Roja de Corazones había nacido para llamar la atención, y no había vestimenta en el universo, conocido o desconocido, capaz de evitar que atrajese las miradas de los seres inferiores. Tras llegar a la conclusión de que sus intentos de pasar inadvertida entre los lastimosos especímenes de la Tierra eran inútiles, dejo de intentarlo. En el palacio de Cristal de Londres, se puso su vestido de rosas carnívoras y dio unas cuantas vueltas frente a un espejo. A la renegada de la familia de Corazones le gustó lo que vio.
—Ahora me considero oficialmente presentada en la sociedad de la Tierra —anunció.
Sus acólitos prorrumpieron en aclamaciones —unas aclamaciones que sonaban más como el retumbar de un trueno que como una auténtica expresión de alegría—. Para los cerca de mil terrícolas y exmarvilianos que se habían unido a la causa de Roja en los últimos meses, era lo más parecido que podían conseguir.
—Dispersaos —ordenó Roja.
Y eso hicieron, desperdigarse para explorar su nuevo hogar y matar el tiempo con chanchullos y tropelías de medio pelo, ansiosos por embarcarse en lo que Roja había prometido sería la aventura más malsana de su vida: el ataque a Marvilia, donde cada uno de ellos podría desplegar al máximo los talentos perversos que poseía. Todavía estaban saliendo en masa de la sala italiana del palacio cuando Vollrath puso su vida a disposición de su alumna.
—No queda claro que vuestras ropas de terrícola hayan facilitado el proceso de reclutamiento, Su Malignidad Imperial —dijo el preceptor—. Por lo tanto, estoy preparado para recibir la muerte que hayáis pensado darme. Ya sea compasivamente rápida o terriblemente lenta y dolorosa, me someteré a ella sin vacilar, como os prometí.
Roja se quedó mirando la calva que tenía agachada ante sí. Qué refrescante resultaba el sacrificio de Vollrath. No suplicaba por su vida. No se humillaba con ruegos o gimoteos, ni apelaba a su inexistente misericordia. Como pensaba que él todavía podía serle útil para encontrar su laberinto Especular, le dijo:
—Hoy me siento generosa. No te mataré.
—Gracias por vuestra indulgencia, Su Malignidad Imperial.
—La indulgencia es para las mentes débiles. No me provoques con eso de la indulgencia.
Vollrath hizo una reverencia.
—Os pido disculpas, Su Malignidad Imperial, pero si me permitís extralimitarme y abusar más aún de vuestra generosidad en absoluto indulgente: puesto que me dejaréis con vida, ¿podrías crear para mí, por medio de la imaginación…, digamos que un montón de dinero, para que pueda celebrarlo con algunos compañeros?
—Lo encontrarás en tus bolsillos. Y ahora, déjame sola con mis meditaciones.
Su afán de captar seguidores había llevado a Roja por todo el continente europeo, a África, a Asia, Rusia y de vuelta a Europa. Vollrath y Sacrenoir habían hecho las veces de compañeros de viaje, guías y oficiales de reclutamiento. Y tal como había ocurrido con Somber Logan durante los trece años que había dedicado a buscar a Alyss de Corazones, por allí por donde pasaba Roja comenzaban a circular historias que con el tiempo daban lugar a leyendas y mitos. Después de que Roja atravesara Alemania, la gente murmuraba sobre un kobold que respondía a su descripción. En Escandinavia, se convirtió en trollkonor con algunos rasgos de huldra (como todo trollkonor, se decía que tenía cola). En España se convirtió en una perversa seductora de moros. En Constantinopla, la transformaron en una de las alkiris más poderosas jamás vistas, inmune al acero y especialmente ceñuda al matar niños recién nacidos y a sus madres. En Egipto, se decía que era un demonio femenino, una devoradora de almas. En Hong Kong, una nueva diosa se abrió paso hasta el panteón de los inmortales; era menos de fiar que Lei-zi, la diosa del trueno, y tan temible como Chu Jiang, rey del infierno reservado para ladrones y asesinos. Pero mientras estas historias se transmitían de boca en boca y se grababan en la conciencia colectiva de varias culturas, también se corría la voz de lo que estaba sucediendo de verdad, tanto en los barrios más deprimidos como en los salones más selectos de la alta sociedad: Roja de Corazones, la reina malvada y destronada de Marvilia, buscaba soldados que lucharán en sus filas para ayudarla a reconquistar su reino.
