La amargura habitual de Roja se vio incrementada por su paso través del Corazón de Cristal. Las rosas de su vestido lanzaban dentelladas al aire, abriendo y cerrando sus bocas de pétalos en silencio, como reflejo de la negra melancolía con que ella recorría las calles de aquella ciudad extranjera en los momentos previos al alba y se atormentaba con pensamientos sombríos.
—Si alguien te dice que no se siente dolor cuando te transformas en energía pura y luego te materializas gracias a la sucia imaginación de una persona de la Tierra —siseó Roja—, no le creas.
—Así lo haré, Su Malignidad Imperial. —El Gato miró de reojo a su ama, se lamió una pata y se frotó los ojos con ella.
—Si no soy lo bastante poderosa para derrotar a Alyss… —murmuró Roja, y se sumió en un silencio cargado de abatimiento.
La pareja venida de otro mundo caminó a lo largo y ancho de Montmartre, sin saber qué otra cosa hacer. Había poca gente en la calle, y nadie había pasado a menos de veinte metros de ellos cuando Roja se paró en seco.
—¡Pero sí soy más poderosa que esa sobrina repugnantemente bienintencionada que tengo!
Por otro lado, ¿y si su viaje a través del cristal había debilitado su poder y lo había reducido a una sombra irrisoria de lo que había sido? «Y si, y si…». Pondría a prueba la fuerza de su imaginación, y esto se lo diría todo. Extendió una mano y una vara del tamaño de una de las uñas del Gato apareció en su palma y se alargó hasta parecerse a aquella cosa retorcida y nudosa que utilizaba como cetro en Marvilia.
—Inténtalo tú —le ordenó al Gato, que para probar sus poderes se transformó en un gatito y luego recobró su aspecto humanoide.
—Bien.
Pero Su Malignidad Imperial no había terminado. Golpeó el pavimento con la punta de su cetro provisional y, a partir del punto de impacto, unas grietas se abrieron en todas direcciones, lo bastante anchas para que de ellas brotaran rosas carnívoras. Los tallos, que crecieron a una velocidad insólita para la naturaleza, recubrieron metódicamente la manzana: edificios, farolas, calles y aceras. Fue entonces cuando un carnicero desafortunado, que deseaba llegar a su tienda a aquella hora temprana, como era su costumbre, salió de su apartamento. Al ver las rosas y las figuras amenazadoras de Roja y el Gato, intentó huir, pero los tallos espinosos se enrollaron en torno a sus tobillos, impidiendo que se alejara. Las espinas se clavaron en su piel mientras los tallos trepaban dando vueltas y vueltas por sus piernas, torso y brazos. Cuando abrió la boca para gritar, un tallo se le metió hasta la garganta.
—Es como ver un relato entretenido en la cristalvisión, en el monte Solitario —comentó Roja mientras las rosas daban buena cuenta del carnicero. Hizo un movimiento con su báculo, como un director ante una orquesta, y las rosas se retrajeron hasta desaparecer en las grietas del pavimento—. Tú ya habías estado en este mundo, Gato. Llévame a algún lugar donde pueda enfurruñarme y quejarme en paz. Un sitio apropiado para mi delicado temperamento.
—Sí, Su Malignidad Imperial.
El Gato prefirió no reconocer su ignorancia. Era cierto que se había zambullido hacía poco en el estanque de las Lágrimas y había viajado a la Tierra a la caza de Alyss de Corazones, pero nada le resultaba familiar, y estaba seguro de no haber puesto un pie en aquella ciudad. Guiando a Roja, torció varias veces a izquierda y derecha y enfiló innumerables calles. Al doblar una esquina, toparon con el carnicero muerto. Habían estado caminando en círculo.
—¿No sabes dónde estamos? —preguntó Roja, en una voz tan suave que al Gato se le erizó el pelo que tenía entre las orejas. No se había arriesgado a saltar al interior del Corazón de Cristal para morir ahora.
—La última vez que estuve en la Tierra —respondió con cautela—, seguramente no vine a esta ciudad.
