Jueves

El cielo estaba despejado. Sanders cogió el ferry temprano y llegó a su despacho a las ocho. Pasó por delante del mostrador de recepción de la planta baja, y vio un letrero que rezaba: «Sala de Reuniones principal, ocupada». Por un momento creyó, horrorizado, que había vuelto a equivocarse de hora. Se asomó a la sala. Pero era Garvin, que estaba hablando con los ejecutivos de Conley-White. Hablaba con tranquilidad y los ejecutivos asentían con la cabeza mientras escuchaban. Terminada su intervención, Garvin presentó a Stephanie Kaplan, que inició un análisis financiero con diapositivas. Garvin abandonó la sala de reuniones y se encaminó a la cafetería que había al fondo del pasillo, con expresión sombría.

Cuando se disponía a entrar en el ascensor, oyó a Phil Blackburn decir:

—Creo que tengo derecho a protestar de cómo habéis manejado este asunto.

—Pues te equivocas —contestó Garvin—. No tienes ningún derecho.

Sanders continuó hacia la cafetería. Desde donde se encontraba, podía ver el interior del bar. Blackburn y Garvin estaban hablando junto a las cafeteras.

—Esto es injusto —se quejó Blackburn.

—Me importa un huevo —dijo Garvin—. Ella ha reconocido que tú eras su informador, gilipollas.

—Pero Bob, tú me dijiste…

—¿Qué te dije? —replicó Garvin con los ojos entrecerrados.

—Me dijiste que me encargara. Que presionara a Sanders.

—Exacto, Phil. Y me dijiste que te ibas a encargar.

—Pero tú ya sabías que había hablado con…

—Sabía que habías hecho algo. Pero no sabía qué. Y ahora ella ha confesado que tú eras el informador.

Blackburn bajó la cabeza y añadió:

—Lo encuentro extremadamente injusto.

—¿En serio? Pero ¿qué esperas que haga? eres el abogado, Phil. Tú eres el que siempre se preocupa por lo que puede pasar. A ver, dime, ¿qué hago?

Blackburn vaciló y finalmente dijo:

—Le pediré a John Robinson que me represente. Él puede preparar el acta de conciliación.

—Muy bien —dijo Garvin—. Me parece estupendo.

—Sólo quiero decirte, Bob, a nivel personal, que me habéis tratado muy injustamente.

—Maldita sea, Phil. No me hables de tus sentimientos. Tus sentimientos pueden comprarse. Ahora escúchame bien: No vayas arriba. No recojas las cosas de tu despacho. Ve directamente al aeropuerto. Dentro de media hora quiero que estés en un avión. Quiero que te largues ahora mismo. ¿Queda claro?

—Creo que deberías reconocer mi contribución a la empresa.

—Ya lo hago, gilipollas —dijo Garvin, furioso—. Y ahora lárgate de aquí antes de que pierda los estribos.

Sanders se dio la vuelta y subió la escalera a toda prisa. Le costaba disimular su alegría. ¡Habían despedido a Blackburn! Pensó si debía contárselo a alguien. Quizá a Cindy.

Pero cuando llegó al cuarto piso, vio que todo el mundo estaba en los pasillos, cuchicheando. Los rumores del despido se le habían adelantado. A Sanders no le sorprendió que los empleados estuvieran en los pasillos. Aunque Blackburn no caía demasiado bien a nadie, su despido iba a causar mucha inquietud. Un cambio tan repentino que afectaba a una persona próxima a Garvin producía en todos sensación de peligro.

Llegó a la mesa de Cindy y ésta le dijo:

—No te lo vas a creer, Tom. Dicen que Garvin va a despedir a Phil.

—¿Bromeas?

—No. Va en serio. Nadie sabe por qué, pero por lo visto tiene algo que ver con lo de la televisión de anoche. Garvin ha estado abajo explicándoselo a los de Conley-White.

Oyeron a alguien gritar: «¡Hay un mensaje de e-mail!». De pronto los pasillos se vaciaron; todos se metieron en los despachos. Sanders se sentó a su mesa y pulsó la tecla de e-mail. El mensaje tardaba en llegar, seguramente porque todos los empleados del edificio estaban haciendo lo mismo que él.

Llamaron a la puerta.

—Entre —dijo Sanders. Era Louise Fernández.

—¿Es verdad lo que dicen de Blackburn? —preguntó.

—Creo que sí. Precisamente ahora va a salir en el e-mail.

DE: ROBERT GARVIN, PRESIDENTE Y DIRECTOR EJECUTIVO

A: LA FAMILIA DIGICOM.

TENGO QUE ANUNCIAR, CON PROFUNDO PESAR, LA DIMISIÓN DE NUESTRO VALIOSO Y FIEL CONSEJERO LEGAL PHILIP A. BLACKBURN. DURANTE QUINCE AÑOS PHIL HA SIDO UNO DE LOS EJECUTIVOS MÁS DESTACADOS DE LA COMPAÑÍA, ADEMÁS DE UN MARAVILLOSO SER HUMANO, AMIGO Y CONSEJERO. SÉ QUE, COMO YO, MUCHOS DE VOSOTROS ECHARÉIS DE MENOS SU SABIDURÍA Y SU BUEN HUMOR. Y TAMBIÉN ESTOY SEGURO DE QUE QUERRÉIS UNIROS A MÍ PARA DESEARLE MUCHA SUERTE. PHIL: GRACIAS, DE TODO CORAZÓN. Y MUCHA SUERTE. ESTA DIMISIÓN TIENE VALIDEZ INMEDIATA. HOWARD EBERHARDT PASA A SER EL CONSEJERO LEGAL DE DIGICOM HASTA QUE HAYA UN NOMBRAMIENTO DEFINITIVO.

ROBERT GARVIN

—¿Qué dice? —preguntó la abogada.

