Roja habría preferido estar en el desierto Damero, con el monte Solitario a la vista, para rememorar mejor aquel día lejano con toda su desgarradora amargura. Pero permanecer en Marvilia sin el apoyo de un ejército entrañaba un riesgo; Alyss podía pillarla en cualquier momento, así que sobornó al guardia fronterizo corrupto que el Valet de Diamantes le presentó y guió a Vollrath, el Gato, Siren y Alistaire de vuelta al reino de Arch.
Deseaba instalarse en algún lugar que no estuviera expuesto ni a los elementos ni a los enemigos, un refugio donde estuviera a salvo de amenazas y preocupaciones. A media hora lunar de camino de la barrera fronteriza, lo encontró: una escultura natural de bloques de granito macizo y rocas vomitadas por las movedizas placas tectónicas de aquella tierra.
—Más vale que nadie me moleste —advirtió Roja.
—Nadie lo hará —dijo el Gato.
—Montaremos guardia, Su Malignidad Imperial —prometió Vollrath—. Dispondréis de todo el tiempo y la paz que necesitéis.
Roja se deslizó entre un par de rocas y entró en una especie de habitación sin techo, con paredes de granito salpicadas de agujeros diminutos. Se sentó en el suelo y cerró los ojos. Tardó un rato en olvidar o dejar de lado todos los pensamientos sobre el presente, sobre el aquí y ahora. No fue tarea fácil. Sin embargo, tras algunos chapuzones superficiales en el pozo de la memoria, volvía a estar allí, reviviendo aquella experiencia: ella, una princesa de diecisiete años, con los ojos desorbitados y mareada por el consumo de cristal artificial, entraba en casa a escondidas tras entregarse a varias diversiones prohibidas con el joven Arch de Confinia. Sus padres, la reina Theodora y el rey Tyman, la esperaban en su alcoba.
—Es tarde, Rose —suspiró Theodora.
—Es tan tarde que es temprano —dijo Tyman, descorriendo una cortina para dejar entrar el sol de la mañana.
—Siempre a punto para decir obviedades, ¿no, papá? —Roja empezó a desvestirse, volviéndose de espaldas hacia sus padres para no tener que darles explicaciones sobre sus ojos enrojecidos.
—Rose —le dijo Theodora a su trasero—. No sé si hemos fracasado como padres o si tu comportamiento se debe a desequilibrios químicos causados por tu implacable decadencia. Pero tu desobediencia constante, no sólo de las normas que te imponemos tu padre y yo, sino de las leyes más básicas del reino, como si estuvieras exenta de ellas; tu indiferencia hacia la cortesía más elemental y tu absoluta falta de respeto por la forma en que funciona el gobierno… han hecho mucho más que ahuyentar a aquéllos cuya ayuda necesitarás para gobernar de forma eficaz.
—¡Son ellos los que me han ahuyentado a mí! —gritó Roja, dando media vuelta con brusquedad.
—Alzar la voz no te servirá de nada.
—Rose, ¿has estado… tomando cristal artificial? —preguntó Tyman.
—No seas tonto, papá.
—De cualquier modo —prosiguió Theodora—, dudo que puedas gobernar de forma eficaz un reino si eres incapaz de gobernarte a ti misma. Lo siento, pero no vas a ser reina.
Roja profirió una risotada.
—Claro que lo seré, mama. Soy la primogénita, la heredera. Nada puede cambiar eso.
—Yo puedo cambiarlo. Tal vez tu imaginación sea tan poderosa como crees. Habrías podido ser una soberana magnifica, sin duda. Pero puesto que participas más de la Imaginación Negra que de la Blanca, voy a excluirte de la sucesión. El trono será para Genevieve.
—¡Genevieve!
De pronto, los objetos de la habitación cobraron movimiento; joyeros, libros, holocristales y mesillas salieron disparados de su lugar habitual y chocaron entre sí.
—Y creemos que lo más conveniente —añadió Tyman, agachándose para esquivar una lámpara voladora que se hizo pedazos contra un armario— es que pases un tiempo en el monte Solitario.
—¿En ese viejo castillucho de mala muerte?
—Esperamos que el hecho de vivir en un aislamiento relativo te haga recapacitar —explico Theodora—. No contarás con todas las comodidades que tienes aquí, ni, esperamos, con las mismas oportunidades de satisfacer tus apetitos más innobles.
Una falange de piezas de ajedrez entró en fila en la habitación.
—¿Y esto? ¿Una escolta para llevarme a mi nuevo hogar? —se mofó Roja—. Podría quitar de en medio a esta panda de mediocres con un solo golpe de imaginación.
—Olvidas, Rose, que yo también tengo el don de la imaginación —le advirtió Theodora—, y tengo más práctica en su uso. No matarás a nadie, aunque te aseguro que si lo intentas, será a todos los efectos como si hubieses muerto para tu padre y para mí.
—Nos duele tanto a nosotros como a ti —dijo Tyman.
—No, aún no, mi querido y bobo padre. Pero os dolerá. Os dolerá a los dos mucho más, lo juro.
