—Mi país se llamaba Tailandia. Tenía un rey, cuyo nombre era también Rama, como nuestra nave espacial. Vuestros abuelos, mis padres, probablemente viven todavía allí, en una ciudad llamada Lamfun… Aquí está.
Nai señaló un punto del descolorido mapa. La atención de los niños había empezado a desviarse. «Son demasiado pequeños todavía —pensó—. Aun para unos niños inteligentes, es demasiado esperar a los cuatro años».
—Bueno —dijo, doblando el mapa—, podéis salir a jugar.
Galileo y Kepler se pusieron sus pesadas chaquetas, cogieron un balón y cruzaron corriendo la puerta en dirección a la calle. A los pocos segundos, disputaban un partido de fútbol de uno contra una «Oh, Kenji —pensó Nai, contemplando a los niños desde la puerta—. Cuánto te han echado en falta. Es imposible ser madre y padre a la vez».
Había empezado la clase de geografía, como hacía siempre, recordando a los niños que todos los colonos de Nuevo Edén procedían de un planeta llamado Tierra. Nai había mostrado luego a los niños un mapa de su planeta de origen; tras exponerles el concepto básico de continentes y océanos, había identificado después Japón, el país natal de su padre. La actividad le había hecho a Nai sentirse nostálgica y solitaria.
«Quizá estas clases no son en absoluto para vosotros» pensó, contemplando todavía el partido de fútbol que se desarrollaba bajo la débil luz de las farolas públicas de Avalon. Galileo burló a Kepler y lanzó el balón contra una portería imaginaria. «Quizá son para mí en realidad».
Eponine bajaba por la calle en dirección a ellos. Cogió el balón y se lo echó a los niños. Nai sonrió a su amiga.
—Me alegra verte —dijo—. Por fin puedo estar hoy contenta.
—¿Qué ocurre, Nai? —preguntó Eponine—. ¿Te deprime la vida en Avalon? Por lo menos, es domingo. No estás trabajando en la fábrica de armas y los niños no tienen que ir al centro.
Las dos mujeres entraron en la casa.
—Y, desde luego, tus condiciones de vida no pueden ser la causa de tu abatimiento. —Eponine abarcó la estancia con un ademán—. Después de todo, tenéis una habitación grande para los tres, medio lavabo y un baño que compartís con otras cinco familias. ¿Qué más podrías desear?
Nai se echó a reír y abrazó a Eponine.
—Eres una gran ayuda —dijo.
—Mamá, mamá —exclamó Kepler desde la puerta—. Ven enseguida. Ha vuelto… Y le está hablando a Galileo.
Nai y Eponine salieron a la puerta. Un hombre que tenía la cara gravemente desfigurada se hallaba arrodillado en la tierra junto a Galileo. El niño estaba evidentemente asustado. El hombre sostenía en su enguantada mano una hoja de papel en la que se veía, cuidadosamente dibujada, una cara humana, con largos cabellos y poblada barba.
—Tú conoces esta cara ¿verdad? —preguntaba insistentemente el hombre—. Es el señor Richard Wakefield, ¿verdad?
Nai y Eponine se acercaron cautelosamente al hombre.
—Ya le dijimos la última vez —exclamó con tono firme Nai— que no moleste más a los niños. Y ahora vuélvase al hospital o llamamos a la policía.
El hombre tenía los ojos desorbitados.
—Anoche lo vi otra vez —dijo—. Se parecía a Jesús, pero era Richard Wakefield. Empecé a dispararle y ellos me atacaron. Eran cinco. Me destrozaron la cara… —El hombre se echó a llorar.
Un enfermero llegó corriendo por la calle. Agarró al hombre.
—Yo le vi —gritó el hombre mientras se lo llevaban—. Sé que lo vi. Por favor, créanme.
Galileo estaba llorando. Nai se inclinó para consolar a su hijo.
—Mamá —preguntó el niño—, ¿crees que ese hombre vio realmente al señor Wakefield?
—No lo sé —respondió ella. Nai miró a Eponine—. Pero a algunos de nosotros nos gustaría creerlo.
Los niños se habían quedado dormidos en sus camas en el rincón. Nai y Eponine se sentaron una junto a la otra en las dos sillas.
—Se rumorea que está muy enferma —indicó en voz baja Eponine—. No le dan de comer apenas. Le hacen sufrir de todas las maneras posibles.
—Nicole nunca se rendirá —aseguró orgullosamente Nai—. Ojalá tuviera yo su fortaleza y su valor.
—Hace más de seis meses que ni a Ellie ni a Robert les permiten visitarla… Nicole ni siquiera sabe que tiene una nieta.
