Campamento de los fatalsinos, Confinia.
Seis ciclos lunares antes
Cuando el rey Arch se enteró de que la recién coronada Alyss de Corazones había ordenado la aniquilación de todos los vitróculos de su reino, su cerebro maquinador se puso a trabajar a marchas forzadas. Había ocupado el trono de Confinia durante más de la mitad de su vida, gracias a que siempre ganaba por la mano a sus enemigos sin detenerse ante nada. Todavía no estaba muy seguro de qué uso concreto podía darle a un ejército de vitróculos, pero disponer de una fuerza militar semejante sin que nadie lo supiera constituía una ventaja que no podía desaprovechar.
Repantigado en su jaima-palacio con sus esposas número once, seis, diecisiete y veintiocho, que se esforzaban por no revelar con expresiones o actos su abatimiento, Arch mandó llamar a Ripkins y Blister.
—Mis ministros me informan de que Alyss está desembarazando su reino de vitróculos.
—Su gente no puede controlarlos —confirmó Blister.
—Invalidar el imperativo que Roja les grabó en la mente está resultando más difícil de lo que Alyss pensaba —añadió Ripkins.
—En otras palabras, están diseñados para matar y nada más.
Los escoltas se inclinaron en señal de asentimiento.
—Tal vez el truco no sea invalidar el imperativo —dijo Arch, meditabundo—, sino reprogramarlos para que reconozcan a otro como amo. Todo el mundo en Marvilia, incluida la por lo demás rebelde Roja de Corazones, está, estaba o ha estado siempre ocupado inventando cosas. Pero ¿de qué sirven las cosas sin planes ingeniosos para utilizarlas? Yo les doy a las cosas un uso inesperado e imaginativo.
No por nada se llamaba Arch. Era archipolítico, archiestratega. A los diecisiete años había subido en la escala jerárquica de su tribu natal, los onu, para convertirse en el primer soberano de Confinia. Antes de su ascenso, las tribus nómadas del país eran del todo independientes, sin otra cosa en común que el terreno por el que se desplazaban. Él los había obligado a compartir algo más: el honor, el respeto y la obediencia hacia su persona. Esto, como solía recordar a sus ministros, era lo que unía a las tribus de Confinia. Su sometimiento le confería a la nación su identidad, su punto de referencia, su cultura.
—Mi política es unir, no dividir —bromeaba.
Para la época en que se erigió en rey, ya había formado su propia tribu, la de los fatalsinos, seleccionando de entre los onu y los otros clanes a los guerreros más diestros, los ministros de información más inteligentes y las mujeres más hermosas para que fueran sus esposas y sirvientas. Además, había reclutado a numerosas almas descarriadas e inadaptados de Ciudad Límite, la capital de facto de Confinia. Entre ellos estaban Ripkins y Blister.
—Dejadnos solos —ordenó a sus esposas, señalándoles con malos modos la salida.
Sin demora, con un tintineo de sus joyas, las mujeres salieron de la jaima.
—Debéis entrar en Marvilia y capturar a un vitróculo —les indicó a Ripkins y Blister—. Tiene que estar totalmente intacto o no me servirá de nada. Y con eso me refiero a todos los poros de su piel artificial, todas las fibras de sus músculos y tejidos creados en el laboratorio, todos los nanochips y filamentos de su cerebro; debe estar en perfecto estado para que podamos diseccionarlo de forma adecuada y entender cómo funcionan. Tenéis que traerme a uno vivo.
Ripkins asintió pero Blister se quedó mirando al vacío, inexpresivo, de modo que era imposible saber qué pensaba.
—¿Entiendes lo que digo, Blister?
—Entiendo.
Tras una época en que había reinado una paz irritante en Confinia, Blister estaba malhumorado y deprimido porque llevaba casi un ciclo lunar entero sin llenar a nadie de pus. Justo el día anterior, Arch lo había sorprendido en un corral de maspíritus, cubriendo a los animales de ampollas hasta llevarlos al borde de la muerte, pues su necesidad de tocar y destruir era enorme.
—Nadie debe estar al corriente de vuestra misión —continuó Arch—. Debéis pasar inadvertidos en todo momento. Es necesario que Alyss y su gente crean que han limpiado el reino de vitróculos. Tengo la intención de fabricarme un ejército de ellos, usando el que me traigáis como modelo a partir del cual clonar a los demás.
