Confinia: el lugar donde los hombres podían entregar a sus mujeres como pago de sus deudas, y galanes jóvenes y bulliciosos de Marvilia, recién liberados de los rigores de la educación formal, acudían a divertirse en carpas itinerantes destinadas a toda clase de placeres; donde los mapas resultaban inútiles porque toda la población se distribuía en campamentos, asentamientos y ciudades nómadas, y el visitante podía encontrar la capital del país, Ciudad Límite, a la fresca sombra de los acantilados del Glif un día, y desparramada junto a la bahía Fortuna al día siguiente.
Los dominios del rey Arch ocupaban un territorio amplio e irregular con grandes extensiones deshabitadas que atravesar entre las poblaciones nómadas. Ocurría a menudo que tras una noche de juerga, un visitante marviliano sumido en un sueño pesado y etílico no despertaba cuando los confinianos desmontaban las jaimas, hacían el equipaje y guardaban las señales de las calles y los rótulos de los comercios, entre los resoplidos de los maspíritus que soportaban la carga. Al abrir los ojos, se encontraba solo y a la intemperie en medio de la nada. A veces las jaimas del asentamiento en que se habían pasado la noche de parranda se alcanzaban a vislumbrar en el horizonte, pero por muy deprisa que él avanzara hacia ellas, siempre las tenía en el horizonte, como un espejismo. Su única esperanza de disfrutar de la compañía de otros confinianos era que otra caravana eternamente errante se cruzara en su camino.
Era un territorio tribal, y salvo en caso de conflicto, cada tribu vivía aislada de las demás y se valía de sus propios recursos. En un grado menor, como el rey Arch revelaba a algunos de sus invitados, se gobernaban a sí mismas.
—Les dejo hacer lo que quieran en asuntos banales como los ritos de curación y las ceremonias nupciales —explicaba—. Incluso dejo que elijan a sus gobernantes, siempre y cuando me reconozcan como rey y obedezcan mis mandatos en temas más importantes.
Para evitar que los astacanos, los awr y otras tribus de Confinia olvidaran dichos mandatos, Arch ordenaba que éstos se grabaran en el paisaje a fuego, excavando el terreno, esculpiéndose o haciendo saltar trozos de él con explosiones.
En una gran roca situada a la orilla del río Bookie estaba tallado el precepto: «Los hombres de Confinia no lloran al ver programas sentimentales de cristalvisión con sus esposas. Los hombres de Confinia no ven programas sentimentales de cristalvisión con sus esposas».
Labradas con explosivos en la pared lisa de un acantilado de Glif estaban estas palabras: «Los hombres de Confinia pueden casarse con todas las mujeres de quienes deseen gozar, pues ellos son más inteligentes que las mujeres de cualquier nación, país, mundo y universo conocidos o por conocer».
En el embarcadero de la bahía Fortuna, habían cincelado las frases: «Los hombres de Confinia no hablan de sus sentimientos. Los hombres de Confinia no gimotean ni protestan. Los hombres de Confinia nunca muestran debilidad o vulnerabilidad, ni admiten adolecer de una o de otra».
Unas rocas blanqueadas por el sol situadas entre las ondulantes arenas de Duneraria llevaban grabado: «Los hombres de Confinia tienen convicciones firmes que ningún argumento femenino puede cambiar. Si un hombre de Confinia se replantea sus convicciones, lo hace por voluntad propia, no por tener en cuenta las opiniones de su esposa».
Con sus interminables filas de jaimas militares, mercados al aire libre y restaurantes, hileras de puestos de comestibles no perecederos, avenidas de viviendas para ministros de información y otros funcionarios, innumerables jaimas para los sirvientes y su propio barrio de carpas de ocio, el séquito real de Arch constituía una ciudad por sí mismo. Su palacio, siempre situado en el centro del campamento, consistía en quince tiendas de campaña interconectadas de tonos pastel, cuyas sinuosas paredes eran de materiales más lujosos y suaves que cualquier terciopelo, seda o velvetón que pudieran encontrarse en la Tierra. Tras serpentear por entre las dunas esculpidas por el viento de Duneraria hacia el río Bookie, y luego atravesar el bosque Cenagoso del Azar, la caravana de Arch había acampado cerca de la colina Doble Seis. Y, de no ser por el precepto que había mandado escribir en la ladera de la colina con hierba chamuscada y letras el doble de altas que él, y que ahora tenía a la vista («los hombres de Confinia comen con una pasión y una avidez que demuestran su virilidad»), Arch habría albergado dudas respecto a si uno de los invitados que lo acompañaban era hombre.
—Delicioso —comentó el Valet de Diamantes masticando un bocado de ala de grifo crujiente.