—Díselo al acero —masculló Roja, convirtiendo el extremo de su cetro en una cuchilla, con la que se disponía a atravesarlo, cuando…
—Sólo me queda una vida —le recordó el Gato.
Ella sostenía la lanza en alto, lista para castigarlo. Con un gruñido de contrariedad, hizo por medio de la imaginación que la cuchilla se transformase de nuevo en un puño de bastón con el que lo golpeó varias veces en el pecho mientras hablaba.
—Pues tendrás que ser de más ayuda en adelante, ¿no crees? Porque tal vez no sea tan indulgente la próxima vez.
El Gato se lamió la pata y se frotó los ojos.
—¿Por qué haces eso constantemente? —preguntó, irritada.
—¿Qué?
Roja hizo ademán de lamerse la mano y frotarse el ojo.
—No lo toméis a mal, Su Malignidad Imperial, pero cuando miro alrededor lo veo todo claro y nítido. A vos no. Os veo… borrosa.
—Tú no estás muy definido que digamos —espetó Roja—. Seguramente son los efectos de atravesar el Corazón de Cristal, que aún nos duran.
Ella lo había notado también: el Gato estaba desenfocado, mientras que todo cuanto lo rodeaba estaba claro y bien definido. Era como si estuviera en una zona difusa y sus contornos se difuminasen en el aire en torno a ella. No fue sino hasta que ella y el Gato pasaron junto a una tienda de muebles en la avenida de Clichy y Roja vio su reflejo en un espejo ovalado cuando ella entendió el porqué.
—¡Maldito pintamonas! ¡Su estilo era demasiado suave, y sus colores demasiado sutiles! —Hizo saltar el espejo en mil pedazos con la fuerza de su rabia—. ¡Lo mataré!
El Gato estaba más que dispuesto a ayudar, pero ni él ni Roja sabían por dónde volver al estudio del pintor. Su Malignidad Imperial centró sus pensamientos para intentar encontrarlo con el ojo de su imaginación. Sin embargo, no estaba segura de dónde debía buscarlo; no le vino a la mente visión alguna del pintor o de su estudio. En cambio, el ojo de su imaginación se posó en una escalera de piedra en un estado casi ruinoso, medio oculta por la basura en una callejuela situada detrás de una charcutería. Los escalones inferiores se perdían en una oscuridad tan absoluta como la de una tumba; una oscuridad que, durante generaciones, había atraído a adeptos de poca monta a la Imaginación Negra; ocultistas, drogadictos, marginados que buscaban un refugio donde la sociedad no los juzgase; ladrones y asesinos que buscaban amparo contra la policía.
—Ven —dijo Roja—. He encontrado un sitio para nosotros.
Tras bajar por las escaleras resquebrajadas, envueltos en las tinieblas, Roja y el Gato entraron en una oscura catacumba cuyas dimensiones no se evidenciaban en el eco de sus pisadas. Roja hizo aparecer un trono cuyo asiento y respaldo semejaban una rosa con los pétalos abiertos de par en par, y cuyas patas y brazos parecían tallos de rosa gruesos y petrificados. Su Malignidad Imperial se dejó caer en el trono, como una mujer que se repantiga en su sillón favorito tras un duro día de trabajo.
—Más te vale que recuerdes cómo regresar a Marvilia —le advirtió al Gato.
—Lo recuerdo, Su Malignidad Imperial. Los portales parecen charcos comunes y corrientes. Los reconoceré en cuanto los vea.
—Esperemos por tu bien que así sea. Pero de nada servirá volver a Marvilia ahora que mi ejército está disperso, en el mejor de los casos, o encarcelado en masa, en el peor.
Su sicario empezó a limpiarse.
—Con vuestra fuerza y vuestro poder, podríais dominar cualquier parte de este mundo que queráis.
Las ventanas de la nariz de Roja se ensancharon en señal de impaciencia.
—Sé que es difícil para ti, Gato, pero intenta usar el cerebro, por pequeño que sea. ¿Por qué querría yo sojuzgar este mundo, que no es más que un pálido reflejo de mi tierra natal? Marvilia me pertenece. Deseo recuperar lo que es mío.
