26

En su tienda de campaña, en el retiro más exclusivo de Confinia, la Dama de Diamantes ejercitaba su imaginación bajo el asesoramiento de un entrenador o posibilitador.

—No podéis imaginar que estáis volando y luego, como por arte de magia, echar a volar —le explicaba el posibilitador—, pero podéis imaginar que vuestro cuerpo tiene alas y, si son lo bastante largas, os permitirán volar al moverse. Como todo en este universo, la imaginación tiene sus leyes.

La Dama de Diamantes, que contemplaba el modesto remolino de energía imaginativa que tenía ante sí, no parecía estar escuchando. Se esforzaba mucho por no parpadear.

—Las leyes de la imaginación se han descubierto gracias al estudio de los imaginacionistas más poderosos y hábiles de la historia. Un imaginacionista de talento puede transformar un objeto inanimado en un organismo simple, como una gombriz. Pero en el caso de seres más complejos, como ripios de la guerra o galimatazos, incluso los mejor dotados son sólo capaces de crear una imagen ilusoria de ellos, sin darles vida de verdad. Así pues, cuando hablo de materializaciones, me refiero sobre todo a objetos inanimados. Para hacerlos aparecer con éxito, debéis visualizar el objeto de vuestra elección con todo detalle. Y eso —el posibilitador miró con escepticismo la ameba flotante de energía imaginativa generada por la Dama de Diamantes— es lo que deberíais estar haciendo ahora. Antes de nada, construir el objeto en la cabeza. Cuanto más claro lo tengáis en la mente, más cosas sabréis sobre él y más satisfactorio será el resultado. Por eso quería que eligierais algo que conozcáis bien.

El remolino de energía comenzaba a solidificarse, muy poco a poco, pero aún no se apreciaba del todo bien en qué se estaba transformando.

—¡Bien! —exclamó el posibilitador—. ¡Excelente! Seguid concentrándoos en el joyero que tenéis en mente y, en virtud de vuestro indudable talento, trasladaréis vuestra visión al reino de lo físico.

—Siempre le he dicho a mi marido que tengo talento.

—Materializar objetos es sólo cuestión de concentración, Señora de Diamantes. Imaginaos (ja, ja, me ha salido un juego de palabras); no, en serio, imaginaos que la luz de nuestros soles es imaginación. En un día cualquiera, esa luz nos envuelve, difusa, iluminándolo todo sin que nosotros influyamos en ello. Ahora, suponed que vuestra imaginación es una lupa que concentra la luz de los soles en un punto concreto con una intensidad cada vez mayor hasta que produce una llama. Esa llama es vuestro objeto materializado.

La Dama de Diamantes tenía los músculos del cuello tensos y temblorosos. Había pasado de intentar no parpadear a entornar los ojos, como si la rendija entre sus párpados determinase su grado de concentración. Sin embargo, el joyero que estaba materializando parecía más bien cuatro piezas de madera pegadas entre sí con cola por un niño pequeño.

—Cuanto más complejo es un objeto —prosiguió el posibilitador de la imaginación—, más lento es el proceso y más energía se necesita. Para disponer de más energía se requieren mayores dotes de imaginación. Hacer aparecer una silla es fácil; hacer aparecer una aeronave meticulosamente diseñada entraña una dificultad mucho mayor. Quienes poseen una imaginación poderosa parecen intuir objetos complejos, pues son capaces de materializar de manera instantánea lo que imaginaciones más débiles tardarían días o semanas en materializar, y eso si lo consiguen. Pero cualquiera que presenciara este despliegue de fuerza (¡no hay más que ver el joyero que habéis creado!) se daría cuenta enseguida de que sois dueña de una imaginación especialmente poderosa.

La Dama de Diamantes contempló su obra con orgullo.

—Es idéntico al que tengo en casa —dijo—. Si los colocara el uno al lado del otro, no sabría distinguirlos.

—Por supuesto que no —convino con entusiasmo el posibilitador—. Puesto que sois de Marvilia, sin duda el nombre de Alyss de Corazones os resultará familiar. Pero lo que no podéis saber, pues no me gusta mencionarlo para no parecer engreído, es que yo fui el posibilitador de imaginación de vuestra reina cuando era niña. Desde entonces, he posibilitado a muchos otros imaginacionistas de talento, pero vos, Señora de Diamantes, sois con diferencia la imaginacionista más talentosa que jamás he entrenado.

—Bien —dijo la señora. ¿Acaso esto no constituía una prueba más de que ella debía ser reina en lugar de Alyss de Corazones o cualquiera otra de las damas de la nobleza marviliana? ¿Acaso no tenía derecho alguien tan talentoso como ella a quedar absorto en ensoñaciones sobre su propia grandiosidad? Por supuesto que lo tenía. De modo que la Dama de Diamantes se abstrajo en reflexiones sobre su magnificencia, y por eso tardó unos momentos en percatarse de que la torre blanca y su destacamento de peones y naipes soldado habían invadido su jaima.

—Señora de Diamantes —dijo la torre con una reverencia cargada de sarcasmo—, por órdenes de la reina Alyss de Corazones, quedáis detenida. Os escoltaré de vuelta a Marvilia, donde se os juzgará por traición y conspiración para asesinar a la reina.

—¡Qué?

Los peones y los naipes soldado rodearon a la señora.

—¡Esto es un escándalo! —vociferó—. ¡Está claro que alguien te está tomando el pelo, pieza de ajedrez! ¿Tienes la menor idea de lo que me ha costado el paquete vacacional en este retiro? ¡Fuera de aquí, o me encargaré de que os detengan a vosotros!