—L… los reclutas en potencia parecen más que d… dispuestos a ponerse a vuestro servicio, Su Malignidad Imperial —le había señalado Vollrath, tiritando en una esquina de San Petersburgo—. L… lo único que t… tenéis que hacer es elegir un lugar donde e… estableceros hasta que regresemos a Marvilia, para que los que quieren ser s… s… soldados sepan donde e… encontraros.
Roja, a diferencia de sus acólitos, era inmune al frío y al viento cortante.
—Entonces tenemos que instalarnos en la misma ciudad en que vivió mi sobrina —había respondido ella—, para corromper cualquier rastro de Imaginación Blanca que su presencia haya podido dejar en el lugar.
Así pues, Vollrath y Sacrenoir se habían llevado a Roja a Oxford, Inglaterra, y una vez allí la habían acompañado por las calles de aquella ciudad de provincias y los patios interiores de la Universidad de Oxford. Su Malignidad Imperial no había tardado mucho en percatarse de que no podría vivir allí.
—Me dan nauseas esas encantadoras callejuelas y esas tiendas pintorescas —había anunciado Roja—. Esas cosas le van como anillo al dedo a mi sobrina. Por mí, que se lo quede.
Poco después, Roja se paseaba por las calles de la capital de Inglaterra. Una mujer de expresión altanera con un gato ronroneante sobre el hombro, seguida por más de cien maleantes internacionales. Los londinenses se habían quedado mirándola boquiabiertos cuando ella llamo a Vollrath y a Sacrenoir a su lado para decidir dónde establecerse.
—Siempre está el palacio de Buckingham.
—No es digno de mí —había replicado ella con desdén—. No pienso dignificar a su «reina» apoderándome de su casucha.
—Entonces sin duda las mansiones de sus duques y duquesas os parecerán más indignos de vos.
—Sin duda.
—Existe otra posibilidad —había apuntado Vollrath—. Se trata de una estructura enorme, en su mayor parte de hierro y vidrio, cuyo tamaño simboliza ante muchos la fuerza de un imperio poderoso, así como la imaginación sin límites. Dicen que alberga las maravillas de la época, desde el martillo pilón accionado por vapor hasta la prensa hidráulica, pasando por armas de fuego, muebles, pianos, cerámica, perfumes, escafandras, telas y…
—¡Basta! —había ordenado Roja—. No espero gran cosa de las imaginaciones terrícolas, pero con tal de que te calles, permitiré que me lleves allí.
El palacio de Cristal estaba en Sydenham Hill, en el sur de Londres, y era una elaborada obra de hierro con 300 000 metros cuadrados de superficie de vidrio, Sin embargo, sus grandiosas salas —muestras del progreso tecnológico y del ingenio humano— casi se veían eclipsadas por sus parques cuidadosamente diseñados, con cascadas y lagos artificiales en cuyo centro se elevaban chorros de agua de seis metros de altura.
—¿Qué os parece? —había preguntado Vollrath junto a los lagos Bajos, a la orilla de los cuales se alzaban estatuas de dinosaurios de tamaño natural.
—Bueh —había gruñido Roja—. Supongo que tendré que conformarme con esto.
Como era domingo, el palacio de Cristal estaba cerrado al público. Para gran desilusión de los soldados de Roja, salvo por algunas ventanas rotas y un par de escaramuzas con guardias de seguridad solitarios, habían tomado el palacio sin contratiempos. Y ahora, cuando Su Malignidad Imperial caminaba por la sala italiana, atisbó su reflejo en un espejo decorativo; vio a una líder carismática y cristalgénica (o eso le pareció a ella) embutida en un vestido terrícola que la favorecía poco. Con un movimiento desdeñoso del brazo, convirtió el hilo y el tejido de seda en tallos de rosas, y los volantes de encaje en flores cuyas bocas de pétalos se abrían y se cerraban haciendo castañetear los dientes.
El Gato saltó del hombro de Roja y se transformó en un asesino antropomorfo, lo que suscitó un murmullo de asombro entre los reclutas que nunca lo habían visto en su encarnación más peligrosa.
—La alta sociedad de la Tierra tendrá que tomarnos en serio ahora —comentó Roja.
—Bien —ronroneó el Gato.
