Desde que Roja y el Gato saltaran al interior del Corazón de Cristal, había naipes soldados vigilando el estanque de las Lágrimas por si salía a la superficie cualquier cosa procedente de la Tierra que se les pareciera, físicamente o en espíritu. Pero no había suficientes naipes soldado para disuadir a los marvilianos inconsolables de arrojarse ellos mismos al estanque. Delincuentes, fugitivos, personas que habían quedado en quiebra…, de vez en cuando, ciudadanos desesperados se abalanzaban hacia el estanque, pasaban a toda velocidad junto a los soldados que montaban guardia y se zambullían en el agua.
Antes de que el Valet de Diamantes gastara el último cristal que le quedaba en el bolsillo en sobornar a un guardia fronterizo para que lo dejaran volver a Marvilia, recaló en varios campamentos satélite de las tribus gnobi y scabbler, donde vio varios noticiarios y se enteró, para su gran humillación, de que habían condenado a sus padres por participar en una conspiración para asesinar a la reina Alyss de Corazones. En cuanto el caballo blanco se había presentado para arrestarlos a él y a su padre, él había comprendido que el rey Arch había estado engañándolos desde el principio; los había utilizado para que le entregaran su arma a Molly la del Sombrero y, ahora que habían cumplido su propósito, se desembarazaba de ellos.
—Seguramente nunca tuvo la intención de devolvernos el hectariado de Diamantes —gruño el Valet—. ¡Si al menos tuviera cuatro puñados de cristales en el bolsillo, yo le tendería una trampa a él! ¡Ya le enseñaría lo que le pasa a quien le gasta jugarretas a mi familia!
Pero ése era el problema: aunque ahora estaba en Marvilia, no tenía acceso a los fondos de la familia, las cámaras acorazadas llenas de rubíes, esmeraldas y cristales. Como prófugo de la justicia, no podía ayudar a sus padres a escapar de las minas de Cristal, ni eludir a las autoridades durante mucho tiempo. Como no se le ocurrió otra salida, el Valet de Diamantes se dirigió enfurruñado hacia el bosque Susurrante y espió a los naipes soldado que patrullaban el acantilado que se alzaba sobre el estanque de las Lágrimas.
—¿Por qué, por qué, por quéeeee? —gimió—. ¿Por qué tuvo Arch que fastidiarme la vida? ¿Qué le he hecho yo? —Tras pasarse un rato considerable atusándose los cabellos con incredulidad ante el lamentable estado en el que había caído, suspiró—: Vamos allá. —Y arrancó a correr tan deprisa como le permitían sus regordetas piernas hacia el borde del acantilado.
Qué extraño. Allí estaba él, un reo de noble linaje que se había fugado, y los soldados no sólo no intentaron detenerlo, sino que ni siquiera repararon en él, pues estaban demasiado ocupados mirando al estanque de las Lágrimas con las pistolas de cristal y los AD52 preparados. El Valet redujo la velocidad a un trote. Nadie se fijo en él. Cuando llegó a la orilla del precipicio, se detuvo. Como los soldados, bajó la vista hacia las aguas burbujeantes y turbulentas. Se estaban formando remolinos, primero uno, luego otro y después otro.
Alguien estaba a punto de llegar.