Habían llegado a las afueras del campamento de los fatalsinos sin sufrir el menor percance, y habían recuperado la chistera, la chaqueta y la mochila de Somber del sitio donde las había enterrado sin problemas. Sin embargo, para entrar en Marvilia, tendrían que abrirse paso entre los miles que combatían justo al otro lado de la frontera.
—Tendremos que luchar hasta llegar al Pico de la Garra —avisó Somber.
El Pico era seguramente el lugar donde Molly y Weaver estarían más a salvo. El plan de Somber consistía en dejarlas allí, y regresar al frente para ayudar a la reina Alyss. Parecía bastante claro que la guerra sin cuartel había comenzado. Al ver vitróculos y tribus de Confinia luchando codo con codo, concluyó que Roja de Corazones debía de estar detrás de aquel ataque, aunque desde donde se encontraba en aquel momento no veía el menor rastro de ella, sólo a sus tropas.
Dejó caer la mochila de su espalda y se la pasó a Weaver. Ella se la puso y se encogió de hombros; asomaron las puntas de puñales y tirabuzones, listos para usarse. Molly abrió y cerró las cuchillas de las muñecas que aún llevaba y se aseguró de tener el carcaj de ofuscamentes bien a mano. Asintió, y abandonaron el cobijo que les proporcionaban unos árboles secos tras los que se habían ocultado. Ante ellos avanzaba la retaguardia del ejército de Roja. Somber decidió que era inútil aplazar lo inevitable, así que…
Con un movimiento de la muñeca, lanzó las hojas de su chistera contra un grupo de guerreros gnobi y awr. El arma, dando vueltas, hirió de muerte a cuatro de los guerreros mientras Somber se abalanzaba sobre los demás con un salto mortal ejecutado con el cuerpo recto. Sirviéndose de las cuchillas giratorias de su muñeca eliminó a dos awr cuando aún estaba en el aire, luego aterrizó, atrapó su chistera, que volvió volando a su mano, y la utilizó como escudo contra las pistolas de cristal, las cartas daga y las espadas con que lo atacaban.
Mientras Somber acaparaba buena parte de la atención del enemigo, Molly lanzaba ofuscamentes con regularidad y precisión a los gnobi, scabbler, maldoides y fatalsinos, de manera que cada vez más de ellos se volvían unos contra otros, con dardos clavados en la frente, inyectándoles suero de la angustia en el cerebro.
—¡Molly!
Con el entrechocar de las armas y los disparos que abrasaban el aire, la joven no se había fijado en la bola letal de los gnobi que se le había acercado rodando y se había detenido a un maspíritu de distancia de ella. Weaver se plantó de un salto delante de ella justo cuando el arma estalló, despidiendo una supernova de perdigones de cristal.
¡Tet-tet-tet-tet-tet-tet-tet-tet-tet-tet-tet-tet-tet!
La munición de la bola se agotó, y Weaver cayó al suelo, exánime. Molly, ilesa, hincó una rodilla en el suelo y se inclinó sobre su madre, cerrando las cuchillas de su muñeca y quedando expuesta al fuego enemigo.
—¡Mamá! ¡MAMÁ!
Pero la vida ya había abandonado el cuerpo de Weaver. A poca distancia de allí, Somber se había quedado paralizado mientras luchaba contra tres shifog, con la mirada fija en su amada inmóvil y las cuchillas ante sí como si apenas le importase su seguridad.
A Molly le tembló el labio inferior.
—¡Aaaargh!
Embistió al guerrero más cercano, tajando y triturando con sus cuchillas de la muñeca. Corrió directa hacia los astacanos y los glebog y los scabbler, utilizando sus armas de la Bonetería con más eficiencia que nunca mientras, con su mano libre, clavaba ofuscamentes a todos aquellos que fueran lo bastante estúpidos para ponerse a su alcance.
Somber no profirió ningún alarido de angustia. Mientras las hojas de su chistera rebotaban entre los guerreros, activó los sables de su cinturón y comenzó a girar, segando los cuerpos de los confinianos como si fueran plantas de alatiernas, guardando silencio como un asesino experto, con una expresión tan acerada como sus cuchillas. Los miembros de tribus que seguían con vida huyeron a toda prisa hacia el interior de Marvilia, seguramente, pensó Somber, para reunirse con los otros soldados de Roja en su marcha sobre la capital. Somber plegó sus armas, se acercó al cuerpo de Weaver y lo levantó en brazos.
—Necesitamos un comunicador especular —dijo.
Molly le quitó el teclado y los cinturones de municiones a un naipe Cuatro muerto, y padre e hija, sin atreverse a hablar más de lo necesario, ni a mirarse entre sí, por temor a que una palabra o una mirada directa desataran un dolor que ninguno de los dos se sentía lo bastante fuerte para soportar.
El viento traía consigo el sonido de explosiones y gritos roncos; en el puesto militar en la segunda cumbre más alta de las montañas Snark se libraba una batalla encarnizada. Pero en la cueva situada cerca de la cima del Pico de la Garra, reinaban la solemnidad y el silencio. Somber depositó el cuerpo de Weaver en el suelo y partió en dos un cristal de fuego para calentarse. Molly tapó a su madre con mantas que se guardaban allí desde visitas anteriores, y se sentó junto a Somber, cada uno absorto en sus pensamientos, contemplando el pecho inerte de Weaver como si albergaran la esperanza de que ocurriera lo improbable: que comenzara a subir y bajar de nuevo.
