El traficante de armas era un ser escurridizo, un exmiembro de la tribu glebog que guardaba su mercancía bajo fondos falsos de cajones, tras cuadros que podían desprenderse de su marco, y dentro de relojes y aparatos de cocina a los que había sacado el mecanismo. Somber esperó fuera de la tienda mientras Weaver compraba todo lo que podía con las gemas que él le había dado. Salió cargada con un saco de lana en cuyo interior había un par de AD52 con varias barajas de proyectiles de repuesto, un carcaj con ofuscamentes y un escurpidor.
Somber se armó en un callejón cercano, enganchándose el carcaj y el escurpidor al cinto de modo que su chaqueta de jornalero los ocultase a la vista. Se guardó las barajas de proyectiles en el bolsillo, se ató uno de los AD52 al muslo y alargó la mano hacia el otro.
—Éste me lo quedo yo —dijo Weaver.
—No creo que debas.
—Lo sé.
No podían permitirse el lujo de ponerse a discutir.
—Por lo menos espera a que yo haya entrado —le pidió Somber—. Sólo tendremos una oportunidad si llego hasta Molly antes de que la lucha sea más encarnizada.
Cuando enfilaron la calle de Arch, Weaver se alejó sola y se quedó curioseando ante un puesto de propaganda mientras Somber se dirigía furtivamente a la parte posterior de la jaima de las esposas. Echó una ojeada al interior a través del tajo que había abierto antes en la lona. En el interior todo seguía igual: sólo estaban allí las trece mujeres, los dos ministros y Molly.
Un ruido sordo sonó a lo lejos y empezó a acercarse, aumentando de intensidad.
Somber se sacó el escurpidor de debajo de la chaqueta y lo lanzó dentro de la tienda. ¡Sploink! ¡Splish! Balas de veneno salpicaron las paredes por dentro, y antes de que la última de las esposas saliese corriendo a la calle, Somber desplegó las cuchillas de sus muñecas y las apretó con fuerza contra la lona de la jaima. Pasó al interior por entre los jirones. Los ministros que flanqueaban a Molly descargaron sus pistolas contra él, pero él avanzó hacia ellos, desviando los disparos de su cristal mortífero. Había dado sólo un paso o dos cuando el guardia que vigilaba la entrada de la tienda entró corriendo, seguido por Weaver.
—¡Eh! —gritó ella, y cuando el guardia se volvió, lo acribilló con la cuarta parte de una baraja de cartas daga.
¡Suink! Somber abrió los sables de su cinturón, ejecutó un giro e infligió varios cortes mortales a los ministros. Weaver se mecía suavemente sobre sus rodillas, abrazando a su hija.
—¿Y tu sombrero? —preguntó Somber.
—Ya no lo necesitaré —respondió la muchacha, avergonzada.
No era el momento de preguntarle a qué se refería ni de ponerse a buscarlo.
—Hay que darse prisa —dijo Somber.
—No puedo moverme con esto puesto.
Molly señaló su traje con los ojos. Somber rajó la prenda ajustada con las cuchillas de sus muñecas, y la tela destrozada cayó al suelo sin que la joven hubiese sufrido ni un rasguño. Weaver rebuscó entre las cosas de las esposas algo de ropa para Molly. Somber retrajo las cuchillas de las muñecas, se quitó uno de los brazaletes y se lo tiró a su hija junto con el carcaj de ofuscamentes.
—No debería… —protestó ella, mirando las armas con abatimiento—. No soy de fiar. Ya he metido bastante la pata.
Somber se le acercó y le cerró el brazalete en torno a la muñeca.
—No más que cualquiera de nosotros —dijo, soltándose las correas de la AD52 y…
¡Fi-fi-fi-fi-fiz! ¡Fi-fi-fi-fi-fiz!
Giró 360 grados disparando cartas daga contra las paredes de la tienda, que se partió en dos. La parte de arriba salió volando a causa del viento, y la inferior cayó al suelo.
Los guerreros de Arch empezaban a invadir la calle y las jaimas vecinas. Somber insertaba una baraja de proyectiles tras otra en el compartimento para municiones de su AD52, repartiendo cartas daga entre el enemigo hasta que sus limitadas reservas se agotaron y al apretar el gatillo sólo se oían chasquidos. Usó las cuchillas de la muñeca que le quedaban como escudo, desviando con su movimiento rotatorio de alta potencia hacia objetivos no previstos las plumas punzantes, los disparos de pistola de cristal, las balas venenosas y las cartas daga lanzadas por sus adversarios. Molly, con el otro juego de cuchillas de muñeca, cubría con aprensión la retaguardia, y Weaver se mantenía apretujada entre ellos, disparando su AD52.