Blister salió de la jaima detrás de Ripkins y, enfurruñado, apretó la hoja plateada de una palmera entre el índice y el pulgar. La hoja burbujeó y se hinchó. Hizo lo mismo con otra hoja, y luego con otra. Cuanto más tiempo mantenía el contacto con la planta, más sufría ésta, hasta que…
Hinchada, a punto de reventar, empezó a rezumar un líquido amarillo por todas las hojas y murió, agostada, marchita.
—Intacto, Blister —le advirtió Arch.
Blister hizo una reverencia y se marchó.
Cruzar la frontera para ir a Marvilia suponía, para el ciudadano medio, una espera tediosa de varias horas. Había que hacer largas colas, pasar por elaborados controles de seguridad, someterse a interrogatorios ligeros (o no tanto) realizados por funcionarios agobiados de trabajo.
«¿Cuál es el motivo de su visita? ¿Duración aproximada de su estancia?». Pero Ripkins y Blister no se sentían a gusto entre ciudadanos medios, así que decidieron pasar a los dominios de Alyss, no por una de las aduanas oficiales, sino por un territorio despoblado entre el límite cenagoso de Duneraria, de Confinia, y una zona especialmente boscosa de la Ferania Ulterior, de Marvilia.
Pasar inadvertidos significaba que los daños que causaran los escoltas debían infligirse por medios convencionales; nada de desgarros por parte de Ripkins, nada de ampollas por parte de Blister, pues los cadáveres de sus víctimas podrían servir como pruebas de su misión. En consecuencia, Blister llevaba guantes que le llegaban hasta los codos, y tanto él como Ripkins ocultaban unas cuantas armas tradicionales de Confinia en su ropa, municiones que utilizaban varias de las tribus del país: ofuscamentes, ojos remotos, plumas punzantes, tirarredes. También iban armados con las granadas de serpientes y las pistolas de cristal tan comunes en el ejército de Alyss. Pero pasar inadvertido significaba también que nadie de su propia tribu debía ser testigo de sus acciones; cualquiera podía irse de la lengua y divulgar información comprometedora.
Los guardias que patrullaban el lado de Confinia de la frontera eran fatalsinos: dos jóvenes nacidos en la tribu de los astacanos a quienes la vida entre los suyos se les antojaba poco estimulante. Como todos los astacanos, sus piernas largas y delgadas, y sus torsos cortos, fruto de la evolución de generaciones de astacanos que acampaban en regiones montañosas, les daban una mayor facilidad para moverse por terrenos irregulares. Algunos confinianos consideraban a los astacanos seres elegantes y gráciles, pero a otros —entre ellos Blister, por muy fatalsinos que fueran, como él— les parecían grotescos.
—Hoy me siento un poquito maldoide —comentó Blister, sacando un par de ofuscamentes del bolsillo de su chaqueta.
Aquellos dardos autopropulsados con puntas cargadas de suero, utilizados sobre todo por la tribu maldoide de Confinia, podían convertir al ciudadano más pacífico en un loco pendenciero.
—Hace tiempo que no tiro uno —añadió Blister—. Más vale no perder la práctica.
Él y Ripkins salieron al descubierto, y los guardias fronterizos interrumpieron su ronda, sorprendidos de ver a los conocidos esbirros de Arch.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó uno de ellos.
—Poca cosa —respondió Blister y, extendiendo el brazo, disparó los ofuscamentes.
¡Zump! ¡Zump!
Un ofuscamentes se clavó en la frente de cada uno de los guardias fronterizos, penetró hasta el cerebro e inyectó el suero de la angustia en las circunvoluciones de su cerebro. Sus conexiones neuronales se llenaron de interferencias. El veneno embotó su inteligencia.
El suero nunca tardaba mucho en surtir efecto.
Los astacanos miraron en derredor, aturdidos. Luego, como si reparara por primera vez el uno en la presencia del otro, sus miradas vidriosas adoptaron una expresión de odio.
—¡Aaaagh! —gritó uno.
—¡Yaaah! —bramó el otro.
Cayeron al suelo juntos, lanzándose puñetazos y patadas con tal ferocidad que pronto los dos acabarían muertos.
