10

—La defensa puede presentar sus conclusiones finales.

Nicole se levantó de su silla y rodeó la mesa. Le sorprendió lo cansada que estaba. Decididamente, los dos años de prisión habían debilitado su legendario vigor.

Se aproximó lentamente al jurado compuesto por cuatro hombres y dos mujeres. La mujer de la primera fila, Karen Stolz, era originaria de Suiza. Nicole había tenido bastante amistad con ella cuando los señores Stolz poseían y dirigían la panadería situada en las proximidades de la casa de los Wakefield en Beauvois.

—Hola, Karen —dijo en voz baja Nicole, al tiempo que se detenía directamente delante de los miembros del jurado. Éstos se hallaban sentados en dos filas de tres asientos cada una—. ¿Qué tal están John y Marie? Deben de estar hechos ya unos mozos.

La señora Stolz se retorció en su asiento.

—Están bien, Nicole —respondió en un susurro.

Nicole sonrió.

—¿Y sigues haciendo aquellos maravillosos bollos de canela todos los domingos por la mañana?

El golpe del mazo resonó en la sala del tribunal.

—Señora Wakefield —advirtió el juez Nakamura—, no es éste el momento adecuado para charlar. Sólo dispone de cinco minutos para sus alegaciones finales y el tiempo ya ha empezado a contar.

Nicole hizo caso omiso del juez. Se inclinó sobre la barandilla que había entre ella y el jurado, con los ojos fijos en el espléndido collar que Karen Stolz lucía al cuello.

—Las joyas son preciosas —dijo en un susurro—. Pero habrían pagado mucho, mucho más.

Resonó de nuevo el mazo. Dos guardias se aproximaron rápidamente a Nicole, pero ésta ya se había separado de la señora Stolz.

—Señoras y caballeros del jurado —dijo Nicole—, durante toda esta semana han escuchado ustedes cómo insistía repetidamente el fiscal en que yo he incitado a la resistencia contra el legítimo gobierno de Nuevo Edén. Por mis supuestos actos, se me ha acusado de sedición. Ahora, deben ustedes decidir, sobre la base de las pruebas presentadas en este juicio, si soy culpable. Recuerden, por favor, mientras deliberan, que la sedición es un delito capital; un veredicto de culpabilidad entraña necesariamente la imposición de la pena de muerte.

»En mi declaración final, quisiera examinar detenidamente la estructura montada por la acusación. El testimonio del primer día, que era en su totalidad por completo irrelevante con los cargos formulados contra mí y, en mi opinión, fue permitido por el juez Nakamura en clara vulneración de los preceptos legales de la colonia que regulan el testimonio en los juicios por delitos capitales…

—Señora Wakefield —le interrumpió airadamente el juez Nakamura—, como ya le he dicho anteriormente a lo largo de la semana, no puedo tolerar en mi tribunal semejantes comentarios irrespetuosos. Una observación similar más, y no sólo la procesaré por desacato, sino que pondré además fin a su declaración.

—Durante todo aquel día, el fiscal trató de demostrar que yo era persona de dudosa moralidad sexual y, por lo tanto, candidata de alguna manera a participar en conspiraciones políticas. Señoras y caballeros, me encantaría tratar en privado con ustedes de las insólitas circunstancias asociadas con la concepción de cada uno de mis seis hijos. Pero mi vida sexual, pasada, presente o incluso futura, no guarda absolutamente ninguna relación con este juicio. Salvo por su posible valor como diversión, aquel primer día de testimonio careció por completo de significado.

Se oyeron varias risitas en la abarrotada tribuna del público, pero los guardias acallaron rápidamente a la multitud.

—El siguiente grupo de testigos presentados por el fiscal —continuó Nicole— dedicó muchas horas a implicar a mi marido en actividades sediciosas. Admito de buen grado que estoy casada con Richard Wakefield. Pero su culpabilidad o su inocencia son también irrelevantes en este juicio. Sólo las pruebas que me hagan aparecer a mí culpable de sedición son pertinentes aquí para su veredicto.

»El fiscal ha sugerido que mis actos sediciosos se iniciaron con mi participación en el vídeo que finalmente dio lugar a la creación de esta colonia. Reconozco que yo ayudé a preparar el vídeo que fue transmitido a la Tierra desde Rama, pero niego categóricamente que yo haya “conspirado desde el principio con los alienígenas” o que haya intrigado de ninguna manea contra mis semejantes humanos con los extraterrestres que construyeron esta nave espacial.