—¡Seguidme de cerca! —gritó Somber.
Arremetió directamente contra los guerreros fatalsinos que estaban en la calle, con las cuchillas girando rápidamente ante él. ¡Doink! ¡Patingk! ¡Ping! Los proyectiles del enemigo rebotaron en sus cuchillas, que perdieron velocidad y tabletearon cuando uno de los guerreros no se apartó de su camino a tiempo. Pero ahora estaban en marcha, Somber, Weaver y Molly avanzando por la calle a paso ligero, lo que el bonetero habría podido considerar una mejora de la situación familiar de no ser por el fuego enemigo que les llegaba de todas direcciones desde puestos bien protegidos.
Un destello: una esfera generadora voló hacia ellos.
—¡A cubierto!
Padre, madre e hija echaron el cuerpo a tierra al mismo tiempo.
¡Crachbuuuuuuuuuuuuuuffffsh!
Tras la explosión se impuso un silencio sepulcral, pero pronto se oyeron los golpes sordos de los escombros que llovían en torno a ellos. Todas las jaimas del campamento se habían venido abajo. Los fatalsinos contra los que habían estado luchando hacía sólo un momento estaban inmóviles y estupefactos, con la vista perdida en la distancia.
Somber les hizo señas a Weaver y Molly de que se metieran a gatas bajo la jaima más cercana, y se metió tras ellas. Fuera lo que fuese lo que estaba pasando ahí fuera, si duraba lo bastante, tal vez les permitiría escabullirse de una tienda a otra sin que los viesen hasta llegar al límite del campamento.
Arch estaba dejándose entretener por sus esposas número nueve, dieciséis, veintitrés y treinta y dos cuando un ministro irrumpió en la jaima y…
—Majestad —dijo el ministro, y el resto de sus palabras se perdió en el estruendo y el rugido de un motor que sonó cada vez más cerca hasta encontrarse justo frente a la jaima. El ministro terminó de hablar, el motor se apagó, y Roja entró seguida por el Gato, Vollrath, Siren Hecht y Alistaire Poole.
—Qué, ¿otra vez por aquí? —dijo Arch sin disimular demasiado su irritación.
—¿Estás enfurruñado porque he interrumpido tus retozos familiares, Archy? —dijo Roja con una sonrisita—. Creo que me estoy poniendo un pelín celosa.
—Son mis esposas, Roja. No significan nada para mí.
—¿De veras?, entonces no te importará que… —Roja hizo ademán de arrojar su cetro como una lanza. Del corazón ajado del bastón brotaron forúnculos, quistes pilosos y bigotes que se instalaron en el rostro de las cuatro esposas, dando al traste con su belleza—. Bien, así está mejor. —Roja devolvió su atención a Arch y agitó su cetro—. ¿Sabes lo que es esto?
—Parece el pilar podrido de una cama que habría debido ser pasto de las llamas hace mucho tiempo.
—Casi. Es el cetro que me corresponde como reina. Lo encontré en mi laberinto Especular…
Fuera estalló un tiroteo. Arch llamó a Ripkins y Blister con un silbido, pero no estaban en sus puestos habituales.
—¿Buscas a estos dos? —preguntó Roja, y la esfera de vidrio transparente e impenetrable que ella había materializado entró rodando, con los guardaespaldas dentro—. Supongo que tendrán algún don especial si los has contratado como escoltas personales, Archy. Los mantendré a salvo hasta averiguar cuáles son esos dones y cómo puedo explotarlos en mi beneficio.
La batalla que se libraba fuera se volvía más violenta por momentos: se oían gritos de guerra, gemidos superpuestos de los moribundos.
Un ministro ensangrentado entró tambaleándose en la jaima.
—Mi señor, Molly la del Sombrero se ha escapado.
—¿Cómo que se ha escapado? —gritó Arch—. ¿Cómo puede haberse escapado si el menor movimiento ocasiona que se maree y se caiga al suelo?
—Perdón, mi señor —rectificó el ministro—. Más que escapar, la han rescatado. Su madre. Y Somber Logan.
—¿Somber Logan está aquí? —preguntó Roja.
