de datos electrónicas para obtener información sobre empleados sospechosos.
La ventaja de Bosak era que trabajaba deprisa; era capaz de hacer un informe en sólo unas horas, o en una noche. Los métodos de Bosak eran ilegales; sólo con contratarlo, Sanders había quebrantado varias leyes. Pero la investigación del historial de los empleados era una práctica aceptada en las empresas de alta tecnología, donde un solo documento o un plan de desarrollo de un producto podían venderse por cientos de miles de dólares a la competencia.
Y la investigación era crucial en el caso de Pete Nealy. Nealy estaba codificando fórmulas de compresión para introducir y extraer imágenes de vídeo en los discos láser CD-ROM. Su trabajo era vital para la nueva tecnología del Twinkle. Las imágenes digitales de alta velocidad que salían del disco iban a transformar una tecnología lenta, e iban a producir una revolución en la educación. Pero si la competencia accedía a las fórmulas de Twinkle, DigiCom vería muy reducida su ventaja, y eso significaba…
Sonó el intercomunicador:
—Tom —dijo Cindy—, son las once en punto. Tienes que bajar a la reunión del DPA. ¿Quieres echarle un vistazo al orden del día?
—Hoy no —contestó Sanders—. Creo que ya sé de qué van a hablar.
En la sala de reuniones del tercer piso, los miembros del DPA, el Departamento de Productos Avanzados, ya le estaban esperando. Era una reunión semanal en la que los directores de sección hablaban de los problemas y ponían a los demás al día. Sanders solía presidir aquellas reuniones. Alrededor de la mesa se encontraban Don Cherry, el jefe de programación; Mark Lewyn, el temperamental jefe de diseño de producto, vestido de Armani negro de pies a cabeza; y Mary Anne Hunter, la jefa de desarrollo de bases de datos. Fuerte y menuda, Hunter llevaba camiseta, pantalones cortos y mallas de atletismo Nike; nunca almorzaba, pero solía correr ocho kilómetros después de la reunión semanal.
Lewyn estaba en pleno ataque:
—Es insultante para todos los miembros del departamento. No tengo ni idea de por qué le han dado este puesto. No sé qué cualificaciones puede tener para un trabajo así, pero…
Sanders entró en la habitación, y Lewyn calló. Hubo unos momentos de bochorno. Todos estaban en silencio, mirándolo, y luego apartaron la mirada.
—Me imaginaba —dijo Sanders sonriendo— que estaríais hablando. —Todos siguieron callados.
—Esto no es un funeral —añadió Sanders mientras ocupaba su asiento.
Mark Lewyn se aclaró la garganta:
—Lo siento, Tom. Creo que esto es un atropello.
—Todo el mundo sabe que tendrían que haberte dado el cargo a ti —dijo Mary Anne Hunter.
—Todos estamos consternados, Tom —añadió Lewyn.
—Sí —bromeó Cherry, sonriendo—. Hemos hecho todo lo posible para que te despidieran, pero nunca creímos que funcionara.
—Os lo agradezco mucho —dijo Sanders—. Pero la empresa es de Garvin, y está en su derecho de hacer lo que quiera con ella. No suele equivocarse. Y yo ya soy mayorcito. Nadie me había prometido nada.
—¿No te ha alterado todo esto? —preguntó Lewyn.
—Creedme. Estoy bien.
—¿Has hablado con Garvin?
—No. He hablado con Phil.
Lewyn meneó la cabeza:
—Ese mojigato gilipollas.
—Oye —intervino Cherry—, ¿te ha dicho Phil algo sobre la escisión?
—Sí —contestó Sanders—. La escisión sigue en pie. Doce meses después de la fusión pondremos a la venta las acciones del departamento.
Sanders advirtió que sus colaboradores se sentían aliviados. Poner a la venta las acciones significaba mucho dinero para todos los que se encontraban en la sala.
—¿Y qué ha dicho Phil sobre Ms. Johnson?
—No gran cosa. Sólo que Garvin la ha elegido para dirigir el departamento técnico.
En ese momento Stephanie Kaplan, la directora financiera de DigiCom, entró en la sala de reuniones. Era una mujer alta con canas prematuras, muy discreta y silenciosa. La llamaban Stephanie la Sigilosa, por su costumbre de descartar calladamente proyectos que no consideraba lo bastante beneficiosos. Kaplan trabajaba en Cupertino, pero solía reunirse una vez al mes con los directores de sección de Seattle; últimamente iba más a menudo.
—Estamos intentando animar a Tom, Stephanie —dijo Lewyn.
Kaplan se sentó y dirigió una simpática sonrisa a Sanders.
—¿Tú sabías algo del nombramiento de esta Meredith Johnson?
—No —respondió Kaplan—. Ha sido una sorpresa para todos. Y no todo el mundo se ha alegrado. —Entonces, como si hubiera hablado demasiado, abrió su maletín y se puso a revisar papeles. Se situó en un segundo plano, como siempre; los otros pronto ignoraron su presencia.
—Bueno —dijo Cherry—, tengo entendido que Garvin siente algo muy especial por ella. Johnson sólo lleva cuatro años en la empresa, y durante este tiempo no ha destacado demasiado. Pero Garvin la ha tomado bajo su protección. Hace dos años empezó a promocionarla muy deprisa. Se le ha metido en la cabeza que Meredith Johnson es fabulosa, no sé por qué.
Lewyn preguntó:
—¿Sabes si Garvin se la tira?
—No, sólo le gusta.
—Ésa tiene que estar follándose a alguien.
—Un momento —intervino Mary Anne Hunter, incorporándose—. ¿Qué es esto? Si Garvin hubiera traído a uno de Microsoft para dirigir el departamento, nadie diría que se estaba follando a alguien.
Cherry rio y dijo:
—Eso dependería de quién fuera.
—Estoy hablando en serio. ¿Por qué siempre que una mujer consigue un ascenso tiene que estar follándose a alguien?
—Mira —dijo Lewyn—, si hubieran traído a Ellen Howard de Microsoft, no estaríamos diciendo estas cosas porque todos sabemos que Ellen es muy competente. No nos gustaría, pero lo aceptaríamos. Pero a Meredith Johnson ni siquiera la conocemos. A ver, ¿alguien la conoce?
—Yo —contestó Sanders.
Todos guardaron silencio.
—Salía con ella —añadió Sanders.
Cherry se echó a reír.
—Ah, así que es a ti al que se folla.
Sanders negó con la cabeza.
—De eso hace muchos años.
—¿Cómo es? —preguntó Mary Anne.
—Sí —dijo Cherry con una sonrisa lasciva—. ¿Qué tal es?
—Cállate, Don.
—Venga, Mary Anne. No seas así.
—Cuando la conocí ella trabajaba para Novell —explicó Sanders—. Tenía veinticinco años. Era inteligente y ambiciosa.
—Inteligente y ambiciosa —repitió Lewyn—. No está mal. El mundo está lleno de gente inteligente y ambiciosa. Clarence Thomas es inteligente y ambicioso. Pero la pregunta es: ¿puede dirigir un departamento técnico? ¿O estamos ante otro Freeling el Histérico?
Dos años atrás, Garvin puso a un director de ventas llamado Howard Freeling al mando del departamento. La idea era presentar el producto a los clientes desde muy temprano, para desarrollar nuevos productos más adecuados al creciente mercado. Freeling organizó grupos, y todos pasaban mucho tiempo observando a clientes en potencia jugando con nuevos productos tras un espejo trucado.
Pero Freeling no estaba familiarizado con los temas técnicos. Así que cuando aparecía un problema, gritaba. Era como un turista en un país extranjero que espera poder hacerse entender a base de gritos. El ejercicio de Freeling en el DPA fue un desastre. Los programadores lo odiaban; los diseñadores se rebelaban contra sus disparatadas ideas; los fallos de fabricación de las fábricas de Irlanda y Austin no se solucionaron. Finalmente, cuando la cadena de producción de Cork se quedó parada once días, Freeling viajó a Irlanda y gritó. Los directores irlandeses dimitieron, y Garvin lo despidió.
—Di, ¿se trata de eso? ¿Otra histérica?
Stephanie Kaplan, la directora financiera, se aclaró la garganta y dijo:
—Creo que Garvin aprendió la lección. No cometería otra vez el mismo error.
—Así pues, piensas que Meredith Johnson está a la altura del cargo.
—No sabría decirlo —replicó Kaplan con prudencia.
—Vaya respuesta —se quejó Lewyn.
—Pero creo que será mejor que Freeling —añadió Kaplan.
—Esto parece el premio por superar la estatura de Mickey Rooney. Puedes ganar aunque seas muy bajo.
—No —dijo Kaplan—. Creo que será mejor.
—Por lo menos será mucho más guapa, por lo que oigo —dijo Cherry.
—Sexista —se quejó Mary Anne Hunter.
—¿Qué pasa? ¿No puedo decir que es guapa?
—Estamos hablando de su competencia, no de su apariencia.
—Un momento —dijo Cherry—, cuando venía hacia aquí, me he cruzado con unas mujeres que estaban en la cafetería, ¿y de qué estaban hablando? De culos. De si Richard Gere tenía el culo más bonito que Mel Gibson. Si ellas pueden hablar de culos de tío, no veo por qué yo no puedo decir…
—Nos estamos yendo por las ramas —dijo Sanders.
—No importa lo que digáis los tíos —insistió Mary Anne—. El hecho es que esta empresa está dominada por hombres; apenas hay mujeres en los altos cargos ejecutivos, salvo Stephanie. Creo que Bob ha acertado designando a una mujer para dirigir este departamento, y yo opino que deberíamos apoyarla. —Miró a Sanders—. Todos te queremos mucho, Tom, pero ya sabes lo que quiero decir.
—Sí, todos te queremos —dijo Cherry—. Por lo menos te quisimos hasta que nos pusieron a esta monada de jefe.
—Apoyaré a Johnson —declaró Lewyn— si de verdad vale.
—No es verdad —dijo Mary Anne—. La sabotearás. Encontrarás algún motivo para librarte de ella.
—Un momento…
—No. ¿En realidad de qué estamos hablando? De que estáis todos cabreados porque ahora tendréis que pasar cuentas con una mujer.
—Mary Anne…
—Lo digo en serio.
—Tom está cabreado porque no le han dado el puesto a él —dijo Lewyn.
—Yo no estoy cabreado —le corrigió Sanders.
—Bueno, pues yo sí —dijo Cherry—, porque Meredith era novia de Tom. Así que ahora él tiene ventaja con la nueva jefa.
—Puede ser —dijo Sanders frunciendo el ceño.
—Pero a lo mejor te odia —opinó Lewyn—. A mí todas mis ex novias me odian.
—Y con razón, según tengo entendido —dijo Cherry, riéndose—. Por algo te llaman el Bart Negro.
—¿Quién me llama el Bart Negro?
—Volvamos al orden del día, si os parece —intervino Sanders.
—¿Qué orden del día?
—Twinkle.
Hubo gruñidos alrededor de la mesa.
—Otra vez no, por favor.
—Maldito Twinkle.
—¿Cómo lo tenemos?
—Todavía no han podido bajar las seek times, y no pueden resolver los problemas de las bisagras. La fábrica funciona al veintinueve por ciento.
—Será mejor que nos envíen unas cuantas unidades —sugirió Lewyn.
—Llegarán hoy mismo.
—Bien. ¿Lo dejamos hasta que las tengamos?
—Yo no tengo inconveniente —dijo Sanders, y miró a los demás—. ¿Alguien tiene algún problema? ¿Mary Anne?
—No, ninguno. Seguimos esperando que acaben los prototipos de las tarjetas-teléfono. Estarán dentro de un par de meses.
La nueva generación de teléfonos portátiles estaba constituida por aparatos del tamaño de una tarjeta de crédito. Para utilizarlos sólo había que desdoblarlos.
—¿Cuánto pesan?
—Ahora pesan ciento trece gramos, nada del otro mundo. Pero no está mal. El problema es la potencia. Las pilas sólo duran dos horas. Y cuando marcas, las teclas se encallan. Pero eso es asunto de Mark. De momento no vamos atrasados.
—Muy bien. —Sanders miró a Don Cherry—. ¿Y qué me dices del Corridor?
Cherry se reclinó en la silla, radiante. Cruzó las manos sobre el estómago y dijo:
—Tengo el honor de informaros que desde hace media hora el Corridor funciona a la perfección.
—¿En serio?
—Eso sí es una buena noticia.
—¿Ya no produce vómitos?
—Por favor. Eso pertenece a la historia.
—Un momento —dijo Mark Lewyn—. ¿Quién ha vomitado?
—No es más que un rumor.
—Pero ¿han vomitado o no? —insistió Lewyn.
—Eso es pasado. Ahora estamos en el presente. Hemos eliminado el último fallo hace media hora, y ahora funciona perfectamente y en tiempo real. Los objetos son completamente autónomos y los construimos muy deprisa, en tres dimensiones y a todo color. A 14.400 BPS puedes pasearte por cualquier base de datos del mundo.
—¿Y la estabilidad?
—Es una roca.
—¿Lo has probado con usuarios novatos?
—Está a prueba de bomba.
—¿Así que estás listo para la demostración de Conley?
—Se van a quedar pasmados —dijo Cherry—. No podrán creérselo.
Al salir de la sala de reuniones, Sanders tropezó con un grupo de ejecutivos de Conley-White, a los que Bob Garvin, el presidente de DigiCom, estaba enseñando las oficinas.
Robert T. Garvin ofrecía el aspecto que cualquier directivo desearía ver retratado en las páginas de la revista Fortune. Tenía cincuenta y nueve años y todavía era guapo; tenía arrugas y el cabello entrecano, que siempre parecía peinado al viento, como si acabara de llegar de un viaje de pesca en Montana o un fin de semana navegando. Antiguamente llevaba tejanos y camisas sport en la oficina, como todo el mundo. Pero desde que se había vuelto a casar prefería los trajes azul oscuro de Caraceni. Era uno de los muchos cambios que la gente de la compañía había notado desde la muerte de su hija. Brusco y grosero en privado, Garvin era encantador en público.
—Aquí, en el tercer piso —explicó a los ejecutivos—, están las secciones técnicas y los laboratorios de productos avanzados. Hombre, Tom. —Rodeó a Sanders con el brazo—. Les presento a Tom Sanders, nuestro jefe de fabricación de Productos Avanzados. Uno de los jóvenes brillantes que ha hecho posible que nuestra empresa esté donde está. Tom, te presento a Ed Nichols, el director financiero de Conley-White…
Nichols, un hombre delgado de rostro aguileño y que rondaba los sesenta años, llevaba la cabeza inclinada hacia atrás y parecía estar apartándose de todo, como si algo oliera mal. Lo miraba todo con un aire ligeramente desaprobador. Miró a Sanders por encima de la montura de sus gafas y le estrechó la mano.
—Mucho gusto, Mr. Sanders.
—Encantado.
—Y éste es John Conley —prosiguió Garvin—, sobrino del fundador, y vicepresidente de la empresa.
Conley era un hombre robusto y atlético, de unos treinta años. Gafas de montura metálica. Traje de Armani. Fuerte apretón de manos. Expresión seria. A Sanders le pareció un hombre rico y muy decidido.
—Hola, Tom.
—Hola, John.
—Y Jim Daly, de Goldman, Sachs…
Calvo, delgado, con traje a rayas. Daly parecía distraído, y le dio la mano con un breve movimiento de la cabeza.
—Y Meredith Johnson, de Cupertino.
La encontró más guapa de lo que recordaba. Y diferente. Mayor, por supuesto, con patas de gallo y unas discretas arrugas en la frente. Pero ahora iba más erguida y aparentaba una seguridad que Sanders relacionó con el poder. Traje azul marino, cabello rubio, ojos grandes. Y aquellas increíbles pestañas. Lo había olvidado.
—Hola, Tom. Me alegro de verte —dijo con una sonrisa. Su perfume.
—Yo también, Meredith.
Meredith retiró la mano, y el grupo siguió su camino con Garvin a la cabeza.
