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Alyss había ocupado su puesto en la cámara de cristal, de pie en la plataforma de observación, a media altura sobre el suelo, de cara al brillo palpitante del Corazón de Cristal, extendiendo el brazo hacia él de vez en cuando para absorber energía imaginativa. Tras ella, Jacob estaba sentado ante una mesa de control. Por medio de monitores, altavoces y dispositivos de comunicación bidireccional, seguía el avance del enemigo, los movimientos de las tropas y las transmisiones entre Doppel y Gänger, los naipes Diez que desempeñaban el cargo de tenientes y las piezas de ajedrez.

—¡La barrera fronteriza! —gritó el preceptor.

—Sí —respondió Alyss, que ya había reparado en ello: un segmento largo de la barrera había sido derribado, y los mercenarios de Roja entraban a raudales en la Ferania Ulterior.

Roja atacaba con su inteligencia habitual, enviando primero contra los naipes soldado y las piezas de ajedrez una oleada kamikaze de vitróculos y abriendo acto seguido fuego graneado de esferas generadoras y arañas obús. A continuación llegaban las tribus: los astacanos, con sus piernas delgadas como palos y su habilidad para moverse por terrenos abruptos y rocosos con tanta facilidad como las cabras de la Tierra; los awr, con sus tirarredes y su caparazón —una cubierta ósea dura que les protegía la espalda contra cuchillas, dagas y disparos de pistolas de cristal y en la que podían retraer la cabeza y las extremidades en caso necesario—; y los otros diecinueve clanes, cada uno de ellos con sus armas y rasgos físicos característicos, fruto de la adaptación durante generaciones a los diferentes paisajes de Confinia.

—¡Que las barajas de los pasos fronterizos 32-a y 29-d converjan! —oyó Alyss decir a los generales a través de los altavoces del tablero de Jacob—. ¡Que converjan en la brecha!

«Pero un tramo más grande de la barrera quedará desprotegido».

—¡Piezas de ajedrez, a la retaguardia! —bramaron los generales—. ¡Reforzad las líneas de defensa en torno a Marvilópolis!

Alyss materializó una lluvia de esferas generadoras sobre los vitróculos y los guerreros tribales que cruzaban la barrera fronteriza inutilizada, y luego dirigió el ojo de su imaginación hacia Dodge para echarle un vistazo breve. Estaba de pie, frente a la valla principal del palacio, con sus guardias, la mano en la empuñadura de la espada de su padre y el rostro impávido y alerta.

«No le gusta nada tener que esperar a que el Gato venga hasta a él; no le…».

—¡Alyss! —gritó Jacob, porque las esferas generadoras de la reina estallaban en el aire, sin infligir daño alguno al enemigo.

¡Ccccrcchsssk! ¡Pfuuugaaasssh!

Roja había hecho aparecer esferas para que colisionaran con las de Alyss y las hicieran explotar inofensivamente encima de las cabezas de los soldados en batalla.

—¡Otra brecha! —informó Jacob—. ¡Y han penetrado en el bosque Eterno!

Alyss sabía que avanzaban hacia el palacio, hacia ella. Alargó la mano hacia el Corazón de Cristal, rígida por la corriente de energía que fluía a través de ella, pero las tribus de Confinia eran muy hábiles para confundirse con su entorno, por lo que las perdió de vista. Allí donde la orilla del bosque daba paso a las afueras de Marvilópolis, ella creó con la imaginación redes de trama muy cerrada hechas con fibras a prueba de cortes; un campo minado de redes camufladas como hojas caídas. Los guerreros confinianos tendrían que pasar por allí en su marcha sobre la capital. Al poner un pie sobre las redes, éstas se cerrarían con ellos dentro como las mandíbulas de pétalos de una planta carnívora.

Alyss redirigió su imaginación a los combates fronterizos. Intuyó algo: Roja la estaba mirando. Con su cetro, Alyss trató de ahuyentar la visión de su tía, bloquearla. Lo intentó una, dos veces, pero Roja seguía allí, en el ojo de su imaginación, observando.

—¡Una de las bases del bosque ha sido asaltada! —dijo Jacob—. ¡Los soldados en nuestro puesto en la montaña Snark están en inferioridad numérica!