—Es culpa mía —dijo Molly—. Todo lo que ha ocurrido. Tuve una oportunidad que no se le presenta en la vida a ningún otro híbrido, ser la escolta de la reina, y… —posó la mirada en el cadáver de su madre— he hecho esto.
—Esto es obra de Arch —repuso Somber—. Y de Roja. No tuya.
Molly no tenía su habitual expresión de chica dura ni las mandíbulas apretadas en un gesto desafiante.
—Papá —dijo, llorando, por primera vez sin esforzarse en pasar por una adulta autosuficiente.
Somber se le acercó y la abrazó contra sí.
—Nadie me lo había dicho —aseguró. Alzó el rostro de ella hacia el suyo para ver aquellos ojos llorosos que tanto le recordaban a Weaver—. Tu madre no quería abandonarte. —Había tantas cosas que explicar y que intentar subsanar, pero no había tiempo—. Por favor, quédate aquí, Molly, velando a tu madre.
—¿Adónde vas?
—Arriba. —Se ajustó el teclado del naipe Cuatro y los cinturones de municiones de cuyos tejidos internos constaba el comunicador especular—. No tardaré en volver. —Comprimió su chistera en un bloque de cuchillas que guardó en un bolsillo interior de su chaqueta. Extrajo dos armas en forma de palanca de su mochila, que dejó junto a Weaver, y salió de la cueva.
Al pensar en la última vez que había estado allí no recordaba nada sospechoso, ninguna pista de por qué Arch y Ripkins estaban en el Pico el día que toparon con Weaver. Pero aún quedaba una parte de la montaña que Somber no había tenido en cuenta hasta ese momento. Arch le había pedido que trepase a la torre más alta del palacio de Corazones, y el propio Arch había estado aquí, en el punto más alto de Marvilia. ¿Por qué? Somber alzó la vista hacia la roca recubierta de hielo que se elevaba hasta un lugar situado por encima de las nubes. Clavó las puntas cortas y en forma de escoplo de sus palancas en el hielo y empezó a escalar, apoyando los pies en grietas y salientes siempre que podía. Subió y subió, y penetró en la capa de nubes, donde no podía ver lo que había a un brazo de distancia por encima de él. Aun así, seguía hincando las armas en la roca y escalando.
Al fin, su cabeza asomó sobre las nubes. Divisó la cumbre, pero no fue hasta que se hallaba ya muy cerca de ella cuando vio algo absolutamente increíble: una telaraña gigantesca hecha de hilos de oruga de colores distintos que se extendía hasta donde alcanzaba la vista en dirección a Marvilópolis. Enrollado en torno al Pico había un hilo amarillento cuya otra punta sin duda estaba sujeta a otra cumbre, del mismo modo que los hilos color naranja y verde y rojo que se entrelazaban con él debían de estar atados a los puntos más altos de volcanes y rascacielos.
Somber pulsó un botón en el teclado de su comunicador para activarlo.
—¡Al habla Somber Logan! —gritó para hacerse oír por encima del viento intenso y cortante—. ¡Debo hablar con la reina Alyss de inmediato!
Las voces de los generales le respondieron a través del comunicador especular. Se le antojaron diminutos en aquel espacio tan inmenso en que se encontraba.
—¡Somber Logan!
No estaban seguros de si debían fiarse de él —al fin y al cabo, había desobedecido a la reina y desertado— y se inclinaban por denegar su petición, pero Jacob, sentado ante la mesa de control en la cámara de cristal, oyó el diálogo y sintonizó la frecuencia del bonetero.
—Somber —dijo el preceptor—, ¿qué estás…?
Alyss se acercó a la mesa de control.
—¿Somber?
—No soy un traidor, Majestad.
—Lo sé.
—Cuando los combates lleguen a su fin, si sigo con vida, me someteré a la acción disciplinaria que me impongáis por mi desobediencia, pero ahora mismo tengo que mostraros esto. —Apretó otro botón para transmitir una imagen de la telaraña inmensa que se extendía en el cielo.
—Pero ¿qué…? —jadeó Jacob.
—Tengo razones para creer que esta red llega hasta el palacio de Corazones —dijo Somber, y a continuación explicó que Arch le había ordenado regresar al palacio con cierta cantidad de hilo de oruga verde, subir a la torre más alta y entretejer el hilo con el Arma de Destrucción, Exterminio Letal y Aniquilación según un patrón determinado.
Con la imaginación, Alyss escudriñó el cielo sobre el palacio. En efecto, allí estaba: la telaraña, no sujeta a la torre pero muy cerca, más fina sobre Marvilópolis que sobre las regiones de la periferia del reino.
—Arch no puede haber hecho esto solo —dijo ella—. ¿Lo sabe Roja?
—Lo ignoro, Majestad.
—Tenemos que cortarla, Alyss —dijo Jacob—. Sirva para lo que sirva, y no creo que queramos averiguarlo, debemos cortarla y echarla abajo.
Pero Alyss estaba pensando en las imágenes que Azul le había enseñado: el rey Arch tejiendo una red en la que la atrapaba; Somber tejiendo otra que la liberaba.
—No —dijo—. Somber, debes entretejer el hilo verde allí donde estás, tal y como aparece en el diagrama que te dio Arch. Ponte en contacto conmigo cuando estés a punto de terminar y sólo te falte un hilo.
—Sí, Majestad —dijo el bonetero, y cortó la comunicación.
A Alyss le pareció que comenzaba a desentrañar el mensaje misterioso de Azul, pese a que sólo podía hacer conjeturas sobre su significado y esperar no equivocarse. Al menos de manera desastrosa.