—Ellie me dijo la semana pasada que le ha presentado a Nakamura otra solicitud para visitar a su madre —señaló Nai—. Estoy preocupada por Ellie. Continúa insistiendo obstinadamente.
Eponine sonrió.
—Ellie es maravillosa, aunque increíblemente ingenua. Insiste en que si acata todas las leyes de la colonia Nakamura la dejará en paz.
—No es sorprendente…, en particular si se tiene en cuenta que Ellie cree todavía que su padre está vivo —respondió Nai—. Ha hablado con todas y cada una de las personas que aseguran haber visto a Richard después de su desaparición.
—Todas esas historias que se cuentan sobre Richard le dan esperanzas —observó Eponine—. Todos podemos utilizar una dosis de esperanza de vez en cuando.
Se hizo una momentánea pausa en la conversación.
—¿Y qué hay de ti, Eponine? —preguntó Nai—. ¿Te permites…?
—No —le interrumpió Eponine—. Siempre soy sincera conmigo misma… Sé que voy a morir pronto, sólo que no sé cuándo… Además, ¿por qué habría de esforzarme en seguir viviendo? Las condiciones aquí, en Avalon, son mucho peores incluso que las del centro de detención de Bourges. Si no fuese por los niños de la escuela…
Las dos oyeron al mismo tiempo el ruido que sonó al otro lado de la puerta. Nai y Eponine quedaron completamente inmóviles. Si su conversación había sido grabada por uno de los biots ambulantes de Nakamura, entonces…
La puerta se abrió de pronto. A las dos mujeres les dio un vuelco el corazón. Entró Max Puckett, sonriendo.
—Quedan detenidas —dijo— por sostener conversaciones sediciosas. Max llevaba una gran caja de madera. Las dos mujeres le ayudaron a colocarla en el rincón. Max se quitó la pesada chaqueta.
—Siento venir tan tarde, pero no he podido evitarlo.
—¿Otro transporte de comida para las tropas? —preguntó Nai en voz baja. Señaló a los dormidos gemelos.
Max asintió.
—El rey japonés —respondió en un susurro— siempre me recuerda que un ejército se mueve sobre el estómago.
—Ésa era una de las máximas de Napoleón. —Eponine miró con sarcástica sonrisa a Max—. Supongo que nunca oíste hablar de él allá en Arkansas.
—Vaya, vaya —replicó Max—. La encantadora señora profesora va de marisabidilla esta noche. —Sacó del bolsillo de la camisa un paquete entero de cigarrillos—. Quizá deba guardarme para mí este regalo.
Eponine se echó a reír y se levantó de un salto para coger los cigarrillos. Tras un breve y juguetón forcejeo, Max se los entregó.
—Gracias, Max —dijo formalmente Eponine—. No nos quedan muchos placeres a los que…
—Alto ahí —exclamó Max, todavía sonriendo—. No he recorrido todo este camino para oír cómo te compadeces a ti misma. He parado en Avalon para recibir la inspiración de tu hermoso rostro… Si vas a estar deprimida, cogeré mi maíz y mis tomates…
—¡Maíz y tomates! —exclamaron Nai y Eponine al unísono.
Las mujeres corrieron a la caja.
—Los niños no han comido alimentos frescos desde hace meses —dijo excitadamente Nai mientras Max abría la caja con una barra de acero.
—Tened mucho, mucho cuidado con esto —advirtió seriamente Max—. Ya sabéis que lo que estoy haciendo es completamente ilegal. Apenas si hay suficientes alimentos frescos para el ejército y los miembros del gobierno. Pero he decidido que os merecíais algo mejor que arroz recalentado.
Eponine abrazó a Max.
—Gracias —dijo.
—Los niños y yo te lo agradecemos mucho, Max —añadió Nai—. No se cómo podremos pagártelo.
—Ya encontraré alguna manera —respondió Max.
Las dos mujeres volvieron a sus sillas y Max se sentó en el suelo entre ellas.
—Por cierto —dijo—, me encontré con Patrick O’Toole en el segundo hábitat… Me pidió que os saludara a las dos.
—¿Cómo está? —preguntó Eponine.
—Yo diría que preocupado —respondió Max—. Cuando lo alistaron, se dejó convencer por Katie para presentarse al ejército, cosa que estoy seguro que nunca habría hecho si Nicole o Richard hubieran podido hablar con él, y creo que se da cuenta ahora del error que cometió. Él no dijo nada, pero pude percibir su turbación. Nakamura lo mantiene en primera línea por causa de Nicole.
—¿No está casi terminada la guerra? —preguntó Eponine.