—En el piso inferior se encuentra la Unidad AIV. Mañana la verán en funcionamiento…
Mark Lewyn salió de la sala de reuniones y dijo:
—¿Ya has conocido a los buitres?
—Sí.
—Parece mentira que esos tipos vayan a dirigir esta empresa —añadió Lewyn—. Esta mañana he estado hablando con ellos y no tienen ni idea de nada. Me da miedo.
Cuando el grupo llegó al extremo del pasillo, Meredith se dio la vuelta y miró a Sanders. «Luego te llamo», le dijo moviendo los labios. Y le dedicó una radiante sonrisa. Luego desapareció.
Lewyn suspiró:
—Veo que tienes un buen enchufe con los de arriba, Tom.
—Puede ser.
—Lo que me gustaría saber es por qué Garvin la encuentra tan fantástica.
—Bueno, la verdad es que lo parece.
—Ya veremos —dijo Lewyn—. Ya veremos.
A las doce y veinte salió de su despacho del cuarto piso y se dirigió hacia la escalera para bajar a la sala de reuniones principal, donde había un almuerzo. Se cruzó con una enfermera de uniforme blanco. Iba mirando en todos los despachos.
—¿Dónde se ha metido? Hace un momento estaba aquí —dijo la enfermera con desesperación.
—¿Quién? —preguntó Sanders.
—El profesor —contestó ella, apartándose el cabello de la frente—. No puedo dejarlo solo ni un minuto.
—¿Qué profesor? —preguntó Sanders. Pero entonces oyó las risas femeninas procedentes de una habitación y supo a quién se refería—. ¿El profesor Dorfman?
—Sí. El profesor Dorfman —dijo la enfermera, y se dirigió hacia la habitación donde se oían risas.
Sanders la siguió, divertido. Max Dorfman era un consejero alemán, ahora muy mayor. Había sido profesor visitante de las principales escuelas de ciencias empresariales de América, y se había convertido en una especie de gurú para las empresas de alta tecnología. En los ochenta fue miembro de la junta directiva de DigiCom, colaborando con su prestigio al desarrollo de la pequeña empresa de Garvin. Y durante aquel tiempo fue el mentor de Sanders. De hecho, ocho años atrás había sido Dorfman el que convenció a Sanders de que dejara Cupertino y aceptara el puesto de Seattle.
—No sabía que todavía estaba vivo —dijo Sanders.
—Y tan vivo —replicó la enfermera.
—Debe de tener noventa años.
—No sé, pero desde luego se comporta como un auténtico anciano.
Al acercarse a la habitación, Sanders vio a Mary Anne Hunter salir por la puerta. Se había cambiado: llevaba una falda y una blusa, y sonreía abiertamente, como si acabara de dejar a su amante.
—¿A que no sabes quién ha venido, Tom?
—Max.
—Exacto. Tendrías que verlo, Tom, está exactamente igual.
—Me lo imagino —dijo Sanders. Desde el pasillo olió el humo de cigarrillo.
—Haga el favor, profesor —dijo la enfermera con tono severo, y entró en la habitación. Sanders se asomó y vio una de las salas de personal. La silla de ruedas de Max Dorfman estaba junto a la mesa situada en el centro de la sala. Rodeado de guapas secretarias, Dorfman, con su melena blanca, reía feliz y fumaba con una larga boquilla.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Sanders.
—Garvin lo ha traído para que lo asesore sobre la fusión. ¿No vas a saludarle? —preguntó Hunter.
—Dios mío, ya conoces a Max. Es capaz de volver loco a cualquiera. —A Dorfman le gustaba desafiar la sabiduría convencional, pero tenía un método indirecto. Hablaba con un tono irónico, provocativo y sarcástico al mismo tiempo. Le gustaban las contradicciones, y no le importaba mentir. Si lo cogías mintiendo, te decía: «Sí, es verdad. No sé en qué estaba pensando», y seguía hablando. Nunca decía lo que realmente quería decir: tú tenías que averiguarlo. Sus discursos dejaban aturdidos y agotados a los ejecutivos.
—Pero si erais muy amigos —dijo Hunter—. Seguro que se alegrará de verte.
—Ahora está ocupado. Quizá después. —Sanders consultó su reloj—. Además vamos a llegar tarde al almuerzo.
Echó a andar por el pasillo, y Hunter lo alcanzó, frunciendo el ceño.
—Te ponía muy nervioso, ¿verdad? —preguntó Hunter.
—Ponía nervioso a todo el mundo. Era su especialidad.
Lo miró, aturdida, y encogiéndose de hombros dijo:
—A mí me da lo mismo.
—Es que no estoy de humor para una de esas conversaciones —repuso Sanders—. Quizá después, pero ahora no.
Bajaron por la escalera a la planta baja.
En DigiCom no había comedor, como en la mayoría de las empresas modernas de alta tecnología, cuyas instalaciones rendían culto a la funcionalidad y la sencillez. Las comidas y las cenas tenían lugar en restaurantes del barrio, casi siempre en Il Terrazzo. Pero la necesidad de intimidad para hablar de la fusión obligó a DigiCom a encargar una comida para la sala de reuniones de la planta baja. A las doce y media los directores de los departamentos técnicos de DigiCom, los ejecutivos de Conley-White y los banqueros de Goldman y Sachs se reunieron en la sala. En la empresa los asientos no estaban asignados, pero los directivos de C-W acabaron juntos en un lado de la mesa, alrededor de Garvin. El extremo del poder.
Sanders se sentó lejos de ellos, y le sorprendió que Stephanie Kaplan, la directora financiera, se sentara a su derecha. Kaplan solía sentarse más cerca de Garvin; Sanders estaba muy por debajo en la jerarquía. A la izquierda de Sanders estaba Bill Everts, el jefe de recursos humanos; un chico simpático y un poco tonto. Mientras los impecables camareros servían la comida, Sanders habló de la pesca en Oreas, que era la pasión de Everts. Kaplan guardó silencio durante gran parte del almuerzo, como de costumbre, como si estuviera abstraída en sus cosas.
Finalmente, Sanders tuvo la impresión de que estaba quedando mal con ella. Hacia el final del almuerzo, se dirigió a Kaplan:
—Veo que últimamente vienes a Seattle muy a menudo, Stephanie. ¿Se debe a la fusión?
—No —contestó ella, sonriendo—. Mi hijo va a la universidad y me gusta venir a verlo.
—¿Qué estudia?
—Química. Quiere especializarse en química de materiales. Por lo visto va a ser un campo muy importante.
—Sin duda.
—No entiendo ni la mitad de las cosas que me dice. Es curioso que tu hijo sepa más que tú.
Sanders asintió con la cabeza, intentando pensar en algo más que preguntarle. No era fácil: llevaba años asistiendo a reuniones con Kaplan, pero no sabía gran cosa sobre su vida privada. Estaba casada con un catedrático de la Universidad de San José, un tipo jovial y de bigote que daba clases de economía. Cuando estaban juntos, él hablaba y Stephanie guardaba silencio. Stephanie era una mujer alta, huesuda y un poco torpe que parecía resignada con su carencia de encantos sociales. Decían que jugaba muy bien a golf, por lo menos lo suficientemente bien como para que Garvin no quisiera jugar más con ella. Ninguno de sus conocidos se sorprendía de que hubiera cometido el error de llevarle la contraria a Garvin demasiado a menudo; los bromistas decían que no la ascendían porque no tenía mentalidad de perdedora.
A Garvin no le caía muy bien, pero nunca se le ocurriría dejarla marchar. Sosa, sin sentido del humor, infatigable; su dedicación a la empresa era legendaria. Trabajaba hasta altas horas de la noche, e iba a la oficina casi todos los fines de semana. Pocos años atrás había tenido cáncer, y ni siquiera se tomó un día libre. Por lo visto la habían curado; al menos Sanders no había vuelto a oír hablar de ello. Pero aquel episodio había intensificado la implacable concentración de Kaplan en su dominio impersonal, las cifras y los libros de cuentas, y había afianzado su natural inclinación a trabajar en un segundo plano. Muchos directores habían llegado a la oficina una mañana y se habían enterado de que Stephanie la Sigilosa había aniquilado su proyecto estrella, sin dejar huellas de cómo o por qué había ocurrido. Así que su tendencia a no destacar en las reuniones no era sólo un reflejo de su propia incomodidad, sino también un recordatorio del poder que tenía en la empresa y de cómo lo empleaba. Era misteriosa y potencialmente peligrosa.
Mientras Sanders buscaba algo que decir, Kaplan cambió de postura, bajó la voz y le dijo con tono confidencial:
—Esta mañana, en la reunión, no me pareció oportuno decir nada, Tom… Pero espero que no estés muy preocupado. Por lo de la reorganización.
Sanders disimuló su sorpresa. Stephanie jamás le había dicho nada tan personal en doce años. Se preguntó por qué lo hacía ahora. Sanders decidió ser prudente.
—Bueno, la verdad es que ha sido una conmoción —dijo.
Ella lo miró fijamente.
—Ha sido una conmoción para muchos de nosotros. En Cupertino se ha organizado un gran alboroto. Mucha gente ha cuestionado la decisión de Garvin.
Sanders frunció el ceño. Kaplan nunca decía nada tan crítico de Garvin. Nunca. Y ahora decía esto. ¿Lo estaba poniendo a prueba? Guardó silencio y jugueteó con la comida.
—Imagino que estarás inquieto a causa del nombramiento…
—Sólo porque ha sido inesperado. Muy repentino.
Kaplan lo miró con cierto disgusto. Luego asintió con la cabeza:
—Sí, con las fusiones siempre pasa lo mismo. —Hablaba con un tono menos confidencial, más relajado—. Yo trabajaba en CompuSoft cuando se fusionó con Symantec, y pasó exactamente lo mismo: anuncios de última hora, cambios en los organigramas. Empleos prometidos, empleos perdidos. Todo el mundo pendiente de un hilo durante semanas. No resulta fácil unir dos organizaciones, sobre todo estas dos. Son culturas empresariales muy diferentes. Garvin tiene que hacer que se sientan cómodos. —Señaló hacia el extremo de la mesa, donde estaba Garvin—. Míralos —prosiguió—, todos los de Conley llevan traje. En nuestra empresa nadie lleva traje, salvo los abogados.
—Son del Este —dijo Sanders.
—Pero no se trata de eso. A Conley-White le gusta dar una imagen de empresa de comunicaciones diversificada, pero en realidad no es tan fabulosa. Su principal negocio son los libros de texto. Es un negocio lucrativo, pero venden a colegios de Texas, Ohio y Tennessee. La mayoría son muy conservadores. Así que Conley es conservadora, por instinto y por experiencia. Quieren esta fusión, porque necesitan adquirir la alta tecnología que dominará el siglo que viene. Pero no se acostumbran a la idea de una empresa joven, donde los empleados trabajan en camiseta y tejanos y todo el mundo se tutea. Están desconcertados. Además —añadió bajando de nuevo la voz—, en Conley-White hay divisiones internas. Garvin también tiene que encargarse de eso.
—¿Qué divisiones internas?
Kaplan señaló la cabecera de la mesa.
—Habrás notado que su director general no ha venido. El gran jefe no nos ha honrado con su presencia. No aparecerá hasta finales de semana. De momento sólo ha enviado a sus secuaces. El oficial de rango más alto es Ed Nichols, el director financiero.
Sanders miró a Nichols, el hombre de aspecto desconfiado que había conocido poco antes. Kaplan continuó:
—Nichols no quiere comprar esta empresa. Cree que pedimos demasiado dinero y que no tenemos tanto poder como decimos. El año pasado intentó firmar una alianza estratégica con Microsoft, pero Gates lo rechazó. Entonces, Nichols intentó comprar InterDisk, pero no lo consiguió: demasiadas complicaciones, e InterDisk tenía aquel problema de imagen a causa del empleado que despidieron. Así que lo intentó con nosotros. Pero Ed no está satisfecho con la operación.
—La verdad es que no parece muy contento —reconoció Sanders.
—El motivo principal es que no soporta el retoño.
El joven abogado John Conley estaba sentado junto a Nichols y era mucho más joven que el resto de sus colegas; hablaba enérgicamente con Nichols, esgrimiendo su tenedor.
—Ed Nichols cree que Conley es un gilipollas.
—Pero Conley sólo es vicepresidente —dijo Sanders—. No creo que tenga tanto poder.
—No te olvides de que es el heredero —dijo Kaplan.
—¿Y qué? ¿Eso qué significa? ¿Que tienen el cuadro de su abuelo colgado en la pared de algún despacho?
—Conley es el propietario del cuatro por ciento de las acciones de C-W, y controla otro veintiséis por ciento que todavía pertenece a la familia. John Conley es el mayor accionista de Conley-White.
—¿Y John Conley está a favor de la fusión?
—Sí —contestó Kaplan—. Conley eligió nuestra empresa. Y va muy deprisa, con la ayuda de amigos como Jim Daly de Goldman y Sachs. Daly es muy inteligente, pero los banqueros siempre se juegan mucho en una fusión. Harán lo que tengan que hacer, no lo dudo. Pero a estas alturas les costaría mucho dinero cancelar la fusión.
—Ya.
—Así que Nichols cree que ha perdido el control de la adquisición, y se ve obligado a firmar un trato con el que no está de acuerdo. Nichols no entiende por qué C-W tiene que hacernos ricos. Si pudiera se retiraría de las negociaciones, aunque sólo fuera para joder a Conley.
—Pero Conley es el que dirige esta operación.
—Sí. Y Conley es implacable. Le encanta soltar discursos sobre las virtudes de los jóvenes, la era digital, una visión joven del futuro. Nichols se pone furioso. Ed Nichols considera que la empresa está donde está gracias a él, y ahora ese imbécil quiere darle lecciones.
—¿Y qué pinta Meredith en todo esto?
Kaplan dudó un momento; luego dijo:
—Meredith encaja.
—¿Qué quieres decir?
—Es del Este. Se crio en Connecticut y estudió en Vassar. A los de Conley eso les gusta. Se sienten cómodos.
—¿Y ya está? ¿Encaja porque tiene el acento adecuado?
—No se lo digas a nadie —replicó Kaplan—, pero creo que también la consideran débil. Creen que una vez se haya llevado a cabo la fusión, podrán controlar a Meredith.
—¿Y Garvin está de acuerdo con eso?
Kaplan se encogió de hombros:
—Bob es realista —dijo—. Necesita capitalización. Él ha construido esta empresa muy hábilmente, pero para la próxima fase vamos a necesitar mucho dinero, cuando tengamos que competir con Sony y Phillips. El mercado de libros de texto de Conley-White es un filón. Bob sólo piensa en el dinero, y está dispuesto a hacer lo que sea para conseguirlo.
—Y a Bob le gusta Meredith, claro.
—Sí. Es verdad. Le gusta.
Sanders tuvo la impresión de que a Kaplan no le gustaba. Calló un momento y luego dijo:
—¿Y tú, Stephanie? ¿Qué opinas de ella?
—Es lista —contestó encogiéndose de hombros.
—¿Lista pero débil?
—No. Meredith tiene capacidad. No se trata de eso. Pero me preocupa su inexperiencia. No está lo suficientemente madura. La han puesto al frente de cuatro departamentos técnicos que van a crecer muy deprisa. Espero que esté a la altura de las circunstancias.
Garvin golpeó su copa con una cucharilla y se puso en pie.
—Aunque todavía estéis con el postre —dijo—, vamos a empezar, para que podamos irnos a las dos. Voy a recordaros el programa. Si todo va como está previsto, haremos el anuncio formal de la adquisición en una rueda de prensa aquí, el viernes a mediodía. Y ahora voy a presentaros a nuestros nuevos socios de Conley-White.
Garvin fue nombrando a los ejecutivos de C-W, que se levantaron de sus asientos; Kaplan le susurró a Tom:
—Pamplinas. La verdadera protagonista de este almuerzo es la que tú ya sabes.
—… y por último —prosiguió Garvin—, os presento a una mujer que muchos conocéis, pero otros no: la nueva vicepresidenta de Operaciones y Planning Avanzados, Meredith Johnson.
