—¡Mira que avergonzarse de mí porque soy una híbrida! —se lamentó Molly la del Sombrero mientras un par de traficantes de estimulantes de la imaginación se acercaban a ella, cada uno armado con una Mano de Tyman: una empuñadura de la que sobresalían cinco cuchillas cortas. Ella nunca había combatido contra Manos de Tyman, pero ¿qué más daba? Podría hacerles frente. Podía hacerle frente a lo que fuera—. ¡Mira que no dejar que les enseñe de qué soy capaz!
Dio un salto mortal sobre los atacantes y, en el aire, hizo con un movimiento de los hombros que se desplegaran las hojas afiladas y tirabuzones de su mochila. Cayó de pie, se impulsó hacia atrás y notó la resistencia momentánea del acero de Marvilia antes de penetrar en la carne.
Perdería puntos por ello.
Se dio cuenta demasiado tarde. Sus supuestos agresores no eran más que dos hombres hambrientos que pedían caridad; lo que ella había tomado por Manos de Tyman no eran más que tazas para limosnas. Molly se apartó deprisa, antes de que sus cuchillas pudieran infligir un daño muy grande. Los dos mendigos, con el rostro demudado, se llevaron las manos a sus heridas.
—Perdón —dijo ella, retrocediendo—. Lo… lo siento.
Siguió andando por la calle, y apenas había avanzado lo que medía la cola de un galimatazo cuando su sombrero comenzó a vibrar. Se agachó hacia la izquierda y…
… una piedra pasó zumbando, casi rozándola.
Se volvió, suponiendo que se la había tirado uno de los mendigos, pero éstos habían desaparecido. El sombrero le vibró de nuevo. Se inclinó hacia la derecha y…
Una tapa oxidada de cubo de basura que hubiera podido cercenarle el cuello pasó volando. Entonces ella las divisó: unas figuras imprecisas en la oscuridad, en la acera izquierda de la calle, resguardadas tras un muro medio derrumbado y la carcasa herrumbrosa de lo que ella supuso que era algún vehículo. (A todo esto, ¿dónde estaba? Esa calle no se parecía a ninguna de las que había visto en Marvilia). Aplanó su sombrero y lo sostuvo sobre su cabeza para protegerse de los pedazos de ladrillo, marcos de ventana corroídos por la intemperie y otros escombros recogidos de los edificios circundantes que le arrojaban.
—Deben de ser entusiastas de la Imaginación Negra —masculló. Siempre le daba la impresión de que eran las personas menos dotadas de imaginación.
¡Zas! ¡Pum! ¡Chas! Una lluvia de desechos cayó sobre su sombrero-escudo.
Pero ¿y si se equivocaba? ¿Y si quienes la bombardeaban no eran más que civiles inocentes que tenían miedo de ella, una desconocida con un arsenal extraño a su disposición? La pregunta era si debía emplear toda su fuerza y habilidades para combatirlos o sólo hacerles una advertencia, una pequeña demostración de lo que les ocurriría si ella daba rienda suelta a su destreza.
¡Clang! ¡Tonc, tonc, tonc, tonc, tonc!
Ahora llovían más residuos en torno a ella, como si el número de adversarios hubiese aumentado. Sin embargo, no estaban ganando terreno; permanecían ocultos, a cubierto.
Seguramente no se trataba más que de otra prueba de autocontrol.
Se ceñiría a la norma de la Bonetería que prohibía utilizar la violencia letal salvo como último recurso. Ya se había equivocado una vez en esta misión. No podía permitirse otra equivocación.
Con una ligera torsión de la muñeca, lanzó su sombrero-escudo, que voló girando hacia los proyectiles que se le venían encima. Casi en el mismo instante, abrió las cuchillas de sus muñecas con una sacudida. El sombrero rebotaba de un objeto a otro, desviándolos de vuelta hacia quienes los habían lanzado. Con las cuchillas giratorias sujetas a las muñecas, derribó fácilmente los pocos trozos de argamasa que habían escapado al sombrero, que volvió hacia ella como una mascota cariñosa. Atenta por si oía acercarse a los agresores, devolvió el arma a su forma de sombrero y se lo encasquetó en la cabeza.
Algo brillaba en el muro medio derruido. Dio unos pasos hacia él para verlo mejor; era un emblema luminoso con la figura de una chistera incrustado en el ladrillo.