Sin fijarse en la pareja de contendientes, Ripkins y Blister se acercaron a la barrera fronteriza, una malla densa e impenetrable de ondas sonoras que semejaban rayos. Intentar atravesar la barrera, o incluso intentar hacer pasar una mano o un pie al otro lado de la malla sería buscarse un final doloroso. Las ondas sonoras harían vibrar los órganos internos y generarían cada vez más calor hasta que uno muriera abrasado desde dentro.
Ripkins se sacó del bolsillo un medallón que cabía justo en la palma de la mano. Con un movimiento del pulgar, el medallón se elevó dando vueltas en el aire. Como una moneda que gira velozmente sobre su canto, el ojo remoto se volvió casi invisible. Pero, a diferencia de una moneda, voló. Sin otro sonido que el que produce el rápido aleteo de un insecto, se introdujo por una abertura en la malla de la barrera fronteriza y entró en Marvilia, transmitiendo imágenes directamente a las áreas visuales de la corteza cerebral de Ripkins, de modo que él veía lo mismo que el artilugio: el número y la localización de los naipes soldado que patrullaban la frontera en esa zona.
—Una mano entera —dijo—. Una pareja de Tres, otra de Cuatros, y un Cinco solitario.
El ojo remoto atravesó volando de nuevo la barrera. Ripkins lo atrapó y se lo guardó en el bolsillo. Se dirigió en voz muy alta a los naipes soldado situados al otro lado de la frontera:
—Es un trabajo de lo más aburrido, eso de caminar de un lado a otro todo el día, ¿no? ¡No sé vosotros, pero yo no me ofrecí voluntario para esta tarea tan tediosa! Por suerte, tengo algo que nos ayuda a los guardias confinianos a pasar el rato. ¡Venid, que os lo enseño!
Los dos reinos no estaban en guerra, de modo que los naipes soldado no tenían motivos para considerar enemigos a los guardias confinianos. Los naipes Tres se acercaron.
—¿Sí?
Intentaron echar un vistazo a Ripkins a través de las ondas sonoras deslumbrantes, pero entonces…
¡Ziup! ¡Ziup!
Ripkins los arponeó con plumas punzantes, tiró con fuerza de los resortes sujetos al extremo romo de las plumas y arrastró a los soldados hacia la malla de la barrera.
¡Tzzzzzcccczzzkkkch!
Los naipes soldado muertos, a manera de escudo, abrieron una brecha entre las ondas sonoras por la que Ripkins y Blister saltaron sanos y salvos a territorio marviliano, dando vueltas y rodando, pues las cartas daga hendían el aire y se hincaban en el suelo alrededor de ellos, disparadas con la mayor rapidez posible por los AD52 de los naipes Cuatro mientras el naipe Cinco pulsaba su cinturón de municiones para transmitir un mensaje de emergencia por medio de su comunicador especular, cuando…
A medio giro, con una puntería perfecta y aparentemente sin esfuerzo, Blister apretó el gatillo de su pistola de cristal y abatió al naipe Cinco.
Ripkins lanzó una granada de serpientes a los naipes Cuatro, y mientras éstos bailaban y saltaban para evitar sus espirales mortíferas —disparando cartas daga hacia todas partes excepto hacia sus agresores—, él y Blister arrancaron a correr hacia delante. Los naipes soldado, tras sufrir torcimientos de partes del cuerpo que no deberían torcerse, cayeron sin vida, y los escoltas de Arch pronto se encontraban abriéndose paso por la espesura de la Ferania Ulterior, haciendo crujir ramitas y hojas con cada paso.
—¿Hacemos una visita a los laboratorios? —preguntó Blister, refiriéndose al complejo de edificios achaparrados en el barrio de almacenes de Marvilópolis donde un consorcio de científicos e ingenieros al servicio de Alyss habían intentado transformar a una cuadrilla de vitróculos en una fuerza benigna. En el terreno de los laboratorios estaban los baños de incineración; grandes fosas a las que arrojaban en masa a los vitróculos para fundirlos y reducirlos a cenizas. Habría muchos para elegir en los laboratorios, pero Ripkins negó con la cabeza.
—Demasiada seguridad —dijo.
—¿Buscaremos a alguno que ande suelto por ahí?
—Será más fácil si evitamos llamar la atención —respondió Ripkins.
—Sí, pero sería más divertido atacar los laboratorios.
Los escoltas sabían adónde debían dirigirse: al monte Solitario, en el desierto Damero, donde había vivido Roja y donde habían nacido los seres que ellos buscaban.