»Yo participé en la grabación de aquel vídeo, como indiqué ayer cuando permití que el fiscal me interrogase, porque consideraba que no tenía opción. Mi familia y yo nos encontrábamos a merced de una inteligencia y un poder superiores a nada de cuanto ninguno de nosotros había imaginado jamás. Nos preocupaba la posibilidad de que nuestra negativa a intervenir en la grabación del vídeo diera lugar a la adopción de represalias contra nosotros.

Nicole volvió unos momentos a la mesa de la defensa y bebió un poco de agua. Después se dirigió de nuevo al jurado.

—Eso deja solamente dos fuentes posibles de cualquier prueba real de sedición contra mí: el testimonio de mi hija Katie y esa extraña grabación magnetofónica, una inconexa colección de comentarios hechos por mí a otros miembros de mi familia después de haber sido encarcelada, que ustedes oyeron ayer por la mañana.

»Saben ustedes perfectamente lo fácil que es desvirtuar y manipular las grabaciones. Los dos técnicos que ayer declararon como testigos admitieron que escucharon centenares de horas de conversación entre mis hijos y yo antes de encontrar esos treinta minutos de “prueba condenatoria”, de los cuales no pasan de dieciocho los tomados en una misma conversación. Decir que las observaciones mías contenidas en esa grabación estaban presentadas fuera de contexto es lo menos que cabe aducir.

»Con respecto al testimonio de mi hija Katie Wakefield, sólo puedo decir, con enorme tristeza, que mintió repetidamente en sus primeras declaraciones. Jamás tuve yo el menor conocimiento de las actividades supuestamente ilegales de mi marido Richard y, desde luego, nunca le ayudé a ellas.

»Recordarán ustedes que, al ser contrainterrogada por mí, Katie empezó a balbucear y a contradecirse y acabó repudiando su testimonio anterior antes de desplomarse en el estrado de los testigos. El juez les había advertido que mi hija ha padecido recientemente una frágil salud mental y que debían prescindir de las declaraciones que prestase bajo tensión emocional durante mi interrogatorio. Yo les ruego que recuerden todas las palabras que Katie ha pronunciado, no sólo cuando le interrogaba el fiscal, sino también durante el tiempo en que yo trataba de obtener las fechas y lugares concretos de la acción sediciosa que ella me había atribuido.

Nicole se acercó una última vez a los miembros del jurado, estableciendo cuidadosamente contacto visual con cada uno de ellos.

—Finalmente, deben ustedes juzgar dónde está la verdad en este caso. Me enfrento ahora a ustedes con el corazón oprimido, sin poder dar crédito a los sucesos que me han llevado a ser acusada de estos graves delitos. He servido bien a la colonia y a la especie humana. No soy culpable de ninguno de los cargos formulados contra mí. Cualquier poder o inteligencia que exista en este asombroso universo reconocerá ese hecho, con independencia del resultado de este juicio.

La luz exterior se iba desvaneciendo rápidamente. Una contemplativa Nicole se hallaba apoyada contra la pared de su celda, preguntándose si aquélla sería la última noche de su vida. Se estremeció involuntariamente. Desde que fuera pronunciado el veredicto, Nicole se había acostado todas las noches esperando morir al día siguiente.

La García le llevó la cena poco después de oscurecer. La comida había mejorado mucho los últimos días. Mientras comía lentamente su plato de pescado asado, Nicole reflexionaba en los cinco años transcurridos desde que ella y su familia recibieron al grupo de exploración de la Pinta. «¿Qué es lo que se torció aquí? —se preguntó—. ¿Cuáles fueron nuestros errores fundamentales?».

Oía mentalmente la voz de Richard. Siempre cínico y sin ninguna confianza en el comportamiento humano, había sugerido al final del primer año que Nuevo Edén era demasiado bueno para la humanidad. «Lo acabaremos echando a perder, como hicimos con la Tierra —decía—. Nuestro bagaje genético, todo, ya sabes, el territorialismo y la agresión y el comportamiento ruin, es demasiado fuerte como para que lo venzan la educación y la instrucción. Mira los héroes de O’Toole, los dos, Jesús y ese joven italiano, san Michael de Siena. Los mataron por sugerir que los humanos debían intentar ser algo más que chimpancés inteligentes».