—¡Mar-vi-lia! —repitió una voz en la oscuridad—. ¡Cuánto tiempo hace que no piso esa tierra!
Un resplandor parpadeante se acercó cabeceando hacia ellos desde la lejanía de un túnel: era una antorcha, y la llevaba un hombre que parecía un cadáver por su escualidez y su tez propia de quien lleva una semana muerto. Iba vestido de negro de pies a cabeza, con guantes del mismo color. Además de la antorcha, llevaba un estuche de violín. Lo acompañaba un albino alto y calvo de largas orejas que le sobresalían de la cabeza, con un mapa de venas que se traslucía bajo su piel semitransparente: era casi un doble de Jacob Noncelo, idéntico a él en todos sus rasgos salvo en la nariz, que era más larga y puntiaguda, y en sus mejillas, picadas con marcas de acné. Ni él ni su cadavérico acompañante parecieron alarmarse ante la visión de unos seres tan extraordinarios como Roja y el Gato.
—¿Sois de Marvilia? —preguntó el albino.
Roja sabía identificar a un miembro de la especie de los preceptores cuando lo veía. También sabía que el preceptor que tenía delante debía de ser un delincuente, alguien que había saltado al estanque de las Lágrimas para evitar que lo juzgaran en los tribunales de Marvilia y buscarse la vida en este mundo anticuado. Ella podría haber tenido en cuenta antes a los exmarvilianos como ellos, y utilizarlos para sus perversos fines.
—¿A ti en qué te concierne de dónde seamos?
—No me concierne en absoluto —respondió el desconocido—. Es sólo que yo antes tenía amigos en Marvilia. Sin embargo, aquel sobre el que tengo más curiosidad es alguien a quien ya no puedo considerar en justicia mi amigo.
—La justicia está sobrevalorada —refunfuñó Roja.
—En efecto —convino el desconocido—, pero ¿no conocerás a ese examigo mío, por casualidad? Es preceptor, como yo, y con toda seguridad ocupa un cargo relevante en el reino. Se apellida Noncelo.
—Todo el mundo conoce a Jacob Noncelo —intervino el Gato—. Ha sido preceptor de tres reinas.
—¿Y quién eres tú, que te has enemistado con él? —inquirió Roja, con interés creciente.
—Me llamo Vollrath. El señor Noncelo y yo estuvimos juntos en el Cuerpo de Preceptores hace muchas, muchas lunas, cuando la reina Issa era sólo una princesa recién nacida. Éramos rivales, los dos alumnos más aventajados de nuestro grupo, mientras estuvimos en el Cuerpo, el señor Noncelo fue el primero de la clase, mientras que yo debía conformarme con ser el segundo. Soy incapaz de contentarme con ser el segundo en nada, de modo que… —las orejas del preceptor se inclinaron hacia atrás, tiesas, como empujadas por un viento muy fuerte—, como no quería pasarme la vida a la sombra del señor Noncelo en la labor de propagar la Imaginación Blanca, puse mis conocimientos y mi intelecto al servicio de la Imaginación Negra. Y, con la máxima sinceridad que considero aceptable (pues una persona demasiado sincera resulta de lo más aburrida), puedo afirmar que me convertí en su estudioso más eminente. Trabajaba para todos los practicantes de la Imaginación Negra que estuviesen dispuestos a pagarme las sumas exorbitantes que pedía, y llevaba una vida maravillosamente decadente. Sin embargo, en la época de la coronación de Issa, entré en tratos con un contrabandista demasiado ambicioso y no tuve más remedio que zambullirme en el estanque de las Lágrimas. Desde entonces, no he vuelto a Marvilia.
¿Un graduado del Cuerpo de Preceptores al servicio de la Imaginación Negra? ¿Un erudito de la maldad y enemigo de Jacob Noncelo? Había llegado el momento de que Roja se presentara:
—Soy Roja de Corazones, nieta de la reina Issa y primogénita de la reina Theodora y del rey Tyman, los dos fallecidos ya.
De inmediato, Vollrath hincó una rodilla en el suelo, con la cabeza inclinada.
—No sabía que estaba hablando con un miembro de la realeza —dijo—. Os pido perdón por no haberos mostrado el debido respeto, princesa.