La torre lanzó una granada a los pies de la señora. Ella dio un respingo, pero en lugar de una explosión que le destrozara los huesos, la detonación de la granada hizo aparecer una celda pequeña, del tamaño justo para que cupiera ella.

—Pero si aquí no tenéis jurisdicción —gimió, sacudiendo los barrotes de la cárcel portátil.

—El rey Arch está al tanto de mi misión y me ha concedido toda la autoridad que necesito.

—¿El rey Arch? Maldito embustero… ¿Por qué no lo arrestáis a él? Tiene la culpa de todo. ¡Te lo advierto, pieza de ajedrez! ¡Déjame salir de esta cosa o atente a las consecuencias! ¡Puedo vencerte con el poder de mi imaginación! —La señora apretó los ojos con fuerza, cerró las manos en puños y…

¡Puf! Se materializó un joyerito insignificante. La torre, los soldados, los peones y el posibilitador de imaginación se quedaron mirándolo, preguntándose qué vía de escape milagrosa le proporcionaría a la dama. Entonces el objeto se deshizo en pedazos.

—Vamos —dijo uno de los naipes soldados, y entre él y los demás levantaron la celda portátil de la Dama de Diamantes y la trasladaron al vehículo carcol que los esperaba fuera.

—¡Que alguien avise al Señor de Diamantes! —chilló la dama, sacudiendo con violencia los barrotes—. ¡El Señor de Diamantes sabe poner en su sitio a las piezas de ajedrez! ¡Espera y lo verás, señor Torre! ¡Sufrirás un castigo mucho peor de lo que puedas imaginar por este error!

—Vuestro marido y vos dispondréis de tiempo de sobra para hablar sobre mi castigo mientras estéis en espera de juicio —dijo la torre.

Sus recuerdos de la noche anterior eran poco fiables, nebulosos y vagos. Tenía lagunas enormes en la memoria debido a los excesos de la víspera. Aun así, el Valet de Diamantes estaba bastante seguro que se había quedado dormido en un cojín grande como un colchón relleno de primeras plumas de lucirguero. El Señor de Diamantes, por su parte, estaba bastante seguro de que tenía al alcance de la mano bandejas con exquisiteces diversas y licoreras llenas de néctares que nublaban la mente cuando había caído rendido por el sueño bajo el dosel de una antigua cama kalamán. Y tanto el padre como el hijo recordaban haber bailado hasta el agotamiento. Aún les resonaba en los oídos la música estridente que ponía el disc-jockey de Ciudad Límite. ¿Cómo habían llegado, pues, a verse rodeados por tanta maquinaria?

—¿Qué es todo esto? —preguntó el Señor de Diamantes tras despertar de un sueño profundo y abrir de mala gana sus ojos hinchados.

Al parecer, estaban en una fábrica. Había rastros de producción en serie por todas partes: correas transportadoras, brazos de ensamblaje automático, soldadores láser, estantes repletos de chips de inteligencia, un ejército de esqueletos de metal, algunos de ellos recubiertos de alambres que semejaban venas y músculos artificiales, otros con la estructura descarnada. En las paredes abombadas de la tienda había colgados planos para construir vitróculos.

—¿Dónde están las señoritas y los criados? —preguntó el Valet de Diamantes, bostezando.

Fue entonces cuando el caballo blanco, al mando de un contingente de peones y naipes soldado, entró en la jaima. Paseó la vista por la planta de fabricación de vitróculos, que corroboraba de forma contundente el testimonio del rey Arch.

—Señor de Diamantes —dijo—, por órdenes de la reina Alyss de Corazones, quedáis detenido. Os llevaremos de regreso a Marvilia, donde seréis juzgados por traición y conspiración para asesinar a la reina.

—¿Va a detenerme? —murmuró el Señor de Diamantes, retrocediendo y negando con la cabeza—. ¿Por traición y asesinato?

El caballo se dirigió al Valet de Diamantes:

—Y vos, señor, como prófugo de las minas de Cristal, también quedáis detenido. Yo mismo os devolveré al sitio donde debéis estar.

El caballo lanzó un par de granadas; una a los pies del Valet y otra a los pies de su padre. ¡Fuush!, sendas celdas portátiles aparecieron en el punto de impacto de las granadas, pero…

Dentro no había nadie. El Valet, que podía llegar a moverse a una velocidad sorprendente para su corpulencia, se había parapetado de un salto tras la máquina que atornillaba cabezas de vitróculo a los cuerpos de vitróculo. El Señor de Diamantes, mientras tanto, agachado para evitar los brazos mecánicos, se alejaba dando traspiés por las plataformas de carga. Los peones y los naipes soldado se dividieron en dos grupos para perseguirlos, pero el señor corría en zigzag, siguiendo una trayectoria lo bastante imprevisible y absurda como para evitar que lo capturaran hasta que avistó un camino despejado hacia la salida de la jaima. Se lanzó a toda velocidad hacia ella, y se hallaba a sólo un par de zancadas de la libertad cuando…

—¡Ugh!

El caballo blanco se precipitó desde una estantería de almacenamiento y le hizo un placaje. Otra granada voló y —¡fuush!— el Señor de Diamantes quedó encarcelado en una celda portátil.

Los peones y los naipes soldado se juntaron para felicitase por haber cumplido la misión. O casi. Y es que en medio del barullo, el Valet de Diamantes, de descomunal trasero, se había escabullido inadvertidamente.