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La luz que penetraba por la solitaria ventana de la celda proyectaba entrecruzadas sombras sobre la pared de tierra, frente al lecho de Nicole. Los barrotes de la ventana creaban un cuadrado con un dibujo de tres en raya, una matriz casi perfecta de tres por tres. La luz indicó a Nicole que era hora de levantarse. Cruzó el recinto desde el catre de madera en que había estado durmiendo y se lavó la cara en la palangana. Hizo una profunda inspiración y trató de reunir las fuerzas necesarias para enfrentarse a otro día.

Nicole estaba segura de que su última prisión, en la que llevaba ya cinco meses, se encontraba en algún lugar de la franja agrícola de Nuevo Edén, entre Hakone y San Miguel. La última vez que le trasladaron le habían vendado los ojos. Pero Nicole había llegado rápidamente a la conclusión de que se hallaba en una zona rural. Ocasionalmente, un fuerte olor a animales penetraba en su celda por la cuadrada ventana de cincuenta centímetros de lado situada junto al techo. Nicole no podía ver ningún reflejo luminoso proveniente del otro lado de la ventana cuando era de noche en Nuevo Edén.

«Estos últimos meses han sido los peores —pensó Nicole mientras se ponía de puntillas para depositar en el exterior de la ventana unos pocos granos de arroz sazonado—. Nada de conversación, de lectura ni de ejercicio. Dos comidas de arroz y agua al día». Apareció fuera la pequeña ardilla roja que le visitaba todas las mañanas. Nicole podía oírla. Retrocedió varios pasos a través de la celda para poder verla comer el arroz.

—Tú eres mi única compañía, mi bella amiga —dijo Nicole en voz alta. La ardilla dejó de comer y aguzó el oído, siempre alerta a cualquier posible peligro—. Y nunca has entendido una sola palabra de lo que he dicho.

La ardilla no se quedó mucho tiempo. Cuando terminó su ración de arroz, se marchó y dejó sola a Nicole. Ésta permaneció varios minutos mirando por la ventana en que había estado la ardilla, preguntándose qué estaba pasando con su familia.

Hasta hacía seis meses, en que su juicio por sedición fue «indefinidamente aplazado» en el último momento, se le había permitido a Nicole recibir una visita semanal de una hora de duración. Aunque en las conversaciones se hallaba siempre presente un guardián y estaba terminantemente prohibido hacer ninguna clase de comentarios sobre política o sobre sucesos de actualidad, ella siempre había esperado con ansia aquellas sesiones semanales con Ellie o Patrick. De ordinario, era Ellie quien acudía. Por algunas frases, cuidadosamente enunciadas, de sus hijos, Nicole había deducido que Patrick realizaba alguna clase de trabajo oficial y sólo era accesible en contadas ocasiones.

Nicole se había sentido primero furiosa y luego deprimida cuando supo que Benjy había sido internado en una institución asistencial y que no se le permitía visitarle. Ellie había tratado de persuadir a su madre de que Benjy se encontraba perfectamente, dadas las circunstancias. Se había hablado poco de Katie. Ni Patrick ni Ellie habían sabido cómo explicar a Nicole que su hermana mayor no manifestaba realmente ningún interés en visitar a su madre.

Durante aquellas primeras visitas, el embarazo de Ellie era siempre un tema de conversación desprovisto de riesgos. Le emocionaba a Nicole tocar el vientre de su hija o hablar de los especiales sentimientos de una futura madre. Si Ellie mencionaba lo activa que se mostraba la criatura, Nicole comentaba y comparaba sus propias experiencias («Cuando estaba embarazada de Patrick —dijo una vez Nicole— nunca me sentía cansada. Por el contrario, tú eras una auténtica pesadilla para una madre, siempre pataleando en plena noche, cuando yo quería dormir»); si Ellie no se encontraba bien, Nicole le recomendaba alimentos o actividades físicas que a ella le habían ayudado mucho cuando notaba los mismos síntomas.

La última visita de Ellie se había producido dos meses antes de la fecha prevista para el parto. La semana siguiente, Nicole había sido trasladada a su nueva celda y desde entonces no había vuelto a hablar con un ser humano. Los biots mudos que atendían a Nicole nunca habían dado muestras de que oyesen siquiera sus preguntas. Una vez, en un acceso de frustración, le había gritado a la Tiasso que le daba su baño semanal: «¿No entiendes? Mi hija iba a dar a luz un hijo, mi nieto, en algún momento de la semana pasada. Necesito saber si se encuentran bien».