—Ha sido demasiado fácil —dijo ella, alargando el brazo para tocar el emblema, cuando…
¡Iiiiich! ¡Iiiiich! ¡Iiiich!
Una bandada de rastreadores bajó en picado del cielo, hacia ella. Esta vez no tuvo que debatirse en la duda: los rastreadores eran mitad buitre, mitad mosca, y cien por cien mala baba.
Molly pulsó la hebilla de su cinturón. Los sables largos y en forma de media luna se desplegaron y, con las cuchillas de ambas muñecas activadas, ella pudo al fin ejercitar al máximo sus facultades, retorciéndose, girando en el aire, lanzando estocadas a aquellas criaturas chillonas, haciéndolas caer de cabeza ensangrentadas hasta que…
Se esfumaron y la calle quedó desierta.
Ella guardó con un chasquido sus armas, tocó el símbolo brillante de la pared y la escena desapareció. Se encontró en el interior de un enorme depósito de armas que ocupaba el espacio de dos manzanas y con el techo cuatro pisos por encima de su cabeza; era el Centro Holográfico de Entrenamiento eXtremo, o CHEX, en la Bonetería.
—Definitivamente demasiado fácil, incluso para alguien tan inútil como yo —resopló Molly.
Caminó de regreso hacia la cabina de control, en el extremo opuesto de la sala. Sí, Alyss, Jacob y los demás aseguraban que no importaba que fuera una híbrida. Sí, la habían nombrado escolta personal de la reina, pero el puesto no la obligaba a asumir responsabilidades muy serias. Alyss era demasiado poderosa para necesitar guardaespaldas. Y Molly sabía que cuando Somber desempeñaba el cargo, se ocupaba más de diseñar políticas o de llevar a cabo misiones esenciales para la seguridad de Marvilia. Seguramente a ella nunca la tratarían como a una integrante de pleno derecho de la Bonetería, nunca la considerarían lo bastante buena. ¿Por qué si no habían enviado a Rohin y Tock a la Tierra para ir a la caza de Roja y el Gato? Ella era por lo menos tan buena en combate como ellos.
—¡O más! —exclamó en alto.
En la cabina de control, llevó el selector a la posición Z, el nivel más avanzado. Nadie de su clase había pasado de la W, ni siquiera Rohin o Tock.
Se plantó firmemente en la posición de inicio; el símbolo de la chistera dibujado en el suelo.
—¡Empezar! —gritó, y aunque permaneció inmóvil, fue como si las paredes de la sala comenzasen a girar.
El CHEX, que nunca presentaba dos veces la misma situación, exploró su lista interminable de escenarios, enemigos y armas para elaborar un ejercicio adecuado. La exploración estaba diseñada para desorientarla, trastornar su equilibrio mental o algo así. Mientras un salón del monte Solitario se materializa alrededor de ella, Molly dio un paso hacia delante, notó el cosquilleo de algo parecido a un bigote contra su mejilla y…
¡Ugh!
Cayó al suelo, con el hombro derecho de la chaqueta desgarrado. Alzó la mirada y vio al Gato, el que había sido el mayor asesino al servicio de Roja, riéndose de ella. Aquel ser antropomorfo y musculoso capaz de transformarse en un adorable gatito estaba de pie sobre sus patas traseras, con muslos tan gruesos como la cintura de Molly. Tenía unos brazos poderosos y nervudos que se estrechaban en unas manos con uñas largas y anchas como cuchillos de carnicero, y un rostro felino de nariz chata y rosada, bigotes y una boca llena de babas y de colmillos. De una de sus garras colgaban jirones de la chaqueta de Molly. Ella ni siquiera tuvo tiempo de ponerse en pie antes de que la escena se desvaneciera.
—¡Otra vez! —ordenó.
Esta vez activó las cuchillas de sus muñecas mientras el sistema todavía estaba explorando sus datos y en las paredes de la sala parpadeaban las imágenes de posibles localizaciones y enemigos. En cuanto vislumbraba al Gato o cualquier otro ser felino se abalanzaba hacia delante, decidida a no dejarse sorprender con la guardia baja de nuevo. Sin embargo, cuando un nuevo entorno cobró forma y sustancia en torno a ella, el Gato no aparecía por ninguna parte. Molly estaba de pie, en un extremo de un desfiladero largo y angosto de piedra volcánica, acorralada por tres galimatazos.
