Durante generaciones, Ciudad Límite había atraído a aquellos que se sentían extranjeros entre sus compatriotas, a quienes deseaban huir de las asfixiantes costumbres de su tribu natal para disfrutar de la vida más rica y expansiva que uno encuentra inevitablemente en una gran metrópoli. A parte del séquito real de Arch, Ciudad Límite era la única población del reino en la que convivían miembros de tribus diferentes. Mientras que en ningún otro sitio podía un maldoide dejar que lo sorprendieran en compañía de un kalamán, las relaciones intertribales eran habituales en la capital, donde nadie podía sobrevivir mucho tiempo si no toleraba la diferencia.
En ningún otro lugar era más evidente la diversidad de la población que en la casa de juegos el Cubil del Vicio, un local de mala muerte que solía estar en un barrio de mala muerte donde tenían sus tiendas de campaña los jornaleros. Una noche cualquiera en el Cubil del Vicio, un forastero podía encontrar a onus departiendo con astacanos, a un awr tomando copas con un scabbler, a gnobis enzarzados en discusiones filosóficas con sirks. Aunque esos confinianos habían nacido en tribus enfrentadas, ahora pertenecían, ante todo y en primer lugar, al mismo clan: el de los habitantes de Ciudad Límite.
Cuando Somber entró en el Cubil, allí había representantes de cada una de las veintiuna especies del reino, además de unos cuantos de las regiones remotas de Morgavia y Bajia. Bullangueros y escandalosos, las cuatro quintas partes estaban borrachos, y el otro quinto se estaba aplicando a fondo para emborracharse. A Somber le habría dado igual si hubiera el doble y fueran todos colocados con cristal artificial. Se habría enfrentado a toda la muchedumbre si con ello hubiese tenido una remota posibilidad de garantizar la liberación de Molly la del Sombrero.
En un rincón, sentados en bancos bajos y compartiendo una botella de un licor viscoso con un par de maldoides y un scabbler había cuatro ganmedas.
¿Serían ellos sus contactos? Somber esperó pero ellos no le prestaron la menor atención, de modo que siguió adelante y se abrió paso entre los bebedores apretujados en triple fila frente a la barra hacia las mesas que abarrotaban un espacio demasiado reducido, con marcas de botellas y copas de juergas anteriores. Cuando llegó al fondo de la carpa, emprendió el camino de regreso. Un macho de la tribu de los fel creel se apartó de la barra y se le puso delante. Somber no podía saber que en realidad ya no pertenecía a esa tribu y ahora viajaba con Arch como un fatalsino más.
El confiniano se quedó con los brazos a los costados y las palmas hacia fuera. Se dobló; las hojas serradas de sus huellas digitales afloraron en la piel y destellaron bajo la luz. En un abrir y cerrar de ojos, le arrebató la gorra a un astacano de aspecto huraño que estaba ante la barra y la hizo jirones. El astacano se dio la vuelta, listo para pelear, pero cambió de idea al ver el estado en que había quedado su gorra. Se volvió de nuevo hacia su bebida, y Ripkins sacó el mentón mirando a Somber, desafiante.
¡Fuap!
La chistera de Somber ya no estaba en su cabeza, sino aplanada y transformada en unas cuchillas giratorias, y los brazos del bonetero se movían como los de un ninja de la Tierra armado con un nunchaku, cortando el aire con sus cuchillas arriba, abajo y alrededor de su cuerpo en círculos estrechos y precisos. Acto seguido…
¡Fuap!
Volvía a llevar la chistera puesta.
Los parroquianos del club les hicieron sitio a los luchadores y luego continuaron embotándose los sentidos, pues estaban acostumbrados a esta clase de alborotos.
—¡Hunh!
Ripkins se inclinó hacia delante, con el brazo derecho extendido, y un par de plumas punzantes salieron disparadas hacia Somber.
¡Flangk!
Somber abrió las cuchillas de sus muñecas y se hizo a un lado, pero Ripkins, que ya había previsto ese movimiento, tiró de los cables sujetos al extremo posterior de las plumas punzantes. Las armas volvieron hacia él girando en el aire mientras —fip, fip, fip— disparaba media baraja de cartas daga.
Al esquivar las plumas punzantes, Somber se interpuso directamente en la trayectoria de las cartas daga. Con o sin cuchillas en las muñecas, podría haber muerto acribillado de no haberse echado cuerpo a tierra con el doble de la aceleración de la gravedad.
Ripkins se abalanzó sobre él, y estaba a punto de caerle encima cuando…
¡Shuink!
Somber se pulsó la hebilla, y los sables de su cinturón se abrieron como impulsados por un resorte. Ripkins cambió de dirección en el aire y dio una voltereta para ponerse a salvo, lo que dio tiempo a Somber de levantarse de un salto y abrir su mochila con un encogimiento de hombros, a fin de tener a mano los tirabuzones y puñales. Protegiéndose con las cuchillas giratorias de una de sus muñecas, lanzó las armas de su mochila hacia Ripkins.
—¡Yah, yah, yah!
Pero las manos de Ripkins estaban generando un ciclón delante de él, invisibles a causa de la velocidad, cortando el aire a tiras. Bien por la mera acción de la fuerza centrífuga, bien porque estaba atrapando la armas que Somber le tiraba y arrojándoselas de vuelta, cada cuchilla y cada tirabuzón regresaba volando hacia el mítico bonetero, que cada vez se encontraba más a la defensiva hasta que no pudo hacer otra cosa que girar, agacharse y saltar para evitar que los proyectiles lo alcanzasen.
—¡Aaah!