Roja podría haber declarado su presentación oficial en la sociedad terrícola en domingo, pero no fue sino hasta el lunes que la sociedad terrícola se enteró. Los empleados del palacio —cajeros, porteros, guías de visitas y guardias de seguridad— se presentaron en su lugar de trabajo aquella mañana como de costumbre, pero en vez del silencio conventual de siempre, se encontraron a los soldados de Roja vagando entre vidrios rotos, estatuas derribadas, muebles destrozados y obras de arte profanadas. La visión de la horda de Roja bastó para que incluso el portero más valiente palideciera y echara a correr, pero cuando la propia Roja y el Gato aparecieron, atraídos por el ruido que hacían las tropas al aterrorizar a víctimas frescas, los más impresionables echaron un vistazo al rostro espectral de la reina y a las garras centelleantes del asesino y se desmayaron en el sitio. Llegó una unidad de bobbies, pero al fijarse en la variopinta multitud de allanadores, los agentes del orden no cargaron contra ellos con el coraje que habrían demostrado ante un enemigo más reconocible.
—¿Quiénes son esos hombres de aspecto ridículo con gorros redondos? —se sonrió Roja—. Sólo van armados con porras.
Más para ejercitar su imaginación que por otra cosa, ella hizo chascar los dedos frente a ellos. ¡Timp, timp, timp, timp!
Los bobbies sintieron pinchazos de perdigones en la piel bajo el uniforme: no se trataba de bolitas habituales de acero o metal, sino de peniques. Del techo empezaron a llover billetes. Los bobbies se llenaron los bolsillos tan deprisa como pudieron y huyeron del palacio. Las autoridades no podían hacer nada para desalojar a Roja y a sus seguidores de su nueva morada.
Pronto acudieron periodistas a Sydenham Hill, jugándose la vida para entrevistar a la mujer capaz de desencadenar tormentas de dinero a su voluntad.
—Sí, dejad que informen al patético público del advenimiento de Roja de Corazones —dijo Su Malignidad Imperial cuando Vollrath le explicó qué querían—. Me he revolcado en el anonimato durante demasiado tiempo.
Cada vez que se publicaba un nuevo artículo en el periódico, Roja sacaba a pasear a su mascota asesina para recrearse con el caos que ella y el Gato sembraban; los londinenses corrían en todas direcciones cuando los veían.
Roja organizó sus tropas según un criterio jerárquico convencional; dividió a los menos talentosos en compañías de cincuenta y dos soldados, y puso al frente de cada compañía a una recluta con más dotes imaginativas que sus subalternos. Estas capitanas estaban bajo las órdenes de comandantes de batallón más hábiles que ellas. Cada comandante tenía a su cargo a cinco capitanas, y era a su vez subordinada de las reclutas más talentosas, que estaban bajo las órdenes directas de Roja. En este rango más elevado estaba la baronesa Dvonna, que tenía el don de absorberles la imaginación a los niños terrícolas jóvenes e inexpertos que aún no dominaban del todo sus habilidades, dejándolos en un estado crónico de letargo, apatía y decaimiento. No quedaba muy claro qué eficacia tendría este poder contra los marvilianos, pero a Roja le complacía que la mujer hubiese contaminado la Tierra con una generación de niños amargados. Por añadidura, la baronesa tenía bajo su control a muchos de esos niños, que, si no servían para otra cosa, al menos podían usarse en primera línea como carne de cañón contra las fuerzas de Alyss.
En la cúpula militar de Roja se encontraba también Alistaire Poole, un cirujano y enterrador autodidacta con cierta afición a practicar autopsias a gente que no estaba muerta en absoluto. Sus armas preferidas eran el escalpelo y la sierra para huesos. Estaba Siren Hecht, una exmarviliana cuyas habilidades consistían en conseguir por medio de la imaginación que su voz alcanzara notas tan agudas y penetrantes que los gerentes de banco caían al suelo, paralizados de dolor, mientras ella cogía lo que le apetecía de la cámara acorazada. Completaban la lista de subalternos de Roja los marqueses X del País Vasco español y que, para desgracia de los cabreros locales, eran entendidos en hipnosis y en artes ocultas; el señor Van de Skülle, un tratante de esclavos originario de las Antillas Holandesas que se había convertido en un tipo peligroso durante la guerra de Secesión americana y manejaba con especial destreza un látigo con un pincho en la punta; y, por supuesto, Sacrenoir.