Hubo un breve aplauso; Meredith se puso en pie y se dirigió a una tarima. Con un traje azul marino, parecía el modelo de la corrección empresarial, pero seguía siendo sumamente guapa. Ya en la tarima, se puso las gafas de montura de concha. Las luces de la sala disminuyeron de intensidad.
—Bob me ha pedido que haga un repaso de cómo funcionará la nueva estructura —empezó—. Y que diga algo sobre lo que va a ocurrir en los próximos meses. —Se acercó al ordenador que habían colocado en la tarima—. A ver si consigo poner esto en marcha…
Don Cherry, aprovechando la penumbra de la sala, miró a Sanders, meneó la cabeza, y dijo moviendo los labios: «Qué bombón».
—Bien, ya está —dijo Meredith. La pantalla que había detrás se iluminó. Las imágenes animadas generadas por el ordenador se proyectaron. La primera imagen era un corazón rojo, que se rompió en cuatro trozos—. El Departamento de Productos Avanzados siempre ha sido el corazón de DigiCom; lo forman cuatro secciones, como vemos aquí. Pero a medida que en todo el mundo la información se digitalice, estas secciones tendrán que unirse inevitablemente. —En la pantalla, los trozos de corazón se reunieron y se convirtieron en una esfera—. Para los clientes del futuro inmediato, armados de teléfono portátil, fax, ordenador portátil y módem, cada vez será más irrelevante dónde se encuentren, y de dónde proceda la información. Estamos hablando de una verdadera globalización de la información, y eso supone una serie de nuevos productos para nuestros mercados empresariales y educativos. La educación, en particular, será un objetivo primordial para esta compañía a medida que la tecnología pase de las presentaciones impresas a las digitales y de ahí a los ambientes virtuales. Ahora veamos lo que esto significa realmente, y a dónde nos conducirá.
Y procedió a hacer su demostración: hipermedia, vídeos empotrados, sistemas de autoría, estructuras de trabajo en equipo, fuentes académicas, aceptación de productos. Luego pasó a las estructuras de costes: esbozos de investigación e ingresos, beneficios de los próximos cinco años, variables a largo plazo. Y finalmente a los retos de producción de los productos: control de calidad, servicio posventa, ciclos de desarrollo más cortos.
La intervención de Meredith Johnson era impecable: las imágenes se sucedían sin interrupción en la pantalla, y su voz, segura, no dejaba entrever la mínima vacilación. La audiencia guardaba silencio, en una atmósfera respetuosa.
—Aunque éste no es el mejor momento para entrar en detalles técnicos —dijo—, quiero mencionar que la nueva unidad de CD, con un seek times por debajo de las cien milésimas de segundo, combinada con las nuevas fórmulas de compresión, podría suponer una revolución del vídeo CD. Estamos hablando de procesadores RISC independientes de la plataforma, con matriz activa de colores de 32 bits, e impresora portátil de 1.200 DPI, y con redes inalámbricas LAN y WAN. Si combinamos eso con un acceso a base de datos virtual (con agentes de software ROM para definición y clasificación de objetos), creo que podemos afirmar que nos acercamos a un futuro muy emocionante.
Sanders advirtió que Don Cherry se había quedado boquiabierto. Se acercó a Kaplan:
—Aparentemente sabe de qué habla.
—Sí —concedió Kaplan—. Es la reina de las demostraciones. Empezó haciendo demostraciones. Las apariencias siempre han sido su punto fuerte. —El desagrado de Kaplan era obvio. Sanders la miró; ella apartó la mirada.
Cuando el discurso terminó, hubo una ovación y se encendieron las luces. Meredith volvió a su asiento. La gente empezó a recoger sus cosas. Meredih dejó a Garvin, y se dirigió hacia Don Cherry para decirle algo. Cherry sonrió. A continuación Meredith cruzó la sala y fue a hablar con Mary Anne, y luego con Mark Lewyn.
—Es inteligente —dijo Kaplan mientras la observaba—. Ahora quiere congraciarse con todos los jefes de sección. Sobre todo porque no los ha nombrado en su discurso.
Sanders frunció el ceño:
—¿Crees que eso significa algo?
—Sólo si tiene previsto hacer cambios.
—Phil dice que no los va a hacer.
—Pero nunca se sabe, ¿no? —dijo Kaplan. Se levantó y dejó la servilleta sobre la mesa—. Tengo que irme. Y me parece que ahora te toca a ti.
Kaplan desapareció discretamente, y Meredith llegó a donde se encontraba Sanders. Sonrió.
—Quería pedirte disculpas, Tom —dijo Meredith—, por no mencionar tu nombre y el de los otros jefes de sección. No quiero que nadie se haga una idea equivocada. Es que Bob me pidió que fuera breve.
—Bueno, por lo visto has convencido a todos. La reacción ha sido muy favorable.
—Eso espero. Oye —dijo Meredith, y apoyó una mano en el brazo de Sanders—, mañana tenemos mucho trabajo. He pedido a todos los jefes de sección que se reúnan conmigo hoy. ¿Puedes venir a mi despacho a última hora? Podemos repasar un par de cosas, tomar una copa y quizá hablar de los viejos tiempos.
—Sí, claro —contestó Sanders. Sintió el calor de la mano de Meredith.
—Me han dado un despacho en el quinto piso, y con un poco de suerte esta misma tarde me traerán los muebles. ¿Te va bien a las seis?
—Perfecto.
Meredith sonrió:
—¿Todavía te gusta el chardonnay?
A Sanders le halagó que aún lo recordara.
—Desde luego —contestó sonriendo.
—Veré si puedo conseguir una botella. Repasaremos algunos problemas apremiantes, como esa unidad de cien milésimas.
—De acuerdo. A propósito de la unidad…
—Lo sé —dijo Meredith bajando la voz—. Ya hablaremos de eso. —Los ejecutivos de Conley-White se estaban levantando—. Esta noche.
—Muy bien.
—Hasta luego, Tom.
—Adiós.
Cuando todos se habían levantando, Mark Lewyn se acercó a Sanders:
—¿Qué te ha dicho?
—¿Quién? ¿Meredith?
—No, me refiero a la sigilosa. Kaplan. Ha pasado todo el almuerzo hablándote al oído. ¿Qué ocurre?
Sanders se encogió de hombros y dijo:
—Nada, estábamos charlando.
—Anda ya. Stephanie no charla. No sabe charlar. Y hoy Stephanie te ha hablado más de lo que la he visto hablar en años.
A Sanders le sorprendió lo nervioso que estaba Lewyn.
—La verdad —dijo—, hemos estado hablando de su hijo. Va a la universidad.
Lewyn no se lo tragaba. Frunció el ceño y dijo:
—Se trae algo entre manos, ¿verdad? Nunca habla sin motivo. ¿Te ha dicho algo de mí? Sé que tiene varias quejas del grupo de diseño. Cree que malgastamos el dinero. Ya le he dicho mil veces que no es verdad…
—Mark —interrumpió Sanders—. No hemos mencionado tu nombre. En serio.
—Es igual, tiene algo escondido en la manga.
—No lo creo.
—Es muy astuta. Con Stephanie nunca notas que te han clavado un cuchillo. No lo notas hasta que lo remueve.
Para cambiar de tema, Sanders dijo:
—¿Qué te ha parecido Meredith? ¿Te ha gustado su presentación?
—Sí. Muy impresionante. Sólo hay una cosa que me preocupa —dijo Lewyn. Seguía frunciendo el ceño, inquieto—. ¿No se suponía que Meredith Johnson era una decisión de última hora, impuesta por los directivos de Conley?
—Sí, eso tengo entendido. ¿Por qué?
—Por la presentación. Hacen falta dos semanas, como mínimo, para realizar una presentación gráfica como ésa —explicó Lewyn—. Cuando nosotros tenemos que diseñar una cosa así, mis diseñadores empiezan a trabajar con un mes de antelación, luego lo repasamos juntos, luego hay otra semana de revisiones y cambios, y otra para transferirlo a una unidad. Y eso en mi equipo interno, y trabajando deprisa. A un ejecutivo le llevaría más tiempo. Se lo encargan a algún ayudante que hace lo que puede. Luego el ejecutivo lo ve, y lo cambia todo. Y tardan mucho más. Así pues, a juzgar por su presentación yo diría que sabe lo de su nuevo cargo desde hace meses.
Sanders frunció el ceño.
—Como siempre —añadió Lewyn—, los desgraciados de las trincheras son los últimos en enterarse. Me pregunto qué más no sabemos todavía.
A las 2.15 Sanders volvió a su despacho. Llamó a su mujer para decirle que llegaría tarde porque tenía una reunión a las seis.
—¿Qué está pasando? —preguntó Susan—. Me ha llamado Adele, la mujer de Mark. Dice que Garvin está fastidiando a todo el mundo y que están cambiando todo el organigrama.
—Todavía no sé nada —dijo Sanders, cauteloso. Cindy acababa de entrar en el despacho.
—¿Te darán el ascenso?
—En principio no.
—Vaya —dijo Susan—. Lo siento, Tom. ¿Estás bien? ¿Estás muy disgustado?
—Sí, básicamente sí.
—¿No puedes hablar?
—Exacto.
—De acuerdo. Te dejaré algo hecho. Nos vemos en casa.
Cindy dejó un montón de dossiers en su escritorio. Cuando Sanders colgó, la secretaria dijo:
—¿Ya lo sabía?
—Lo sospechaba.
Cindy asintió con la cabeza.
—Ha llamado a la hora de comer —dijo—. Me lo imaginaba. Supongo que vuestras esposas han hablado.
—Estoy seguro de que todo el mundo habla.
Cindy se dirigió hacia la puerta; una vez allí, se detuvo y preguntó:
—¿Cómo ha ido el almuerzo?
—Han presentado a Meredith como la nueva directora de todas las secciones técnicas. Hizo una presentación. Dice que va a conservar a todos los jefes de sección bajo su mando.
—Entonces, ¿no nos afectan los cambios?
—De momento no. Por lo menos eso es lo que me han dicho. ¿Qué has oído tú?
—Lo mismo.
Sanders sonrió.
—Entonces debe de ser verdad.
—¿Crees que debo seguir adelante con lo del apartamento?
Cindy llevaba un tiempo planeando la compra de un apartamento en St. Anne’s Hill para ella y su hija.
—¿Cuándo tienes que decidirlo?
—Tengo quince días más. A finales de mes.
—Pues espera un poco. Sólo para asegurarte.
Cindy asintió y salió del despacho. Volvió al cabo de un instante:
—Me olvidaba. Acaban de llamar del despacho de Mark Lewyn. Han llegado las unidades Twinkle de Kuala Lumpur. Los diseñadores las están examinando. ¿Quieres ir a verlas?
—Ahora mismo voy.
El departamento de diseño ocupaba todo el segundo piso del Western Building. La atmósfera era caótica, como de costumbre: todos los teléfonos sonaban a la vez, pero no había ninguna recepcionista en la sala de espera, situada junto a los ascensores y decorada con pósteres viejos de una exposición de la Bauhaus en Berlín, en 1929, y de una película antigua de ciencia ficción, The Forhing Project. Había dos visitantes japoneses sentados al lado de la destartalada máquina de refrescos, hablando muy deprisa. Sanders los saludó con una inclinación de la cabeza, abrió la puerta con su tarjeta y entró.
El interior del departamento era una amplísima sala con extrañas reparticiones hechas con paneles. Había sillas y mesas —metálicas, incómodas— repartidas desordenadamente. Se oía música de rock a todo volumen. Todo el mundo vestía desenfadadamente; la mayoría de los diseñadores llevaban pantalones cortos y camiseta. No cabía duda de que se trataba de un departamento creativo.
Sanders se dirigió a lo que llamaban Foamland, una pequeña exposición de los últimos diseños realizados por el equipo. Había modelos de unidades CD-ROM y teléfonos portátiles en miniatura. El equipo de Lewyn era el encargado de crear los diseños del futuro, y muchos de ellos parecían absurdamente pequeños. Había un teléfono portátil del tamaño de un lápiz, y otro que parecía una versión posmoderna de la radio de pulsera de Dick Tracy, de color verde pálido y gris. Y un micro reproductor de CD con pantalla incorporada que cabía en la palma de una mano.
Todos aquellos objetos eran sorprendentemente pequeños, pero Sanders ya se había acostumbrado a la idea de que los diseños estarían en el mercado en un plazo máximo de dos años. El hardware era cada vez más pequeño; le costaba recordar que cuando él empezó a trabajar en DigiCom un «ordenador portátil» era del tamaño de un maletín y pesaba trece kilos, y que los teléfonos portátiles ni siquiera existían. Los primeros teléfonos portátiles fabricados por DigiCom eran unos aparatos de siete kilos que se llevaban colgados del hombro. Cuando aparecieron, se los consideró un milagro. Ahora los clientes se quejaban si sus teléfonos pesaban más de medio kilo.
Sanders pasó por delante de la cortadora de espuma, un lío de tubos y cuchillos tras pantallas de plexiglás, y encontró a Mark Lewyn y a su equipo examinando tres reproductores CD-ROM recibidos de Malasia. Una de las unidades estaba ya desmontada sobre la mesa; los diseñadores, bajo unas potentes lámparas halógenas, manipulaban el interior del aparato con sus diminutos destornilladores.
—¿Qué habéis encontrado? —preguntó Sanders.
—Ah, eres tú —dijo Lewyn con gesto de desesperación—. Esto no me gusta, Tom. No me gusta nada.
—Cuenta.
Lewyn señaló la mesa y dijo:
—Dentro de la bisagra hay una varilla metálica. Estas pinzas mantienen el contacto con la varilla cuando abres la caja: así es cómo se transmite la corriente a la pantalla.
—Ya…
—Pero la corriente es intermitente. Por lo visto las varillas son demasiado pequeñas. Tendrían que ser de 54 milímetros, pero éstas apenas llegan a 52 o 53 milímetros.
La lúgubre expresión de Lewyn sugería las peores consecuencias. Las varillas tenían un defecto de un milímetro, y por lo visto aquello significaba el fin del mundo. Sanders comprendió que Lewyn necesitaba que lo tranquilizaran un poco. No era la primera vez que tenía que hacerlo.
—Eso tiene solución, Mark. Hay que abrir todas las unidades y cambiar las varillas, pero podemos hacerlo.
—Sí, claro —repuso Lewyn—. Pero quedan las pinzas. Las nuestras son de acero inoxidable 16/10; es la tensión adecuada para que las pinzas sean flexibles y mantengan el contacto con la varilla. Pero éstas son diferentes. Quizá de 16/4. Demasiado rígidas. Cuando abres la caja, las pinzas se doblan, pero luego no recuperan la posición inicial.
—De acuerdo, también hay que cambiar las pinzas. Podemos hacerlo cuando cambiemos las varillas.
—No es tan fácil como parece. Las pinzas están introducidas a presión en el armazón.
—Mierda.
—Sí. Forman parte del armazón de la unidad.
—¿Me estás diciendo que tenemos que hacer armazones nuevos por culpa de las pinzas?
—Exacto.
Sanders meneó la cabeza.
—Pero si ya tenemos miles. Cuatro mil, si no me equivoco.
—Pues mira, hay que hacerlos de nuevo.
—Y por lo demás, ¿qué me dices de la unidad?
—Es lenta —contestó Lewyn—. De eso no cabe duda. Pero no estoy seguro del motivo. Podrían ser problemas de potencia. O podría tratarse del chip de control.
—Si es el chip de control…
—La hemos cagado. Si es un problema primario de diseño, tendremos que volver a la mesa de dibujo. Si es sólo un problema de fabricación, habrá que cambiar las cadenas de producción y quizá rehacer las plantillas. Pero en cualquier caso, nos llevará meses.
—¿Cuándo lo sabremos?
—He enviado una unidad a los chicos de Diagnóstico —respondió Lewyn—. Espero que tengan listo el informe sobre las cinco. Te lo pasaré. ¿Está Meredith al corriente de esto?
—Tengo que hablar con ella a las seis.
—Bien. ¿Me llamarás después?