En sus anteriores celdas siempre se le había permitido a Nicole leer. Siempre que quería le llevaban de la biblioteca nuevos discolibros, por lo que los días entre visitas transcurrían con bastante rapidez. Había releído casi todas las novelas históricas de su padre, así como algo de poesía, historia y unos cuantos de los libros de medicina más interesantes. Nicole se había sentido especialmente fascinada por las semejanzas entre su vida y las de sus dos heroínas de la infancia, Juana de Arco y Leonor de Aquitania. Nicole apuntalaba su propia fortaleza al observar que ninguna de las otras dos mujeres permitieron que sus actitudes básicas se modificaran, pese a los largos y penosos períodos transcurridos en prisión.

Poco después de su traslado, al ver que la García que le atendía en la nueva celda no le entregaba su lector electrónico juntamente con sus efectos personales, Nicole pensó que se trataba de un simple error. Pero después de haber pedido varias veces el lector sin que sus peticiones dieran resultado, comprendió que se le estaba negando el derecho a leer.

El tiempo transcurría muy lentamente para Nicole en su nueva celda. Durante varias horas al día paseaba metódicamente de un lado a otro, tratando de mantener activos el cuerpo y la mente. Intentó organizar estas sesiones, procurando no pensar en su familia, lo que hacía que sus sentimientos de soledad y depresión se intensificaran inevitablemente, y centrar su atención en ideas o conceptos filosóficos más generales. Con frecuencia, al término de estas sesiones se concentraba en algún acontecimiento pasado de su vida e intentaba derivar de él alguna consecuencia nueva o importante.

Durante una de estas sesiones, Nicole recordó nítidamente una secuencia de acontecimientos que se había desarrollado cuando ella tenía quince años. Para entonces, ella y su padre se hallaban ya confortablemente instalados en Beauvois y Nicole obtenía brillantes resultados en la escuela. Decidió participar en el concurso nacional para la selección de tres muchachas que interpretarían el papel de Juana de Arco en la serie de representaciones teatrales que conmemorarían el 750 aniversario del martirio de la doncella de Rouen. Nicole se entregó al concurso con una pasión y una determinación que conmovieron y, al mismo tiempo, preocuparon a su padre. Cuando Nicole ganó el concurso regional de Tours, Pierre dejó incluso de trabajar durante seis semanas en sus novelas para ayudar a su amada hija a prepararse para las finales en Rouen.

Nicole obtuvo el primer puesto en los componentes atléticos e intelectuales del concurso. Incluso alcanzó una puntuación muy alta en las evaluaciones de interpretación. Ella y su padre tenían la seguridad de que iba a ser elegida. Pero cuando se anunciaron los vencedores, Nicole quedó en segundo lugar.

«Durante años —pensó Nicole mientras paseaba de un lado a otro en su celda de Nuevo Edén—, pensé que había fracasado. Lo que mi padre me dijo acerca de que Francia no estaba preparada para una Juana de Arco de piel oscura no importaba. Me sentía una fracasada. Estaba destrozada. No recuperé realmente mi autoestima hasta la Olimpíada, y entonces sólo por unos días antes de que Henry me hundiera de nuevo».

«El precio fue terrible —continuó Nicole—. Permanecí completamente centrada en mí misma durante muchos años por causa de mi falta de autoestima. Pasó mucho tiempo antes de que finalmente me sintiera feliz conmigo misma. Y sólo entonces pude dar a otros. —Hizo una pausa en sus pensamientos—. ¿Por qué tantos de nosotros atravesamos la misma experiencia? ¿Por qué es tan egoísta la juventud y por qué debemos encontrarnos primero a nosotros mismos para comprender cuánto más hay en la vida?».

Cuando la García que siempre le llevaba la comida incluyó en el menú un poco de pan fresco y unas cuantas zanahorias crudas, Nicole sospechó que se iba a introducir algún cambio en su régimen. Dos días después, la Tiasso entró en la celda con un cepillo para el pelo, maquillaje, un espejo e incluso un poco de perfume. Nicole se dio un largo y voluptuoso baño y se acicaló por primera vez en varios meses. Cuando recogió la bañera de madera y se disponía ya a marcharse, el biot le entregó una nota. «Mañana por la mañana, recibirá una visita», decía la nota.

Nicole no pudo dormir. Por la mañana parloteó como una niña con su amiga la ardilla, hablando de sus esperanzas y sus temores con respecto a la inminente visita. Trató varias veces de arreglarse la cara y el pelo antes de dejarlo por imposible. El tiempo transcurría muy despacio.

Por fin, poco antes de la comida, oyó pasos humanos que se acercaban por el corredor en dirección a su celda. Nicole se precipitó hacia delante, expectante.

—¡Katie! —gritó cuando vio a su hija aparecer por el recodo.

—Hola, madre —dijo Katie, al tiempo que abría la puerta y entraba en la celda. Las dos mujeres se abrazaron y permanecieron largo rato sin separarse. Nicole no trató de contener las lágrimas que le desbordaban de los ojos.