—Dice: «Le he dado una patada en su pequeño culo de mojigato».

—Tenía que hacerlo —dijo ella—. Él fue el que filtró la historia a Connie Walsh.

—¿Cómo lo sabes?

—Eleanor Vries.

—¿Te lo ha dicho ella?

—No. Pero Eleanor Vries es una abogada muy prudente. Todos los abogados que trabajan en los medios de comunicación lo son. La forma más segura de conservar tu empleo es no permitir que se publiquen las cosas. Cuando tienes alguna duda, descartas la publicación de la historia de Mr. Piggy, que es descaradamente difamatoria. La única razón lógica es que Vries consideró que Walsh tenía una fuente infalible dentro de la empresa, una fuente que estaba al corriente de las consecuencias legales. Una fuente que, mientras filtraba la historia, estaba diciendo: si lo publicáis no os demandaremos. Como los altos cargos de las empresas no suelen saber nada de leyes, la fuente sólo podía ser un abogado con un puesto importante.

—Phil.

—Sí.

—Vaya.

—¿Afecta eso tus planes?

—No lo creo —dijo Sanders—. Al fin y al cabo, creo que Garvin lo habría despedido tarde o temprano.

—Lo dices muy seguro.

—Sí. Ayer me llegaron refuerzos. Y hoy estoy más optimista.

Cindy entró en el despacho y dijo:

—¿Esperabas algo de Kuala Lumpur? ¿Un documento muy largo?

—Sí.

—Éste lo hemos empezado a recibir a las siete de la mañana. Debe de ser un monstruo. —Dejó una cinta de DAT sobre la mesa de Sanders. Era idéntica a la cinta en que había grabado su comunicación de vídeo con Arthur Kahn.

Fernández lo miró, intrigada.

A las ocho y media transmitió el memorándum de Bosak al fax privado de Garvin. Luego pidió a Cindy que hiciera copias de todos los faxes que Mohammed Jafar le había enviado la noche anterior. Sanders había pasado casi toda la noche en vela, leyendo el material enviado por Jafar. Y desde luego era interesante. Jafar no estaba enfermo. No lo había estado nunca. Su presunta enfermedad era una mentira que Kahn y Meredith habían preparado.

Puso la cinta de DAT en la máquina y giró la pantalla hacia Fernández.

—¿Me lo vas a explicar? —preguntó ella.

—Creo que no hará falta.

En el monitor apareció el siguiente mensaje:

5 SEGUNDOS PARA CONEXIÓN DE VÍDEO: DC/C/DC/M.

DE: A. KAHN

A: M. JOHNSON.

Sanders vio a Kahn en la fábrica y unos instantes después la pantalla se dividió y Meredith apareció en su despacho de Cupertino.

—¿Qué es eso? —preguntó Fernández.

—La grabación de una comunicación de vídeo. De la semana pasada.

—Pensaba que habían borrado todas las comunicaciones.

—Sí, las de aquí sí. Pero en Kuala Lumpur todavía había copias. Esta me la ha enviado un amigo mío.

Arthur Kahn se aclaró la garganta y dijo:

«Estoy un poco preocupado, Meredith».

«No tienes motivo para estarlo», repuso Meredith.

«Es que seguimos sin cumplir los requisitos. Como mínimo tendríamos que quitar los purificadores de aire y poner otros mejores».

«Ahora no».

«Es imprescindible, Meredith».

«Todavía no».

«Pero esos purificadores son inadecuados, Meredith. Pensamos que funcionarían, pero no sirven».

«No importa».

Kahn estaba sudando. Se frotó la barbilla, nervioso:

«Tom acabará enterándose, Meredith. Sólo es cuestión de tiempo. No es ningún estúpido».

«Estará distraído».

«Sí, eso dices tú».

«Además, va a dimitir».

Kahn se mostró sorprendido.

«¿Que va a dimitir? No creo que…».

«Confía en mí. Va a dimitir. No le va a gustar nada trabajar para mí».

Fernández observaba la pantalla con atención. Dijo:

—Y que lo digas.

«¿Por qué no le va a gustar?», preguntó Kahn.

«Créeme, lo odiará. Tom Sanders dimitirá en cuanto yo ponga los pies en mi nuevo despacho».

«Pero ¿cómo puedes estar segura de que…?».

«No tiene alternativa. Sanders y yo tuvimos una historia. Lo sabe toda la empresa. Si surgen problemas, nadie lo creerá a él. Y él no es tonto. Sabe que si quiere seguir trabajando no le queda otro remedio que aceptar el acuerdo que le ofrezcamos y largarse».

Kahn asintió con la cabeza y se secó el sudor de las sienes.

«Y nosotros decimos que fue Sanders el que hizo los cambios en la fábrica, ¿no? Pero él lo negará».

«Nunca llegará a saberlo. Recuerda, Arthur, para entonces se habrá marchado».

«¿Y si no se va?».

«Confía en mí. Se irá. Está casado y tiene hijos. Se marchará, te lo aseguro».

«Pero ¿y si me llama y me pregunta qué ha pasado en la cadena?».

«Finge, Arthur. Hazte el loco. Estoy segura de que puedes hacerlo. A ver, ¿con qué otras personas suele hablar Sanders?».

«Con el encargado, a veces. Jafar está enterado de todo. Y es de esos tipos honrados. Me temo que pueda…».

«Que se vaya de vacaciones».

«Acaba de volver de unas vacaciones».

«Pues dale otras, Arthur. Sólo necesito una semana».

«No sé, no estoy seguro de que…».

«Arthur», lo interrumpió Meredith.

«¿Sí?».

«En el futuro te recompensaré por estos favores».

«De acuerdo, Meredith».

«Bien».

La imagen desapareció de la pantalla y luego ésta se oscureció.

—Bastante vulgar —comentó Fernández.