—De acuerdo.
—En cierto modo, todo esto es bueno.
—¿Qué quieres decir?
—Que vamos a plantear a Meredith un problema grave, de buenas a primeras. A ver cómo responde.
Sanders se encaminó hacia la puerta. Lewyn lo siguió.
—Por cierto —dijo—. ¿Estás enfadado porque no te han dado el puesto, o no?
—Disgustado —dijo Sanders—. Enfadado no. No tiene sentido enfadarse.
—Francamente, pienso que Garvin te ha hecho una putada. Tú has dedicado tu tiempo a esto, y has demostrado que puedes dirigir el departamento. Y él va y coloca a otra persona.
Sanders se encogió de hombros.
—La empresa es suya.
Lewyn rodeó los hombros de Sanders y lo abrazó con fuerza.
—¿Sabes una cosa, Tom? A veces eres demasiado sensato.
—No sabía que la sensatez fuera un defecto —objetó Sanders.
—Ser demasiado sensato puede ser contraproducente —sentenció Lewyn—. Siempre acaban dejándote de lado.
—Lo único que pretendo es mantenerme donde estoy —dijo Sanders—. Quiero estar aquí cuando pongan a la venta el departamento.
—Sí, es verdad. Tienes que quedarte. —Llegaron al final del pasillo, donde estaba la puerta. Lewyn añadió—: ¿Crees que le han dado el cargo por ser mujer?
—Quién sabe —respondió Sanders.
—Estoy harto de esta fiebre por contratar mujeres. Mira, en el departamento de diseño tenemos un cuarenta por ciento de mujeres. Más que en cualquier otro departamento. Y todavía quieren que haya más. Cuantas más mujeres, mejor.
—Mark, el mundo ha cambiado.
—Pero no para mejor. Todos salen perjudicados. Mira, cuando yo entré en DigiCom sólo te preguntaban si valías. Si valías te contrataban. Ahora la aptitud no es más que un requisito secundario. También has de tener el sexo y el color de piel que encajen con el perfil del departamento de recursos humanos de la empresa. Y si resulta que eres un incompetente, no pueden despedirte. Y luego vienen las chapuzas, como la del Twinkle. Porque no hay nadie que se haga responsable de nada. No puedes crear productos basándote en una teoría, porque el producto que creas es real. Y si es una mierda, es una mierda. Y nadie lo compra.
Sanders abrió la puerta de acceso a la cuarta planta con su tarjeta electrónica y se dirigía hacia su despacho por el pasillo. La conversación que acababa de mantener con Lewyn le daba vueltas en la cabeza. Lo que más le preocupaba era que Lewyn opinara de él que era resignado y se estaba dejando avasallar por Garvin.
Pero Sanders no lo veía así. Cuando decía que la empresa era de Garvin, hablaba en serio. Bob era el jefe y podía hacer lo que le viniera en gana. A Sanders le había disgustado que no le dieran el cargo, pero nadie se lo había prometido. Nunca. Desde hacía varias semanas, Sanders, como muchos otros de los departamentos de Seattle, suponía que el puesto sería para él. Pero Garvin nunca lo había mencionado. Y Phil Blackburn tampoco.
De modo que Sanders no creía tener ningún motivo para ofenderse. Era el cuento de la lechera.
Y en cuanto a la resignación, ¿qué esperaba Lewyn que hiciera? ¿Que montara un numerito? ¿Que se pusiera a gritar? Eso no serviría de nada. Porque le gustara o no a Sanders, Meredith Johnson había conseguido ese puesto. ¿Dimitir? Eso no solucionaría nada. Porque si dimitía no podría beneficiarse de la venta del departamento. Eso sería un verdadero desastre.
Así pues, lo único que podía hacer era aceptar a Meredith y adaptarse a las nuevas circunstancias. Supuso que si Lewyn se encontrara en su situación haría exactamente lo mismo: aguantarse.
Pero el verdadero problema era el Twinkle. El equipo de Lewyn había desmontado tres unidades aquella tarde, y seguía sin saber cuál era el fallo. Habían encontrado unos componentes defectuosos en las bisagras, cuyo origen Sanders tendría que averiguar. No tardaría en descubrir por qué estaban trabajando con materiales defectuosos. Pero el verdadero problema, la lentitud de las unidades, seguía siendo un misterio del que no tenían ninguna pista, y eso significaba que iba a tener que…
—¿Tom? Se te ha caído la tarjeta.
—¿Qué? —Sanders levantó la vista, absorto. Una secretaria lo miraba con el ceño fruncido, señalando el extremo del pasillo.
—Se te ha caído la tarjeta.
—Ah. —Vio la tarjeta en el suelo—. Gracias.
Fue a recogerla. Por lo visto estaba más trastornado de lo que imaginaba. Sin tarjeta era imposible moverse por las oficinas de DigiCom. Sanders se la metió en el bolsillo.
Entonces se dio cuenta de que ya tenía la suya. Sacó las dos tarjetas y las examinó. La que acababa de recoger no era la suya, y ahora no distinguía cuál de las dos lo era. Las tarjetas no tenían rasgos distintivos, sólo el logotipo azul de DigiCom, un número de serie y una cinta magnética en el dorso.
Sanders no recordaba el número de su tarjeta. Se dirigió hacia su despacho para buscarlo en el ordenador. Consultó su reloj. Eran las cuatro en punto; faltaban dos horas para la reunión con Meredith Johnson. Todavía tenía que hacer muchas cosas para preparar esa reunión. Siguió caminando, con el ceño fruncido y la vista clavada en la moqueta. Tenía que pedir los informes de producción, y quizá también los de diseño. No estaba seguro de que Meredith los entendiera, pero de todos modos tenía que enseñárselos. ¿Qué más? No quería presentarse en la primera reunión habiendo olvidado algo.
Las imágenes del pasado volvieron a interrumpir sus pensamientos. Una maleta abierta. El cuenco de palomitas de maíz. La vidriera de la puerta.
—¿Qué pasa? —dijo una voz que le resultó familiar—. ¿Ya no saludas a tus viejos amigos?
Sanders levantó la vista. Estaba frente a la sala de reuniones, con paredes de cristal. Dentro había una figura solitaria, sentada en una silla de ruedas, de espaldas a Sanders, que observaba el paisaje urbano de Seattle.
—Hola, Max —dijo Sanders.
Max Dorfman siguió mirando por la ventana.
—Hola, Thomas.
—¿Cómo has sabido que era yo?
Dorfman soltó una risa sarcástica.
Luego, dijo:
—Magia. ¿Qué te parece? Thomas, te veo.
—¿Cómo? ¿Tienes ojos en la nuca?
—No, Thomas. Tengo un reflejo delante de mis narices. Te estoy viendo en el cristal. Caminando cabizbajo, como un desgraciado.
Dorfman volvió a reír y dio la vuelta a su silla de ruedas. Tenía una mirada intensa, brillante, sarcástica.
—Eras un joven muy prometedor. Y ahora vas por ahí con la cabeza gacha.
Sanders no estaba para sermones.
—Digamos que no ha sido el día más maravilloso de mi vida, Max.
—¿Y quieres que se entere todo el mundo? ¿Quieres que te compadezcan?
—No, Max. —Dorfman siempre criticaba el concepto de compasión; decía que el ejecutivo que buscaba compasión no era un ejecutivo sino una esponja que absorbía algo inútil—. Estaba pensando.
—Ah, pensando. A mí me agrada pensar. Pensar es bueno. ¿Y en qué estabas pensando, Thomas? ¿En la vidriera de tu apartamento?
Sanders se quedó atónito.
—¿Cómo lo sabes?
—A lo mejor también es cosa de magia —contestó Dorfman—. O quizá es que puedo leer la mente. ¿Crees que sé leer la mente, Thomas? ¿Eres tan estúpido como para creer eso?
—Max, no estoy de humor.
—Bien, entonces será mejor que pare. Si no estás de humor tendré que parar. Ante todo tenemos que proteger tu humor. —Golpeó el brazo de la silla, irritado—. Me lo dijiste tú, Thomas, Por eso sé en qué estabas pensando.
—¿Que te lo dije yo? ¿Cuándo?
—Hace unos nueve o diez años.
—¿Qué te dije?
—Ah, ¿no lo recuerdas? No me extraña que tengas problemas. Será mejor que contemples el suelo un rato más. A lo mejor te sirve de algo. Sí, creo que sí. Sigue contemplando el suelo, Thomas.
—Por el amor de Dios, Max.
Dorfman sonrió.
—¿Te pongo nervioso?
—Siempre me pones nervioso.
—Bien. Entonces quizá haya alguna esperanza. No para ti, claro. Para mí. Ya soy viejo, Thomas. A mi edad la esperanza tiene un significado diferente. No lo comprenderías. Ahora ni siquiera puedo moverme por mí mismo. Tienen que empujarme. A ser posible, una chica guapa, pero normalmente no les gusta hacer estas cosas. Y aquí me tienes, sin ninguna chica guapa dispuesta a empujarme. No como tú.
Sanders suspiró:
—¿Por qué no podemos mantener una conversación normal, Max?
—Me parece una idea excelente —dijo Dorfman—. Me encantaría. ¿Qué es una conversación normal?
—No sé, podríamos hablar como la gente normal.
—Sí. Si no te aburres, sí. Pero estoy preocupado. Ya sabes que a la gente mayor le preocupa resultar aburrida.
—Max. ¿A qué te referías con lo de la vidriera?
Dorfman se encogió de hombros:
—A Meredith, por supuesto. ¿A qué iba a referirme?
—¿Cómo que a Meredith?
—Qué sé yo —dijo Dorfman, enojado—. Lo único que sé es lo que tú me contaste. Que te ibas de viaje, a Corea o a Japón y, que cuando volvías, Meredith…
—Perdona que te interrumpa, Tom —dijo Cindy asomándose a la puerta de la sala de reuniones.
—No te preocupes —dijo Max—. ¿Quién es esta preciosa criatura, Thomas?
—Me llamo Cindy Wolfe, profesor Dorfman —contestó Cindy—. Trabajo para Tom.
—¡Vaya! Es un hombre afortunado…
Cindy se dirigió de nuevo a Sanders:
—Lo siento Tom, pero uno de los ejecutivos de Conley-White está en tu despacho, y pensé que querrías…
—Sí, sí —intervino Dorfman—. Tiene que irse. Conley-White. Suena muy importante.
—Voy enseguida —dijo Sanders—. Max y yo estábamos hablando de algo importante.
—No, Thomas. Sólo hablábamos de los viejos tiempos. Será mejor que te marches.
—Max…
—Si quieres que sigamos hablando, ven a verme. Estoy en el hotel Four Seasons. Ya lo conoces. Tiene un vestíbulo fabuloso, con techos muy altos. Es excelente, sobre todo para los viejos como yo. Ahora vete, Thomas. —Entrecerró los ojos y agregó—: Ya me encargo yo de Cindy.
Sanders vaciló un momento:
—Ten cuidado —dijo finalmente—. Es un viejo verde.
—Y tan verde —corroboró Dorfman.
Sanders se encaminó hacia su despacho. Al salir de la sala de reuniones oyó decir a Dorfman: «Cindy, por favor, llévame a la entrada. Un coche me espera. Y te agradecería que por el camino me contestaras algunas preguntas. Seguro que no te importará complacer a un anciano como yo. En esta empresa están pasando cosas muy interesantes. Y las secretarias siempre lo saben todo, ¿verdad?».
En cuanto Sanders entró en el despacho, Jim Daly se levantó y dijo:
—Me alegro de que lo hayan encontrado, Mr. Sanders.
Se estrecharon la mano. Sanders invitó a Daly a tomar asiento al tiempo que se sentaba al otro lado de la mesa. Sanders no estaba sorprendido: llevaba varios días esperando la visita de Daly o de algún otro banquero. Los miembros de Goldman y Sachs habían hablado individualmente con gente de varios departamentos para comentar aspectos de la fusión. La mayoría de las veces pedían información complementaria, pues ninguno de los banqueros entendía demasiado bien la alta tecnología. Sanders se imaginaba que Daly le preguntaría acerca de la unidad Twinkle, y tal vez del Corridor.
—Agradezco mucho que me dedique un poco de su tiempo —dijo Daly mientras se mesaba el cabello. Era un hombre muy alto y delgado, y sentado todavía parecía más alto. Parecía todo rodillas y codos—. Quería preguntarle unas cuantas cosas… oficiosamente.
—Me parece muy bien —repuso Sanders.
—Tiene que ver con Meredith Johnson —continuó Daly con tono diplomático—. Si no le importa, me gustaría que esta conversación fuese confidencial.
—De acuerdo —dijo Sanders.
—Tengo entendido que usted participó directamente en la instalación de las fábricas de Irlanda y Malasia. Y que en la empresa hubo cierta controversia sobre la forma en que se hizo.
—Bueno —dijo Sanders encogiéndose de hombros—, Phil Blackburn y yo no siempre tenemos la misma opinión.
—Lo cual, desde mi punto de vista, dice mucho en favor de usted —dijo Daly, escueto—. Pero si no me equivoco, en esas disputas usted representa la experiencia técnica, y los otros representan… otro tipo de cuestiones. ¿No es así?
—Sí, más o menos. —¿Adónde quería llegar?
—Bien, por eso me interesa conocer sus opiniones. Bob Garvin acaba de asignar un cargo a Ms. Johnson; en Conley-White hay mucha gente que ha aplaudido esa gestión. Y sería injusto, desde luego, juzgar de antemano cómo desarrollará Ms. Johnson su función en la empresa. Sin embargo, también sería incorrecto por mi parte que no me preocupara por saber lo que ha hecho hasta ahora. ¿Me sigue?
—Me temo que no del todo —admitió Sanders.
—Me pregunto —insistió Daly— qué opina usted acerca de la actitud de Ms. Johnson respecto a las anteriores operaciones técnicas de la empresa. Y de su intervención en las operaciones de DigiCom en el extranjero, concretamente.
Sanders frunció el ceño e intentó recordar.
—Que yo sepa, ella nunca ha participado directamente —dijo—. Hace dos años tuvimos problemas con los obreros de Cork. Ella formaba parte del equipo que enviaron a negociar un acuerdo. También estuvo en Washington negociando. Y también sé que encabezó el equipo de revisión de Cupertino, que aprobó los planes para la nueva fábrica de Kuala Lumpur.
—Sí, exactamente.
—Pero creo que su intervención se limita a lo que le he dicho.
—Ya. Bien. Quizá no me hayan informado bien —dijo Daly, cambiando de postura.
—¿Qué le han contado?
—No quiero entrar en detalles, pero le diré que alguien ha puesto en duda su aptitud.
—Entiendo —dijo Sanders.
¿Quién podía haber hablado de Meredith a Daly? Ni Garvin ni Blackburn, por descontado. ¿Kaplan? No había forma de saberlo. Pero Daly sólo se había entrevistado con los directivos.
—Me gustaría saber —añadió Daly— qué opinión le merece a usted su aptitud técnica. Oficiosamente hablando, por supuesto.
En ese momento el ordenador de Sanders emitió tres pitidos. En la pantalla apareció el siguiente mensaje:
UN MINUTO PARA CONEXIÓN DE VÍDEO: DCS/KL.
DE: A. KAHN
A: T. SANDERS.
—¿Algún problema? —preguntó Daly.
—No. Por lo visto voy a recibir una comunicación por vídeo desde Malasia.
—Entonces seré breve; no quiero molestarlo más. ¿Preocupa en su departamento que Meredith Johnson no esté preparada para ocupar ese puesto?
Sanders se encogió de hombros:
—Es la nueva jefa. Ya sabe lo que pasa en las empresas. Siempre hay cierta preocupación con respecto a los nuevos jefes.
—Es usted muy diplomático. Pero dígame, ¿preocupa su inexperiencia? Al fin y al cabo, es muy joven. Tendrá que mudarse y vivir en otra ciudad. Nuevas caras, nuevos compañeros de trabajo, nuevos problemas. Y aquí no estará tan bien protegida por Bob Garvin.