«Princesa». Roja torció el gesto al oír esta palabra.
—Te preguntarás qué está haciendo la heredera forzosa al trono de Marvilia en este lugar sucio y miserable. La respuesta: lo que me correspondía por derecho de nacimiento me ha sido negado dos veces, primero por una madre traicionera en complicidad con mi hermana menor (ambas muertas por mi mano), y después por una sobrina advenediza que en estos momentos lleva la corona que queda mucho mejor en mi cabeza que en la suya. Y ahora, levántate. Y llámame «Su Malignidad Imperial».
Vollrath se puso en pie y se llevó un dedo a los labios descoloridos con ademán pensativo. Se disponía a decir algo cuando…
—Monsieur Vollrath —dijo el flaco portador de la antorcha—, si no quiere llegar tarde…
—Sí, sí, Marcel. Si Su Malignidad Imperial se dignase explicármelo, me gustaría saber más cosas sobre vuestra sobrina (y, naturalmente, sobre lo que pensáis hacer con ella), pero ahora mismo he de acudir a una cita en una catacumba que no está muy lejos de aquí. Sería un honor para mí que vos y vuestro felino acompañante vinieseis conmigo en calidad de mis invitados especiales. El entretenimiento correrá a cargo de un discípulo mío que, aunque no es de Marvilia, posee ciertas habilidades que creo que sabréis apreciar. Después podemos hablar largo y tendido sobre vuestra sobrina, y si está en mi mano ayudaros de alguna manera, no dudaré en hacerlo.
De modo que Roja y el Gato siguieron a Vollrath y a Marcel por una telaraña de túneles zigzagueantes hasta llegar a una catacumba bien iluminada con antorchas. Aunque era muy amplia, la cripta estaba atestada de mesas. En un extremo, frente a una barra hecha de ataúdes, una pila de huesos humanos ocupaba buena parte de un escenario elevado. En el centro de la cámara, un hombre robusto con un bigote negro como la pez estaba metiéndoles prisa a unas personas que parecían ser camareros que preparaban la sala para una gran afluencia de clientes.
—¡Vamos! —bramaba el hombre—. ¡Rapidito, que si la actuación de Sacrenoir no empieza puntual, la cancelará! Marcel, ¿dónde has estado?
—Disculpe mi retraso, maese Sacrenoir —dijo Marcel.
—La culpa de nuestra tardanza es mía —interrumpió Vollrath—, pero acabo de hacer un contacto que espero resulte beneficioso para todos nosotros. Te presento a Su Malignidad Imperial, Roja de Corazones, y a su felino acompañante, que acaban de llegar de mi antigua patria. —Dirigiéndose a los marvilianos, añadió—: Este fornido caballero es maese Sacrenoir, es boticario de Lyon, entendido en una rama particularmente siniestra de la magia negra.
—Conque «maese», ¿no? —dijo Roja con sarcasmo.
Sacrenoir miró a los visitantes de hito en hito.
—Espero que la evidente borrosidad de su persona no sea un reflejo de lo que tienen dentro de la cabeza. Tengo que echar un vistazo a mis huesos. —El mago desplazó su voluminosa humanidad al escenario, donde armó un estrépito considerable al reordenar fémures, huesos de la pelvis y cráneos.
—Maese Sacrenoir nunca ha sido precisamente un dechado de cortesía —dijo Vollrath—, y menos aún antes de una actuación. Venid, nos sentaremos a la mejor mesa del establecimiento.
El preceptor guió a Roja y al Gato a un reservado que estaba a la izquierda de la tarima, separado del resto de la sala por una cortina de terciopelo grueso y negro. Dentro del reservado había una sola mesa.
—Aquí estaremos cómodos —dijo Vollrath—. Tenemos una buena vista del escenario, pero si corro la cortina por completo, así, gozaremos de una privacidad absoluta, a salvo de las miradas del público. Huelga decir que todo refrigerio que toméis corre de mi cuenta.
Empezaban a llegar los invitados, y Marcel se había acercado a toda prisa a la entrada de la catacumba para recibirlos.