«Pero aquí, en Nuevo Edén —pensó Nicole— había muchas oportunidades para un mundo mejor. Las necesidades básicas de la vida se hallaban cubiertas. Nos encontrábamos rodeados de pruebas inequívocas de la existencia de inteligencia en el universo que se extiende mucho más allá del nuestro. Eso hubiera debido producir un entorno en el que…»

Terminó el pescado y se puso delante el pequeño pudin de chocolate. Nicole sonrió para sus adentros, recordando lo mucho que a Richard le gustaba el chocolate. «Le he echado mucho de menos —pensó—. Especialmente su conversación y su perspicacia».

Nicole se sobresaltó al oír ruido de pasos que se acercaban a su celda. Un escalofrío de miedo le recorrió el cuerpo. Sus visitantes eran dos hombres jóvenes, cada uno de los cuales llevaba una linterna. Vestían el uniforme de la policía especial de Nakamura.

Los hombres entraron en la celda con aire de eficiencia y profesionalidad. No se presentaron. El de más edad, de unos treinta y tantos años, sacó rápidamente un documento y empezó a leer:

—«Nicole des Jardins Wakefield —dijo—, ha sido usted declarada culpable del delito de sedición y será ejecutada mañana por la mañana a las ocho en punto. Se le servirá el desayuno a las seis y media, diez minutos después de amanecer, y a las siete y media vendremos para llevarla a la cámara de ejecución. A las siete cincuenta y ocho será usted atada a la silla eléctrica y exactamente dos minutos después se aplicará la corriente…» ¿Tiene alguna pregunta que hacer?

El corazón le latía a Nicole con tanta rapidez que apenas si podía respirar. Hizo un esfuerzo por calmarse.

—¿Tiene alguna pregunta que hacer? —repitió el policía.

—¿Cómo se llama usted, joven? —preguntó Nicole con voz quebrada.

—Franz —respondió el hombre tras un instante de desconcierto y vacilación.

—Franz ¿qué? —preguntó Nicole.

—Franz Bauer —fue la respuesta.

—Bien, Franz Bauer —dijo Nicole, tratando de forzar una sonrisa—, ¿puede decirme, por favor, cuánto tardaré en morir? Después de que aplique la corriente, claro.

—En realidad, no lo sé —respondió, un tanto confuso—. Perderá el conocimiento casi al instante, en un par de segundos. Pero no sé cuánto…

—Gracias —le interrumpió Nicole, que empezaba a sentirse desfallecer—. ¿Podrían irse ahora, por favor? Me gustaría estar sola. —Los dos hombres abrieron la puerta de la celda—. Oh, a propósito —añadió Nicole—, ¿podrían dejar una linterna? ¿Y quizá papel y pluma, o incluso una libreta electrónica?

Franz Bauer meneó la cabeza.

—Lo siento —dijo—. No podemos…

Nicole los despidió con un gesto y cruzó hasta el otro extremo de la celda. «Dos cartas —se dijo, respirando lentamente para hacer acopio de fuerzas—. Sólo quería escribir dos cartas. Una a Katie y otra a Richard. Estoy en paz con todos los demás».

Después de que los policías se hubieron marchado, Nicole recordó las largas horas que había pasado en el pozo de Rama II muchos años antes, cuando creyó que iba a morir de inanición. Había pasado lo que entonces pensaba que eran sus últimos días reviviendo los momentos felices de su vida. «Eso no es necesario ahora —pensó—. No hay suceso alguno de mi pasado que no haya revisado ya detenidamente. Ése es el resultado de dos años de cárcel».

Le sorprendió a Nicole descubrir que no estaba irritada por no poder escribir las dos últimas cartas. «Volveré a plantear la cuestión por la mañana. Me dejarán escribir las cartas si hago suficiente ruido». Nicole sonrió, aun a su pesar.

—No vayas dulcemente… —citó en voz alta.

Notó de pronto que volvía a acelerársele el pulso. Nicole vio mentalmente una silla eléctrica en una habitación oscura. Ella estaba sentada en la silla; un extraño casco le cubría la cabeza. El casco empezó a refulgir y Nicole se vio a sí misma desplomarse hacia delante.

