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Allí donde otros se habrían quedado contemplando maravillados las setas gigantescas y multicolores del valle y hubiesen comentado que incluso la luz parecía más vibrante allí que en ningún otro sitio, Roja inició el descenso final hacia el hábitat de las orugas sin detenerse y sin decir una palabra. Vollrath, el Gato, Siren y Alistaire caminaban tras ella, estos dos últimos conteniendo sus expresiones de asombro ante aquel paisaje tan extraordinario, el Gato lleno de inquietud porque el valle se había recuperado por completo de la devastación que su ama le había ordenado llevar a cabo en sus primeros meses como reina de Marvilia. Se suponía que no debería haberse recuperado, por lo que quizá Roja lo castigaría.

Sin embargo, Su Malignidad Imperial tenía otras preocupaciones mientras avanzaba sobre el suelo esponjoso del valle, buscando a las orugas oráculo con la imaginación. Las setas formaban una especie de red de protección que desviaba el ojo de su imaginación de manera que ella no veía más que tierra orgánica, tallos y sombreretes de las setas.

—Tenemos que hacerlas salir —dijo, e hizo aparecer un carrito de vendedor ambulante lleno de tartitartas frescas y aromáticas de sabores variados.

Vollrath, el Gato, Siren y Alistaire abanicaron los deliciosos aromas en todas direcciones, y en menos de lo que un niño marviliano hambriento se come una tartitarta…

—¡Allí! —exclamo Vollrath, señalando una nube de humo azul en forma de una mano que les hacía señas para que se acercaran.

Siguieron la mano hasta un claro cercano, donde los miembros del consejo de orugas estaban sentados con el cuerpo enroscado bajo su torso, fumando en la misma y antigua pipa de agua. Cada una de las orugas ocupaba una seta de un color definido como el suyo propio: azul, naranja, rojo, amarillo, morado y verde.

—Mmm, tartitartas que mordisquear —dijo Azul.

Vollrath, el Gato, Siren y Alistaire empezaron a repartir las golosinas.

—¡Yo quiero las de vainilla con relleno de gobiguva! —pidió la oruga amarilla.

—¡Soy yo quien las quiere de vainilla! —gimoteó la oruga naranja.

—¡Todo lo que tenga virutas de chocolate es para mí! —chilló la oruga morada.

—¡No, las que tienen virutas de chocolate son para mí! —se quejó la oruga roja.

—Ejem, hum, yo cambio dos tartis de caramelo por una espolvoreada de azúcar y rellena de mermelada de alatierna —ofreció Azul.

—¡Ni hablar! —replicó la oruga verde.

Fue una de las cosas más difíciles que Roja había tenido que hacer en la vida: esperar cortés y respetuosamente mientras aquellas larvas de cara arrugada discutían como mocosos y se atiborraban, regando sus setas con migajas y mermelada. Cuando ya no estaban llevándose las tartitartas a la boca de tres en tres, sino mordisqueando una sola por vez, Roja habló:

—Sabias y vetustas orugas, Vollrath, mi preceptor, me informa de que he faltado durante muchos años a mi obligación de recorrer mi laberinto Especular.

Las orugas roja y amarilla articulaban con los labios las palabras de Roja mientras ella las decía, y la oruga naranja hizo un gesto con sus numerosas patas derechas para apremiarla al grano.

—Es un fallo que quisiera subsanar —dijo Roja—. Ya sé que mi laberinto está en el Jardín de los Laberintos Inacabados, pero necesito que me digáis dónde está ese jardín.

—Bla, bla —dijo la oruga morada—. Bla, bla, bla, bla.

—La pregunta no es dónde está el Jardín de los Laberintos inacabados, sino cuándo —gruñó Azul, con la boca llena de caramelo.

—¿Cuándo es el Jardín de los Laberintos Inacabados? —inquirió la oruga naranja, dudosa.

—¡Ésa es la pregunta! —exclamó la oruga roja.

Los oráculos prorrumpieron en risitas y acto seguido se quedaron calladas, dando alternadamente bocados a sus tartitartas y caladas a su narguile. Finalmente, con cara de exasperación, la oruga naranja le espetó a Roja:

—¡Despierta! ¡Estamos esperando que nos hagas la pregunta!

Roja cerró las manos en puños.

—¿Cuándo es el Jardín de los Laberintos Inacabados? —preguntó con aspereza.

—Bueno, de vez en cuando, de vez en cuando —respondió Azul, lo que arrancó sonoras carcajadas al resto de las orugas, excepto Verde, que continuó masticando su tartitarta y parpadeando, estudiando a Roja con una mirada de curiosidad.

Incapaz de contenerse un momento más, Roja les apunto con su vara retorcida como si fuera un rifle o una bayoneta y…

¡Fu-fu-fu-fu-fuuuush!

Disparó bolas de fuego. Las seis setas de las orugas estallaron. Las llamas lamieron el cielo y se extinguieron tan rápidamente como habían surgido. Las setas estaban carbonizadas, pero no había el menor rastro de las orugas.

—¡Idiotas! ¡Idiotas inútiles! —bramó Roja.

Vollrath, el Gato, Siren y Alistaire echaron el cuerpo a tierra y se cubrieron la cabeza mientras ella arremetía contra el paisaje, arrojando esferas generadoras, disparos de cristal y lanzas llameantes. Una sombra se cernió sobre ellos cuando una enorme guadaña se materializó en el aire y empezó a oscilar y a desmochar setas. Pero en el punto culminante de su arranque violento —mientras varios hongos saltaban por los aires y mil cartas daga destrozaban los tallos de las setas—, Roja notó unos toques en el hombro. Se volvió, y allí estaba la oruga verde, fumando despreocupadamente en un narguile pequeño. Roja alzó una mano; la guadaña descomunal se detuvo en su oscilación, y las esferas generadoras, cartas daga y lanzas llameantes se quedaron inmóviles en el aire.

—El Jardín de los Laberintos Inacabados existe en el reino de lo que pudo haber sido —dijo el oráculo—. Lo que pudo haber sido está en el pasado. Pero también en el presente. ¿Lo entiendes?

—No quiero entender. Dime dónde está el jardín, o perderéis el valle para siempre.

La oruga dio una calada a su pipa de agua y contempló a la princesa renegada que tenía delante: las arrugas cargadas de odio en su piel curtida; la cabellera enmarañada; el vestido de rosas que ondeaba incesantemente.

—Para llegar —dijo Verde al fin—, debes retrotraerte al momento exacto en que tu ascenso al trono, algo que iba a ser, paso a convertirse en algo que pudo haber sido. Deja que ese momento absorba tu mente por completo. Entrégate a él. Revívelo con todo su dolor emocional. Una vez que lo consigas, verás, en algún lugar al fondo del recuerdo, una pequeña puerta. A través de ella, encontrarás el jardín.

—¿Por qué me dices lo que las otras no han querido decirme? —preguntó Roja con suspicacia.

—Digamos simplemente que es por hacer algo.

La oruga exhaló, una vaharada de humo verde que envolvió a Roja y a los demás. Cuando despertaron, estaban solos.