—Galimacito bonito —dijo ella—. Molly es amiga de galimacitos.
El galimacito no necesitaba amigos. Uno de ellos exhaló una llamarada hacia ella y…
Molly se dejó caer y rodó por el suelo, apretó la hebilla de su cinturón, y los sables se abrieron de golpe y se hundieron en el vientre de la bestia.
Fue una mala idea.
La piel de los galimatazos era tan dura como la lava fosilizada. Lejos de resultar mortal, la herida de sable sólo sirvió para provocar un ataque de ira en el monstruo, que pisoteaba y escupía fuego en todas direcciones. Molly rodó primero en una dirección, luego en otra, moviéndose hábilmente para salir de debajo de la criatura sin que ésta la aplastara. El problema es que acabó exactamente en la misma situación de antes: arrinconada contra una pared del desfiladero por tres galimatazos.
Se encogió de hombros para abrir su mochila —¡flink!—, y de entre los diversos tirabuzones y cuchillas que disponía escogió dos armas en forma de palanca, que tenían una punta afilada en ángulo recto respecto al mango alargado. Con una en cada mano, saltó hacia la pared del desfiladero, hincó las puntas de las palancas en la roca para sujetarse por encima de los galimatazos por un momento. Se dio impulso con los pies contra la pared y cayó sobre el lomo del galimatazo más cercano. La bestia enloqueció y comenzó a retorcer la cabeza y a corcovear, lanzándole dentelladas a Molly. Ella necesitó toda su fuerza para no caerse, aferrándose sólo a la protuberancia ósea situada en la parte superior del espinazo del monstruo, una vértebra afortunada, un asidero salvavidas, no muy distinto del arzón de la silla de montar de un maspíritu, que abultaba en la piel cubierta de cráteres del galimatazo.
Algo caliente destelló contra la pierna de Molly.
Uno de los galimatazos había escupido una bola de fuego. Ésta la rozó y, lo que es peor, rozó a su montura, lo que desencadenó una pelea entre su galimatazo y el otro. Empezaron a quemarse vivos el uno al otro con su aliento abrasador, empinados sobre las patas traseras arañándose e hiriéndose con las zarpas delanteras.
Con un restallido, una cola rodeó a Molly y la tumbó en el suelo, boca arriba. Apenas tuvo tiempo de ver a un galimatazo que se acercaba con las fauces cada vez más abiertas en un gesto semejante a un bostezo que precedía inevitablemente a una vaharada de fuego…
La escena se difumó y las luces se encendieron.
—¡Otra vez! —gritó.
Tenía que dejar de lado su rabia y su resentimiento. Tenía que tranquilizarse. Si el tiempo que había pasado en la Bonetería le había enseñado algo era que la adrenalina volvía impulsiva y precipitada a la gente. La inducía a cometer tonterías. Si quería superar el nivel Z, tenía que conservar la calma.
El CHEX dio comienzo a su vertiginosa exploración de localizaciones y enemigos posibles. Molly respiró hondo a un ritmo regular y cerró los ojos. Sólo los abrió cuando oyó el murmullo constante de voces de acento extraño, el golpeteo de cascos sobre cemento y el chirrido de carros que avanzaban despacio.
Se hallaban en una ciudad, una ciudad antigua, a juzgar por su aspecto. Hacía generaciones que los carruajes como los que pasaban traqueteando por su lado ya no se veían en Marvilia. En cuanto a los caballos, eran bestias de carga salidas directamente de los programas de historia que Molly tenía como asignatura obligatoria en los estudios que cursaba en la Bonetería.
Entre la avalancha de peatones que se dirigía hacia ella, había un hombre con un sobretodo y un bombín. Ella se llevó la mano instintivamente al ala de su sombrero, pero el hombre se limitó a saludarla con un gesto de la cabeza y pasó de largo. La gente que iba por la calle, ya fuera a pie o en carro, parecía concentrada en los recados que estaban haciendo en ese momento, pero ella no debía dejarse engañar. Se produciría un ataque de forma inminente. No podía saber quién lo lanzaría ni desde dónde, pero bajo ningún concepto debía bajar la guardia o…
Una voz se elevó por encima del bullicio que reinaba en la calle.