«Dios mío —pensó—, dondequiera que estés y lo que quiera que seas, dame valor ahora. Estoy muy asustada».

Nicole se sentó en la cama en la oscuridad del recinto. Al cabo de unos minutos, se sintió mejor, casi tranquila. Se preguntó cómo sería el instante de la muerte. «¿Es como irse a dormir y luego no hay nada? ¿O sucede algo muy especial en ese último momento, algo que ninguna persona viva puede conocer jamás?».

Una voz le estaba llamando desde muy lejos. Nicole rebulló, pero no despertó del todo.

—Señora Wakefield —llamó de nuevo la voz.

Nicole se incorporó rápidamente en la cama, pensando que había llegado la mañana. Experimentó una oleada de miedo cuando su mente le dijo que sólo le quedaban dos horas de vida.

—Señora Wakefield —dijo la voz—, aquí, fuera de su celda… Soy Amadou Diaba.

Nicole se frotó los ojos y pugnó por ver la figura que había en la oscuridad, junto a la puerta.

—¿Quién? —preguntó, mientras cruzaba lentamente la estancia.

—Amadou Diaba. Hace dos años, usted ayudó al doctor Turner a hacerme un trasplante de corazón.

—¿Qué está haciendo aquí, Amadou? ¿Y cómo ha entrado?

—He venido a traerle algo. Soborné a todos los que hizo falta. Tenía que verla.

Aunque el hombre estaba a sólo cinco metros de distancia de ella, Nicole sólo podía ver su vaga silueta en la oscuridad. Además, sus fatigados ojos le estaban gastando jugarretas. Una vez, en que forzó especialmente la vista, creyó por un momento que su visitante era su bisabuelo Omeh. Sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.

—Muy bien, Amadou —dijo por fin Nicole—. ¿Qué es lo que me ha traído?

—Debo explicarlo primero —respondió él—. Y aun entonces puede que no tenga ningún sentido… Yo mismo no lo comprendo del todo. Sólo sé que tenía que traérselo esta noche.

Hizo una pausa. Como Nicole permaneciera en silencio, Amadou contó rápidamente su historia.

—El día siguiente a haber sido elegido para formar parte de la colonia Lowell, estando todavía en Lagos, recibí este extraño mensaje de mi abuela senoufo diciéndome que era muy urgente que fuera a verla. Acudí a la primera oportunidad, que fue dos semanas después, tras haber recibido un nuevo mensaje de mi abuela insistiendo en que mi visita era cuestión de «vida o muerte».

»Cuando llegué a su poblado, en Costa de Marfil, era noche cerrada. Mi abuela se despertó y se vistió inmediatamente. Acompañados por el hechicero de nuestro poblado, realizamos esa misma noche un largo viaje a través de la sabana. Yo estaba exhausto cuando llegamos a nuestro destino, una pequeña aldea llamada Nidougou.

—¿Nidougou? —le interrumpió Nicole.

—En efecto —respondió Amadou—. El caso es que había allí un hombre extraño, de rostro muy arrugado, que debía de haber sido una especie de superchamán. Mi abuela y nuestro hechicero se quedaron en Nidougou mientras este hombre y yo escalábamos con esfuerzo una inhóspita montaña próxima que se elevaba junto a la orilla de un pequeño lago. Llegamos a la cumbre poco antes del amanecer.

»—Mira —dijo el anciano cuando cayeron sobre el lago los primeros rayos de sol—, mira en el lago de la Sabiduría. ¿Qué ves?

»Le dije que veía treinta o cuarenta objetos de forma de melón que descansaban en el fondo del lago, a un costado.

»—Excelente —respondió, con una sonrisa—, tú eres realmente él.

»—Yo soy ¿quién? —preguntó.

»No respondió. Caminamos en torno al lago, junto al lugar en que habían estado sumergidos los melones, que ya no podíamos ver mientras el Sol se elevaba en el firmamento, y el superchamán sacó un pequeño frasco. Lo sumergió en el agua, lo tapó y me lo entregó. Me dio también una piedra pequeña que tenía la misma forma que los objetos semejantes a melones sumergidos en el fondo del lago.

»—Éstos son los regalos más importantes que jamás recibirás —dijo.

»—¿Por qué? —pregunté.

