9

En lo alto de la segunda cumbre más elevada de las montañas Snark, en una base militar desde donde se dominaba el Valle de las Setas, unos naipes soldado se armaban con barajas de proyectiles AD52, fortificaban las instalaciones con cañones de esferas y lanzagranadas de serpientes. El último comunicado del cuartel general de Doppelgänger les había informado de que no se había detectado una pauta en los ataques contra otros puestos fronterizos, ni un principio estratégico que permitiese al general deducir qué base asediaría a continuación el enemigo.

Otros siete puestos militares ya habían sido destruidos: los naipes soldado no tenían la menor intención de convertirse en el octavo. Efectuaban con toda cautela rondas de vigilancia, montaban guardias. Sin embargo, no había indicios de vitróculos ni de nadie más; ninguna señal de vida a menos que contaran el viento y las nubes que surcaban el cielo. Estaban tan apartados de la civilización que, de no ser por la sombra que proyectaba sobre ellos el Pico de la Garra y que les recordaba dónde se encontraban, habrían podido considerarse la única comunidad de la Tierra, aislada en la extensa y despoblada cima del mundo.

El Pico de la Garra era la cumbre más alta del reino, y se creía que era imposible coronarla por medios comunes, pues el viento soplaba con demasiada fuerza incluso para las naves de dos plazas que alquilaban las empresas turísticas de Marvilópolis. Sin embargo, los naipes soldado que se encontraban cerca ignoraban que era allí, en la única elevación del terreno más próxima al cielo que ellos, donde un marviliano extraordinario se había instalado, deseoso de verse libre de sus responsabilidades, de reconciliarse con el hecho de que, por encima de todo, antes que un miembro de la Bonetería, era un hombre. Se había resistido contra esto durante mucho tiempo, había luchado por someter cada impulso, cada deseo, a los dictados de sus obligaciones para con la Bonetería. Esa lucha había sido inútil. Ahora lo sabía.

Había ayudado a la princesa Alyss a ascender al trono como reina legítima de Marvilia, y le habían concedido permiso para ausentarse. Con sólo las provisiones necesarias para el viaje y con la intención de recolectar alimentos en la falda de la montaña cuando los necesitara, llegó al Pico de la Garra en busca de tiempo, espacio y soledad para llorar la pérdida de Weaver, una mujer a quien había amado más de lo que creía. Completamente relevado de sus responsabilidades por primera vez en la vida, se alivió de la pesada carga de la mochila de la Bonetería, cogió la chaqueta larga y curtida en muchas batallas que había sido su uniforme desde que tenía uso de memoria. Se desabrochó el cinturón de la Bonetería y abrió los brazaletes con los que sujetaba las cuchillas giratorias a sus muñecas. Por último, se quitó la chistera, que, como si se negase a abandonarlo, se aferraba a él con una especie de succión que hizo que le resultara un poco más difícil levantarlo de su cabeza. Colocó todo su equipo de la Bonetería en un montón ordenado y lo dejó a un lado, bastante convencido de que nunca volvería a utilizarlo.

Lejos del bullicio del palacio de Corazones, pero a la vista de los poderes imaginativos de Alyss si ella sabía dónde dirigirlos, el legendario Somber Logan, imperturbable en combate, modelo de héroe estoico y comprometido con el deber a ojos de aquellos que habían nacido en el seno de la Bonetería, se estaba permitiendo el lujo de sentir.

Mucho antes, había elegido el Pico de la Garra para sus encuentros esporádicos con Weaver precisamente porque la gente lo consideraba un lugar inaccesible. Lejos de marvilianos y confinianos, estarían a salvo de las miradas de los curiosos.

Él realizó la primera exploración solo; valiéndose del cuchillo que había sacado de su mochila, escaló el precipicio escarpado que se elevaba hasta la cumbre del Pico de la Garra, donde descubrió un saliente lo bastante ancho para que un vehículo carcol pudiera circular por él y, en un afloramiento de roca recubierta de hielo, una cueva en la que cabían dos personas cómodamente. Él sabía que Weaver, la única empleada civil de la Bonetería, habría sido incapaz de escalar el precipicio, de modo que en sus visitas sucesivas utilizó las cuchillas de sus muñecas para excavar un túnel ascendente desde la base del barranco (que ya se encontraba a una altura considerable del suelo) hasta la cueva de la cima, apretando las hojas giratorias contra la montaña, con todo el cuerpo vibrándole a causa de la fricción mientras el arma picaba la roca hasta reducirla a guijarros y polvo.

Una vez terminado el túnel, había llevado allí a Weaver, le había enseñado a identificar las plantas que señalaban la entrada oculta y el lugar donde había guardado los cristales de fuego que podía usar para iluminar el camino hacia la cueva. Nunca pudieron pasar juntos en su refugio tanto tiempo como habrían querido, pues Somber estaba demasiado ocupado con sus responsabilidades hacia la reina Genevieve, y Weaver con su trabajo de laboratorio. Sin embargo, los días que compartían en el Pico de la Garra eran más preciosos para ellos por infrecuentes; gratas horas de descanso del ajetreo diario y la fatiga de la vida; momentos poco comunes de relajación para Somber, las únicas ocasiones en que otro ser vivo lo veía despojarse del manto de estoicismo que su cargo lo obligaba a llevar.

Pero ahora Weaver había muerto, asesinada por los sicarios de Roja como todos los miembros de la Bonetería anterior. ¿Qué mejor lugar para recrearse en estos recuerdos tristes que el escondite que más relacionaba en su mente con ella? En cierto modo, el dolor por su ausencia, su pérdida en sí, era algo vivo, un ser en su interior que él deseaba cuidar y alimentar. La muerte de Weaver fue su último acto físico, lo último que hizo en su vida que afectó a Somber, por lo que él quería que ese momento durase todo lo posible.