Roja volvió a ponerse la ropa rápidamente y se dispuso a salir del dormitorio a grandes zancadas para avanzar por los pasillos del palacio haciendo saltar por los aires estanterías, jarrones, estatuillas, candelabros —todo lo que se le cruzara por delante— con la imaginación. Esto es lo que había hecho en realidad, pero ahora, al reconstruir la escena en su memoria, se dio la vuelta y vio, detrás de las piezas de ajedrez que esperaban para llevársela del palacio, una puerta donde antes no había ninguna. No estaba unida a pared alguna, ni a ninguna otra cosa, de hecho, y su parte superior sólo le llegaba al pecho. Roja se abrió paso a codazos entre las piezas de ajedrez hacia ella. La abrió de un empujón y no alcanzó a ver que había al otro lado. Daba igual. Todo su futuro dependía de que cruzara ese umbral.
La mayor parte de los jardines se caracterizan por su variedad de flores y otras plantas, pero saltaba a la vista que quien fuera que le hubiese puesto su nombre al Jardín de los Laberintos Inacabados jamás había puesto un pie en él. Tenía por cielo una negrura absoluta, un vacío. El suelo era tan liso como alguna piedra preciosa desconocida y semejaba la superficie de un mar petrificado. Once cubos de cristal, idénticos a la llave del laberinto Especular de Alyss en todo salvo en el tamaño, estaban unidos a aquel extraño suelo por un solo punto, de modo que parecían balancearse de forma precaria. Incluso el cubo más pequeño era más alto que Roja.
Su Malignidad Imperial se acercó al que tenía más cerca, alargó la mano hacia su lustrosa superficie y…
¡Plink! Sus dedos toparon con su fría solidez. La emprendió a puñetazos contra las seis caras del cubo. Nada. No había manera de entrar. Hizo lo mismo con los cuatro cubos siguientes. Apretaba y golpeaba los lados, exploraba cada ranura relumbrante, cada grieta luminiscente, en busca de la palanca o lo que le diese acceso a su laberinto.
Entonces comprendió que su impaciencia la había ofuscado. Su llave sería la más pequeña de las once, la que había tenido menos tiempo para crecer.
Estaba a varios maspíritus de distancia. Arrancó a correr. Sin saber la razón o que planeaba hacer, se abalanzó directa hacia el cubo.
¡Fssst!
Se encontró en su laberinto, y la imagen de su propio rostro la miraba con desprecio desde los innumerables y polvorientos espejos que la rodeaban.
—¡Aquí estoy! —gritó ella, y las palabras rebotaron en los cristales de aspecto empañado sin cesar ni perder intensidad. El ruido retumbó dolorosamente en los oídos de Roja, pero a ella no le importó. Estaba dispuesta a soportar cualquier cosa. Había llegado hasta allí, y no se marcharía sin antes dar con lo que buscaba.
En todas direcciones, los pasillos con paredes espejadas se bifurcaban en tramos oscuros del laberinto. Ella intentó localizar el cetro por medio del ojo de la imaginación, pero al parecer sus poderes no servían de nada allí. Tendría que encontrarlo al viejo estilo, explorando cada largo de gombriz de cada pasillo.
—Vaya un laberinto de pacotilla —refunfuñó, porque había descubierto que podía atravesar las paredes de espejo sin el menor problema. Era como si se encontrara en una sala gigantesca cuyos pasillos espejados eran una mera sombra espectral de los caminos intrincados que había albergado en otro tiempo.
—¿Cómo te atreves, si soy más inteligente e imaginativa que tú? —siseó una encarnación infantil de ella misma. En uno de los espejos vio imágenes de la noche que había asesinado a su madre. Sin embargo, por lo demás, los fantasmas del pasado permanecían en el margen de sus sentidos, de modo que sólo los oía o veía a medias.
Roja siguió adelante, e imágenes no del todo definidas revolotearon en su visión periférica, apariciones que la señalaban con los ojos muy abiertos, sorprendidas de que aquélla para la que el laberinto estaba destinado llegase tanto tiempo después de lo previsto. Cuando ella se volvía para mirarlas directamente, ellas cambiaban de lugar y permanecían al borde de su campo visual.
Entonces lo divisó; más adelante, tirado en el suelo, como si no fuera más que un palo inútil que alguien con prisa por marcharse hubiese dejado caer. El que en otra época había sido un bastón de colores vivos estaba ahora corroído y ennegrecido por el tiempo. El corazón que lo remataba estaba deslucido y gris, y la filigrana estaba oxidada y descascarillada; el cetro acusaba los efectos de un abandono como el que sus padres le habían hecho sufrir a ella.
—¡Y encima tuvieron la insolencia de culparme a mí! —vociferó Roja, mientras en su mente daba vueltas el recuerdo de ese día lejano en que todo había cambiado.
—Es culpa tuya, Rose —le había dicho Theodora—. Nunca escuchas los consejos de nadie y te niegas a guardar la menor disciplina, de modo que quebrantas los principios más elementales de la Imaginación Blanca.
—¡Tal vez sea disciplinada para otras cosas! —había espetado ella.
—Eso es lo que temo. Ya has asustado a algunos marvilianos importantes.
Roja ahuyentó ese recuerdo de su cabeza. Sus dedos se cerraron en torno al cetro, que le dio acceso a todo el potencial de su imaginación. Ahora era el miembro más poderoso de la familia de Corazones. Pronto sería el único.