»Instantes después, se le pusieron los ojos completamente en blanco y cayó en trance mientras entonaba un rítmico canto senoufo. Danzó durante varios minutos y, luego, se lanzó de pronto al agua y empezó a nadar.

—¡Espera un momento! —grité—. ¿Qué haré con tus regalos?

»—Llévalos contigo a todas partes —respondió—. Sabrás cuándo es el momento de utilizarlos.

Nicole pensó que los latidos de su corazón eran tan fuertes que hasta Amadou podía oírlos. Extendió el brazo por entre los barrotes de la celda y le tocó en el hombro.

—Y anoche —murmuró— una voz le dijo en sueños, o quizá no era en sueños, que me trajese esta noche el frasco y la piedra.

—Exactamente —confirmó Amadou. Hizo una pausa—. ¿Cómo lo sabía?

Nicole no respondió. No podía hablar. Le temblaba todo el cuerpo. Momentos después, cuando recibió en la mano los dos objetos, sintió las rodillas tan flojas que pensó que se iba a caer. Dio las gracias dos veces a Amadou y le instó a que se marchara antes de que lo descubrieran.

Volvió a cruzar lentamente la celda hasta su cama. «¿Es posible? ¿Y cómo es posible? ¿Todo esto sabido ya desde el principio? ¿Melones maná en la Tierra?». La excitación dominaba a Nicole. «He perdido el control —pensó—, y aún no he bebido el líquido del frasco».

Al sostener en la mano el frasco y la piedra, Nicole recordó vívidamente la increíble visión que había experimentado en el fondo del pozo, en Rama II. Abrió el frasco. Hizo dos profundas inspiraciones y bebió apresuradamente su contenido.

Al principio, pensó que no pasaba nada. La negrura que le envolvía no pareció cambiar. De pronto, se formó una gran bola anaranjada en medio de la celda. Estalló, proyectando una explosión de color en la oscuridad. Le siguió una bola roja y, luego, otra púrpura. Mientras retrocedía ante el fulgor de la explosión purpúrea, Nicole oyó una carcajada al otro lado de la ventana. Miró en aquella dirección. La celda desapareció. Nicole se encontró fuera, en un campo.

Estaba oscuro, pero podía distinguir contornos de objetos. A lo lejos, Nicole oyó de nuevo la carcajada. Amadou, llamó mentalmente. Nicole echó a correr por el campo a velocidad vertiginosa. Estaba alcanzando al hombre. Al acercarse más, el rostro del hombre cambió. No era Amadou, era Omeh.

Rio de nuevo y Nicole se detuvo. Ronata, llamó él. Su rostro iba aumentando de tamaño. Más y más grande. Tan grande como un coche, luego tan grande como una casa. Su risa era ensordecedora. El rostro de Omeh se había convertido en un globo enorme que se elevaba cada vez a más altura en la oscura noche. Volvió a reír, y el globo de su rostro reventó y derramó sobre Nicole una lluvia de agua.

Estaba empapada. Estaba sumergida, nadando bajo el agua. Al emerger, se encontró en el estanque del oasis de Costa de Marfil, donde, siendo una niña de siete años, se había enfrentado a la leona durante el Poro. La misma leona merodeaba a lo largo del perímetro del estanque. Nicole era de nuevo una niña. Estaba muy asustada.

«Necesito a mi madre —pensó Nicole—. Acuéstate ahora y descansa, y bendito sea tu sueño», cantó. Nicole empezó a salir del agua. La leona no le molestó. Miró una vez más al animal y el rostro de la leona se había convertido en el rostro de su madre. Nicole corrió a abrazar a su madre. Pero entonces la propia Nicole se convirtió en la leona que merodeaba a orillas del oasis en medio de la sabana africana.

Había ahora seis nadadores en el estanque, todos ellos niños. Mientras la leona Nicole continuaba cantando la Canción de Cuna de Brahms, los niños fueron saliendo uno a uno del agua. Genevieve fue la primera, luego Simone, Katie, Benjy, Patrick y Ellie. Cada uno de ellos pasó por delante de Nicole y se internó en la sabana. Nicole echó a correr tras los niños.

Estaba corriendo por la pista de un abarrotado estadio. Nicole era de nuevo humana, joven y atlética. Se anunció su salto final. Cuando se dirigía hacia la cabecera de la pista del triple salto, se acercó a ella un juez japonés. Era Toshio Takamura. «Vas a quedar descalificada», dijo con expresión ceñuda.