—Meredith no pensó que los cambios importaran, porque no entendía nada de producción —explicó Sanders—. Sólo pretendía rebajar los costes. Pero como sabía que al final se enterarían de que los cambios realizados en la fábrica los había hecho ella, creyó que tenía la forma de librarse de mí, de obligarme a marcharme de la empresa. En ese caso podría responsabilizarme de los cambios.

—Y Kahn la apoyó.

Sanders asintió con la cabeza.

—Y se sacaron de encima a Jafar —agregó la abogada.

—Sí. Kahn dijo a Jafar que fuera a visitar a su primo, que vive en Johore, para que yo no pudiera hablar con Jafar. Pero no se le ocurrió que Jafar pudiera llamarme. —Sanders consultó su reloj y dijo—: ¿Dónde está?

—¿Dónde está qué?

La pantalla emitió una serie de pitidos y a continuación apareció el rostro de un locutor de noticias, de piel oscura y muy atractivo; hablaba mirando a la cámara, en un idioma extranjero.

—¿Qué es esto? —preguntó Fernández.

—Las noticias del Canal Tres, del pasado mes de diciembre. —Sanders se levantó y apretó un botón. La cinta salió despedida.

—¿De qué hablan?

Cindy volvió de la fotocopiadora con los ojos desorbitados. Llevaba un enorme fajo de papeles, separados con clips.

—¿Qué vas a hacer con esto? —preguntó a Sanders.

—No te preocupes —contestó él.

—Pero esto es terrible, Tom. ¿Te das cuenta de lo que ha hecho?

—Sí, me doy cuenta.

—Corre el rumor de que la fusión se ha suspendido —añadió la secretaria.

—Ya veremos.

Con la ayuda de Cindy, Sanders empezó a ordenar los papeles y a colocarlos en dossiers.

—¿Qué piensas hacer, exactamente? —preguntó Fernández.

—El problema de Meredith es que miente —dijo Sanders—. Es muy lista, y normalmente se sale con la suya. Lleva toda la vida haciéndolo. Quiero ver si es capaz de decir una mentira monumental.

Consultó su reloj. Eran las nueve menos cuarto. Faltaban quince minutos para que empezara la reunión.

La sala de reuniones estaba abarrotada. Había quince ejecutivos de Conley-White sentados a lo largo de un lado de la mesa, con John Marden en medio; y quince ejecutivos de DigiCom a lo largo del otro lado, con Garvin en medio.

Meredith Johnson, de pie en la cabecera de la mesa, dijo:

—A continuación hablará Tom Sanders. Tom, ¿podrías ponernos al día de los avances del Twinkle, por favor?

—Por supuesto, Meredith. —Se levantó. El corazón le latía con violencia. Se dirigió a la tarima de la sala—. El Twinkle es un revolucionario reproductor de CD-ROM. —Mostró la primera lámina, y añadió—: El CD-ROM es un pequeño disco láser donde se almacenan datos. Su fabricación resulta barata y en él se puede introducir una enorme cantidad de información en cualquier forma: palabras, imágenes, sonidos, vídeo, etcétera. En un solo disco cabe el equivalente a seiscientos libros, o, gracias a nuestras investigaciones, una hora y media de vídeo. Y cualquier combinación. Por ejemplo: se puede hacer un libro de texto que contenga textos, fotografías, breves secuencias de películas, dibujos animados, etcétera. Los costes de producción son muy reducidos.

Los de Conley-White escuchaban atentamente. Garvin tenía el ceño fruncido. Meredith parecía nerviosa.

—Pero para que los CD-ROM funcionen satisfactoriamente, necesitamos dos cosas. En primer lugar, un reproductor portátil. Como éste. —Sostuvo en alto el reproductor y luego se lo pasó a los de Conley-White para que lo examinaran—. Posee una autonomía de cinco horas y una pantalla excelente. Se puede utilizar en el tren, el autobús o en un aula. En realidad, se puede utilizar en cualquier sitio donde pueda leerse un libro.

Los ejecutivos lo examinaron. Luego volvieron a mirar a Sanders.

—El otro problema de la tecnología CD-ROM —prosiguió Sanders— es que resulta lenta. Acceder a todos esos maravillosos datos es un poco trabajoso. Pero las unidades Twinkle que nosotros hemos desarrollado con éxito son dos veces más rápidas que cualquier otra unidad que se fabrique actualmente en el mundo. El Twinkle es igual de rápido que cualquier ordenador corriente. En el plazo de un año esperamos rebajar el precio de cada unidad al de un videojuego. Y actualmente estamos fabricando las unidades. Hemos tenido algunos problemas, pero ya los estamos resolviendo.

—¿Puedes profundizar un poco más en eso? —dijo Meredith—. Arthur Kahn me ha dado a entender que todavía no sabemos con exactitud por qué las unidades no funcionan correctamente.

—La verdad es que sí lo sabemos —repuso Sanders—. Los problemas no son graves. Tengo la certeza de que los solucionaremos en cuestión de días.

—¿Ah, sí? —Meredith enarcó las cejas—. ¿Conque hemos localizado el problema?

—Sí, así es.

—Es una noticia estupenda.

—Sí.

—Desde luego, estupenda —intervino Nichols—. ¿Era un problema de diseño?

—No —contestó Sanders—. No hay ningún error en el diseño que hemos realizado aquí, y tampoco hay ningún error en los prototipos. Lo que tenemos es un problema de producción relacionado con la cadena de montaje de Malasia.

—¿Qué tipo de problema?

—La fábrica no está correctamente equipada —explicó Sanders—. Tendríamos que estar utilizando robots para instalar los chips de control y los caché RAM en los tableros, pero los trabajadores malayos los están instalando manualmente. Los están metiendo a presión con el dedo pulgar. Además, la cadena de montaje está sucia, así que los split optics están llenos de partículas de polvo. Debería haber purificadores de aire de nivel siete, pero los que hay instalados son de nivel cinco. Asimismo, deberíamos recibir algunos componentes de un suministrador de confianza de Singapur, pero las piezas proceden de otro suministrador. Más barato y peor.