Alyss redobló sus esfuerzos y movió su cetro a la izquierda, a la derecha, arriba y abajo, dirigiendo una orquesta de crisálidas defensivas, cañones automáticos, nubes de energía que volaban bajo y descargaban relámpagos que atravesaban a los vitróculos, y todas las clases de armas que había visto en Marvilia y en la Tierra…

El caballo blanco y sus peones, que se enfrentaban a guerreros onu y scabbler en un escaque del desierto Damero, se vieron rodeados casi por completo, y estaban perdiendo efectivos y municiones a ojos vistas, cuando una nube de energía descendió inesperadamente ante ellos. Despidió varios rayos que fulminaron a suficientes guerreros para abrir una brecha, y mientras el caballo y los peones luchaban por alcanzar una seguridad relativa, unas bayonetas aparecieron en el aire para ayudarles a escapar…

En una base militar en el bosque, maldoides y gnobis asediaban a la torre blanca y a una mano de naipes soldado que se habían refugiado en un almacén de provisiones. Las plumas punzantes de los maldoides se clavaron en la fachada del almacén, y los guerreros tiraron con fuerza de los resortes sujetos a la parte posterior de las plumas, hasta que echaron abajo la pared. Los marvilianos descargaron toda su potencia de fuego, pero los gnobi lanzaron una bola letal que entró rodando por el suelo en el almacén. La torre y los naipes soldado estaban indefensos ante aquella arma del tamaño de un melón. Si se movían, el artilugio los detectaría y de los agujeros distribuidos por su superficie saldrían despedidos perdigones de cristal con tal velocidad y fuerza que los mataría a todos. Por desgracia, un naipe Tres respiró un poco demasiado fuerte. La bola letal disparó sus municiones. La torre cerró los ojos, preparándose para morir, pero los proyectiles desviaron su trayectoria hacia los maldoides y los gnobis, como si prefiriesen el calor y el aliento de seres confinianos…

Del Corazón de Cristal emanó una bruma que le nubló la visión a Alyss. Ella intentó disiparla abanicándola. Entonces aspiró, e identificó el olor: humo. La oruga azul estaba a su lado, dando caladas a su narguile y disfrutando con el brillo del cristal, como si estuviera tomando el sol.

—Extraordinario —exclamó Jacob—. Inaudito. ¿Una oruga se presenta justo en este momento?

—Te derrotarán a menos que coquetees con la derrota —le dijo Azul a Alyss—. Si te expones a la derrota, aunque no vencerás, puedes evitar la victoria.

—¿Qué?

Pero Azul no dijo una palabra más, y una densa vaharada de humo de narguile la envolvió. Proyectada en el humo como si de una pantalla se tratara, vio la imagen de Somber desovillando un hilo luminiscente para el rey Arch, que estaba tejiendo una telaraña en la que estaban aprisionadas la misma Alyss, Genevieve y Theodora; tres generaciones de reinas de Corazones que pugnaban en vano por liberarse. Entonces Arch se desvaneció, y era Somber quien tejía la red, con la salvedad de que sus complicados movimientos daban lugar a agujeros, aberturas que permitían a Alyss, su madre y su abuela zafarse de sus ataduras, transformarse en mariposas blancas y alejarse revoloteando.

—¿Qué significa eso? —preguntó Jacob una vez que las imágenes hubieron desaparecido, y el humo de la pipa de humo hubo ascendido despacio hacia el techo.

«Si no lo sabe él, ¿cómo voy a…?».

Unos chillidos salieron de los altavoces de la mesa de control, y Jacob consultó los monitores.

—Ella ha soltado a los ripios —dijo.

Pero la atención de Alyss estaba puesta en la valla del palacio, donde Dodge, impaciente por verse las caras con el Gato, se despedía de sus hombres y se alejaba solo por Marvilópolis en dirección a la barrera fronteriza.

«No, Dodge, no».

Los ripios galopaban hacia el tupido corazón del bosque Eterno y se perdieron de vista.

—Pronto estarán mostrándoles los dientes a los guardias que rodean el palacio —dijo Jacob, demostrando que, en los momentos más difíciles, hasta un preceptor tan culto como él puede equivocarse por completo.

Los vitróculos ya estaban programados y concentrados en el lado confiniano de la barrera fronteriza. Sus filas abarcaban casi todo el ancho de la Ferania Ulterior. Roja se acercó lentamente, en lo alto de su vehículo de tres ruedas, en el que también viajaban Arch, Vollrath y el Gato, sentados por debajo de ella. Alistaire y Siren marchaban a la zaga, junto con las tribus.

—Alistaire, Siren, dividid las tribus entre vosotros y desplegadlas detrás de los cañones —ordenó Roja—. Esperad a mi señal.

El Gato siseó.

—¿Quieres jugarte la única vida que te queda en el campo de batalla? —le preguntó Roja, burlona.

El asesino felino siseó de nuevo.

—Me complace tu falta de prudencia, Gato. —Roja lo acarició y se dirigió a Vollrath—. ¿Y tú, señor preceptor? ¿No te gustaría mancharte de sangre en combate?

—Mi arma es el intelecto, Su Malignidad Imperial, y la biblioteca mi línea del frente.

—Qué suerte para ti. —Devolvió su atención al Gato, Alistaire y Siren—. Tomad el mando de siete tribus cada uno.