Se sentaron en el lecho de Nicole, el único mueble de la celda, y conversaron afablemente durante varios minutos acerca de la familia. Katie informó a Nicole de que tenía una nueva nieta («Nicole des Jardins Turner —dijo—, debes sentirte muy orgullosa») y, luego, sacó unas veinte fotografías. Las fotos incluían instantáneas recientes de la niña con sus padres, Ellie y Benjy juntos en un parque, Patrick de uniforme e, incluso, un par de ellas de Katie con vestido de noche. Nicole las fue contemplando atentamente, una a una, con los ojos velados por las lágrimas. «Oh, Katie», exclamó varias veces.

Cuando terminó, Nicole agradeció efusivamente a su hija que le hubiera llevado las fotografías.

—Puedes quedarte con ellas, madre —dijo Katie, al tiempo que se ponía en pie y se dirigía al lugar situado bajo la ventana. Abrió el bolso y sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor.

—Querida —pidió Nicole con tono vacilante—, ¿te importaría no fumar aquí, por favor? La ventilación es horrible. Estaría oliendo durante semanas.

Katie miró unos instantes fijamente a su madre y, luego, volvió a guardar los cigarrillos y el encendedor en el bolso. En ese momento, llegaron a la celda un par de García con una mesa y dos sillas.

—¿Qué es esto? —preguntó Nicole.

Katie sonrió.

—Vamos a comer juntas —respondió—. He hecho que preparen algo especial para la ocasión: pollo con setas y salsa al vino.

Poco después, una tercera García introdujo en la celda la comida, que olía divinamente, y la depositó sobre la mesa junto a la delicada vajilla de porcelana y la cubertería de plata. Había incluso una botella de vino y dos vasos de cristal.

Le resultaba difícil a Nicole recordar los buenos modales. El pollo estaba tan delicioso y las setas tan tiernas que lo comió todo sin hablar. De vez en cuando, al tomar un trago de vino, murmuraba: «Humm» o «Esto es fantástico», pero básicamente permaneció callada hasta que dejó el plato completamente limpio.

Katie, que comía muy poco de ordinario, mordisqueó apenas unos bocados mientras contemplaba a su madre. Cuando Nicole terminó, Katie llamó a una García para que retirase los platos y les llevara café: hacía casi dos años que Nicole no tomaba una buena taza de café.

—Bueno, Katie —dijo Nicole con una cálida sonrisa después de darle las gracias por la comida—. ¿Qué tal te va? ¿A qué te dedicas?

Katie rio ásperamente.

—La misma basura de siempre —respondió—. Ahora soy «directora de espectáculos» para todo el complejo de Vegas… yo contrato todas las funciones de los clubes… El negocio va bien, aunque… —Katie se interrumpió al recordar que su madre no sabía nada de la guerra en el segundo hábitat.

—¿Has encontrado un hombre que sepa apreciar tus cualidades? —preguntó con tacto Nicole.

—Ninguno que se quede. —Katie se sintió azorada por su respuesta y se mostró de pronto muy agitada—. Escucha, madre —dijo, inclinándose sobre la mesa—, no he venido aquí para hablar de mi vida amorosa… Tengo una proposición que hacerte, o, mejor dicho, la familia tiene para ti una proposición que todos apoyamos.

Nicole miró a su hija, frunciendo el ceño con desconcierto. Observó por primera vez que Katie había envejecido considerablemente en los dos años transcurridos desde la última vez que la vio.

—No entiendo —respondió—. ¿Qué clase de proposición?

—Bueno, como tal vez sepas, el gobierno lleva algún tiempo preparando sus cargos contra ti. Ahora está ya en disposición de iniciar el juicio. La acusación, naturalmente, es de sedición, lo que implica una pena de muerte obligatoria. El fiscal nos ha dicho que las pruebas contra ti son abrumadoras y que no hay duda de que serás declarada culpable. No obstante, en atención a tus pasados servicios a la colonia, si tú misma te declaras culpable del cargo menor de «sedición involuntaria», él desistirá de…

—Pero yo no soy culpable de nada —exclamó con firmeza Nicole.

—Lo sé, madre —replicó Katie con tono impaciente—. Pero nosotros, Ellie, Patrick y yo, estamos de acuerdo en que existen muchas probabilidades de que te condenen. El fiscal nos ha prometido que si, simplemente, te declaras culpable del cargo reducido, te trasladarán sin demora a un sitio mejor y te permitirán recibir visitas de tu familia, incluida tu nieta… Incluso insinuó que podría interceder ante las autoridades para que permitiesen a Benjy vivir con Robert y Ellie…

Nicole estaba sumida en un mar de confusiones.