—Instalaciones inadecuadas, condiciones inadecuadas, componentes inadecuados… —Meredith meneó la cabeza—. Lo siento. Corrígeme si me equivoco, pero ¿no fuiste tú el encargado de montar la fábrica, Tom?

—Sí. El otoño pasado viajé a Kuala Lumpur y la organicé con la ayuda de Arthur Kahn y de Mohammed Jafar, el encargado.

—Entonces, ¿cómo explicas que tengamos tantos problemas?

—Lamentablemente, hubo una serie de errores en la puesta en marcha de la fábrica.

—Tom, todos sabemos que eres una persona muy competente. ¿Cómo pudo ocurrir? —preguntó Meredith fingiendo desconcierto.

Sanders vaciló. El momento había llegado.

—Porque se alteraron las especificaciones.

—¿Que se alteraron? ¿Cómo?

—Creo que eso es algo que te corresponde explicarnos, Meredith. Porque fuiste tú la que ordenó los cambios.

—¿Que yo los ordené?

—Exacto, Meredith.

—Me parece que te confundes, Tom —repuso ella con serenidad—. Yo nunca he tenido nada que ver con la fábrica de Malasia.

—Viajaste allí en dos ocasiones. En noviembre y en diciembre del año pasado.

—Viajé a Kuala Lumpur, sí, porque había que resolver la disputa que tú habías provocado con el gobierno malayo. Fui a Kuala Lumpur y lo resolví. Pero no intervine en el funcionamiento de la fábrica.

—Creo que te equivocas, Meredith.

—Te lo aseguro —replicó ella, tajante—. No tuve nada que ver con la fábrica, ni con esos cambios de que hablas.

—La verdad es que fuiste a la fábrica e inspeccionaste los cambios que habías ordenado.

—Lo siento, Tom. No es verdad. Ni siquiera he estado nunca en esa fábrica.

En la pantalla que había a espaldas de Meredith aparecieron las imágenes del vídeo del noticiario. El locutor, de chaqueta y corbata, miraba hacia la cámara.

—¿Dices que nunca has estado en la fábrica?

—Exacto. No sé quién te puede haber dicho tal cosa.

En la pantalla aparecieron imágenes del edificio de DigiCom de Malasia y del interior de la fábrica. La cámara mostraba las cadenas de montaje; había un grupo de personas realizando una visita de inspección. Vieron a Phil Blackburn, y a su lado estaba Meredith Johnson. La cámara la enfocó mientras ella hablaba con un obrero.

Se produjo un murmullo en la sala.

—Esto es vergonzoso —dijo Meredith—. Esto está fuera de contexto. No sé de dónde lo habrás sacado…

—Del Canal Tres de la televisión malaya. Es su versión local de la BBC. Lo siento, Meredith.

La grabación terminó y la pantalla se oscureció. Sanders hizo un gesto y Cindy empezó a recorrer la mesa, entregando a cada uno de los asistentes un dossier.

—No sé de dónde has sacado esa cinta, pero… —dijo Meredith.

—Damas y caballeros, si quieren abrir sus dossiers —continuó Sanders—, encontrarán el primero de una serie de memorándums del Equipo de Revisión de Operaciones, que en el período que nos ocupa estaba dirigido por Meredith Johnson. Fíjense en el primer memorándum, con fecha diecisiete de noviembre del año pasado. Verán que está firmado por Meredith Johnson; en él se estipula que se llevarán a cabo una serie de cambios para satisfacer las demandas laborales del gobierno malayo. Concretamente, especifica que los instaladores automáticos de chips no se incluirán y que ese trabajo será realizado manualmente. Eso satisfacía al gobierno malayo, pero significaba que no podíamos fabricar las unidades.

—Pero ¿no comprendes, Tom, que no teníamos alternativa…?

—En ese caso era preferible no construir la fábrica allí —dijo Sanders—. Porque con esas nuevas especificaciones no podíamos fabricar el producto.

—Puede que ésa sea tu opinión, pero…

—El segundo memorándum, con fecha tres de diciembre, indica que con el fin de rebajar los costes se modificaron los equipos de purificación de aire de la fábrica. Eso supone otra alteración de las especificaciones que yo había establecido. Y muy grave: en esas condiciones no es posible fabricar las unidades. En resumen, esas decisiones condenaron las unidades al fracaso.

—Mira —insistió Johnson—, si piensas que alguien va a creer que el fracaso de esas unidades es responsabilidad de otro…

—El tercer memorándum —añadió Sanders— resume la reducción de costes conseguida por el Equipo de Revisión. Verán que se atribuye una reducción del once por ciento. Ese ahorro ya ha sido superado por los retrasos de fabricación. Aunque adaptemos la cadena de montaje inmediatamente, ese ahorro del once por ciento se traduce en un aumento del coste de producción de casi el setenta por ciento. En el primer año supone un aumento del ciento noventa por ciento.

»El siguiente memorándum —prosiguió— explica por qué se adoptó el recorte de gastos. Durante las negociaciones de la fusión mantenidas entre Mr. Nichols y Ms. Johnson, el otoño pasado, Ms. Johnson indicó que demostraría que era posible reducir los gastos de desarrollo de la alta tecnología, que era una de las preocupaciones manifestadas por Mr. Nichols…

—Cielos —exclamó Nichols, leyendo el documento.

Meredith se acercó a Sanders.

