Molly tenía la sensación de que la cabeza se le había roto en pedazos que alguien había vuelto a juntar de cualquier manera. Le dolían los hombros. Los antebrazos le escocían como si estuvieran en carne viva. Tenía las manos hinchadas, y tan sensibles que le hacía daño cerrarlas en puños. Le hacía daño casi cualquier movimiento, incluidos los parpadeos, por lo que permaneció con los ojos cerrados, intentando reconstruir en su mente lo que había pasado: la Dama de Diamantes; el cofre de madera tallada que debía entregarle a la reina Alyss; sus sospechas de una conspiración para minar el reinado de Alyss (sospechas que, a juzgar por lo dolorida que estaba Molly ahora, no habían sido infundadas). Pero ¿un atentado contra la vida de la reina? La Dama de Diamantes era más osada de lo que ella creía. Debía comunicárselo a Alyss.
Con un gran esfuerzo, Molly se incorporó y abrió los ojos. ¿Qué demonios…? El rey Arch estaba sentado en una silla junto al colchón donde ella yacía. ¿Qué hacía Arch en Marvilia?
—Está viva —dijo él.
Un ministro entró con pies ligeros y silenciosos, y susurró algo al oído del rey. Fue entonces cuando Molly cayó en la cuenta: Arch no estaba en Marvilia; ella estaba en Confinia. Pero ¿cómo había ido a parar a Confinia? ¿Dónde estaban sus armas? ¿Y qué era aquello que la envolvía como segunda piel? En lugar de sus pantalones y su cinturón de siempre, llevaba un traje de una pieza que se ceñía al cuerpo, hecho de un material rosa desconocido, y aparentemente no había botones o cierres que desabrochar para quitárselo. El cuello de la prenda se ajustaba al suyo, las mallas le apretaban los tobillos y los puños de las mangas largas prácticamente le cortaban la circulación de la sangre hacia las manos. Molly detestaba la ropa ceñida. Y, peor aún, detestaba el rosa.
—Que traiga ella el aperitivo —le dijo Arch al ministro, que se marchó haciendo tan poco ruido como una voluta de humo. El rey le sonrió a Molly—. ¿Cómo estamos, después de la siesta que tanta falta nos hacía?
—¿Dónde están mis cosas?
—Allí mismo. —Apuntó al fondo de la habitación, a una mesa sobre la que el sombrero, la chaqueta de la Bonetería, la mochila, el cinturón y las cuchillas de las muñecas estaban pulcramente dispuestos. Flanqueaban la mesa dos criaturas de una especie que ella nunca había visto.
—Me subestimas —dijo Molly, y se abalanzó hacia su equipo.
Las piernas le flaquearon como si estuviesen desprovistas de músculos. Sus brazos no tenían fuerza, y ella no conseguía fijar la vista, como si sus ojos estuviesen girando en sus órbitas de forma independiente el uno del otro. Se cayó al suelo. Desde muy, muy lejos, notó que alguien la levantaba y la acostaba de nuevo. Su cabeza empezó a estabilizarse y ella vio que volvía a estar en el colchón.
—Al parecer, Molly, eres tú quien me subestima a mí —dijo Arch—. Tal vez debería haberte informado de que el traje que llevas es un dosificador de sedantes. Cada vez que haces un movimiento brusco, el artilugio te introduce a través de la piel cierta sustancia que… Bueno, espero que nunca sucumbas a los placeres ilusorios del cristal artificial, pero digamos que dicha sustancia produce unos efectos parecidos a los de una noche de excesos en el consumo de esta droga tan poco sana.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó ella.
—Has sufrido una caída muy aparatosa. —Señaló con un gesto de la cabeza a las criaturas desconocidas—. Mis amigos de Ganmede y yo te estamos cuidando hasta que te recuperes, eso es todo.
—¿Drogándome? —Molly intentó intimidarlo con su mirada más feroz pero, al no obtener respuesta alguna, comenzó a tirar con violencia del cuello y los puños de su traje.
—Quitarte eso sería tan difícil como arrancarte la piel —dijo Arch—. Molly, por favor, entiende que no tengo intención de hacerte daño. La Dama de Diamantes ya te ha causado bastantes molestias, según creo. Tu atuendo, que tanto te favorece, no es más que una precaución contra una posible reacción excesiva por tu parte al despertar aquí. Espero que pronto decidas quedarte con nosotros como mi invitada personal.
Molly se puso de pie, despacio, con suavidad.
—Me debo a mi reina, que seguramente me echa en falta. Quisiera irme a casa ahora.
—Yo no tendría tanta prisa. Al volver, podrías encontrarte con que la reina no es la misma que cuando te fuiste.
Seguro que se trataba de alguna estratagema. Ella sería astuta. Mantendría la boca cerrada, asimilaría la máxima información posible y después se la revelaría a Alyss.