Eludir la vigilancia de los naipes soldado de Alyss, que a su vez estaban rastreando la zona a la caza de vitróculos que seguían en libertad, resultó más difícil cuando llegaron al desierto. Las casillas alternadas de hielo radiante y de roca volcánica negra no ofrecían muchas oportunidades de camuflarse.
—Era de esperar —susurró Ripkins cuando llegaron a la falda del monte Solitario.
Barajas de naipes soldado custodiaban el lugar. Los vitróculos, sin posibilidades de volver a su hogar, podrían estar ocultos cerca de allí.
Procurando no ser avistados, los escoltas empezaron a reconocer el terreno en torno al monte Solitario en círculos cada vez más amplios, describiendo una espiral cuyo centro era el palacio oscuro, mientras…
No muy lejos, tras una roca que se alzaba como un enorme trozo de carbón en el paisaje, una manada de vitróculos estaba enfrascada en labores de autoensamblaje biológico. La mirada vacía de los cristales que tenían en las cuencas de los ojos; su inmovilidad inquietante, como de muñecos de cera, como si todos hubieran interrumpido al mismo tiempo sus diversas actividades: estaban desfragmentando sus discos duros internos, curando sus heridas más o menos superficiales con brotes de células regeneradoras capaces de formar órganos, miembros y tejidos nuevos. Sin embargo, al oír la más leve de las pisadas, todos volvieron la cabeza a la vez.
Ripkins y Blister estaban dando su tercera vuelta alrededor del monte Solitario, aproximándose a un conjunto de formaciones rocosas escarpadas cuando…
¡Ssst!
Una cuchilla voló hacia el hombro de Ripkins.
—Umf. —La esquivó con la tranquilidad de quien evita que le caiga encima un excremento de rastreador, extrajo una pistola de cristal de la funda que llevaba sujeta al muslo y disparó.
El vitróculo que había lanzado la cuchilla se tambaleó y cayó al suelo.
Blister trabó combate con dos de ellos simultáneamente, cuerpo a cuerpo, acero contra acero, contrarrestando las embestidas ofensivas con giros defensivos en un ballet de violencia. Más que ver el estallido de actividad a su izquierda, Ripkins lo intuyó, porque estaba ocupado haciendo frente a otro par de vitróculos, asestándoles estocadas con un arma larga como su antebrazo y utilizando su pistola de cristal para desviar las puntas de sus espadas y puñales, mientras eludía los disparos de un tercer vitróculo.
Uno tras otro, los vitróculos tosieron su último suspiro, enviaron su último impulso eléctrico por sus venas de alambre, activaron las últimas sinapsis en sus cerebros integrados por nanochips. Blister, que se había dejado llevar por la emoción da la batalla, pareció olvidarse del propósito de su misión.
—Yo me encargo de él —dijo, caminando a grandes zancadas hacia el último vitróculo que quedaba para acabar con él.
Ripkins llevó la mano rápidamente a su tirarredes, un tubo pequeño y delgado sujeto a su cinturón.
¡Fffshao!
Una gran telaraña salió disparada del tubo y cayó sobre el vitróculo. Éste, frenético, fue lanzando cuchilladas y disparando contra la red en vano. Blister, cuya adrenalina ya no prevalecía sobre su sentido del deber, asió los extremos de la telaraña con una mano y tiró de ellos; la red se tensó, envolviendo al vitróculo y dejándolo indefenso. Ripkins le arrancó de las manos inmovilizadas la espada y la pistola de cristal.
Se echó el vitróculo al hombro, y seguido por Blister echó a correr cuando…
Media baraja de naipes soldado, alertada por los ruidos de la batalla, entró en la casilla. En un silencio de desconcierto, inspeccionaron la escena: dos vitróculos con cuchillas clavadas en el vientre, un par más marcados con las quemaduras alargadas y letales producidas por las granadas de serpientes, el resto acribillados a disparos de pistolas de cristal. A juzgar por las armas empleadas contra ellos, el autor de esta matanza podría ser cualquiera, aunque para vencer a siete vitróculos seguramente había hecho falta un grupo numeroso.
Los naipes soldado no sabían, ni sabrían nunca, que Ripkins y Blister habían estado allí y se habían llevado a su reino a un vitróculo en perfecto estado operativo como prisionero.