—¿Y todos vosotros creéis que debo aceptar este pacto y confesar mi culpabilidad, aunque desde el momento mismo de mi detención no he dejado de proclamar mi inocencia?

Katie asintió.

—No queremos que mueras —dijo—. Especialmente por nada.

Relampaguearon de pronto los ojos de Nicole.

—¡Por nada! ¡Tú crees que moriría por nada! —Se apartó de la mesa, se puso en pie y empezó a pasear de un lado a otro por la celda—. Moriría por la justicia —dijo Nicole, más a sí misma que a Katie—, en mi mente al menos, aunque no exista absolutamente nadie más en el universo que pueda comprenderlo.

—Pero, madre —insistió Katie—, ¿de qué serviría? Tus hijos y tu nieta se verían privados para siempre de tu compañía, Benjy continuaría en esa horrible institución…

—De modo que ése es el trato —le interrumpió Nicole, levantando la voz—, una versión más insidiosa del pacto de Fausto con el diablo… Abandona tus principios, Nicole, y confiesa tu culpa, aunque no has cometido ninguna transgresión. Y no vendas tu alma por una simple recompensa personal y terrena. No, eso sería demasiado fácil de rechazar. Se te pide que aceptes el trato porque de ello se beneficiará tu familia… ¿Qué otra apelación a una madre puede ser más eficaz para mover su ánimo?

Los ojos de Nicole despedían fuego. Katie abrió el bolso, sacó un cigarrillo y lo encendió con mano temblorosa.

—¿Y quién me viene con semejante proposición? —continuó Nicole. Estaba gritando ya—. ¿Quién me trae una comida deliciosa y vino y fotografías de mi familia para que consienta en hundirme yo misma el puñal que sin duda me matará con mucho más dolor que cualquier silla eléctrica? Nada menos que mi propia hija, el adorado fruto de mi vientre.

Nicole se adelantó de pronto y agarró a Katie.

—No hagas de Judas para ellos, Katie —exclamó, sacudiendo a su aterrorizada hija—. Tú eres mucho mejor que eso. Con el tiempo, si me condenan y me ejecutan por estos especiosos cargos, apreciarás lo que estoy haciendo.

Katie se desasió de su madre y retrocedió tambaleándose. Dio una chupada a su cigarrillo.

—Eso es una estupidez, madre —dijo, momentos después—. Una completa estupidez… Estás dando muestras de tu habitual fariseísmo. Mira, yo he venido aquí para ayudarte, para ofrecerte una posibilidad de seguir viva. ¿Por qué no puedes escuchar a alguien sólo una vez en tu maldita vida?

Nicole se le quedó mirando a Katie unos segundos. Su voz era más suave cuando habló de nuevo.

—Te he estado escuchando, Katie, y no me gusta lo que he oído. También te he estado observando… No creo ni por un momento que hayas venido aquí para ayudarme. Eso estaría en completa contradicción con lo que he visto de tu carácter durante estos últimos años. En todo esto tiene que haber algo para ti…

»Y tampoco creo que representes en absoluto a Ellie y Patrick. Si así fuese, habrían venido contigo. Debo confesar que antes me he sentido por un momento confusa y he pensado que quizás estaba causando demasiado dolor a todos mis hijos… Pero en los últimos minutos he comprendido con toda claridad lo que está pasando aquí…, Katie, mi querida Katie…

—No vuelvas a tocarme —gritó Katie cuando Nicole se le acercó. Los ojos de Katie estaban llenos de lágrimas—. Y ahórrame tu farisaica compasión.

Se hizo el silencio en la celda. Katie terminó su cigarrillo y trató de calmarse.

—Escucha —dijo, al fin—, me importa un bledo lo que sientas por mí, eso es lo de menos, pero madre, ¿por qué no puedes pensar en Patrick y Ellie e, incluso, en la pequeña Nicole? ¿Es tan importante para ti ser santa que ellos deben sufrir por tu comportamiento?

—Con el tiempo —respondió Nicole—, comprenderán.

—Con el tiempo —replicó airadamente Katie— tú estarás muerta. Dentro de muy poco tiempo… ¿Te das cuenta de que en cuanto yo salga de aquí y le diga a Nakamura que no hay trato fijarán la fecha de tu juicio? ¿Y de que no tienes ninguna probabilidad, absolutamente ninguna maldita probabilidad?

—No puedes asustarme, Katie.

—No puedo asustarte, no puedo conmoverte, no puedo ni siquiera apelar a tu sensatez. Como todos los buenos santos, tú escuchas tus propias voces.

Katie hizo una profunda inspiración.

—Entonces, supongo que no hay más que hablar… Adiós, madre. —Aun a su pesar, nuevas lágrimas aparecieron en los ojos de Katie.

Nicole lloraba ahora abiertamente.

—Adiós, Katie —dijo—. Te quiero.