—No sé qué decir —repuso Sanders—. Tendremos que esperar.
—Y creo que en el pasado ya tuvieron problemas con una persona que dirigió el departamento sin ser técnico… Un tal… ¿Freeling el Histérico?
—Sí. No funcionó.
—¿Y no temen que ocurra algo parecido con Meredith?
—Me consta que el temor existe.
—¿Y sus medidas fiscales, esos planes de contención de costes? Ese es el tema crucial, ¿no?
¿Qué planes de contención de costes?, se preguntó Sanders.
La pantalla volvió a emitir un pitido.
UN MINUTO PARA CONEXIÓN DE VÍDEO: DCS/KL.
—Su ordenador lo reclama —dijo Daly, levantándose de la silla—. Gracias por atenderme, Mr. Sanders.
—De nada, Mr. Daly.
Se dieron la mano. Daly salió del despacho. El ordenador de Sanders volvió a pitar:
15 SEGUNDOS PARA CONEXIÓN DE VÍDEO: DECS/KL.
Se sentó frente al monitor y cambió de sitio la lámpara de mesa, de forma que le iluminara la cara. El ordenador había iniciado la cuenta atrás. Sanders consultó su reloj. Eran las cinco, las nueve en Malasia. Seguramente Arthur llamaba desde la fábrica.
En el centro de la pantalla apareció un pequeño rectángulo que fue creciendo progresivamente. Sanders vio la cara de Arthur y, detrás de él, la bien iluminada cadena de montaje. Era una modélica fábrica moderna: limpia y silenciosa, los trabajadores vestidos de calle, situados ordenadamente a ambos lados de la cinta transportadora verde. En cada banco de trabajo había una potente lámpara fluorescente.
Kahn se aclaró la garganta y se frotó la barbilla.
—Hola, Tom. ¿Cómo estás? —dijo, y su imagen se desdibujó ligeramente. Su voz estaba un poco desincronizada, pues la señal de vídeo vía satélite iba un poco retrasada, mientras que la voz llegaba inmediatamente. La falta de sincronía te distraía bastante los primeros segundos; hacía que la conexión pareciera irreal. Era como hablar con alguien bajo el agua. Luego te acostumbrabas.
—Bien, Arthur —contestó Sanders.
—Me alegro. Lamento lo de la nueva organización. No hace falta que te diga lo que pienso.
—Gracias, Arthur. —Sanders se preguntó cómo era posible que Kahn ya se hubiera enterado. Pero los cotilleos viajan deprisa, en todas las empresas.
—Bueno. Mira, Tom, estoy en la fábrica, ya lo ves —dijo Kahn señalando la planta que tenía a sus espaldas—. Y todavía vamos muy atrasados. Y los spot checks no han mejorado. ¿Qué dicen los diseñadores? ¿Han recibido ya las unidades?
—Han llegado hoy. Todavía no tengo ningún resultado. Siguen trabajando.
—Bien. ¿Han mandado las unidades a Diagnóstico? —preguntó Kahn.
—Sí, creo que acaban de enviarlas.
—Pues hemos recibido un mensaje de Diagnóstico. Quieren que les enviemos otras diez unidades en bolsas de plástico selladas. Y han especificado que las selláramos dentro de la fábrica cuando acabaran de salir de la cadena. ¿Sabes algo de eso?
—No, acabo de enterarme. Déjame preguntarlo y volveré a llamarte.
—A mí me ha parecido muy raro. Diez unidades son muchas unidades. Si las mandamos de golpe, los de aduanas pondrán problemas. Y no entiendo eso del sello. Siempre las mandamos envueltas en plástico, pero no selladas. ¿Para qué quieren que las sellemos, Tom? —Kahn parecía preocupado.
—No lo sé. Ya te llamaré. Lo único que puedo decirte es que aquí todo el mundo quiere saber por qué demonios no funcionan esas unidades.
—Igual que nosotros —dijo Kahn—. Créeme. Nos estamos volviendo locos.
—¿Cuándo las enviarás?
—Primero tengo que encontrar una máquina para sellarlas. Supongo que podré enviarlas el miércoles y las recibiréis el viernes.
—Demasiado tarde —dijo Sanders—. Tendrías que mandarlas hoy o mañana. ¿Quieres que yo consiga la máquina? Seguramente Apple me dejará una. —Apple tenía una fábrica en Kuala Lumpur.
—Muy buena idea. Llamaré yo, a ver si Ron puede prestarme una.
—De acuerdo. ¿Qué pasa con Jafar?
—No me lo recuerdes. Acabo de hablar con el hospital. Por lo visto tiene retortijones y vómitos. No come nada. Los médicos dicen que ha sido víctima de una maldición.
—¿Creen en las maldiciones?
—Claro que sí —contestó Kahn—. Aquí tienen leyes contra la brujería. Puedes llevar a la gente a juicio.
—¿Y no sabes cuándo volverá?
—No, no lo sé. Por lo visto está muy enfermo.
—Está bien, Arthur. ¿Algo más?
—No. Buscaré la máquina para sellar. Y si te enteras de algo, dímelo.
—Lo haré —repuso Sanders, y puso fin a la transmisión. Kahn se despidió con un ademán, y la pantalla se quedó en blanco.
¿QUIERE GRABAR ESTA TRANSMISIÓN EN DISCO O EN DAT?
Sanders pulsó DAT y la transmisión quedó grabada en cinta digital. Se levantó. No sabía qué estaba pasando, pero sería mejor que se informara antes de la reunión con Meredith, a las seis. Se dirigió a la mesa de Cindy.
Cindy estaba de espaldas, hablando por teléfono y riéndose. Al darse la vuelta y ver a Sanders, dejó de reír.
—Tengo que dejarte —dijo.
—¿Puedes buscarme los informes de producción del Twinkle de los últimos dos meses? —pidió Sanders—. Mejor dicho, todo lo que haya.
—Enseguida.
—Y llama a Don Cherry. Necesito saber qué está haciendo su grupo de diagnóstico con las unidades.
Volvió a su despacho. Vio que el cursor del e-mail parpadeaba y pulsó una tecla para leer los mensajes. Mientras esperaba, examinó los tres faxes que había encima de su mesa. Dos eran de Irlanda, informes de producción rutinarios. El tercero era una petición para reparar un techo de la planta de Austin; se había quedado estancada en Operaciones, en Cupertino, y Murphy se lo enviaba para ver si Sanders podía hacer algo.
La pantalla parpadeó. Sanders leyó el primer mensaje:
HA VENIDO UN CONTABLE DE OPERACIONES. ESTÁ REVISANDO LOS LIBROS Y VOLVIENDO LOCO A TODO EL MUNDO. Y DICEN QUE MAÑANA VIENEN MÁS. LOS RUMORES SE SUCEDEN Y LA CADENA CADA DÍA VA MÁS LENTA. ¿QUÉ TENGO QUE DECIRLES? ¿VAN A VENDER ESTA EMPRESA O NO?
EDDIE
Sanders no vaciló. No podía explicar a Eddie lo que estaba pasando. Escribió su respuesta:
LA SEMANA PASADA LOS CONTABLES ESTUVIERON EN IRLANDA. GARVIN HA ORDENADO UN ANÁLISIS GENERAL DE LA EMPRESA, Y ESTÁN METIENDO LAS NARICES EN TODAS PARTES. DI A TU GENTE QUE NO HAGA CASO Y QUE SE PONGA A TRABAJAR.
TOM
Apretó la tecla SEND. El mensaje desapareció.
—¿Me has llamado? —Don Cherry entró en el despacho y se dejó caer en una butaca—. Madre mía, vaya día. Llevo toda la tarde sofocando incendios.
—Cuéntame.
—Me han mandado a unos inútiles de Conley que llevan todo el día preguntando a mis chicos qué diferencia hay entre RAM y ROM. Como si tuvieran tiempo para esas cosas. Oye, son gente con talento, y su talento no puede malgastarse con clases particulares para abogados. ¿No puedes hacer nada?
—Nadie puede hacer nada.
—A lo mejor Meredith sí —dijo Cherry, sonriendo.
Sanders se encogió de hombros y repuso:
—Ella es la que manda.
—Ya. Bueno. ¿Qué querías?
—Tu grupo de Diagnóstico está trabajando con las unidades Twinkle.
—Cierto. Es decir, estamos trabajando con lo que ha quedado después de que los artistas de Lewyn las tocaran. ¿Por qué las mandaron primero a diseño? No dejes que un diseñador se acerque a un equipo electrónico, Tom. Nunca. A los diseñadores sólo tendría que permitírseles hacer dibujos en hojas de papel. Y habría que darles las hojas de una en una.
—¿Qué habéis averiguado de las unidades? —preguntó Sanders.
—Nada, todavía. Pero estamos considerando algunas ideas.
—¿Y por eso le has pedido a Arthur Kahn que te mandara diez unidades selladas?
—Sí.
—A Kahn le ha parecido extraño.
—¿Y qué? Que se extrañe. Le hará bien. Así tendrá algo con que distraerse.
—Yo tampoco lo entiendo.
—Mira —explicó Cherry—, a lo mejor nuestras ideas no nos conducen a ninguna parte. De momento lo único que nos han dejado los payasos de Lewyn es un chip sospechoso. Y no es gran cosa.
—¿El chip es defectuoso?
—No, al chip no le pasa nada.
—Entonces, ¿dónde está la sospecha?
—Ya hay demasiados rumores por ahí —prosiguió Cherry—. Lo único que puedo decir es que estamos trabajando en ello y que todavía no sabemos nada. Nada más. Las unidades selladas llegarán mañana o el miércoles, y una hora más tarde sabremos algo. ¿De acuerdo?
—Pero ¿qué crees? ¿Se trata de un problema grave o no? Tengo que saberlo —insistió Sanders—. El tema saldrá en las reuniones de mañana.
—De momento no lo sabemos. Podría ser cualquier cosa. Estamos trabajando en ello.
—Arthur opina que puede ser grave.
—Quizá tenga razón. Pero lo resolveremos. Es lo único que puedo decirte.
—Don…
—Ya sé que quieres una respuesta —dijo Cherry—. Pero no la tengo. ¿Entendido?
Sanders lo miró fijamente y dijo:
—Habrías podido llamarme. ¿Por qué has subido?
—Ya que lo preguntas, es que tengo un pequeño problema. Es un poco delicado. Acoso sexual.
—¿Otro? Por lo visto se está poniendo de moda.
—No somos los únicos —comentó Cherry—. Me han dicho que en UniCom hay catorce juicios en curso. En Digital Graphics hay todavía más. Y en MicroSys ni te cuento; son todos unos cerdos. Pero me gustaría que le dedicaras un poco de atención a este caso.
—De acuerdo —accedió Sanders, suspirando.
—Es en uno de mis grupos de programación. Son todos bastante mayores: entre veinticinco y veintinueve años. La supervisora del equipo de módems de fax llevaba tiempo detrás de uno de los chicos. Lo encuentra guapo. Él rechazaba todas las invitaciones. Hoy ha vuelto a insistir en el aparcamiento, a la hora de comer; él le ha dicho que no. La tía se mete en su coche, lo estampa contra el de él y se marcha. No ha habido heridos y él no quiere presentar queja, pero está preocupado, cree que la tía se está pasando. Y me ha pedido consejo. ¿Qué puedo hacer?
Sanders frunció el ceño.
—¿Crees que sólo ha sido eso? ¿Que ella está mosqueada con él porque la ha rechazado? ¿Seguro que él no ha hecho nada para provocar esta situación?
—Él asegura que no. Es un tipo bastante formal. Un poco basto, ya me entiendes.
—¿Y la chica?
—Tiene mal genio, de eso no hay duda. A veces grita a sus compañeros. He tenido que llamarle la atención más de una vez.
—¿Qué dice ella del incidente del aparcamiento?
—No lo sé. El chico me ha pedido que no hable con ella. Dice que prefiere que no se arme mucho jaleo.
Sanders se encogió de hombros.
—Así pues, los dos están ofendidos, pero ninguno quiere hablar… No lo sé, Don. Si una mujer le ha dañado el coche, supongo que tendría que hacer algo. Probablemente se ha acostado con ella una vez y no ha querido volver a verla, y por eso ella está enfadada.
—Sí, yo he pensado lo mismo —dijo Cherry—, pero a lo mejor nos equivocamos.
—¿Y los daños del coche?
—Nada importante. Un intermitente roto. Él dice que no quiere que la cosa vaya a más. ¿Qué hago? ¿Lo dejo correr?
—Si él no quiere presentar una queja, yo lo dejaría correr.
—¿Crees que debería hablar con ella en plan informal?
—Mejor que no. Si la acusas de incorrección, aunque sea informalmente, te arriesgas a tener problemas. Nadie te apoyará. Porque lo más probable es que el chico hiciera algo para provocarla.
—Aunque él lo niegue.
Sanders suspiró:
—Mira, Don, siempre lo niegan. Nunca he oído a nadie que dijera: «Me lo merezco». Eso no pasa nunca.
—Así que lo dejo correr.
—Redacta un informe de lo que te ha contado el chico, asegúrate de que escribes el incidente tal como él te lo ha contado, y olvídalo.
Cherry asintió y se levantó, dispuesto a marcharse. Ya en la puerta, se detuvo y se giró.
—Dime una cosa, Tom, ¿por qué estamos los dos tan convencidos de que este tío tiene que haber hecho algo?
—Es lo más probable, sencillamente —contestó Sanders—. Ahora ve y arregla esa maldita unidad.
A las seis en punto se despidió de Cindy y se llevó los informes del Twinkle al despacho de Meredith, en el quinto piso. El sol todavía entraba por las ventanas. Parecía más temprano de lo que era.
A Meredith le habían asignado el despacho de la esquina, que había pertenecido a Ron Goldman. Meredith también tenía una nueva secretaria. Sanders se imaginó que Meredith se la había llevado con ella de Cupertino.
—Soy Tom Sanders. Tengo una cita con Ms. Johnson.
—Hola, Mr. Sanders. Soy Betsy Ross, de Cupertino —dijo la secretaria—. No diga nada.
—De acuerdo.
—Todo el mundo hace algún comentario sobre mi nombre. Estoy harta.
—De acuerdo.
—Toda la vida.
—Está bien.
—Voy a avisar a Ms. Johnson.
—Hola, Tom. —Meredith lo saludó con un ademán; con la otra mano sostenía el auricular del teléfono—. Entra y siéntate.
Desde el despacho, orientado hacia el norte, se veía todo el centro de Seattle: el Space Needle, las Arly Towers, el edificio Sodo. A la luz del sol de la tarde, la ciudad estaba preciosa.
—Acabo enseguida. —Siguió hablando por el auricular—: Sí, Ed, Tom acaba de llegar y vamos a hablar de eso. Sí, ha traído la documentación.
Sanders levantó el dossier que contenía los informes sobre el Twinkle. Ella señaló su maletín, que estaba abierto en un extremo de la mesa, y le indicó que lo metiera dentro.
—Sí, Ed —prosiguió—, creo que todo seguirá según lo previsto, y te aseguro que nadie tiene intención de parar ningún proyecto. No, no… Bueno, si quieres podemos hacerlo a primera hora de la mañana.
Sanders metió su dossier en el maletín.
—Así es, Ed. Sin ninguna duda —añadió Meredith. Se acercó a Tom y se sentó en un canto de la mesa; su falda azul marino dejó al descubierto un muslo. No llevaba medias—. Todo el mundo está de acuerdo en que esto es importante, Ed. Sí. —Balanceó el pie, con el zapato de tacón colgando de los dedos. Sonrió a Sanders, que se sintió incómodo y se volvió un poco—. Te lo prometo, Ed. Sí. Puedes estar seguro.
Meredith colgó el teléfono inclinándose sobre la mesa y dejando entrever sus pechos bajo la blusa de seda.
—Ya está —dijo. Se incorporó y suspiró—. Los de Conley han oído que hay problemas con el Twinkle. Era Ed Nichols; está un poco nervioso. Es la tercera llamada que recibo con respecto al Twinkle esta tarde. Como si eso fuera lo único que tiene esta empresa. ¿Qué te parece el despacho?