En el rincón más recóndito de la cueva encontró una bolsa de cuero recubierta de polvo, medio sepultada bajo montones de tierra acumulados por el viento. Era la bolsa de Weaver. ¿Lo habría llevado allí en una de las visitas que habían hecho juntos, o lo había dejado después, como una pista para que él supiera cómo había pasado sus últimos días? Al plantearse esa posibilidad, varias preguntas inquietantes se agolparon en su mente. ¿Por qué se había marchado ella del Pico de la Garra, el lugar donde tenía más posibilidades de escapar de los asesinos de Roja? ¿Y si no se había marchado de la Punta, y en cambio le habían tendido una emboscada los soldados de Roja mientras ella recolectaba alimentos en la ladera de la montaña y…?

No soportaba pensar en ello. Llorar la pérdida de Weaver era una cosa; imaginarse el suceso que la había arrancado para siempre de su vida era algo muy distinto. Además, tal vez la bolsa simplemente contenía ropa y otras provisiones que ella necesitaba para sobrevivir. Quizá no la había dejado allí como una pista para él.

Se pasaba tardes enteras contemplando la bolsa o bien evitando mirarla por completo. Aquel que no temía a enemigo alguno no se atrevía a abrirla. Pero ya había transcurrido bastante tiempo. Se sentía preparado. Cogió la bolsa con una mano y con la otra le quitó el polvo y la tierra. Extrajo los objetos uno tras otro, dejando que cada uno despertara en él un recuerdo diferente…

Tres viejas libretas atadas entre sí con un sarmiento de escarujos. Weaver las llevaba siempre consigo. En ellas había escritas las fórmulas esotéricas de su arte. Somber desató el tallo y abrió una de ellas. Se preguntó si los símbolos indescifrables que veía en la página ante sí guardaban alguna relación con la bufanda que ella le había regalado…, o al menos con el momento en que le había hecho el obsequio. «Es por tu cumpleaños, sea cuando sea», le había dicho, pues los miembros de la Bonetería no debían saber ni celebrar la fecha en que habían nacido, pues otras nimiedades personales los habrían llevado a descuidar su obligación de proteger el reino. El cumpleaños de Somber no figuraba en su expediente oficial, pero él siempre había sospechado que Weaver, por medio de algún mejunje, lo había descubierto y se lo había dado a entender de aquel modo.

Somber sacó una caja de juergatinas de la bolsa. Pese a su dolor, se le escapó una sonrisa. Weaver era adicta a los dulces: le encantaban los pastelillos escarchados con trocitos de piruleta, los bollos de chocolate con remolinos de pasta de vainilla… Era típico de ella, una muestra de su adorable tozudez, que hubiese decidido satisfacer sus antojos mientras se ocultaba de Roja y sus sicarios para salvar la vida.

Lo siguiente que sacó de la bolsa fue un botiquín de primeros auxilios que incluía un cauterizador, un injertador de piel y la manga en forma de U con nodos de energía interconectados que una cirujana había utilizado para soldarle el hombro destrozado a Somber. Dentro del botiquín, machacado con una piedra o algún otro objeto contundente, estaba el chip de identificación de Weaver para la Bonetería. Sin duda ella se lo había extraído de debajo de la piel del antebrazo para tener más probabilidades de sobrevivir y lo había destruido a fin de evitar que Roja la localizara. Era diminuto, más o menos del mismo tamaño que el lunar que Weaver tenía en la nuca, pero uno de los circuitos del chip no estaba del todo inutilizado. Probablemente había bastado para revelar el paradero de Weaver a los asesinos de Roja.

Él debería haberse fiado de su instinto. En un principio se había mostrado contrario a la idea propuesta por la junta de la Bonetería de contratar a una civil cuidadosamente seleccionada para que se ocupara de las necesidades alquímicas de la organización, pero había cambiado de opinión al pensar que más valía que todos los miembros de la Bonetería trabajasen sobre el terreno y no en un laboratorio. Además, ninguno de ellos tenía el don de Weaver, esa habilidad para descubrir y sacar partido de las propiedades ocultas de las cosas; podía combinar una mezcla secreta de metales líquidos con un vaso de precipitados lleno de vete a saber qué, y obtener el acero más resistente y manejable de la Bonetería. Weaver no era una civil cualquiera. Aun así, él no debería haber permitido que trabajara allí. Entonces tal vez no la habría conocido, nunca se habría enamorado de ella y ni siquiera habría sabido que era capaz de sentir tanto amor. Él se habría perdido todo eso, pero ella seguiría viva, llevando una existencia de civil y ocupándose de asuntos de civil.

Somber trituró el chip de identificación a conciencia contra una roca y lo guardó de nuevo en el botiquín. Volvió la bolsa boca abajo y dejó que el último objeto que contenía le cayera sobre la palma de la mano. Delgado y compacto como un naipe, parecía un libro típico de la Tierra en todo salvo en el tamaño: era el diario de Weaver. Lo que él esperaba y temía encontrar.

Haciendo acopio de valor, Somber pulsó los lados del libro diminuto. Las cubiertas se abrieron como impulsadas por un resorte y…

Más de tres ciclos lunares después de llegar allí, el hombre que había librado más batallas de las que podía recordar, que se había enfrentado con la muerte en mil ocasiones y había salido más o menos bien librado en todas ellas, sufrió el golpe más duro de su vida cuando la imagen tridimensional de Weaver se materializó y él oyó el sonido de su voz.

—Somber, amor mío, no tuvimos la oportunidad de decirnos adiós.