—¡Buenas noches, mis bellos amigos! ¡Buenas noches! ¡Son ustedes muy afortunados, pues van a presenciar la única actuación del maestro en París! ¡La función comenzará en breve! Corren el riesgo de incurrir en la ira del maestro si no toman asiento de inmediato. Y, por favor, no olviden que la consumición mínima es de dos bebidas.
Los espectadores eran exclusivamente aristócratas y personas adineradas; las mujeres, engalanadas con perlas y encajes bordados, fumaban cigarrillos con largas boquillas de ébano; los hombres ofrecían un aire sofisticado con sus chaqués, dando golpecitos con bastones de palisandro pulido contra sus zapatos lustrosos mientras tomaban sorbos de absenta de vasos estrechos. Al cabo de unos minutos, la catacumba estaba llena hasta los topes. Una puerta de hierro se cerró con un ruido metálico sin que la tocaran manos humanas, detalle que pasó inadvertido a los ilustres invitados que, apretujados frente a sus mesas, charlaban en voz muy alta y reían con las carcajadas francas de los privilegiados, cuando…
¡Ffftssst!
La sala se sumió en penumbra, pues las antorchas se apagaron milagrosamente al mismo tiempo. Una mujer gritó. Una oleada de risas nerviosas recorrió las mesas. Un violín comenzó a tocar una melodía lánguida y a la vez adusta, obra de un compositor desconocido. Con el crujido repentino de un trozo de madera al romperse…
Voilà! Un único cono de luz iluminó a Sacrenoir, que estaba de pie en el centro del escenario, ante su pila de huesos. En el brumoso límite de la luz, se entreveía a Marcel tocando su violín.
—¡Bravo! —exclamó el público—. ¡Sacrenoir, mago extraordinaire!
Se pusieron en pie entre silbidos, aplausos y aclamaciones. Sacrenoir se llevó un dedo a los labios, para acallarlos, y aguardó a que estuviesen sentados de nuevo, en un silencio expectante.
—Se dice que, cuando muere una persona —dijo en una voz que no parecía dirigida a quienes tenía delante, sino a una multitud innumerable que aún no se había mostrado—, los apetitos animales que han quedado insatisfechos en el momento de su muerte no mueren, sino que perviven en el éter, en el aire mismo que respiramos, esperando anidar en otra persona. Y yo digo: ¡dejad que recuperen sus apetitos!
—¡Dad a los muertos sus apetitos! —gritó el público.
Sacrenoir cerró los ojos, y sus labios se movieron, pronunciando un conjuro imposible de oír por encima de las notas del violín de Marcel. Los huesos apilados a su espalda comenzaron a moverse y a crujir.
—¡Uuuuuuh! —gimió alguien, imitando a un fantasma, y todos se rieron.
Ni Sacrenoir ni Marcel parecían prestar la menor atención al público; aquél, hipnotizado por su propio conjuro mientras la melodía de Marcel acometía un crescendo y su arco frotaba cada vez más deprisa las cuerdas del violín. Los huesos traqueteaban y se deslizaban por el escenario, formando esqueletos completos, y, como salidos de su misma médula, unos jirones podridos de la ropa con que los habían enterrado aparecieron colgando de caderas y hombros. El público estaba boquiabierto y horrorizado.
Los muertos resucitados volvieron sus cuencas oculares vacías hacia la multitud, abriendo y cerrando sus mandíbulas descarnadas en una imitación grotesca del habla. Sin embargo, los sonidos que salían de aquellas gargantas huecas y esas bocas sin lengua, antes de pasar entre dientes que entrechocaban, no eran imitaciones.
—Hambre —corearon los esqueletos, bajando del escenario y caminando por entre las mesas—. Hambre, hambre, hambre.
Un caballero que había estado trasegando absenta como si fuera agua, farfulló que la magia no era más que una ilusión inocua. Se levantó y se puso a bailar con el esqueleto más cercano. Cuando alargó el brazo para hacer girar a su macabro compañero de baile…
—¡Gaaaaagh!