—Muy bonito. Tiene muy buena vista.
—Sí, la ciudad es preciosa. —Meredith se apoyó en un brazo y cruzó las piernas. Vio que Sanders lo notaba, y dijo—: No me gusta llevar medias en verano. Cuando hace tanto calor me gusta llevar las piernas desnudas.
—Este calor durará hasta finales del verano —comentó Sanders.
—La verdad es que odio este clima —dijo ella—. Después de California… —Descruzó las piernas y volvió a sonreír—. Pero a ti te gusta, ¿verdad? Pareces feliz.
—Sí. —Se encogió de hombros—. Acabas acostumbrándote a la lluvia. —Señaló el maletín—. ¿Quieres que hablemos del Twinkle?
—Sí, desde luego. —Meredith bajó de la mesa y se acercó a él. Lo miró fijamente y añadió—: Pero espero que no te importe que primero abuse un poco de ti. Sólo un poco, ¿de acuerdo?
—Como quieras.
Se apartó de él y dijo:
—Sirve el vino, ¿quieres?
—Bien.
—Asegúrate de que está bastante frío. —Sanders se acercó a la mesa auxiliar, donde estaba la botella—. Antes te gustaba muy frío.
—Ya —repuso Sanders, removiendo la botella en el hielo. Ahora no le gustaba tan frío, pero en aquella época sí.
—Nos lo pasamos muy bien.
—Sí —reconoció Sanders.
—En serio —insistió ella—. A veces pienso que cuando éramos jóvenes y empezábamos a vivir…, pienso que fue la mejor época de mi vida.
Sanders vaciló, sin saber qué decir, ni con qué tono. Sirvió el vino.
—Sí —dijo Meredith—. Nos lo pasamos bien. Lo pienso muchas veces.
Yo no, pensó Sanders.
—¿Y tú, Tom? ¿Piensas en aquella época?
—Claro. —Cruzó la habitación con las copas de vino; le dio una a Meredith y brindaron—. Claro que sí. Todos los hombres casados piensan en los viejos tiempos. Ya sabes que estoy casado, ¿no?
—Sí. Muy casado, según dicen. ¿Cuántos hijos tienes? ¿Tres?
—No; dos. —Sonrió—. A veces es como si fueran tres.
—Y tu esposa es abogada, ¿verdad?
—Exacto. —Hablar de su esposa y sus hijos le hacía sentirse más seguro.
—No entiendo cómo la gente soporta estar casada —dijo Meredith—. Yo lo intenté. Cuatro meses más de pensión a ese hijo de puta y seré libre.
—¿Con quién te casaste?
—Con un ejecutivo de cuentas de CoStar. Era guapo y gracioso. Pero resultó un tacaño de miedo. Llevo tres años manteniéndolo. Y además era un desastre en la cama. —Hizo un ademán despectivo para cambiar de tema. Consultó su reloj y añadió—: Ahora siéntate y cuéntame qué pasa con el Twinkle.
—¿Quieres el expediente? Lo he puesto en tu maletín.
—No. —Meredith dio unas palmadas en el sofá—. Cuéntamelo tú.
Sanders se sentó a su lado.
—Tienes muy buen aspecto, Tom. —Se recostó y se quitó los zapatos; movió los dedos de los pies—. Uf, qué día tan pesado.
—¿Mucha tensión?
Meredith bebió un poco de vino y se apartó un mechón de la cara.
—Demasiados asuntos por resolver. Me alegro de que trabajemos juntos, Tom. Tengo la impresión de que eres el único amigo con el que puedo contar en todo esto.
—Gracias. Lo intentaré.
—A ver, ¿es muy grave?
—Verás, es difícil decirlo. —Sanders sintió que no tenía más remedio que contárselo todo. Prosiguió—: Hemos fabricado unos prototipos muy buenos, pero las unidades que se fabrican en la planta de Kuala Lumpur no llegan a las cien milésimas de segundo.
Meredith suspiró y meneó la cabeza.
—¿Y sabemos por qué?
—Todavía no. Tenemos algunas pistas y estamos trabajando…
—Esa fábrica es nueva, ¿verdad?
—Sí, hace dos meses que funciona.
Meredith se encogió de hombros.
—Entonces será que tenemos problemas con una fábrica nueva. No parece tan alarmante.
—Pero el caso es que Conley-White va a comprar esta empresa por nuestra tecnología, y especialmente por la unidad de CD-ROM. Tal como están las cosas ahora mismo, es posible que no podamos cumplir nuestras promesas.
—¿Y piensas decírselo?
—Me temo que tarde o temprano se enterarán por sí mismos.
—Puede que sí y puede que no. —Meredith se recostó en el sofá—. Tenemos que mantener el contacto con la realidad. Tom, todos hemos visto serios problemas de producción desvanecerse de la noche a la mañana. Esta podría ser una de esas situaciones. Estamos desplegando la línea Twinkle. Hemos detectado ciertos problemas. No pasa nada.
—Quizá no. Pero no lo sabemos. Podría haber un problema con los chips de control, lo cual significaría cambiar nuestro proveedor de Singapur. Y podría haber un problema todavía más fundamental. Un problema de diseño originado aquí.
—Puede —dijo Meredith—. Pero como dices, no lo sabemos. Y no veo ningún motivo para especular en un momento tan crítico.
—Pero para ser franco…
—No es una cuestión de franqueza —interrumpió Meredith—. Es una cuestión de la realidad subyacente. Vamos a repasarlo punto por punto. Les hemos dicho que tenemos una unidad Twinkle.
—Sí.
—Hemos fabricado un prototipo y lo hemos examinado hasta el mínimo detalle.
—Sí.
—Y el prototipo es una maravilla. Es dos veces más rápido que los más avanzados fabricados en Japón.
—Sí.
—Les hemos dicho que estamos desarrollando la unidad.
Sanders asintió.
—Pues entonces, Tom, les hemos contado lo que sabemos hasta ahora. Yo diría que estamos actuando de buena fe.
—Es posible, pero no sé si podemos…
—Tom. —Meredith puso la mano sobre el brazo de Sanders—. Siempre he admirado tu franqueza. Quiero que sepas lo mucho que aprecio tu experiencia, y la sinceridad con que abordas los problemas. Por eso estoy convencida de que lo del Twinkle se resolverá. Sabemos que básicamente es un buen producto que hace lo que esperábamos. Yo confío plenamente en él, y en tu capacidad para hacerlo funcionar según lo planeado. Y no tengo ningún inconveniente en decirlo en la reunión de mañana. —Hizo una pausa y lo miró atentamente—. ¿Y tú?
Su cara estaba muy cerca de la de Sanders; tenía la boca entreabierta.
—¿Yo qué? —dijo Sanders.
—Si tienes algún inconveniente en decirlo en la reunión.
Sus ojos eran azul claro, casi gris. Sanders lo había olvidado, y también había olvidado lo largas que eran sus pestañas. Su cabello lacio enmarcaba suavemente el rostro. Los labios carnosos. La expresión soñadora de sus ojos.
—No —contestó Sanders—. No tengo inconveniente.
—Muy bien. Entonces, por lo menos eso está decidido. —Sonrió y alzó su copa—: ¿Me sirves un poco más?
Sanders se levantó del sofá para coger la botella de vino. Sin quitarle los ojos de encima, Meredith dijo:
—Me alegro de ver que te cuidas. ¿Haces gimnasia?
—Dos veces por semana. ¿Y tú?
—Siempre has tenido un culo muy bonito.
Sanders se volvió:
—Meredith…
Ella rio y dijo:
—Lo siento. No puedo evitarlo. Somos viejos amigos, ¿no? —Lo miró, y añadió—: No te habré ofendido, ¿verdad?
—No.
—Supongo que no te habrás vuelto puritano.
—No, no.
—Tú no, por favor. —Se rio—. ¿Te acuerdas de la noche que rompimos la cama?
—No la rompimos exactamente —dijo Sanders mientras servía el vino.
—¿Cómo que no? Yo estaba montada en el pie de la cama, y la cama se desplomó; pero como tú no querías parar nos cambiamos de sitio, y cuando yo me estaba agarrando a la cabecera se desmontó del todo…
—Sí, lo recuerdo —dijo Sanders, que quería interrumpir aquella conversación—. Fueron tiempos fabulosos. Oye, Meredith…
—… y entonces llamó la vecina, ¿te acuerdas? Aquella anciana lituana. Quería saber si había habido algún accidente.
—Sí, ya. Oye, hablando del Twinkle…
Meredith cogió la copa.
—Ya veo que te estoy abochornando. No habrás pensado que pretendo ponerte en un aprieto, ¿no?
—No, no. Nada de eso.
—Me alegro, porque no es mi intención. Te lo prometo. —Lo miró, divertida, y luego echó la cabeza hacia atrás, mostrando su largo cuello, y se bebió el vino—. De hecho, yo… ¡Au! —exclamó de pronto.
—¿Qué te pasa? —preguntó Sanders inclinándose hacia delante.
—El cuello. Me ha dado un calambre. Aquí, aquí… —Señaló la base del cuello, con los ojos todavía cerrados por el dolor.
—¿Qué puedo hacer?
—Frótame un poco… Aquí…
Sanders dejó la copa y le masajeó el hombro:
—¿Por aquí?
—Sí… ah… un poco más fuerte.
Sanders sintió cómo los músculos del hombro se relajaban. Meredith suspiró, movió la cabeza a uno y otro lado y luego abrió los ojos.
—Mucho mejor. Pero no pares.
Sanders siguió masajeándole la zona.
—Gracias. Ya me ha pasado. Es que tengo un nervio mal. Me pellizca no sé qué, y cuando me duele… —Volvió a mover la cabeza, haciendo comprobaciones—. Lo has hecho muy bien. Siempre has tenido buenas manos, Tom.
Sanders seguía frotándole el cuello y el hombro. Quería parar. Todo aquello era un error. Estaba sentado demasiado cerca de ella, y no quería tocarla. Pero también era agradable tocarla. Sentía curiosidad.
—Qué manos —dijo Meredith—. Cuando estaba casada, siempre pensaba en ti.
—¿Ah, sí?
—En serio. Ya te lo he dicho, él era un desastre en la cama. No soporto a los hombres que no saben qué hacer con una mujer. —Cerró los ojos—. Ése nunca ha sido tu caso.
Meredith suspiró, cada vez más relajada, y entonces Sanders tuvo la impresión de que se caía sobre él, sobre sus manos. Era una sensación inconfundible. Inmediatamente, le dio un último y amistoso apretón en el hombro y apartó la mano.
Meredith abrió los ojos y sonrió:
—Oye —dijo—, no te preocupes.
Sanders se volvió y cogió su copa:
—No estoy preocupado.
—Me refiero al Twinkle. Si resulta que al final tenemos problemas y necesitamos apoyo de más arriba, lo conseguiremos. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos.
—De acuerdo. Me parece sensato. —Lo alivió hablar de nuevo del Twinkle. Volvía a territorio seguro—. ¿Con quién hablarías? ¿Directamente con Garvin?
—Sí, creo que sí. Prefiero hacer las cosas de manera informal. —Lo miró—. Has cambiado mucho.
—¿Yo? No, sigo siendo el mismo.
—Yo creo que has cambiado. —Sonrió—. Antes no habrías dejado de frotarme.
—Meredith —dijo Sanders—, ahora es diferente. Tú diriges el departamento. Trabajo para ti.
—No seas tonto.
—Es la verdad.
—Somos colegas —dijo Meredith haciendo pucheros—. Nadie me considera superior a ti. Sólo me han dado el trabajo administrativo. Somos colegas, Tom. Y lo único que quiero es que tengamos una relación abierta y amistosa.
—Yo también.
—Me alegro. —Se inclinó hacia él repentinamente y le dio un beso en los labios—. ¿Qué? ¿Tan terrible ha sido?
—No, en absoluto.
—¿Quién sabe? A lo mejor tenemos que ir a Malasia juntos para examinar las cadenas de montaje. En Malasia hay playas fabulosas. ¿No has estado en Kuantan?
—No.
—Te encantaría.
—Seguro que sí.
—Ya te llevaré. Podríamos coger un par de días extra. Descansar un poco, tomar el sol…
—Oye, Meredith…
—No tiene por qué enterarse nadie, Tom.
—Estoy casado.
—Pero eres un hombre.
—¿Qué significa eso?
—Vamos, Tom —repuso ella, fingiendo severidad—. No pretenderás que me crea que nunca dejas a tu esposa al margen. No olvides que te conozco.
—Me conociste hace mucho tiempo, Meredith.
—La gente no cambia. Al menos en eso.
—Yo creo que sí.
—Venga, Tom. Ya que vamos a trabajar juntos, podríamos divertirnos un poco.
A Sanders no le gustaba el cariz que tomaba la situación. Se sentía arrastrado hacia posiciones incómodas.
—Ahora estoy casado —repitió, y se sintió mojigato y anticuado.
—A mí no me interesa tu vida privada. Sólo me preocupa tu rendimiento profesional. Tanto trabajo y tan poca diversión, Tom… Puede ser malo para ti. No debes descuidar el ocio. —Se inclinó hacia él—. Venga, sólo un beso…
Sonó el intercomunicador:
—Meredith —dijo la secretaria.
Ella se incorporó, irritada.
—Te he dicho que no me pasaras llamadas.
—Lo siento. Es Mr. Garvin.
—Está bien. —Meredith se levantó del sofá y se dirigió hacia su mesa—. Pero no me pases ninguna más, Betsy.
—De acuerdo. Pensaba irme dentro de diez minutos, si no te importa. Tengo que hablar con el propietario de mi nuevo apartamento.
—Sí, puedes irte. ¿Me has traído el paquete?
—Lo tengo aquí.
—Tráemelo y luego puedes marcharte.
—Gracias. Te paso a Mr. Garvin por la dos.
Meredith cogió el auricular y sirvió más vino.
—Hola, Bob. ¿Qué ocurre? —Resultaba imposible pasar por alto la familiaridad con que hablaba.
Meredith estaba de espaldas a Tom, hablando con Garvin. Él, sentado en el sofá, se sentía desamparado, pasivo e inútil. La secretaria entró en el despacho con una pequeña bolsa de papel marrón que entregó a Meredith.
—Claro que sí, Bob —decía Meredith—. Estoy de acuerdo. Nos encargaremos de eso.
Mientras esperaba para despedirse de Meredith, la secretaria sonrió a Tom. Él se sintió incómodo, así que se levantó, se dirigió hacia la ventana, cogió su teléfono portátil y marcó el número de Mark Lewyn. Al fin y al cabo, había prometido a Mark que lo llamaría.
—Me parece muy buena idea, Bob —continuó Meredith—. Creo que tendríamos que guiarnos por eso.
Tom oyó un contestador automático. Una voz masculina dijo: «Deja tu mensaje después de oír la señal». Luego oyó un pitido electrónico.
—Mark —dijo—, soy Tom Sanders. He hablado con Meredith sobre el Twinkle. Ella opina que estamos en una etapa temprana de producción y que estamos probando las cadenas. Dice que no podemos asegurar que haya problemas importantes, y que mañana en la reunión deberíamos dar a entender a los inversores y a Conley-White que la situación es normal…
La secretaria salió del despacho, sonriendo a Tom al pasar por su lado.
—… y que si más adelante tenemos problemas con la unidad y hay que acudir a dirección, ya lo arreglaremos. Le he transmitido tus opiniones y ahora está hablando con Bob, de modo que supongo que acudiremos a la reunión con esa postura…
La secretaria llegó a la puerta. Se detuvo un momento para echar el pestillo; luego salió y cerró la puerta.
Sanders frunció el ceño: había cerrado la puerta con pestillo antes de salir. No se trataba de que lo hubiera hecho, sino de que parecía haberlo hecho según un acuerdo; todo el mundo sabía lo que estaba pasando, excepto él…
—… En fin, Mark, si hay algún cambio te llamaré antes de la reunión de mañana, y…
—Deja ese teléfono —dijo Meredith de pronto; estaba a su lado, cogiéndole la mano y apretando su cuerpo contra el de él. Lo besó en los labios. Tom dejó el teléfono sobre la mesa mientras se besaban, y Meredith lo llevó hasta el sofá.