Los sicarios corrieron a dar instrucciones a los jefes tribales, y Vollrath se excusó y se fue a supervisar la carga de los cañones de esferas. Roja, mientras observaba los preparativos de su ejército desde su posición estratégica en lo alto del vehículo, tomó a Arch del brazo como una señora que contempla el paisaje durante un paseo en carruaje con su pretendiente.

—Anímate, Archy. Cuando yo recupere mi aspecto distinguido con la corona, la vida volverá a ser como antes: tú, yo y el reino entero convertido en nuestro patio de juegos. Pobre de ti como no pongas cara de alegría. Las cosas podrían irte peor. Podrías estar muerto.

—Las cosas podrían irme peor —repitió Arch, con una cara de alegría que se parecía mucho a su cara de desánimo.

Vollrath regresó al vehículo.

—Todo está listo, Su Malignidad Imperial.

—No perdamos más tiempo. —Roja alzó su cetro en alto, apuntando al firmamento con el corazón. Lo sostuvo allí por un momento antes de bajarlo con un movimiento ágil y brusco.

Los vitróculos se abalanzaron de pronto hacia la barrera como para sacrificarse lanzándose contra sus ondas sonoras mortíferas a fin de que sus cuerpos inertes sirviesen como escudos que franqueasen el paso a los demás. Sin embargo, justo antes de que llegaran a la barrera, Roja hizo aparecer pegotes de masilla en los respiraderos de las torres que emitían la malla de energía impenetrable. La barrera fronteriza se desactivó. Los vitróculos entraron en tropel en los dominios de la reina Alyss, mientras un número abrumador de barajas de naipes soldado desenvainaban los aceros y disparaban sus pistolas de cristal, sus AD52 y sus cañones de esferas.

Roja levantó de nuevo su cetro hacia el cielo. Lo bajó con rapidez y seguridad, y cientos de cañones abrieron fuego. Las esferas generadoras refulgieron sobre la línea del frente y estallaron hacia el interior de Marvilia, diezmando las barajas de refuerzo que permanecían a la espera.

A la tercera señal de Roja, las tribus de Confinia atacaron. Su Malignidad Imperial, siempre en el vehículo de tres ruedas junto a Arch, siguió a sus tropas con una caravana de ayudantes que le había robado al rey depuesto de Confinia. ¡Qué placer le producía ver al Gato abrirles el pecho con las zarpas a los naipes Seis y Siete! ¡Contemplar a su bestia felina favorita mientras mataba a dos pares de soldados con un solo golpe! ¡Qué delicia, ver a las secciones enemigas de rodillas a causa de los gritos de Siren y a Alistaire practicándole a cada uno de los soldados una autopsia que nunca terminaba!

Sintiéndose la más poderosa del universo, Roja centró su imaginación en su sobrina y se rió a carcajadas cuando Alyss intentó apartar de sí su visión, sumirla en la oscuridad.

—Traedme una jauría de ripios —ordenó.

Arch hizo un gesto de disgusto.

—Roja, ¿no puedes dejar que me encargue de una sola cosa?

—Pero Archy, siempre me ha gustado mirar a tus mascotas mientras se ejercitan.

Los ripios de la guerra tenían la mitad de tamaño que los maspíritus, pero eran el doble de rápidos, de aspecto canino pero con garras y dientes que nada tenían que envidiar a los del Gato. Roja, antes de verlos, oyó el cántico que coreaban cuando intuían que se dirigían hacia una aventura: «Matar y mutilar, lo que nos gusta más. Compadezco al enemigo que se cruce en nuestro camino».

Un cuidador se acercó con más de veinte de estas criaturas atadas a una sola correa y los hizo detenerse delante del vehículo de Roja. Levantaron el hocico para asimilar el olor de su nueva dueña.

—Debéis viajar a través del estanque de las Lágrimas de Marvilia —les indicó Su Malignidad Imperial—. El que aparezca en Londres, Inglaterra, debe dejar que su olfato le lleve hasta Sacrenoir, en el palacio de Cristal. —Proyectó imágenes del mago y de dicho edificio en la pantalla de humo que emanó de su cetro—. Decidle que la guerra ha comenzado y que quiero que venga con todos los reclutas. Las fuerzas de Alyss serán derrotadas. ¿Entendido?

—En el estanque de las Lágrimas nos zambulliremos —corearon los ripios—. ¿Cuál de nosotros encontrará a Sacrenoir? No lo sabemos. A informarle de la guerra vamos, para que venga con los soldados y al enemigo venzamos.

—¡Suéltalos!

Los collares de los ripios se abrieron con un chasquido, y los animales arrancaron a correr hacia Marvilia, saltando sobre los cadáveres y los moribundos. Roja los siguió con la vista, pensando con desprecio que si en el camino hacia el estanque mataban o mutilaban a alguno de los enemigos insignificantes e inútiles, mejor que mejor.