Las mandíbulas del esqueleto le mordieron con fuerza la mano. Con un giro implacable del cráneo, el resucitado le arrancó al hombre tres dedos y se los tragó, de modo que golpetearon por el interior de su caja torácica antes de caer al suelo. Estalló un griterío. En un instante, varias mesas volcaron, las copas se hicieron añicos, las bebidas volaron por los aires y las antorchas se desprendieron de las paredes y prendieron fuego a los charcos de alcohol derramado. La puerta de hierro seguía cerrada y el público estaba atrapado. Una y otra vez, los esqueletos se abalanzaban sobre ellos con mandíbulas hambrientas. Sin embargo, los muertos no podían llenarse el estómago. Cada bocado de carne viva pasaba por entre sus costillas y acababa en el suelo.
—Hambre —coreaban—. Hambre, hambre.
Sacrenoir contempló aquella carnicería con orgullo. Marcel continuó tocando el violín, aunque su melodía apenas se oía ahora, ahogada por los alaridos y los gemidos. Roja y el Gato permanecieron junto a Vollrath en su reservado, con la cortina totalmente descorrida para ver bien lo que estaba ocurriendo. El último espectador se desplomó. Marcel dejó el violín y, durante un rato, no se oyó otra cosa que el sonido de los esqueletos al masticar desesperadamente toda aquella carne fresca a su disposición, y entonces…
—Bravo —dijo Roja, aburrida, aplaudiendo una sola vez.
Avisados de su presencia, los esqueletos se volvieron, empezaron a renquear hacia ella, y los crujidos y chasquidos de sus mandíbulas encontraban respuesta en las dentelladas ávidas de las rosas del vestido de Roja.
—Hambre, ham…
El Gato se levantó de un salto. Con un solo golpe, partió cuatro esqueletos en tantos pedazos que aunque Sacrenoir echase mano de todos sus poderes, jamás podría volver a juntarlos.
—No gastes tus energías —bostezó Roja.
El Gato se hizo a un lado y se quedó observando mientras su ama, desde su asiento y con un movimiento del dedo, hizo que dos esqueletos chocaran entre sí y se desmoronasen. Pero Roja, que no era célebre por su paciencia, inspiró profundamente, imaginó que su aliento era tan abrasador como el de los galimatazos y exhaló un aire tan caliente que desintegró los huesos de todos los esqueletos, reduciéndolos a polvo. Incluso antes de que apretase el índice contra el pulgar para sofocar los numerosos fuegos que ardían por toda la catacumba, Sacrenoir estaba inclinándose ante ella.
—Perdonad la grosería con que me he comportado antes, Su Malignidad Imperial. No era consciente del alcance de vuestros poderes, en comparación con el cual los míos son como la llama de una vela frente al gran incendio de Londres. Si estáis dispuesta a aceptar la lealtad eterna de un desgraciado indigno como el que se postra ahora ante vos, yo os la ofrezco de buen grado.
Mientras Roja se lo pensaba, se volvió hacia Vollrath, que inclinó la cabeza sonriendo, pues confiaba desde un principio en que su discípulo acabaría por mostrarle el respeto debido.
—Has hecho bien en no humillarte enseguida, maese Sacrenoir —dijo Roja al fin—. Para mí no tendría el menor valor la lealtad de un necio dispuesto a rendirse ante la primera arpía seguidora de la Imaginación Negra que se presentara. Acepto tu lealtad. Por ahora. Pero si en algún momento decido que no me eres útil, serás hombre muerto.
—Morir a vuestras manos es preferible a una vida no dedicada a vuestro servicio.
—Bravo —rió Su Malignidad Imperial con auténtico sentimiento—. ¡Bra-vo!
Aún no hacía diez horas que había salido del cristal, y Roja de Corazones ya había reclutado a dos acólitos. Y si Vollrath y Sacrenoir eran representativos de lo que podía encontrar, el ejército de exmarvilianos y terrícolas con talento que estaba decidida a reunir sería más poderoso que el que había utilizado para arrebatarle la corona a Genevieve. Con la disciplina y la determinación que inculcaría a tropas con un gran dominio de la Imaginación Negra, no fracasaría, no podía fracasar en su intento de derrocar a su repugnantemente bienintencionada sobrina.