—Perdona, Tom —dijo con firmeza—, pero tengo que interrumpirte. Lamento tener que decir esto, pero no vas a engañar a nadie con esta pequeña farsa. Ni con tus «pruebas». —Elevó un poco el tono de voz—. Cuando se tomaron esas decisiones tú no estabas presente. No comprendes qué fue lo que nos condujo a ellas. Y con esos documentos no vas a convencer a nadie. —Lo miró con lástima—. Son sólo papeles, Tom. Palabras vacías. No puedes basarte en eso. ¿Crees que puedes entrar aquí y poner en tela de juicio a todo el equipo directivo? Te aseguro que no.

Garvin se puso en pie y dijo:

—Meredith…

—Déjame acabar. —Estaba ruborizada, colérica—. Esto es muy importante, Bob. Esto demuestra cuál es el problema de este departamento. Sí, se tomaron ciertas decisiones que ahora pueden parecer cuestionables. Sí, pusimos en práctica procedimientos innovadores que quizá no dieron los resultados esperados. Pero eso no justifica tu comportamiento, Tom. Esta actitud calculadora por parte de una persona capaz de hacer cualquier cosa para progresar, para hacerse un nombre a expensas de los demás; una persona capaz de manchar la reputación de cualquiera que se interponga en su camino; esa conducta despiadada… No lograrás engañar a nadie, Tom. Te equivocas. Todo esto es una gran equivocación. Y vas a caer en tu propia trampa, Tom. Lo siento. No puedes entrar aquí y ponerte a hablar así. No funcionará. No ha funcionado. Nada más.

Hizo una pausa para tomar aliento y miró a los asistentes. Todos permanecían inmóviles y en silencio. Garvin seguía de pie; parecía trastornado. Lentamente, Meredith empezó a comprender que pasaba algo. Cuando volvió a hablar lo hizo con un tono de voz más suave:

—Me parece que… que he expresado la opinión de todos los presentes. Era lo único que pretendía.

Hubo otro silencio, que Garvin interrumpió:

—¿Te importa salir de la sala un momento, Meredith?

Meredith, sorprendida, miró fijamente a Garvin. Luego dijo:

—Claro que no, Bob.

—Gracias, Meredith.

Meredith se marchó, caminando muy erguida.

—Mr. Sanders —dijo John Marden—, continúe con su presentación, por favor. ¿Cuánto tiempo cree que tardará en poner la fábrica a pleno rendimiento?

Sanders estaba sentado en su despacho, con los pies apoyados encima de la mesa y mirando por la ventana. Era mediodía, y lucía un sol intenso. De pronto entró Mary Anne Hunter y dijo:

—No lo entiendo.

—¿Qué es lo que no entiendes?

—La cinta de las noticias. Meredith tenía que saberlo. Porque estaba allí mientras grababan.

—Sí, claro que lo sabía. Pero no se imaginó que yo la conseguiría. Y tampoco imaginaba que ella saldría en la grabación. Pensó que sólo saldría Phil. Ya sabes, es un país musulmán. Cuando se trata de negocios sólo les interesan los hombres.

—Ya.

—Pero el Canal Tres es un canal público —explicó Sanders—. Y de lo que hablaban aquella noche en las noticias era de que el gobierno sólo había conseguido un éxito parcial en las negociaciones con DigiCom; los empresarios extranjeros se habían mostrado intransigentes y poco cooperativos. Querían proteger la reputación de Mr. Sayad, el ministro de Economía. Por eso las cámaras la enfocaron a ella.

—Porque…

—Porque es una mujer.

—Y con las mujeres no se puede trabajar.

—Algo así. El caso es que la noticia se centraba en ella.

—Y tú conseguiste la cinta.

—Sí.

—Bueno —dijo Hunter—. A mí no me importa.

Hunter se marchó y Sanders continuó mirando por la ventana.

Al cabo de un rato entró Cindy.

—La última noticia es que la fusión se ha suspendido —anunció.

Sanders se encogió de hombros. Se sentía vacío. Nada le importaba.

—¿Tienes hambre? —preguntó Cindy—. Si quieres puedo traerte algo.

—No, no tengo hambre. ¿Qué están haciendo?

—Garvin y Marden están hablando.

—¿Todavía? Pero si llevan más de una hora hablando.

—Ahora se les ha unido Conley.

—¿Sólo Conley? ¿Nadie más?

—No. Y Nichols se ha marchado.

—¿Y Meredith?

—Hace rato que nadie la ve.

Cindy se marchó y al poco el ordenador emitió tres pitidos:

30 SEGUNDOS PARA CONEXIÓN DE VÍDEO: DC/S – DC/M.

DE: A. KAHN

A: T. SANDERS.

Era Kahn. Sanders sonrió amargamente. Cindy se asomó y dijo:

—Tienes una conexión de Arthur.

—Ya lo he visto.

15 SEGUNDOS PARA CONEXIÓN DE VÍDEO: DC/S-DC/M.

Sanders ajustó la lámpara de su mesa y se reclinó en el respaldo de la butaca. Arthur apareció en la pantalla. Estaba en la fábrica.

—Hola, Tom. Espero que no sea demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué?

—Me he enterado de que hoy hay una reunión. Tengo que decirte una cosa.

—¿De qué se trata, Arthur?

—Mira, me temo que no he sido muy franco contigo. Se trata de Meredith. Hace seis o siete meses ordenó unos cambios en la fábrica, y creo que pretende responsabilizarte de ellos. Seguramente lo hará en la reunión de hoy.

—Ya.

—Lo siento muchísimo, Tom —dijo Arthur inclinando la cabeza—. No sé qué decir.

—No hace falta que digas nada, Arthur.

Kahn esbozó una tímida sonrisa.

—Me habría gustado contártelo antes. De verdad. Pero Meredith decía que te ibas a marchar. No sabía qué hacer. Meredith me dijo que se aproximaba una batalla y que me convenía estar del lado de los vencedores.

—Pues te equivocaste de bando, Arthur. Estás despedido. —Apartó de un manotazo la cámara que lo estaba enfocando.

—Pero ¿qué dices?