Nicole creía volar mientras corría por la pista. Pisó perfectamente la tabla, se elevo en el aire, dio dos poderosas zancadas y cayó a gran distancia en la arena. Sabía que había sido un buen salto. Nicole se dirigió a donde había dejado el chándal. Su padre y Henry se acercaron a darle un abrazo. «Magnífico —le dijeron al unísono—. Excelente».

Juana de Arco llevó la medalla de oro al pódium de los vencedores y la colgó en torno al cuello de Nicole. Leonor de Aquitania le entregó una docena de rosas. Kenji Watanabe y el juez Mishkin estaban junto a ella y la felicitaron. El locutor anunció que su salto establecía un récord mundial. La multitud le estaba tributando una calurosa ovación. Nicole contempló el mar de rostros y observó que no había solamente humanos en la muchedumbre. El Águila estaba allí, en un palco especial, sentado junto a una sección entera de aracnopulpos. Todo el mundo la estaba saludando, incluso los avícolas y las criaturas esféricas de finos tentáculos y la docena de encapadas anguilas que se apretujaban contra el cristal de una gigantesca pecera. Nicole saludó a todos con la mano.

Sus brazos se convirtieron en alas y empezó a volar. Nicole era un halcón que sobrevolaba a gran altura la franja de tierras de cultivo de Nuevo Edén. Miró bajo ella el edificio en que había sido encarcelada. Torció hacia el oeste y encontró la granja de Max Puckett. Aunque era plena noche, Max estaba fuera, trabajando en lo que parecía ser una ampliación de uno de sus graneros.

Nicole continuó volando hacia el oeste, en dirección a las brillantes luces de Vegas. Al llegar al complejo, descendió y fue volando por detrás de cada uno de los grandes clubes nocturnos. Katie estaba sentada, completamente sola, en unos escalones traseros. Tenía la cara sepultada entre las manos y le temblaba el cuerpo. Nicole trató de consolarla, pero el único sonido fue el grito de un halcón en la noche. Katie levantó la vista hacia el cielo, desconcertada.

Sobrevoló Positano, junto a la puerta de salida del hábitat, y esperó a que se abriese la puerta exterior. Asustando al guardián, el halcón Nicole salió de Nuevo Edén. Llegó a Avalon en menos de un minuto. Robert, Ellie, la pequeña Nicole e, incluso, un enfermero estaban con Benjy en la antesala del hospital. Nicole no tenía ni idea de por qué estaban todos despiertos en medio de la noche. Les gritó. Benjy se asomó a la ventana y escrutó la oscuridad.

Nicole oyó una voz que le llamaba. Sonaba muy débilmente hacia el sur. Voló rápidamente al segundo hábitat, en el que entró por la abertura que los humanos habían practicado en el muro exterior. Tras recorrer velozmente el anillo y encontrar una puerta, sobrevoló la región verde del interior. Ya no oía la voz. Pero pudo ver a su hijo Patrick acampado con otros soldados junto a la base del cilindro pardo.

Un avícola con cuatro anillos color cobalto se reunió con ella en el aire. «Ya no está aquí —dijo—. Prueba en Nueva York». Nicole salió rápidamente del segundo módulo y regresó a la planicie Central. Oyó de nuevo la voz. Remontó el vuelo, elevándose más y más. Halcón Nicole apenas si podía respirar.

Voló en dirección sur por encima del muro que delimitaba el perímetro del Hemicilindro Norte. Bajo ella se extendía el mar Cilíndrico. La voz sonaba ahora con más nitidez. Era Richard. Su corazón de halcón le palpitaba furiosamente.

Él estaba en la orilla, delante de los rascacielos, agitando la mano en su dirección. «Ven a mí, Nicole», decía su voz. Ella podía verle los ojos aun en la oscuridad. Descendió y se posó sobre el hombro de Richard.

Le rodeaban las tinieblas. Nicole estaba de nuevo en su celda. ¿Era un pájaro lo que oyó pasar volando al otro lado de la ventana? El corazón le continuaba latiendo con fuerza.

Cruzó el pequeño recinto. «Gracias, Amadou —dijo—. U Omeh. —Sonrió—. Oh Dios».

Nicole se tendió sobre la cama. Instantes después, estaba dormida.