—Espera un momento…
—Oh, Tom, llevo todo el día deseándote —dijo ella, apasionada.
Lo besó de nuevo y se colocó encima de él, inmovilizándolo con una pierna. Sanders estaba en una posición bastante incómoda, pero aun así respondió involuntariamente. Lo primero que pensó fue que podía entrar alguien. Se vio echado boca arriba en el sofá con su jefa encima de él, con su elegante traje azul marino, y le preocupó lo que pudiera pensar la persona que los viera. Pero estaba participando.
Ella lo notó, y eso la encendió aún más. Se apartó un poco para tomar aliento:
—Me gustas, Tom. Oh, lo sabes tan bien. No soporto que ese cerdo me toque. Esas ridículas gafas. ¡Oh! Estoy tan caliente. Hace años que no pego un polvo como Dios manda… —No terminó la frase; se abalanzó de nuevo sobre él, besándolo con fiereza. Sanders sintió la lengua de Meredith en su boca. Olió su perfume, y eso le trajo recuerdos.
Meredith cambió de postura para poder tocar a Tom, y cuando le palpó la entrepierna se puso a gemir. Buscó la cremallera. Sanders se vio acosado por imágenes contradictorias: Meredith y el deseo que sentía por ella, su mujer y sus hijos, los recuerdos del pasado, el apartamento de Sunnyvale, la cama rota. Imágenes de su mujer.
—Espera, Meredith…
—No, por favor, no digas nada. —Respiraba entrecortadamente. Tom recordó que siempre lo hacía. Acababa de recordarlo. Sintió su cálido aliento en la cara, vio sus ruborizadas mejillas. Meredith le desabrochó el pantalón y le cogió el miembro con su cálida mano.
—Dios mío —suspiró Meredith, acariciándolo; se deslizó por su cuerpo.
—Oye, Meredith…
—Déjame hacer —dijo ella con voz ronca—. Sólo un momento.
Se llevó el miembro a la boca. Lo hacía muy bien. Las imágenes volvieron a invadir a Sanders. Recordaba que a ella le gustaba hacerlo en situaciones peligrosas: mientras él conducía por la autopista; en el lavabo de caballeros de una feria; en la playa de Napili, por la noche. Aquella secreta naturaleza impulsiva, aquel secreto calor… Cuando se la presentaron, el ejecutivo de ConTech le dijo: Es especialista en mamadas.
Al sentir cómo Meredith le chupaba el miembro, al sentir que su espalda se arqueaba a medida que la excitación le recorría el cuerpo, tuvo una inquietante sensación de placer y peligro. Habían pasado tantas cosas aquel día, había habido tantos cambios, todo era tan repentino. Se sintió dominado y en peligro. Echado de espaldas, tuvo la impresión de que estaba aceptando una situación que no acababa de comprender, que no acababa de reconocer. Luego tendría problemas. No quería ir a Malasia con ella. No quería tener una aventura con su jefa. Ni siquiera quería tener un lío de una noche. Porque siempre pasaba lo mismo: la gente se enteraba, todo el mundo cotilleaba y te lanzaban miradas sagaces por el pasillo. Y tarde o temprano las esposas se enteraban. Siempre pasaba lo mismo. Portazos, abogados, discusiones sobre la custodia de los niños…
Y no quería nada de eso. Ahora llevaba una vida ordenada. Tenía compromisos. Aquella mujer que regresaba de su pasado no lo entendía. Ella era libre. Él no. Se movió.
—Meredith…
—Oh, Tom, sabes tan bien.
—Meredith…
Ella le cerró los labios con un dedo:
—Shhh. Ya sé que te gusta.
—Sí, me gusta mucho. Pero…
—Pues déjame hacer.
Mientras seguía chupándole, empezó a desabrocharle la camisa, pellizcándole las tetillas. Se sentó a horcajadas sobre él; tenía la blusa abierta y los pechos colgando. Buscó las manos de Sanders y se las puso en los pechos.
Todavía conservaba unos pechos perfectos; le tocó los pezones, que se endurecieron. Meredith gimió y se retorció. Sanders sintió su calor. Empezó a oír un zumbido que le invadía la cabeza y anulaba el resto de los ruidos. La habitación parecía distante, y sólo había aquella mujer y aquel cuerpo, y su deseo.
Entonces sintió un arrebato de ira, una especie de furia masculina por estar atrapado, dominado por ella, y quiso tomar las riendas, tomarla a ella. Se incorporó y la cogió del cabello bruscamente, levantándole la cabeza y haciendo girar su cuerpo. Ella lo miró a los ojos y comprendió.
—¡Sí! —exclamó Meredith, poniéndose a un lado para que él pudiera moverse. Sanders deslizó la mano entre sus piernas. Sintió su calor y las bragas de encaje. Tiró de ellas. Meredith se movió para ayudarlo, y él le bajó las bragas hasta las rodillas; ella acabó de quitárselas. Empezó a acariciarle el cabello a Sanders, con los labios pegados a su oreja—. Sí… —suspiró intensamente—. ¡Sí!
Tenía la falda alrededor de la cintura. Él la besó con avidez, abriéndole la blusa, apretando sus pechos contra su torso desnudo. Sintió su calor por todo el cuerpo. Movió los dedos, explorando sus labios. Ella jadeaba y asentía con la cabeza. Finalmente metió los dedos dentro.
Al principio se sorprendió: Meredith no estaba muy mojada, pero entonces recordó también eso. Siempre empezaba así, con mucha pasión, pero su sexo tardaba en responder, y no se excitaba del todo hasta que no lo hacía él. Lo que más la excitaba era el deseo de él, y siempre se corría después de él. A veces pocos segundos después, pero a veces él tenía que luchar para conservar la erección mientras ella se retorcía hasta conseguir el orgasmo, perdida en su propio mundo mientras él se desvanecía. Sanders siempre se sentía solo y utilizado. Aquellos recuerdos lo distrajeron, y ella notó su vacilación; lo cogió bruscamente, luchando con su cinturón, gimiendo, lamiéndole la oreja con su ardiente lengua.
Pero la desgana se estaba apoderando de él, su furioso ardor se estaba desvaneciendo, y un pensamiento cruzó por su mente: No vale la pena.
Ahora tenía una sensación que le resultaba familiar. Quedar con una antigua novia, sentirse atraído por ella en la cena, liarse otra vez, sentir deseo y de pronto, en el momento culminante, acordarse de todo lo que no había funcionado en aquella relación, sentir los antiguos conflictos y la irritación, y desear no haber empezado nunca. Pensar, de pronto, en cómo salir de allí, cómo parar lo que había empezado. Pero generalmente no había forma de escapar.
Todavía tenía los dedos dentro de ella, que movía su cuerpo contra la mano, para que él tocase los puntos más sensibles. Estaba más húmeda, y sus labios se estaban hinchando. Abrió más las piernas. Respiraba hondo y lo acariciaba.
—Me gustas, Tom. Me encanta cómo me tocas.
Generalmente no había forma de escapar.
Sanders tenía el cuerpo en tensión; estaba preparado. Meredith le acariciaba el torso con sus duros pezones, y el miembro con los dedos. Le dio un breve lametón en el lóbulo de la oreja, y repentinamente Sanders sintió su propio deseo, ardiente y furioso, más intenso por el hecho de que en realidad él no quería estar allí, y porque se sentía manipulado. Se la iba a follar. Quería follársela.
Ella notó el cambio y gimió; ya no lo besaba, y se recostó en el sofá, expectante. Lo observó con los ojos entreabiertos, sin dejar de asentir con la cabeza. Él seguía tocándola, deprisa, repetidamente, haciéndola jadear; se dio la vuelta y la tendió boca arriba. Le subió la falda y le abrió las piernas. Se colocó encima de ella y Meredith sonrió. Era una sonrisa victoriosa. Le enfureció ver que en cierto modo ella había ganado y se sentía superior, y de pronto quiso hacerla sentir tan dominada como se sentía él, borrar aquella mirada de superioridad de su rostro. Le abrió los labios, pero no la penetró; se contuvo, sobándola con los dedos.
Ella arqueó la espalda, incitándolo y diciendo:
—No, no… por favor…
Pero él esperó, mirándola. Su rabia estaba desapareciendo tan deprisa como había llegado, y se estaba distrayendo otra vez. Tuvo un momento de lucidez, y se vio en el despacho, jadeando, un hombre casado con los pantalones por las rodillas, encima de una mujer en el sofá de un despacho. ¿Qué demonios estaba haciendo?
La miró y vio el estropeado maquillaje de los ojos, de la boca.
Ella lo había cogido por los hombros y tiraba de él:
—Oh, por favor… No, no… —Entonces apartó la cabeza y tosió.
Algo se rompió dentro de Sanders. Se sentó y dijo:
—Tienes razón. —Se levantó del sofá y se subió los pantalones—. Esto no está bien.
Ella se incorporó:
—Pero ¿qué haces? —Parecía desconcertada—. Lo deseas tanto como yo. Lo sabes perfectamente.
—No. Esto no está bien, Meredith. —Se estaba abrochando el cinturón.
Ella lo miró fijamente, incrédula, como quien acaba de despertar.
—No lo dices en serio…
—No me parece buena idea. No me siento bien.
Meredith se enfureció:
—Asqueroso hijo de puta.
Se levantó rápidamente del sofá, se abalanzó sobre él y empezó a golpearlo con los puños apretados.
—¡Bastardo! ¡Capullo! ¡Cabronazo! —Sanders intentaba abrocharse la camisa mientras esquivaba los golpes—. ¡Eres un cerdo! ¡Hijo de puta!
Sanders se dio la vuelta y ella fue tras él, tirando de su camisa para impedir que la abrochara.
—¡No puedes hacerme esto!
Le arrancó varios botones. Lo arañó, dejándole unas marcas rojas en el pecho. Él se dio la vuelta otra vez, esquivándola. Lo único que quería era marcharse de allí. Vestirse y largarse. Ella le golpeó en la espalda.
—¡Malnacido! ¡No puedes dejarme así!
—Basta ya, Meredith. Se acabó.
—¡Vete a la mierda!
Lo agarró por el cabello y tiró con fuerza sorprendente, mientras le mordía la oreja. Sanders sintió un intenso dolor y la apartó de un empujón. Ella se tambaleó y acabó cayendo sobre la mesilla de cristal. Se quedó sentada en el suelo, jadeando.
—Maldito hijo de puta.
—Déjame en paz, Meredith. —Siguió abrochándose la camisa. Sólo podía pensar una cosa: Tengo que largarme. Recojo mis cosas y me largo. Cogió la chaqueta y reparó en su teléfono portátil, todavía en el alféizar de la ventana.
Rodeó el sofá y cogió el teléfono. Una copa de vino se estrelló contra la ventana, cerca de su cabeza. Meredith estaba de pie en el centro del despacho, buscando algo más que lanzarle.
—¡Te mataré! —gritó—. ¡Te mataré, lo juro!
—Basta, Meredith.
—Vete a la mierda. —Le arrojó una bolsa de papel que chocó contra la ventana y cayó al suelo. Dentro había una caja de preservativos.
—Me voy a casa. —Sanders se dirigió hacia la puerta.
—Eso es. Vete a tu casa con tu mujer y tu maldita familia.
Sanders vaciló.
—Sí —continuó Meredith, aprovechando su silencio—. Lo sé todo sobre ti, gilipollas. Como tu mujer no te folla, vienes aquí, me pones cachonda y luego te largas, so cabrón. ¿Te parece bonito tratar así a una mujer? Eres un gilipollas.
Sanders cogió el pomo de la puerta.
—¡Si me dejas así, estás acabado!
Sanders se volvió y la vio apoyada contra la mesa, tambaleándose. Está borracha, se dijo.
—Buenas noches, Meredith. —Hizo girar el pomo y recordó que la puerta estaba cerrada con pestillo. Lo retiró y abrió. Salió del despacho sin mirar atrás.
Una vez fuera, vio a una mujer de la limpieza vaciando las papeleras de las mesas de las secretarias.
—¡Te mataré por esto! —gritó Meredith.
La mujer de la limpieza la oyó, y miró a Sanders. Él apartó la mirada y se dirigió hacia el ascensor. Pulsó el botón, pero finalmente decidió bajar por la escalera.
Mientras regresaba a Winslow contempló la puesta de sol desde la cubierta del ferry. Era un anochecer apacible, sin apenas brisa; la superficie del agua estaba quieta y oscura. Volvió la vista hacia las luces de la ciudad e intentó juzgar lo que había ocurrido. Desde cubierta veía los pisos más altos del edificio de DigiCom, que asomaban por detrás de la línea horizontal del viaducto que bordeaba la costa. Intentó distinguir la ventana del despacho de Meredith, pero ya se habían alejado demasiado.
Una vez allí, en el ferry, dirigiéndose a su casa y a su familia, volviendo a la rutina cotidiana, los acontecimientos de la última hora empezaban a adquirir un carácter irreal. Le costaba creer que hubiera ocurrido. Repasó los sucesos mentalmente, intentando averiguar dónde se había equivocado. Estaba convencido de que todo era culpa suya, de que Meredith lo había interpretado mal. De otro modo, ella jamás se le habría insinuado. Todo el episodio le resultaba bochornoso, y seguramente a ella también. Se sentía culpable y desgraciado, y muy inquieto respecto al futuro. ¿Qué iba a ocurrir ahora? ¿Qué iba a hacer Meredith?
No se lo imaginaba. Entonces se dio cuenta de que no la conocía. Habían sido amantes, pero mucho tiempo atrás. Ahora ella era una persona diferente, con nuevas responsabilidades. Para él era una extraña.
Sintió frío, aunque la noche era templada. Se sentó dentro y cogió su teléfono para llamar a Susan. Pulsó los dígitos, pero la luz no se encendió. La batería se había agotado. No lo entendía: la batería tenía que durar un día entero. Pero se había terminado.
El final perfecto para un día desastroso.
Se miró en el espejo del lavabo, sintiendo el rugido de los motores del ferry. Iba despeinado; tenía una mancha de carmín en los labios y otra en el cuello; le faltaban tres botones de la camisa y llevaba la ropa arrugada. Tenía todo el aspecto de venir de echar un polvo. Ladeó la cabeza para mirarse la oreja: donde Meredith lo había mordido había una oscura marca. Se desabrochó la camisa y vio los profundos arañazos que surcaban su torso.
Dios. ¿Cómo iba a evitar que Susan lo viera?
Mojó unas toallas de papel y se limpió el carmín. Se arregló el cabello y se abrochó la chaqueta, ocultando la camisa. Luego salió y se sentó junto a la ventana, donde permaneció contemplando el cielo.
—Hola, Tom.
Era John Perry, su vecino de Bainbridge. Perry era abogado y trabajaba con Marlin y Howard, uno de los bufetes más antiguos de Seattle; era de esa gente irremediablemente entusiasta. Sanders no estaba de humor para hablar con él. Pero Perry se sentó en el asiento de enfrente.
—¿Cómo te va? —preguntó Perry.
—Muy bien.
—Yo he tenido un día estupendo.
—Me alegro.
—Estupendo —insistió Perry—. Hemos arrasado en un juicio.
—Felicidades. —Siguió mirando por la ventana, con la esperanza de que Perry cogiese la indirecta y se marchara.
Pero no lo hizo.
—Sí —prosiguió Perry—. Y era un caso condenadamente difícil. Lo teníamos todo en contra. Título VII, Tribunal Federal. Nuestro cliente trabajaba en MicroTech y aseguraba que no la habían ascendido por ser mujer. Lo tenía difícil, la verdad, porque bebía, ya sabes. Había problemas. Pero en nuestro bufete hay una chica, Louise Fernández, una hispana, que es mortal con estos casos de discriminación. Mortal. Consiguió que el jurado asignara a nuestra cliente casi medio millón. Esa Fernández es fabulosa. Ha ganado catorce de sus últimos dieciséis casos. Parece dulce e inofensiva, pero es de hielo. Te lo digo, a veces las mujeres me dan miedo.