—¡Lean la noticia sobre la matanza de Piccadilly! ¡Muerte y destrucción en Piccadilly! ¡Las últimas noticias por sólo dos peniques!
Un chico vendía periódicos en la esquina. Molly se le acercó y él le puso un ejemplar en la mano. ¿El London Times? Ella había oído hablar de Londres. Era una ciudad que la reina había visitado cuando estuvo exiliada de Marvilia.
—Dos peniques —le dijo el muchacho.
Ella no tenía tiempo para averiguar qué le estaba pidiendo, de modo que desplegó las cuchillas de una de sus muñecas para asustarlo y…
Al ver que con una pequeña sacudida de la mano aquellas hojas mortíferas comenzaban a girar a toda velocidad, el chico arrancó a correr. Sin embargo, Molly no deseaba llamar demasiado la atención. Aún no. Guardó rápidamente las cuchillas con un chasquido.
La descripción que el periódico daba de la masacre y la destrucción en Piccadilly le resultaba familiar. En una tienda de quesos medio derruida, Molly reconoció los efectos de la explosión de una esfera generadora. En los torpes intentos de los testigos por describir un fusil que disparaba rayos de luz reconoció una pistola de cristal de Marvilia y sus municiones: barras de energía producida por las chispas que saltaban entre ciertas piedras preciosas. Por lo que respecta a las carcasas que parecían vainas de silicona con patas contraídas debajo, no le costó identificarlas como arañas obús muertas una vez que su breve vida había llegado a su fin, no sin antes llevarse por delante a veintenas de londinense, según informaba el periodista.
Oyó un sonido como de tijeras que se abrían y se cerraban rápidamente.
Los dedos de Molly subieron de forma automática hasta el ala de su sombrero. Escudriñó la escena.
Nada. Sólo londinenses ocupándose de sus asuntos, como antes. Sin embargo, cuando volvió a fijarse en el periódico…
Lo oyó otra vez. Inconfundible: el sonido de naipes soldado que estaban tomando posiciones, preparándose para la batalla. Ella no los avistó hasta que unos transeúntes rompieron a gritar, corriendo en busca de refugio. Ya se habían desplegado: una escalera de soldados de alto rango de una de las barajas de Roja. Cuando no estaban en combate, parecían naipes comunes y corrientes, aunque grandes como personas. Pero cuando entablaban batalla, como ahora, se desdoblaban y duplicaban su altura, con extremidades de acero marviliano y movimientos acompasados, como si estuvieran acechando a su presa en todo momento, lo que les confería un aspecto de lo más amenazador.
—Mantén la calma —susurró Molly para sí—. Tranquila.
La única manera de «matar» a uno de los soldados de infantería de última generación que luchaban por Roja era acuchillándolo con fuera en la zona del tamaño de un medallón que tenían en la parte superior del pecho, en la base de su cuello con tendones de acero. La hoja del cuchillo le seccionaba los circuitos vitales, que despedían chispas color rojo sangre. El problema era que, en el ajetreo del combate, ese punto débil parecía reducirse al tamaño del ojo de un gombriz, a…
Rayos de energía salieron proyectados hacia ella —¡zip, zip, zip, zip!— desde el cañón de la pistola de cristal de un naipe Ocho. Molly se quitó el sombrero y lo usó para capturar los rayos en la parte interior, moviendo las manos con la rapidez de mil patas de oruga. ¡Fuiss!
Esquivó el golpe de lanza de naipe Seis, pero acto seguido tuvo que saltar y retorcerse en el aire para evitar el impacto de una esfera generadora disparada por el naipe Nueve. Aplastó con un golpe su sombrero y lo hizo girar sobre su cabeza como haría una vaquera del Oeste americano con su lazo. Los rayos de energía que había atrapado salieron despedidos de sus bordes directos hacia la zona vulnerable del naipe Siete.
El soldado se dobló en dos, sin vida.
La siguiente víctima de Molly no le puso las cosas tan fáciles. Ya habría resultado bastante complicado enfrentarse a tantos naipes soldado aunque no fueran tan bien armados, pero si encima contaban con granadas de serpiente y esferas generadoras…
De cuando en cuando ella arrojaba su sombrero, que chocaba contra los soldados, chirriando y causándoles alguna abolladura, pero no les infligía daños graves. Con las cuchillas de sus muñecas en constante movimiento y los sables de su cinturón silbando en el aire, como ansiosas por hacer contacto con el enemigo, traspasó al fin el punto débil de un naipe Seis con una espada que formaba parte del arsenal inagotable de su mochila.