Recién bañado y acicalado, rociado con un perfume demasiado floral para considerarlo masculino, el más joven del clan de los Diamantes estaba sentado entre sus padres, devorando la comida con la glotonería de dos hombres.
Una sirvienta joven entró con una bandea repleta de unos manjares de forma cónica, de los que sobresalían unos filamentos parecidos a antenas, con las puntas chamuscadas.
—Probad un morro de lirón —ofreció Arch—. Creo que os parecerá tan delicado como otras exquisiteces que hayáis probado.
El Valet le dio un mordisco a uno.
—Mmm, más delicado aún.
—Mi chef se alegrará mucho de oírlo —dijo Arch con un deje desdeñoso en la voz. Dirigió su atención al Señor de Diamantes—. ¿Creéis que me falta inteligencia, Señor de Diamantes? ¿Qué no tengo dotes de manipulación suficientes para conseguir lo que quiero?
—En absoluto, mi señor. Pero…
—En este momento, mi gente está entreteniendo a una banda de guerreros de la tribu de los onu en una de mis carpas de ocio. Para cuando se marchen de este campamento, los habré convencido de que los maldoides, con quienes mantienen una paz inestable, planean atacarlos. No entiendo cómo es posible que me falte la inteligencia que mi dignidad requiere y a la vez que pueda ser lo bastante astuto para conservar mi dominio sobre todas las tribus de Confinia provocando conflictos constantes entre ellas.
—Así, mientras luchan entre sí —interrumpió el Valet, llevándose a la boca un morro de lirón—, no pueden unirse para derrocaros.
Arch se inclinó con aire amenazador hacia el Señor de Diamantes.
—Dejad de insultar mi inteligencia con vuestras excusas. Os he devuelto a vuestro hijo. He cumplido con mi parte del acuerdo. Ahora os toca a vos.
—Sí, esto… Hay una criada de la reina Alyss que creo que es susceptible de cierta manipulación… posiblemente —dijo el noble.
El rey Arch les dedicó una sonrisita a sus escoltas, Ripkins y Blister, que estaban de pie, a un lado.
—Con que una criada, ¿no? ¿Y «creéis» que «posiblemente» será susceptible de manipulación? Qué información tan útil. Casi prefiero vuestras excusas, milord.
—Podríamos identificar mejor un objetivo para vos, rey Arch, si supiéramos para qué queréis a la persona en cuestión —señaló la Dama de Diamantes.
Arch miró con curiosidad a esta mujer levantisca que guardaba un silencio cada vez más incómodo hasta que él le dijo a su marido:
—En previsión de vuestra incompetencia, yo mismo he viajado a Marvilia en misión de reconocimiento y he encontrado a mi presa: la escolta de la reina Alyss, Molly la del Sombrero.
—Pero Molly es leal a Alyss —observó el Señor de Diamantes.
—Su deseo de demostrar su lealtad y su valía serán precisamente mis bazas. Alyss agotó buena parte de su fuerza y sus recursos en su batalla contra Roja. Cuanto más tiempo pase, más fuerte se volverá. Por tanto, he decidido, con gran generosidad y valor, que con el fin de garantizar un buen futuro para nuestro mundo, debo tomar cuanto antes el control de Marvilia. Y el Corazón de Cristal.
—¿El Corazón de Cristal?
No era ningún secreto que la Dama de Diamantes, al igual que otras señoras marvilianas de alto rango —las Damas de Tréboles y Picas— deseaban poseer el cristal, pues todas ellas se creían mejor dotadas de imaginación de lo que estaban en realidad.
—Aunque no creo que el cristal incremente mi fuerza física o mental —explicó Arch—, su influencia sobre la Tierra puede ser de utilidad para mis objetivos benéficos. Es una pesada carga preocuparse de los demás más de lo que ellos se preocupan de sí mismos. Sin embargo, según mis ministros de información, la única forma en que puedo evitar que la Tierra acabe destruida es tomar el control de ella también.
El Valet, que había despachado ya las bandejas de alas de grifo y morros de lirón, atacó a un montón de rodajas de pera empañada para limpiarse el paladar. A cualquiera que lo mirase le habría parecido que estaba demasiado concentrado en atiborrarse como para prestar atención a la conversación que se estaba desarrollando en torno a él, pero al Valet se le daba bien escuchar, y sabía extraer de lo que oía información que tarde o temprano podría aprovechar en beneficio propio. Tragó el último bocado de pera empañada y fijó la vista en Blister. ¿Era ese sujeto quien lo había liberado de las minas de Cristal?
—Eh, tú —dijo—. En vez de estar ahí parado sin hacer nada, ¿por qué no me llenas la copa de vino?
Blister mantuvo una expresión imperturbable.
—Desde luego.