Somber embistió a Ripkins, con las cuchillas de las muñecas ante sí. El guardaespaldas de Arch movió el hombro como si llevar el cuello de la chaqueta torcido y quisiera ponérselo bien: una vara puntiaguda del tamaño de un cristal para escribir salió deslizándose de la manga a su mano. Ripkins apretó con el pulgar extremo romo, y la vara se extendió hasta ser del largo de un maspíritu. Somber, al reducir la distancia entre ellos, reconoció el arma: una jabalina telescópica.
—¡Hngh!
Sujetando la jabalina horizontal, con ambas manos cerca de su parte media, Ripkins la impulsó contra las cuchillas de las muñecas de Somber.
¡Crchkkkrchk!
Ambos juegos de cuchillas se detuvieron, bloqueados por los extremos de la jabalina. Las manos de Somber habían quedado aprisionadas contra la vara, y Ripkins le acercó un puñado de plumas punzantes a la yugular.
Somber asintió con la cabeza, en señal de admiración, y luego…
—¡Nguh!
Movió rápidamente las manos hacia abajo y hacia fuera como si las tuviera mojadas y quisiera sacudirse el agua. Ripkins retrocedió, tambaleándose, y la jabalina cayó al suelo con un repiqueteo sordo. Las cuchillas de sus muñecas volvieron a girar a toda velocidad, y Somber lanzó su chistera, que penetró en la espesa nube de humo de narguile que flotaba sobre la cabeza de los clientes.
¡Clinc! ¡Clang! ¡Clonc!
Ripkins y él se acometieron mutuamente, y el guardaespaldas de Arch empezaba a verse en apuros cuando…
Las cuchillas de la chistera reaparecieron entre la bruma, aproximándose a Ripkins por detrás, y viraron hacia arriba en el último momento.
¡Paf!
La parte plana de las hojas lo golpearon en la nuca, y él se desplomó. Somber atrapó su arma y la impulsó hacia abajo con fuerza, de modo que dos de las cuchillas se clavaron en la tierra, a ambos lados del cuello de Ripkins, como una tijeras abiertas, dejando al guardaespaldas inmovilizado boca arriba.
Éste soltó un gruñido, impresionado.
Somber cerró sus brazaletes, recogió las cuchillas de su chistera y, con un movimiento de muñeca, las transformó de nuevo en un sombrero inofensivo. Ripkins se puso de pie, guardó sus armas y se quitó el polvo con una mano.
—¿Dónde está Molly la del Sombrero? —preguntó Somber con impaciencia.
Ripkins echó la barbilla hacia adelante, como para indicarle que mirase detrás de sí. Somber se volvió a medias y vio a otro fel creel, con unos guantes que le llegaban hasta los codos y las manos entrelazadas entre sí, esperando cortésmente. Ripkins reculó hasta confundirse con el resto de los parroquianos del bar mientras Blister se quitaba los guantes, alzaba las manos desnudas y le mostraba a Somber primero la palma y luego el dorso. Como un prestidigitador a punto de ejecutar un truco de magia, le enseñó a Somber el interior de las mangas de su camisa para que viera que no escondía nada en ellas. Sin más preámbulos, apretó un dedo contra el cuello de un onu desprevenido.
—¡Aaahaaahaaagh! —aulló el onu entre violentas contorsiones.
Blister mantuvo el dedo apretado contra la piel burbujeante de su cuello.
—¡Aaaaahaaaaaagrgh!
Blister retiró por fin el dedo, y su víctima se quedó empapada en sudor y agotada del dolor. El guardaespaldas abrió una navaja automática y bajó la punta hacia el globo que se había formado en el cuello hinchado del onu. ¡Pop! La herida empezó a manar pus, y el onu perdió el conocimiento.
Blister sonrió de oreja a oreja.
—Para mí las armas como las tuyas son innecesarias —le dijo a Somber—, aunque tampoco soy manco a la hora de usarlas.
Somber echó mano otra vez de todo su arsenal: las hojas de la chistera, las cuchillas de las muñecas, los sables del cinturón, las armas de la mochila…, todo ello entrechocó con las picas, las estacas y las espadas de Blister. Sin embargo, tras una prolongada alternancia de cuchillas y giros, Somber acabó en el suelo, acorralado contra una mesa volcada, con el mortífero dedo índice de Blister, a un pelo del pecho de distancia de su corazón desprotegido.
Somber asintió en señal de admiración. A continuación…
¡Flink!
Los sables de su cinturón emergieron de golpe. Blíster dio un salto hacia atrás, riéndose aunque el dedo le sangraba debido a un corte profundo.
—¿Qué más da si me lo cercenas? Me quedan otros trece.
Volvieron a enzarzarse en combate. Blíster empleaba unas veces armas más tradicionales como espadas y pistolas para repeler los ataques de Somber, y otras veces recurría sólo a la amenaza de su tacto.
—¡Ungh! ¡Ungh!
Somber le lanzó dos cuchillas en forma de C que le aprisionaron las manos contra dos de los palos que sostenían la tienda. Somber hizo volar las otras dos cuchillas, y los pies de Blister también quedaron inmovilizados de pronto. Ahora Blister tenía las cuatro extremidades extendidas en forma de X, como un voluntario que, jugándose la vida, se ofrece a servir de blanco a un lanzador de cuchillos.
—No ha estado mal —farfulló el guardaespaldas, con la mayor efusividad con que había elogiado jamás la destreza de otro.
Somber arrojó las cuchillas de su chistera. ¡Dink, dink, dink, dink! Rebotaron contra las sujeciones de Blister, aflojándolas y regresaron a sus manos como un bumerán. Al guardaespaldas todavía le sangraba el dedo.
Ripkins emergió de entre la multitud del bar.
—Ven con nosotros si quieres salvarle la vida a tu hija —dijo.