Sanders guardó silencio.
Encontró la casa en silencio: los niños ya estaban durmiendo. Susan siempre acostaba temprano a los niños. Subió al dormitorio. Su mujer estaba sentada en la cama, leyendo, y había informes legales y papeles esparcidos por la colcha. Al verlo se levantó y lo abrazó. Sanders se puso en tensión involuntariamente.
—Lo siento mucho, Tom —dijo Susan—. Siento lo de esta mañana. Y también lo que ha pasado en el trabajo. —Le dio un beso en los labios. Él se dio la vuelta. Temía que Susan pudiera oler el perfume de Meredith, o que…
—¿Estás muy enfadado por lo de esta mañana?
—No, de verdad. Pero he tenido un día bastante difícil.
—¿Ha habido muchas reuniones relacionadas con la fusión?
—Sí. Y mañana hay más. Es un jaleo.
Susan asintió con la cabeza:
—Me lo imagino. Acaban de llamar de tu despacho. Una tal Meredith Johnson.
Sanders intentó sonar casual:
—¿Ah sí?
—Sí. Hace unos diez minutos. —Susan se metió en la cama—. ¿Quién es? —Siempre sospechaba cuando llamaba una mujer del despacho.
—Es la nueva vicepresidenta. Acaban de traerla de Cupertino.
—Me ha parecido… No sé, me hablaba como si me conociera.
—No creo que hayáis coincidido nunca. —Sanders esperó, con la esperanza de que no tendría que decir nada más.
—Bueno —prosiguió Susan—. La he encontrado muy simpática. Me ha pedido que te dijera que todo está preparado para la reunión de mañana por la mañana a las ocho y media, y que os veréis allí.
—Muy bien.
Sanders se quitó los zapatos y empezó a desabrocharse la camisa, pero se detuvo. Se agachó y recogió los zapatos.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó Susan.
—¿Quién? ¿Meredith? No lo sé. Treinta y cinco, más o menos. ¿Por qué?
—Por nada. Sólo era curiosidad.
—Voy a tomar una ducha.
—Muy bien. —Cogió sus informes legales y se sentó otra vez en la cama, ajustando la lámpara de lectura. Antes de que Sanders saliera de la habitación, añadió—: ¿La conoces?
—Sí, la había visto en Cupertino.
—¿Y qué hace aquí?
—Es mi nueva jefa.
—Así que es ella.
—Sí, es ella.
—¿La protegida de Garvin?
—Sí. ¿Quién te lo ha dicho? ¿Adele? —Adele era la mujer de Mark Lewyn, una de las amigas más íntimas de Susan.
Ella asintió con la cabeza y añadió:
—También me ha llamado Mary Anne. La verdad es que el teléfono no ha dejado de sonar.
—Me lo imaginaba.
—¿Y Garvin se la tira?
—No se sabe. La opinión más generalizada es que no.
—¿Y por qué la ha traído, en lugar de darte el puesto a ti?
—No lo sé, Sue.
—¿No has hablado con Garvin?
—Vino a verme por la mañana, pero yo no había llegado.
Susan asintió con la cabeza.
—Debes de estar furioso. ¿O te lo has tomado con filosofía, como siempre?
—Bueno… —Se encogió de hombros—. ¿Qué quieres que haga?
—Podrías dimitir.
—Eso es absurdo.
—Te han dejado de lado. ¿No tienes que dimitir?
—No son buenos tiempos. Y tengo cuarenta y un años. No me apetece volver a empezar. Además, Phil asegura que en el plazo de un año pondrán a la venta el departamento técnico. Aunque no lo esté dirigiendo, tendré un puesto importante en la nueva empresa.
—¿Te ha dado Phil los detalles?
Sanders asintió con la cabeza.
—Nos concederán veinte mil acciones a cada uno, y opciones para comprar cincuenta mil más. Y luego opciones para otras cincuenta mil cada año.
—¿A cuánto?
—Unos veinticinco centavos por acción.
—¿Y a cuánto se ofrecerá el stock? ¿A cinco dólares?
—Por lo menos. El mercado de IPO se está fortaleciendo. Podríamos llegar a diez. O quizá veinte.
Hubo un breve silencio. Sanders sabía que a Susan se le daban bien los números.
—No —dijo ella finalmente—. No puedes dimitir.
Sanders lo había calculado muchas veces. Con las opciones sacaría, como mínimo, lo suficiente para liquidar la hipoteca en un solo pago. Pero si las cosas iban bien, podía ser verdaderamente fantástico. Podía ganar entre cinco y catorce millones de dólares. Por eso la venta era el sueño de todos los que trabajaban en una empresa de tecnología.
—Por mí —dijo Sanders— pueden poner a Godzilla al mando del departamento, pero yo me quedaré por lo menos dos años más.
—¿Y es eso lo que han hecho? ¿Poner a Godzilla?
—No lo sé —contestó Sanders, encogiéndose de hombros.
—¿Te llevas bien con ella?
Sanders vaciló:
—No estoy seguro. Voy a ducharme.
—Muy bien —repuso Susan. Sanders la miró: ya estaba leyendo sus notas otra vez.
Después de ducharse, enchufó su teléfono al cargador de batería y se puso una camiseta y unos pantalones cortos. Se miró en el espejo: la camiseta le cubría los arañazos. Pero seguía preocupado por el perfume de Meredith. Se puso loción de afeitar en las mejillas.
Luego fue a la habitación de su hijo. Matthew roncaba con el pulgar en la boca y se había destapado. Sanders lo arropó con cuidado y lo besó en la frente.
Luego entró en la habitación de Eliza. Al principio no la vio: últimamente, a su hija le había dado por dormir enterrada en un lío de sábanas y almohadas. Se acercó de puntillas y vio una mano que sobresalía y le hacía señas. Se acercó.
—¿Cómo es que todavía no duermes, Lize? —susurró.
—Estaba soñando —contestó la niña. Pero no parecía asustada.
Sanders se sentó en el borde de la cama y le acarició el cabello:
—¿Qué soñabas?
—Soñaba con la bestia.
—Ah, ya.
—En realidad la bestia era un príncipe, pero una bruja lo había hechizado.
—Ya. —Siguió acariciándole el cabello.
—Y lo había convertido en una bestia horripilante.
Estaba citando la película, palabra por palabra.
—Eso es —dijo Sanders.
—¿Por qué?
—No lo sé, Lize. Eso dice la historia.
—¿Porque no le ofreció cobijo? —Volvía a citar literalmente—. ¿Por qué, papi?
—No lo sé.
—Porque no había amor en su corazón.
—Lize, es hora de dormir.
—Primero cuéntame un cuento, papi.
—Está bien. Hay una hermosa nube blanca colgando sobre tu cama, y…
—Ese cuento no me gusta, papi —le interrumpió la niña, frunciendo el ceño.
—Está bien. ¿Qué clase de cuento quieres?
—Uno sobre Kermit.
—Muy bien. Kermit está sentado aquí, junto a tu cabeza, y va a pasar la noche vigilándote.
—Y tú también.
—Sí, yo también. —La besó en la frente y ella se dio la vuelta. Al salir de la habitación, Sanders oyó a Lize chuparse el pulgar.
Volvió a su dormitorio y apartó los informes legales que había encima de la cama.
—¿Todavía estaba despierta? —preguntó Susan.
—Quería que le contara un cuento de Kermit.
Su mujer asintió con la cabeza:
—Está loca por Kermit.
Susan no hizo ningún comentario sobre la camiseta de Tom. Él se metió en la cama y de pronto se sintió exhausto. Cerró los ojos. Susan recogió sus papeles y a continuación apagó la luz.
—Mmm. Qué bien hueles.
Se acurrucó a su lado, apretó su mejilla contra la de él y pasó una pierna por encima de las suyas. Era un preámbulo inconfundible que a Sanders le molestaba. Le molestaba el peso de la pierna de Susan.
—¿Te has puesto la loción pensando en mí? —preguntó Susan.
—Susan… —Sanders suspiró, exagerando su cansancio.
—Porque funciona, ¿sabes? —Susan deslizó una mano por debajo de la camiseta de su marido.
De pronto Sanders se enfureció. ¿Qué demonios le pasaba? Susan no era nada sutil con esas cosas. Siempre lo acosaba en los momentos y en los sitios más inoportunos. Le cogió la mano.
—¿Te pasa algo? —dijo ella.
—Estoy muy cansado, Sue.
—Has tenido un mal día, ¿verdad? —dijo ella, comprensiva.
—Sí, bastante malo.
Ella se incorporó y se apoyó en el codo, inclinándose sobre él. Le acarició los labios con un dedo:
—¿No quieres que te anime un poco?
—No, de verdad.
—¿Ni un poquito?
Sanders suspiró.
—¿Estás seguro? —insistió Susan—. ¿Seguro, seguro? —Se deslizó debajo de las sábanas.
Él le cogió la cabeza con ambas manos:
—Susan, por favor.
Ella rio.
—Sólo son las ocho y media. No me creo que estés tan cansado.
—Lo estoy.
—Apuesto a que no…
—Maldita sea, Susan. No estoy de humor.
—De acuerdo. —Se apartó de él—. Pero entonces no sé para qué te pones la loción de afeitar.
—Por el amor de Dios.
—La verdad es que ya casi no hacemos el amor.
—Porque tú siempre estás de viaje —repuso impulsivamente.
—Yo no estoy siempre de viaje.
—Duermes fuera un par de veces a la semana.
—Eso no es «estar siempre de viaje». Además, es mi trabajo. Esperaba un poco más de apoyo.
—Ya te apoyo.
—Quejarse no es apoyar.
—Mira, Susan. Cuando tú estás fuera, vuelvo pronto a casa. Doy de comer a los niños y me encargo de todo para que tú no tengas que preocuparte…
—A veces —le interrumpió Susan—. Y a veces te quedas hasta tarde en el despacho, y los niños se quedan con Consuelo hasta las tantas…
—Oye, yo también trabajo.
—Así que no me vengas con eso de que te encargas de todo. Yo paso muchas más horas que tú en casa, yo soy la que tiene dos trabajos, y la mayor parte del tiempo tú haces lo que quieres, como todos.
—Susan…
—De vez en cuando vienes pronto, y entonces te comportas como un mártir. —Susan se incorporó y encendió la lámpara—. Todas las mujeres que conozco trabajan más que sus maridos.
—Susan, no quiero discutir.
—Sí, claro, cúlpame a mí. Yo soy la que tiene problemas. Sois todos iguales.
Estaba cansado, pero la irritación le infundió energía. De pronto se sintió fuerte; se levantó de la cama y empezó a pasearse por la habitación.
—¿Qué tiene que ver que sea hombre? —dijo—. ¿Me vas a salir otra vez con el cuento de la opresión?
—Oye —dijo ella, incorporándose más—. Las mujeres estamos oprimidas. Eso es un hecho.
—¿Ah, sí? ¿En qué estáis oprimidas? No sabéis lo que es poner una lavadora. No sabéis lo que es hacer la comida. No sabéis lo que es fregar un suelo. Eso os lo hacen. Os lo hacen todo. Os llevan a los niños al colegio y os los van a buscar. Tú eres socia de un bufete, por el amor de Dios. Estás tan oprimida como Leona Helmsley.
Susan lo miraba fijamente, boquiabierta. Sanders sabía por qué: Susan se había quejado de la opresión de las mujeres en muchas ocasiones, y él nunca le había llevado la contraria. Pero ahora la contradecía. Estaba cambiando las reglas del juego.
—No puedo creer lo que dices. Pensaba que eras distinto. —Lo miró con frialdad—. Lo dices porque una mujer te ha robado el puesto, ¿verdad?
—¿De qué vamos a hablar ahora? ¿De la fragilidad del ego masculino?
—Es eso, ¿verdad? Te sientes amenazado.
—No, no es eso. ¿Quién es el frágil? Tu ego es tan frágil que ni siquiera puedes aceptar que te rechace en la cama.
Sanders advirtió que Susan no sabía cómo responder a aquello. Se quedó sentada, mirándolo con expresión sombría.
—Desde luego… —dijo Sanders, y se dispuso a salir del dormitorio.
—Has empezado tú —dijo Susan.
—No es verdad.
—Sí, has empezado tú. Tú has sacado lo de mis viajes.
—No. Tú te estabas quejando de que no hacemos el amor.
—Sólo lo he comentado.
—Por Dios. Cómo se me ocurrió casarme con una abogada.
—Y no puedes negar que tu ego es frágil.
—Susan, ¿hablas en serio? Mira, tú eres tan condenadamente frágil que has montado un cirio esta mañana porque tenías que ponerte guapa para ir al pediatra.
—Ah, ya estamos. Por fin. Sigues enfadado porque te he hecho llegar tarde. ¿Qué pasa? ¿Crees que no te han dado el puesto por haber llegado tarde?
—No —contestó Sanders—. Yo no…
—No has conseguido el puesto —siguió Susan— porque Garvin se lo ha dado a otra persona. No jugaste bien tus cartas, y otra persona lo ha hecho mejor. Nada más. Una mujer lo ha hecho mejor.
Furioso, temblando, incapaz de decir nada, Sanders se volvió y salió del dormitorio.
—Eso, vete —dijo Susan—. Márchate. Siempre haces lo mismo. No quieres enterarte, Tom. Pero es la verdad. Si no te han dado el puesto, no puedes culpar a nadie más que a ti mismo.
Sanders dio un portazo.
Se sentó en la cocina. Sólo se oía el murmullo de la nevera. Por la ventana de la cocina, a través de la hilera de abetos, veía el reflejo de la luna en la bahía.
Se preguntó si Susan bajaría, pero no lo hizo. Se levantó y se puso a dar vueltas. Al cabo de un rato recordó que no había cenado. Abrió la puerta de la nevera. Estaba llena de comida para niños, jarros de zumo, vitaminas infantiles, botellas de jarabe. Buscó un poco de queso, y una cerveza. Sólo encontró una lata de Coca-Cola Light de Susan.
Cómo han cambiado las cosas, pensó. Antes, su nevera estaba llena de comida congelada, patatas fritas, salsa picante y montones de cervezas. Sus días de soltero.
Cogió la Coca-Cola. Eliza estaba empezando a beberla, también. Le había dicho a Susan cientos de veces que no quería que los niños tomaran bebidas light. Tenían que llevar una alimentación sana. Comer comida de verdad. Pero Susan estaba demasiado ocupada, y a Consuelo le traía sin cuidado. Los niños comían todo tipo de porquerías. No le gustaba. Él no se había criado así.
Nada para comer. No había nada en su nevera. Por suerte, abrió un Tupperware y encontró un bocadillo de mantequilla de cacahuete a medio comer. Era de Eliza. Lo cogió y lo examinó, preguntándose cuántos días llevaría allí. No tenía moho.
Qué demonios, pensó, y se comió los restos del bocadillo de Eliza, de pie, a la luz de la nevera. De pronto vio su imagen reflejada en la puerta del horno: Otro privilegiado miembro del patriarcado, maltratando a sus esclavos, pensó.
¿De dónde habrán sacado las mujeres ese cuento?, se preguntó.
Terminó el bocadillo y se sacudió las migas de las manos. Eran las 21.15. El cansancio se estaba apoderando de él y ya no se sentía tan furioso. Miró por la ventana y entre los árboles vio las luces de un ferry que navegaba hacia el este, hacia Bremerton. Una de las cosas que le gustaban de aquella casa era que estaba relativamente aislada. Tenía un poco de jardín. Era bueno que los niños crecieran con espacio para correr y jugar.
Bostezó. Susan no iba a bajar. Tendría que esperar a mañana. Sabía lo que iba a pasar; él se levantaría antes, le prepararía una taza de café y se la llevaría a la cama. Luego le pediría disculpas, y ella también. Se abrazarían y luego él iría a vestirse.
Subió al segundo piso y abrió la puerta del dormitorio. Oyó la acompasada respiración de Susan.
Se metió en la cama y se quedó dormido.