Quedaban tres.
El otro naipe Seis y el Ocho abrieron fuego con sus AD52. Ciento cuatro cartas de bordes afilados desgarraron el aire, y ella las interceptó con las cuchillas de las muñecas, que con su impulso centrífugo las desviaron lejos de ella. Un naipe Nueve le apuntó con un cañón de esferas. Las cuchillas de uno de los brazaletes se activaron para rechazar las cartas daga que se aproximaban. Con su mano libre, Molly lanzó su sombrero al naipe Nueve y empezó a dar volteretas hacia él.
El sombrero, al golpear al soldado, hizo que el cañón se le cayera de las manos.
Sin dejar de dar volteretas, ella atrapó el arma antes de que tocara el suelo y disparó.
La explosión de la esfera generadora envolvió a los tres soldados agresores. Cuando se disipó el humo, los tres yacían en la calle moviendo las extremidades de forma espasmódica, con su hacer exterior chamuscado y los circuitos necesitados de reinicio. Empezando por el naipe Nueve y acabando por el Seis, Molly la del Sombrero —híbrida, huérfana, escolta supuestamente poco fiable de una reina que no necesitaba escolta— clavó una cuchilla en sus respectivos puntos débiles, acallándolos para siempre.
Se quedó quieta por unos instantes, mientras recuperaba el aliento, sin acabar de creerse lo que había conseguido. El nivel Z. Había superado lo que nadie más había…
Pero entonces reparó en algo que habría debido ver antes: un charco donde no tenía por qué haber uno, en medio del pavimento seco en un día soleado. Del agitado centro del charco partieron unas ondas concéntricas, y con un estallido repentino de agua…
Un vitróculo se elevó en el aire.
Varios vitróculos más saltaron de charcos cercanos. En aquel torbellino de acción, resultaba difícil determinar cuántos había exactamente; más de los que Molly podía vencer únicamente con sus armas de la Bonetería, de eso no cabía duda. Así que optó por poner tierra por medio. Los vitróculos dispararon sus armas, y varios obuses volaron hacia ella y eclosionaron para convertirse en arañas gigantes.
Molly corrió directa hacia la pared exterior de ladrillo del edificio más próximo, el hotel Burberry. Parecía a punto de estamparse contra él, pero en el último momento se lanzó hacia la derecha. Demasiado tarde para que las arañas virasen. Se agarraron a la pared del hotel y comenzaron a trepar un piso tras otro, a la caza del alimento. Para una araña obús, una presa era una presa, ya fuera alysiana, londinense o turista.
¡Dinc! Con su sombrero-escudo, Molly desvió la trayectoria de un tambor erizado, un proyectil de pesadilla que consistía en seis pinchos cortantes que sobresalían en todas direcciones desde un mismo punto.
Tenía que arriesgarse. Miró los charcos antinaturales dispersos por la calle y decidió que tal vez podía…
Otro tambor erizado se dirigía hacia ella girando en el aire. No tenía elección. Asió fuertemente su sombrero con una mano, corrió y saltó al charco más cercano, se hundió bajo la superficie, arrastrada hacia el fondo por la gravedad del portal, hasta que se detuvo y algo empezó a empujarla hacia arriba, más y más deprisa.
¡Fuuuush!
Salió disparada en medio de una masa de agua, y los sables de su cinturón se hundieron en la carne de un vitróculo que tuvo mala suerte de estar allí cerca. Al parecer, el tiempo había transcurrido más despacio mientras ella estaba sumergida, pero su desaparición y su salida a la superficie habían sido casi simultáneas. Se zambulló de nuevo en el charco, emergió de otro con un salto, sacó una daga de su mochila y apuñaló con ella a un vitróculo que aún estaba mirando el lugar donde ella se encontraba hacía sólo un instante.