—Lo que oyes. Estás despedido.

—Pero no puedes hacerme esto —dijo Kahn. Su imagen se difuminó y empezó a disminuir—. No puedes…

La imagen desapareció de la pantalla.

Un cuarto de hora más tarde, Mark Lewyn pasó por el despacho de Sanders.

—Soy un imbécil —dijo.

—Sí, desde luego.

—Es que… no entendía nada.

—Tienes razón.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Acabo de despedir a Arthur.

—Coño. ¿Y qué más?

—No lo sé. Lo decidiré sobre la marcha.

Lewyn asintió con la cabeza y se marchó, nervioso. Sanders decidió que a Lewyn no le pasaría nada por sufrir un poco. No tardarían en recuperar su amistad. Adele y Susan eran muy buenas amigas. Y Mark era una pieza insustituible en la empresa. Pero le convenía sufrir un poco.

A la una en punto Cindy entró y dijo:

—Dicen que Max Dorfman acaba de reunirse con Garvin y Marden.

—¿Y John Conley?

—Está con los contables.

—Eso es buena señal.

—Y también dicen que han despedido a Nichols.

—¿Cómo lo saben?

—Ha cogido un avión hace una hora.

Un cuarto de hora más tarde, Sanders vio a Ed Nichols por el pasillo. Sanders se levantó y se dirigió a la mesa de Cindy:

—Tenía entendido que Nichols se había marchado a Nueva York.

—Eso se rumoreaba. Esto es una locura. ¿Sabes lo que dicen ahora de Meredith?

—¿Qué?

—Que se queda.

—No puede ser —dijo Sanders.

—Bill Everts ha dicho a la secretaria de Stephanie Kaplan que Meredith Johnson no será despedida. Que Garvin la apoya. Phil va a pagar el pato de lo de Malasia, pero Garvin sigue creyendo que Meredith es muy joven y que no hay que tenérselo en cuenta. Así que se queda.

—No puede ser.

Cindy se encogió de hombros.

—Eso es lo que dicen —insistió.

Sanders miró por la ventana. Se dijo que sería sólo un rumor. Al cabo de un rato sonó el intercomunicador.

—¿Tom? Acaba de llamar Meredith Johnson. Quiere que vayas a su despacho ahora mismo.

El sol entraba a raudales por las ventanas de la quinta planta. La secretaria de Meredith no estaba en su mesa. La puerta estaba entreabierta. Sanders llamó.

—Pasa —dijo ella.

Estaba de pie, apoyada contra el borde de la mesa, con los brazos cruzados. Esperando.

—Hola, Tom.

—Hola, Meredith.

—Entra. No voy a morderte.

Sanders pasó y dejó la puerta abierta.

—Esta vez te has superado a ti mismo, Tom. Me ha sorprendido ver cuánto has aprendido en tan poco tiempo. Y tu enfoque de la reunión ha sido muy ingenioso.

Sanders guardó silencio.

—Sí, excelente. ¿Estás orgulloso de ti mismo?

—Meredith…

—¿Crees que finalmente te has vengado de mí? Pues te diré una cosa, Tom. No tienes ni idea de lo que está pasando.

Meredith se apartó de la mesa y Sanders vio una caja de cartón junto al teléfono. Meredith dio la vuelta hasta llegar a su butaca y se dedicó a guardar fotografías, papeles y bolígrafos en la caja.

—Todo esto fue idea de Garvin. Garvin llevaba tres años buscando un comprador. No lo encontraba. Finalmente me envió a mí, y yo se lo encontré. Lo probé con veintisiete empresas, antes de dar con Conley-White. Les interesaba y yo los animé. Hice todo lo necesario para que no se echaran atrás. Todo lo necesario. —Siguió metiendo papeles en la caja, bruscamente.

Sanders la miraba.

—Garvin estaba encantado de que yo le sirviera a Nichols en bandeja —prosiguió Johnson—. No le importaba cómo me las ingeniara. Ni siquiera le interesaba. Lo único que le interesaba era que se realizara la fusión. Me partí la crisma por él. Porque este puesto era la gran oportunidad de mi carrera. ¿Por qué no iba a conseguirlo? Hice mi trabajo. Me gané el puesto. Te vencí limpiamente.

Sanders no hizo ningún comentario.

—Y ahora, mira. Cuando las cosas se ponen feas, Garvin me da la espalda. Todo el mundo decía que era como un padre para mí. Pero en realidad me estaba utilizando. Quería hacer un negocio, como fuera. Igual que ahora. Está haciendo otro negocio y no importa a quién perjudique. Todos siguen adelante. Ahora tendré que buscarme un abogado para negociar mi indemnización. Ya no le importo a nadie.

Cerró la caja de cartón y se apoyó encima de ella.

—Pero te aseguro, Tom, que no me merezco esto. Me han hecho una gran putada.

—No, Meredith. Llevas años tirándote a tus ayudantes. Te has aprovechado cuanto has podido de tu posición. Eres perezosa, vives de tu imagen, eres una mentirosa. Y ahora te compadeces de ti misma, crees que el sistema es injusto. ¿Sabes una cosa, Meredith? El sistema no te ha hecho ninguna putada. El sistema te ha descubierto y ha demostrado que eres una víbora. —Se volvió y añadió—: Que tengas buen viaje.

Salió del despacho dando un portazo.

Cinco minutos después estaba de regreso en su despacho. Se sentía muy nervioso.

Mary Anne Hunter se asomó a la puerta, con mallas y camiseta de deporte. Al verlo, entró, se sentó y apoyó sus zapatillas de footing sobre la mesa de Sanders.

—¿Por qué estáis todos tan preocupados? ¿Por la rueda de prensa?

—¿Qué rueda de prensa?

—Hay una rueda de prensa a las cuatro.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Marian, de relaciones públicas. Dice que ha hablado con Garvin personalmente. Y la secretaria de Marian ya ha empezado a llamar a los periódicos y las emisoras.