El guardaespaldas se acercó despacio y con parsimonia, y extendió la mano para posarla sobre la de Valet, como para ayudarlo a estabilizar la copa mientras le servía, pero…
—Déjalo, Blister —ordenó Arch, y luego le dijo al Valet—: Creedme, no os interesa que él os ayude. —Hizo chasquear los dedos y de inmediato una joven criada acudió con pisadas silenciosas a llenar la copa del Valet—. Ya he movilizado varios regimientos de guerreros que les resultarán familiares a Alyss y a los suyos. Se trata sólo de una táctica de distracción, una maniobra para desviar sus efectivos hacia zonas remotas para que mis tropas puedan tomar la misma Marvilópolis sin encontrar demasiada resistencia. Estoy dispuesto a perdonar vuestro fracaso, Señor de Diamantes, si hacéis otra cosa por mí.
Ripkins dio unos pasos al frente y depositó frente al Señor de Diamantes un cofre exquisitamente tallado y del tamaño de una rebanada de pan.
—Quiero que le entreguéis este pequeño objeto a Molly la del Sombrero.
—Es precioso —susurró la Dama de Diamantes.
—Su aspecto exterior no es nada comparado con su contenido. Es un prototipo reducido de un arma que estoy desarrollando. Posee una fracción de la potencia que tendrá el modelo definitivo, pero será suficiente para mis objetivos inmediatos. No obstante, os advierto a todos que si apreciáis vuestra vida…
—Sólo en la medida en que nos da poder, riqueza e influencia —declaró el Valet.
—… si la valoráis en algo, no debéis abrir ese cofre. Dejadle ese privilegio a Molly. —Arch se reclinó en su silla, relajándose ahora que estaba a punto de dar por finalizada la conversación sobre ese asunto—. Decidme, Señor de Diamantes, ¿qué opináis sobre los reyes?
—Creo que los soberanos son más capaces, mucho mejores que las reinas.
Arch se rió.
—Sois más sabio de lo que parecéis. Como recompensa por esta muestra de sabiduría, y suponiendo que no fracasaréis al intentar que mi arma acabe en las infantiles manos de Molly, una vez que Marvilia esté bajo mi control, pienso devolveros las tierras de vuestros antepasados para que las administréis a vuestro gusto.
—¿El hectariado de Diamantes?
El rey asintió.
—Sus límites volverán a ser exactamente los mismos que antes de que vuestros antepasados y los de los clanes de Tréboles, Picas y Corazones formaran la coalición que dio origen a Marvilia. ¿Quién sabe? A lo mejor os entrego un trozo del antiguo hectariado de Tréboles para que lo gobernéis también.
Vaya, vaya. Eso era algo que la familia de Diamantes no esperaba. ¿El hectariado volvería a ser suyo? Ya tramarían algo para hacerse con el Corazón de Cristal más adelante.
Henchido de orgullo familiar, el Valet desparramó sobre la mesa un puñado de cristales de riolita que había sisado en las minas.
—¿Hay algún mercader de pelucas en este campamento que me recomendéis, Arch?
—En Confinia los hombres no llevan peluca —repuso el rey, haciéndose el propósito de grabar estas palabras en algún lugar del paisaje de su reino en cuanto pudiese—. Y ahora, escuchadme todos. Éste es mi plan…
Una vez que la familia de Diamantes hubo salido de la jaima acompañada por algunos de sus hombres, Arch se quedó a solas con Ripkins y Blister.
—¿Sabéis lo que tenéis que hacer?
Los escoltas movieron la cabeza afirmativamente.
—La explosión la dejará inconsciente, pero seguramente no malherida. Os prohíbo que le hagáis más daño del imprescindible.
La decepción de ambos se hizo notar: su postura, por lo general tan rígida, se distendió ligeramente.
—Dadles a oler esto a los rastreadores. —Arch le entregó a Ripkins el botón que se había caído de la chaqueta de Molly durante su entrevista con Alyss—. Seguramente no toparéis con muchas dificultades una vez que el Continuo de Cristal deje de funcionar, pues los militares de Marvilia estarán demasiado distraídos. Recordad: Alyss y sus fuerzas no saben que yo soy el agresor, así que no debéis dejar que os vean. No tengo inconveniente en que os divirtáis un poco durante la misión: si alguien os ve, eliminadlo.
La desilusión de los escoltas se esfumó y dio paso a su estado de ánimo habitual.
—Blister os lo agradece —dijo Blister.
—Ripkins también —dijo Ripkins.
Mostrando el respeto debido hacia su rey, estos seres cuya destreza militar rivalizaba con la de Somber Logan se despidieron, y antes de que Arch se hubiese retirado a sus aposentos, ya habían cruzado la frontera del reino de Alyss, con mucho menos sigilo del que habrían sido capaces, esperando que los viese el mayor número de marvilianos posibles.