Si hubiera estado en Londres de verdad, aquellos charcos le habrían servido de portal para regresar al estanque de las Lágrimas de Marvilia. En otro tiempo, la gente creía que era una especie de agujero negro acuoso y que los marvilianos que tenían la mala fortuna de precipitarse en él se veían transportados a otro mundo por un torbellino. Durante generaciones, nadie que se hubiese zambullido allí había regresado para contar cómo era ese otro mundo, y sus seres queridos se reunían en lo alto del acantilado que se alzaba sobre el estanque para verter sus lágrimas en el agua; de ahí su nombre. No fue sino hasta que Somber Logan y la princesa Alyss de Corazones regresaron a través del estanque —trece años después de caer en él, cuando ya los daban por muertos— que se descubrió la verdad.
Por el contrario, los universos creados por el CHEX tenían sus límites. Los charcos-portal que en el mundo real habrían transportado a Molly la del Sombrero de vuelta a Marvilia aquí sólo estaban conectados con otros portales. Y ella sacó todo el provecho que pudo de esta ventaja, saltando a uno, saliendo por otro, utilizándolos para burlar a los vitróculos, uno por uno, hasta que emergió de un charco de agua sucia en forma de mancha de tinta, dispuesta a causar una baja más en el enemigo, preparada para arrojar su sombrero hacia su siguiente víctima, pero…
Los cuerpos inertes de los vitróculos yacían desperdigados por la calle. Los había matado a todos.
—Se olvida de esto.
¡Suink! Con todas sus armas activadas, Molly vio a una mujer de aspecto corriente que se acercaba con un objeto en la palma de la mano. Retrajo las cuchillas cuando se percató de lo que era: un pisapapeles luminoso en forma de chistera. Lo tocó y la escena londinense se fundió en la oscuridad, cediendo el paso a una negrura absoluta en la que no se veía nada más que un holograma de tamaño natural de Somber Logan que le sonreía en señal de aprobación.
—Hoy has demostrado tener el valor, la destreza y la inteligencia necesarias para ser un miembro destacado de la Bonetería —dijo—. Veremos cómo te desenvuelves mañana.
En el tiempo que duran dos parpadeos de maspíritu ella creyó que se trataba realmente de él, que había regresado. Sin embargo, la imagen se desvaneció y las luces se encendieron.
—Impresionante —resonó una voz.
Cuando se volvió, Molly vio a la Dama de Diamantes salir de la cabina de control. No se permitía la entrada en el CHEX de personas ajenas a la Bonetería.
—No tendría que estar usted aquí —dijo Molly—. ¿Cómo ha entrado?
—¿Cuándo aprenderás, jovencita, que como miembro de una familia ilustre puedo encontrar la manera de hacer lo que me plazca?
—¿Cuándo dejará la gente de tratarme como a una niña? —gritó Molly.
La Dama de Diamantes la miró, perpleja.
—No sabía que fueras tan sensible. ¿No quieres secarte? Podrías pillar un resfriado.
—No hace falta.
—Al menos deberías ir a que te curen eso.
¿De qué estaba hablando la Dama de Diamantes? ¿A que le curasen eso? ¿Qué tenían que curarle?
—¡Estás sangrando! —La señora señaló el torso de Molly, su hombro derecho y su muslo izquierdo.
Tenía algunos cortes y desolladuras. ¿Qué más daba? No eran más que heridas superficiales.
—Estoy bien —aseguró Molly.
La Dama de Diamantes suspiró como una mujer acostumbrada a que la gente desoyera sus consejos. Levantó el cofre primorosamente tallado que el rey Arch le había confiado a su marido.
—He venido a entregarle esto a la reina Alyss. Me han dicho que estaba contigo.
—Pues no está.
—¿No? —Unas arrugas de preocupación aparecieron en la frente de la Dama de Diamantes—. Qué raro. Habría jurado que… Entonces creo que se lo dejaré a Jacob Noncelo o a Dodge Anders. Se trata de algo demasiado importante para encargárselo a nadie más. —Dio media vuelta para marcharse.
—Puedo dárselo yo —dijo Molly.
—¿Tú?
Molly asintió.
—Después de todo, soy la escolta de la reina.
La Dama de Diamantes fingió reflexionar.
—Bueno, supongo que si ella se fía lo bastante de ti para poner su vida en tus manos, yo puedo confiarte esto. No olvides decirle que me lo encomendó su madre, la reina Genevieve, justo antes de morir y que, tal como ella me pidió entonces, lo he mantenido a salvo de Roja.