—Es demasiado pronto —repuso Sanders. Teniendo en cuenta todo lo que había pasado, la rueda de prensa tenía que haberse convocado para el día siguiente.

—Yo opino lo mismo —dijo Hunter—. Supongo que querrán anunciar que la fusión ha fracasado. ¿Has oído lo que dicen de Blackburn?

—No.

—Que Garvin le ha pagado un millón de dólares para que se vaya.

—No me lo creo.

—Eso es lo que dicen.

—Pregúntaselo a Stephanie.

—Nadie sabe dónde está. Se supone que habrá vuelto a Cupertino, para encargarse de las finanzas, ahora que la fusión ha fracasado. —Mary Anne se levantó y se acercó a la ventana—. Por lo menos hace buen tiempo.

—Sí. Por fin.

—Creo que iré a correr un poco. No soporto estas esperas.

—Yo de ti no me iría muy lejos.

—Ya. —Ella sonrió. Permaneció junto a la ventana—. ¡Mira! Tienes razón…

—¿Qué pasa?

Mary Anne señaló la calle.

—Furgonetas. Con antenas en el techo. Al parecer lo de la rueda de prensa va en serio.

La rueda de prensa se celebró a las cuatro en la sala de reuniones de la planta baja. Garvin, iluminado por unos potentes focos, estaba de pie ante un micrófono, en un extremo de la mesa.

—Siempre he creído —dijo— que las mujeres debían estar mejor representadas en el mundo empresarial. A las puertas del siglo veintiuno, las mujeres americanas son nuestro recurso peor explotado. Y no sólo en la alta tecnología, sino en muchas otras industrias. Por eso me produce tanta alegría anunciar, en el marco de nuestra fusión con Conley-White Communications, que la nueva vicepresidenta de Digital Communications Seattle es una mujer de gran talento, procedente de nuestra central de Cupertino. Forma parte del equipo de DigiCom desde hace años y ha demostrado su inteligencia y su dedicación. Es un honor presentarles a la vicepresidenta de Productos Avanzados, Ms. Stephanie Kaplan.

La gente aplaudió. Kaplan se acercó al micrófono, apartándose el cabello de la frente. Llevaba un traje de chaqueta marrón oscuro, y sonreía.

—Gracias, Bob. Y gracias a todos los que habéis trabajado para hacer de éste un departamento tan estupendo. Ante todo, quiero decir que estoy deseando colaborar con los jefes de departamento: Mary Anne Hunter, Mark Lewyn, Don Cherry y, por supuesto, Tom Sanders. Ellos son el pilar central de nuestra empresa, y voy a trabajar estrechamente con ellos en el futuro. En cuanto a mí, estaré encantada de vivir en esta ciudad, donde tengo lazos personales y profesionales. Espero pasar una larga y feliz temporada en Seattle.

Sanders recibió una llamada de Louise Fernández.

—He conseguido hablar con Alan. Prepárate. Como te dije, Arthur A. Friend ha pedido un año de excedencia y está en Nepal. En su despacho sólo entran su secretaria y un par de alumnos de confianza del profesor. De hecho, sólo uno de los estudiantes ha estado allí en ausencia de Friend. Un estudiante de segundo del departamento de química. Se llama Jonathan…

—Kaplan —dijo Sanders.

—Exacto. ¿Lo conoces?

—Es el hijo de mi jefa. Acaban de nombrar a Stephanie Kaplan directora del departamento.

—Debe de ser una mujer extraordinaria.

Garvin citó a Fernández en el hotel Four Seasons. Se sentaron en el pequeño y oscuro bar, a media tarde.

—Has hecho un buen trabajo, Louise. Pero no se ha hecho justicia, te lo aseguro. Una mujer inocente ha visto su carrera arruinada por culpa de un hombre inteligente e intrigante.

—Venga, Bob. ¿Para eso me has pedido que viniera? ¿Para lamentarte?

—Créeme, Louise. Este asunto del acoso sexual se ha desbordado. Todas las empresas que conozco tienen casos como el nuestro. ¿Cuándo se va a acabar?

—No lo sé. Algún día, supongo.

—Sí, pero mientras tanto hay gente inocente que…

—A mí no me parecen tan inocentes. Por ejemplo, tengo entendido que los directivos de DigiCom sabían lo de Meredith hace un año, y no hicieron nada.

—¿Quién te lo ha dicho? Eso no es cierto.

Fernández no contestó.

—Y no habrías podido demostrarlo.

Fernández enarcó las cejas.

—¿Quién te lo ha dicho? Quiero saberlo —insistió Garvin.

—Mira, Bob, la realidad es que hoy en día nadie está dispuesto a permitir ciertos comportamientos. El jefe que le toca los genitales a un subordinado, que le acaricia los pechos en el ascensor, que invita a un ayudante a un viaje de negocios pero sólo reserva una habitación. Todo eso ha pasado a la historia. Si tienes un empleado que hace esas cosas, sea hombre o mujer, sea homosexual o heterosexual, tienes la obligación de llamarle la atención.

—De acuerdo. Pero a veces es muy difícil saber…

—Sí. Y también se da el caso opuesto. A una empleada le molesta un comentario poco gracioso y presenta una queja. Alguien la convence de que eso no es un acoso sexual. Pero para entonces, el jefe ha sido acusado y toda la empresa se ha enterado. No vuelve a trabajar con la empleada, la gente sospecha y se crea una atmósfera desagradable en la empresa. He visto muchos casos así. También es una desgracia. Mira, mi marido y yo trabajamos en la misma empresa.

—Lo sé.

—Cuando nos conocimos, me invitó a salir cinco veces. Al principio dije que no, pero finalmente accedí. Ahora somos un matrimonio feliz. Y el otro día me dijo que, según están las cosas hoy en día, seguramente no me invitaría cinco veces. Lo dejaría.