—Quiero que sepas que me parece terrible la manera en que la Dama de Diamantes intentó engañarte —aseguró el rey—. Es muy loable que protegieras a la reina impidiendo que abriese el «regalo» de la Dama de Diamantes. Sin embargo, al hacerlo has puesto en peligro el reino entero. —Al reparar en la expresión inquisitiva de Molly, explicó—: Sí, por lo visto tu pequeña aventura en el Continuo de Cristal ha limitado la movilidad del ejército de la reina Alyss, circunstancia que el clan de Diamantes ha aprovechado para intentar arrebatarle la corona.
Molly no le creía, se negaba a creerle. Además, la Dama de Diamantes jamás podría vencer a Alyss de Corazones.
Arch se levantó de su silla y comenzó a caminar de un lado a otro de la jaima.
—Los de Diamantes acudieron a mí para pedirme apoyo, pero, como puedes ver, mi lealtad está con la reina Alyss antes que con una intrigante que forma parte de la aristocracia de su reino. —Estaba frente a la mesa, examinando las cuchillas, la chaqueta y la mochila de Molly como si no fueran más que artículos desordenados de un mercader—. No debería haber sido tan desdeñoso contigo cuando te vi por primera vez en el palacio de Corazones. Tendría que haberme dado cuenta de que posees dotes formidables, pues no cualquiera puede ocupar el puesto de Somber Logan.
Molly se quedó callada.
—Tus padres deben de estar muy orgullosos de ti. —Se volvió de pronto hacia ella—. Ah, lo siento, había olvidado que no tienes padres.
Rey o no rey, tenía la suerte de que ella no pudiese acceder a su sombrero. Arch se sentó de nuevo en su silla y, con una naturalidad ensayada, preguntó:
—¿Qué sabes de las personas que te trajeron a este mundo?
—Sé lo suficiente.
—¿De verdad? ¿Es por eso por lo que no pareces sentir mucha curiosidad hacia ellos?
—No hay motivo para sentir curiosidad —repuso ella.
—¿Qué no hay motivo…? Pero ¿no quieres saber por qué te abandonaron?
—¡No me abandonaron!
Se arrojó hacia él, pero las piernas se negaron a obedecerla, los brazos no le respondían y la cabeza se le llenó de gelatina calidoscópica. Cuando volvió en sí, estaba otra vez tendida en el colchón.
—Mis disculpas —dijo Arch—. Debería haber tenido en cuenta las vicisitudes de la vida que tienden a romper familias por razones que no tienen nada que ver con la mala voluntad o la falta de amor por parte de alguno de sus miembros. Estando Roja al mando de Marvilia, los actos de tus padres tal vez sólo parecieron egoístas, cuando en realidad fueron todo lo contrario; medidas necesarias para tu supervivencia.
—Ajá —dijo Molly, llena de odio hacia él.
—¿Por casualidad te acuerdas de la edad que tenías cuando viste a tu madre por última vez?
Ella no pensaba contestar. No le diría nada a ese hombre, y menos aún que tenía poco más de tres años lunares de edad cuando Weaver se marchó del campamento de los alysianos en el bosque Eterno y que, de no ser por el cristal holográfico de su madre posando frente al Museo de Historia Sobrenatural poco antes del golpe de Estado de Roja, ni siquiera sabría qué aspecto tenía aquella mujer.
—Se llamaba Weaver, ¿verdad?
Molly se quedó sorprendida.
—¿Cómo lo sabes?
Arch eludió la respuesta.
—Eso no es nada, Molly. No sólo sé cómo se llamaba tu madre, también sé quién es tu padre. Y, lo que es más, tú también lo sabes. Lo conoces.
Molly estaba tan asombrada por todo esto que no oyó a Arch llamar a sus escoltas. Unas sombras cayeron sobre ella cuando Ripkins y Blister entraron en la jaima.
—Molly quiere saber cómo se llama su padre —les dijo—. ¿Por qué no le dais una pista?
—Su apellido rima con «desfogan» —dijo Ripkins.
—Y con «bogan» —agregó Blister.
—¿Y su nombre de pila? —preguntó Arch.
—Rima con «hombre» —afirmó Ripkins.
—Y con «odre» —terció Blister.
—Y también con… esto… ¿«romber»? —aventuró Ripkins—. No. Veamos… ¿«comber»?
Arch y Blister se quedaron mirándolo.
—¡Conde! —exclamó, orgulloso.
—¡Callaos, callaos, callaos! —chilló Molly—. ¡No sabéis lo que estáis diciendo!
—Tal vez no —reconoció Arch—, pero sé de al menos una persona en cuyos conocimientos puedes confiar. —Se puso de pie mientras un aroma extraño penetraba en la jaima—. Aquí llega con una bandeja de delicias de dodó, uno de mis manjares confinianos favoritos, para ayudarte a recuperar las fuerzas.
Molly se disponía a negarlo todo, a denunciar Confinia como un país de mentirosos, cuando se dio la vuelta y vio a la última persona en el mundo a quien esperaba ver con vida.
—¿M… mamá?