—Ajá —dijo Molly con suspicacia—. ¿Y por qué quiere dárselo a la reina Alyss ahora? Es decir, ¿por qué ha esperado todo este tiempo?
La Dama de Diamantes adoptó una expresión amable y encantadora.
—Porque Genevieve dejó instrucciones precisas, chica lista, de que si Alyss volvía algún día para gobernar el reino, había que entregárselo después del tercer ciclo lunar de su reinado. Es obvio que contiene algo de gran valor para el reino que requiere que Alyss haya ocupado el trono durante un tiempo; información o instrucciones, supongo. He tenido curiosidad por ver qué hay dentro, pero… —la Dama de Diamantes pareció avergonzarse—… no he sido capaz de abrirla.
—Se lo entregaré a la reina a la mayor brevedad —aseveró Molly, haciendo una reverencia, como correspondía a la integrante de la Bonetería y escolta profesional que era.
La Dama de Diamante, con muestras exageradas de veneración, le tendió el cofre a la joven.
—¿Volverás al palacio a través del Continuo de Cristal? —preguntó.
—Es el camino más rápido.
—Eso es cierto —convino la señora—, pero yo no puedo dejar que la gente me vea en un transporte público, dado mi alto rango, como sin duda comprenderás.
Molly no comprendía pero mantuvo la boca cerrada, pues no deseaba pasar más tiempo del imprescindible en compañía de aquella esnob.
—Saluda a la reina de mi parte —canturreó la Dama de Diamantes, y antes de que Molly pudiera responder, se encontró sola en el vasto espacio del CHEX y oyó el siseo de un neumático de la puerta que se cerraba momentos después de que saliera la señora más engreída de Marvilia.
Paseó la vista por la sala vacía, con sus paredes desnudas y el techo alto, en los que no quedaba el menor rastro de sus batallas recientes contra galimatazos, naipes soldado y vitróculos. No era más que una habitación enorme e impersonal. Lo que le había parecido un logro extraordinario hacía sólo un momento —el hecho de completar el nivel Z— ahora se le antojaba insignificante.
Sin molestarse en secarse o vendarse las heridas, Molly salió a toda prisa de la Bonetería con destino al portal especular situado enfrente de una tienda de sándwiches de la avenida Zamarrajo. Entró en el espejo y salió disparada de cabeza por el corredor calidoscópico en forma de tubo hasta entroncar con uno más grande, el conducto principal del Continuo de Cristal. Ella estaba tan acostumbrada a viajar a través del Continuo que no le costó el menor esfuerzo meditar sobre su conversación con la Dama de Diamantes mientras se concentraba en su destino. ¿La reina Genevieve se había fiado de ella? Ni hablar. Por lo que Molly sabía, los de Corazones y los de Diamantes nunca se habían llevado demasiado bien. Se olía que toda esa historia era una patraña. El bonito cofrecillo que le llevaba a Alyss podía formar parte de una trampa. Quizá la Dama de Diamantes intentaba engañar a la reina con alguna estratagema para hacerle perder el respeto de la corte y de la población en general. No era difícil imaginarse a la Dama de Diamantes confabulándose con alguien para ganarle a Alyss por la mano en algún asunto político que no incumbía a una escolta que no hacía ninguna falta.
¿Y si realmente se trataba de una trampa?, entonces tal vez ella podría evitar que Alyss cayese en ella. Al fin y al cabo, ¿por qué habría de ser tan difícil abrir ese cofre como la Dama de Diamantes había dicho? Sólo tenía un cierre y… lo abrió en un abrir y cerrar de ojos. Ahora sólo le quedaba levantar la tapa. Si protegía a Alyss de la intriga urdida por la Dama de Diamantes, fuera cual fuese, conseguiría reforzar la estabilidad aún precaria del reino. Entonces Alyss tendría que dejarla participar de manera más activa en las reuniones importantes sobre temas militares o de otro tipo. Molly habría logrado demostrar por encima de toda duda que, por muy híbrida que fuera, merecía que la reina le cediese los máximos honores y responsabilidades.
Impaciente, adelantando rápidamente a otros viajeros en dirección al palacio de Corazones, entre las superficies del Continuo, reducidas por la velocidad a una masa de colores centelleantes, levantó la tapa del arma del rey Arch ligeramente, sólo el grueso de una vena, y…
¡Huuuump!