Pero Arch estaba demasiado ocupado vociferando y maldiciendo para contestarle. Daba patadas en el suelo y puñetazos en el aire, y tras un ataque particularmente feroz contra sus enemigos invisibles, Roja le dijo:
—Tu furia me impresiona, Archy, pero salta a la vista que las presiones que trae consigo la autoridad te sobrepasan. Creo que tomaré el control de Confinia y dejaré que descanses un poco.
La rabieta de Arch cesó como por ensalmo. Adoptó enseguida el tono y la actitud de un tío indulgente.
—Roja, te lo digo con el más absoluto respeto hacia tu imaginación, pero… —fingió contar al Gato, Vollrath, Siren y Alistaire—… sólo veo a cuatro seguidores. Ni siquiera con tu imaginación podrías derrotar a mi ejército.
—Tienes razón —admitió Roja, y con un pase de su cetro, todas las jaimas del campamento de los fatalsinos se desplomaron.
Estaban rodeados. Guerreros armados de las veintiuna tribus de Confinia habían cercado el campo y aguardaban órdenes.
Roja alzó la voz para que todos la oyeran.
—¡Arch, te presento a mi ejército! ¡Ejército, éste es vuestro rey depuesto!
—¡Con Roja al mando, todos somos iguales! —gritaron a coro los miembros de las tribus.
—Esto no es posible —jadeó Arch—. Es una de las ilusiones que creas con tu imaginación.
—¿Ah, sí? —Con la rapidez con que una esfera generadora sale disparada de un cañón, una rosa de tallo negro y espinoso brotó del corazón del cetro, que más bien parecía una uva pasa. El tallo buscó una víctima al azar entre el nuevo ejército de Roja, se enroscó alrededor de un onu y lo estranguló.
—Las ilusiones creadas por mi imaginación no pueden morirse —dijo—. ¿Te das cuenta ahora de lo equivocado que estás, Archy?
—Pero ¿cómo…? —susurró el rey—. ¿Cómo has conseguido…?
—Dame las gracias a mí —dijo una voz, y de debajo de una jaima hundida, salió arrastrándose el Valet de Diamantes.
—¿Tú? —dijo Arch.
El Valet hizo una reverencia.
—Estoy encantado de ser el artífice de tu desgracia, Su Ex Majestad. Es lo menos que mereces por traicionar a mi familia.
—Sí —suspiró Roja—. Por más que me guste atribuirme los méritos ajenos, además de ostentar los míos, debo reconocer en este caso, Archy, que lo de convencer a las tribus de que luchen por mí fue idea del Valet, y fueron sus esfuerzos los que lo hicieron posible. Pero a todos los lechuguinos cargantes les llega su fin, y como el Valet ya no me es de ninguna utilidad…
—¿De ninguna utilidad? —exclamó el Valet con incredulidad—. ¡Pero si siempre os he sido útil, Su Malignidad Imperial! ¡Puedo seguir siéndolo y lo seré siempre! Os…
Sin el menor atisbo de esfuerzo, Roja le cerró la boca con pegamento.
—¿Quién quiere matarlo? —preguntó.
El Gato alzó una pata. Siren y Alistaire levantaron las manos.
—Mmmmm, mmm, mmm —protestó el Valet.
Arch resollaba como un maspíritu cansado, con una mirada de odio clavada en el Valet. Roja se fijó en él.
—En vista de su reciente degradación —dijo—, me parece que lo más justo será cederle ese honor a Arch.
El Valet, desesperado, intentó huir, pero Roja materializó un tallo de rosa grueso y negro que lo hizo tropezar y le ató las muñecas a los tobillos.
Un surtido de armas apareció ante Arch: un AD52, una pistola de cristal, un escurpidor, una Mano de Tyman, una granada de serpientes y una espada, entre varias otras armas blancas. Arch eligió la más íntima: un cuchillo apenas más grande que un dedo. La muerte que quería darle al Valet requería proximidad, un toque personal.
Arch permaneció un rato de pie ante el marviliano que se retorcía en el suelo.
—¿Quieres decir tus últimas palabras?
—¡Mmm! —suplicó el Valet, con los ojos desorbitados—. ¡Mmmmmm!
Arch se arrodilló y le hundió casi todo el cuchillo en el pecho.
—Bien. Porque de todos modos no quería oírlas.
Un último estertor escapó por entre los labios fofos del Valet de Diamantes. Arch se puso de pie y se limpió las manos, dejando el cuchillo clavado en aquel cuerpo sin vida.
—Y ahora —dijo Roja—, a la guerra.