—¿Lo ves? Es lo que yo te digo.

—Ya lo sé. Pero esas situaciones se acabarán. En un par de años todo el mundo sabrá cuáles son las normas.

—Sí, pero…

—Pero el problema está en esa tercera categoría intermedia —prosiguió Fernández—. Cuando no se sabe exactamente qué ha pasado. No se sabe quién ha hecho qué a quién. Es lo que más abunda. Hasta ahora, la sociedad tendía a centrarse en los problemas de la víctima, no en los problemas del acusado. Pero el acusado también tiene problemas. La acusación de acoso sexual es un arma, Bob, y no hay buenas defensas contra ella. Cualquiera puede utilizarla y mucha gente lo hace. Creo que seguirá ocurriendo durante un tiempo.

Garvin suspiró.

—Es como ese aparato de realidad virtual que habéis creado —explicó Fernández—. Esos ambientes de apariencia real, que en la realidad no existen. Todos vivimos cada día en ambientes virtuales, definidos por nuestras ideas. Esos ambientes están cambiando. Las cosas han cambiado para las mujeres, y empezarán a cambiar para los hombres. A los hombres no les agradaron los primeros cambios, y a las mujeres no les agradarán los próximos. Y habrá gente que se aprovechará. Pero finalmente todo encajará.

—¿Cuándo? ¿Cuándo acabará todo esto?

—Cuando las mujeres ocupen el cincuenta por ciento de los puestos de trabajo —contestó la abogada.

—Sabes que yo estoy a favor de eso.

—Sí. Y tengo entendido que acabas de nombrar vicepresidenta a una mujer estupenda. Te felicito, Bob.

Mary Anne Hunter se encargó de acompañar a Meredith Johnson al aeropuerto, donde cogería el avión que la llevaría a Cupertino. Las dos mujeres estuvieron un cuarto de hora en silencio; Meredith Johnson iba mirando por la ventanilla. Cuando estaban llegando a la terminal, Johnson dijo:

—De todos modos, esta ciudad no me gustaba.

—Tiene sus cosas buenas y sus cosas malas —replicó Mary Anne, escogiendo cuidadosamente sus palabras.

Hubo otro silencio. Luego Meredith preguntó:

—¿Eres amiga de Sanders?

—Sí.

—Es buena persona —dijo Johnson—. ¿Sabías que tuvimos una historia?

—Sí.

—La verdad es que Tom no hizo nada malo. Lo único que pasó es que no supo encajar un comentario sin importancia.

—Entiendo.

—Las mujeres que trabajamos tenemos que ser perfectas, siempre. Si no, nos destrozan. Un pequeño desliz, y nos hacen pedazos.

—Ya.

—Supongo que me entiendes.

—Sí.

Hubo otro largo silencio. Meredith Johnson cambió de postura y siguió mirando por la ventanilla.

—El sistema —añadió—. Ese es el problema. A mí me ha jodido el puto sistema.

Sanders salía del edificio. Tenía que ir al aeropuerto a recoger a Susan y a los niños. Se encontró con Stephanie Kaplan y la felicitó por su nombramiento. Ella le estrechó la mano, y sin sonreír, dijo:

—Gracias por tu ayuda.

—Gracias a ti por la tuya —replicó Sanders—. Es bonito tener amigos.

—Sí —dijo ella—, la amistad es muy bonita. Y la competencia. No voy a estar mucho tiempo en este puesto, Tom. Nichols ha dejado su puesto de director financiero de Conley y su número dos es un hombre de talento modesto. Dentro de un año aproximadamente tendrán que buscar a otra persona. Y cuando yo me vaya allí, alguien tendrá que encargarse de este departamento. Me imagino que ése serás tú.

Sanders hizo una leve inclinación de la cabeza.

—Pero eso pertenece al futuro —añadió Kaplan—. Mientras tanto, tenemos que recuperar el tiempo perdido. Este departamento está hecho un desastre. La fusión ha distraído a la gente y las cadenas de producción se han visto afectadas por la ineptitud de Cupertino. Tenemos mucho trabajo. He convocado una primera reunión de producción con todos los jefes de departamento para mañana a las siete de la mañana. Hasta entonces.

Kaplan se marchó.

Sanders esperaba en la puerta de llegadas. Los pasajeros del vuelo procedente de Phoenix estaban desembarcando. Vio a Eliza correr hacia él, y gritar «¡Papá!». Se le echó encima. Estaba muy morena.

—¿Te lo has pasado bien en Phoenix?

—¡Sí, papá! Hemos montado a caballo y hemos comido tacos. ¿Y sabes qué?

—¿Qué?

—Vi una serpiente.

—¿Una serpiente de verdad?

—Sí. Verde. Así de grande —dijo, abriendo los brazos.

—Vaya, Eliza.

—Pero ¿sabes qué? Las serpientes verdes no son peligrosas.

Susan llegó con Matthew en brazos. También estaba morena. Sanders besó a su mujer y Eliza dijo:

—Le he contado a papá lo de la serpiente.

—¿Cómo estás? —preguntó Susan a su esposo.

—Bien, pero cansado.

—¿Ya ha terminado todo?

—Sí.

Fueron a recoger el equipaje. Susan tomó a Sanders por la cintura y dijo:

—He estado pensando que a lo mejor es verdad que viajo demasiado. Tendríamos que pasar más tiempo juntos.

—Sería fabuloso.

Mientras caminaba, con su hija aupada a la espalda, sintiendo sus manitas agarradas a sus hombros, Sanders vio a Meredith Johnson de pie en el mostrador de una de las puertas de embarque. Llevaba una trinchera y el cabello recogido. Meredith no lo vio a él.

—¿Has visto a algún conocido? —preguntó Susan.

—No —dijo Tom—. A nadie.