Mientras que Vollrath había reunido a esta elite de practicantes de la Imaginación Negra para convencerlos de que se pusieran al servicio de Roja, los reclutas de menor rango —infantes, soldados rasos— habían viajado desde todos los rincones del mundo para tener la oportunidad de formar fila ante Su Malignidad Imperial y someterse a su inspección y sus preguntas. Dos veces por semana, Roja reclutaba a nuevos soldados entre esta masa de aspirantes, y les pasaba revista mientras Vollrath le describía los talentos de cada uno.
—Como sabéis, Su Malignidad Imperial —le explicó el preceptor una noche—, a la mayoría de los imaginacionistas se le da bien una sola cosa, del mismo modo que un marviliano común y corriente puede estar dotado para las matemáticas pero no para la poesía. Aquí tenéis un ejemplo. —Roja y el preceptor se encontraban ante un hombre de pecho hundido cuyas ropas harapientas y barba enmarañada le conferían el aspecto de alguien recién rescatado de una isla desierta—. Este exmarviliano no sabe hacer otra cosa que disparar bolitas por los codos.
—¿Por los codos? —Roja frunció el ceño—. Que me lo enseñe.
El hombre dobló los brazos y, tras un momento de concentración, unos discos diminutos salieron volando de sus codos huesudos y se estamparon con un golpe seco contra la pared.
—¡Tsst! —resopló Roja con indiferencia. Llevó a cabo su selección. De pronto, había soldados a lo largo de todo el perímetro de la sala. Ella, con Vollrath y sus comandantes a la zaga, se dirigió hacia la salida, diciendo en voz muy alta—: Por lo que respecta al resto de vosotros… ¡adiós! —Para cuando se encontró con el Gato en el pasillo, los rechazados —entre ellos el que disparaba por los codos— habían sido sumariamente ejecutados.
El asesino felino de Roja acababa de regresar de una de sus incursiones nocturnas en la ciudad. Ni siquiera Su Malignidad Imperial sabía adónde iba o qué hacía durante esas salidas, pero invariablemente volvía cargado de pájaros muertos que depositaba a los pies de su ama. Sin embargo, aquella noche, entre los cuerpos, había también un libro.
—Te crees muy intelectual, ¿no? —espetó Roja, furiosa, cuando lo vio—. ¿Pretendes superarte por medio de la lectura?
—Fijaos en el título —le indicó el gato.
El libro voló hasta la mano de Roja. Alicia en el país de las maravillas.
—¿Alicia? —dijo Roja.
—Es sobre vuestra sobrina —dijo el Gato—. Está lleno de mentiras estúpidas sobre Marvilia, pero aquí es muy conocido.
—¿Alguien ha escrito un libro sobre mi sobrina? —Roja se volvió hacia su preceptor—. ¿Tú sabías algo de esto?
—Os juro que no —mintió Vollrath.
Ella abrió el libro entre sus manos. Paso las páginas de principio a fin con la imaginación —¡Un escritorzuelo terrícola había inmortalizado a Alyss!—. Cerró el libro con brusquedad. Dio unos golpecitos en la cubierta con uno de sus largos dedos, bajo el nombre del autor.
—¡Encontrad a ese tal Lewis Carroll y traédmelo!
El Gato se marchó a toda prisa. Sacrenoir y los comandantes se escabulleron para imponer disciplina a sus tropas.
Roja miro con el entrecejo fruncido en dirección a la sala del Renacimiento del palacio, donde los reclutas rechazados yacían inertes en el duro y frío suelo.
—A este paso, tardaré media vida en conseguir la mitad de los soldados que necesito.
—¿Y qué os parece —sugirió Vollrath, ejecutando una genuflexión con las orejas—, si alguno de nosotros volvemos a Marvilia en busca de vuestro laberinto mientras Sacrenoir y los demás siguen reuniendo un ejército aquí?
A pesar de sus múltiples demostraciones de fuerza imaginativa, Roja sabía que sus poderes se habían debilitado. Ella nunca lo habría reconocido —seguía siendo cien veces más poderosa que cuantos la rodeaban—, pero se hallaba demasiado lejos del Corazón de Cristal. Tenía que acercarse a él de nuevo, embeberse de energías frescas, y cuanto antes mejor.