—Eso creo yo —respondió Max—. Pero no está claro que el rey japonés quiera que termine… Por lo que me han dicho los soldados, queda muy poca resistencia. Se están dedicando principalmente a eliminar los últimos restos en el interior del cilindro pardo.
Nai se inclinó hacia delante.
—Hemos oído el rumor de que en el cilindro vive también otra especie inteligente, algo completamente diferente de los avícolas.
Max se echó a reír.
—¿Quién sabe qué creer? La televisión y el periódico dicen lo que Nakamura quiere que digan, todo el mundo lo sabe. Siempre hay cientos de rumores… Yo mismo he encontrado varios animales y plantas alienígenas bastante extraños, así que nada me sorprendería ya.
Nai contuvo un bostezo.
—Será mejor que me marche —dijo Max, poniéndose en pie— y dejar que nuestra anfitriona se vaya a la cama. —Miró a Eponine—. ¿Quieres que te acompañe alguien a casa?
—Depende de quién sea ese alguien —respondió Eponine con una sonrisa.
Pocos minutos después, Max y Eponine llegaron a la pequeña cabaña de ésta en una de las calles secundarias de Avalon. Max tiró al suelo el cigarrillo que ambos habían compartido y lo aplastó contra la tierra.
—¿Te gustaría que alguien…? —empezó.
—Sí, Max, claro que me gustaría —respondió Eponine con un suspiro—. Y si ese alguien hubiera de concretarse, serías, sin duda alguna, tú. —Le miró directamente a los ojos—. Pero, si compartieras mi cama, incluso una sola vez, entonces querría más. Y, si por alguna horrible casualidad, por mucho cuidado que tuviésemos, llegaras tú alguna vez a dar positivo en la prueba del RV-41, nunca me lo perdonaría.
Eponine se apretó contra él para ocultar sus lágrimas.
—Gracias por todo —dijo—. Eres un hombre bueno, Max Puckett, quizás el único que queda en este enloquecido universo.
Eponine estaba en un museo de París, rodeada de centenares de obras maestras. Un nutrido grupo de turistas recorría el museo. Pasaron un total de cuarenta y cinco segundos mirando cinco espléndidos cuadros de Renoir y Monet.
—¡Deteneos! —gritó Eponine en su sueño—. Es imposible que los hayáis visto.
Los golpecitos en la puerta disiparon el sueño.
—Somos nosotros, Eponine —oyó decir a Ellie—. Si es demasiado temprano, podemos intentar volver más tarde, antes de que vayas a la escuela. Robert temía que pudieran retenernos en la sala de psiquiatría.
Eponine se inclinó y cogió la bata que colgaba en la solitaria silla de la habitación.
—Un momento —respondió—. Ya voy.
Abrió la puerta a sus amigos. Ellie llevaba su uniforme de enfermera, con la pequeña Nicole en una improvisada sillita a la espalda.
La niña dormida se hallaba envuelta en algodón para protegerla del frío.
—¿Podemos entrar?
—Desde luego —respondió Eponine—. Lo siento —añadió—, no os había oído…
—Es una hora absurda para una visita —indicó Ellie—. Pero, con todo el trabajo que tenemos en el hospital, si no veníamos por la mañana temprano no vendríamos nunca.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó el doctor Turner unos momentos después. Sostenía un escáner delante de Eponine y en la pantalla del ordenador portátil estaban empezando a aparecer ya los datos.
—Un poco cansada —respondió Eponine—. Pero podría ser cuestión psicológica. Desde que hace dos meses me dijiste que mi corazón estaba comenzando a mostrar signos de degeneración, he venido imaginando que sufría un ataque cardíaco por lo menos una vez al día.
Durante el reconocimiento, Ellie accionaba el teclado conectado al monitor. Se aseguró de que la información más importante derivada del reconocimiento quedaba archivada en el ordenador. Eponine estiró el cuello para ver la pantalla.
—¿Qué tal funciona el nuevo sistema, Robert?
—Hemos tenido varios fallos con las sondas —respondió—. Ed Stafford dice que era de esperar debido a la inadecuación de nuestra pruebas… Y aún no tenemos un buen programa de tratamiento de datos, pero, en conjunto, estamos muy contentos.
—Ha sido la salvación, Eponine —observó Ellie, sin levantar la vista del teclado—. Con nuestras limitaciones económicas y todos los heridos de guerra, nos habría sido imposible por completo mantener actualizados los datos de RV-41 sin esta automatización.
—Ojalá hubiéramos podido utilizar en mayor medida los conocimientos de Nicole para la confección del diseño original —añadió Robert Turner—. No me había dado cuenta de que era tan experta en sistemas informáticos. —El doctor vio algo insólito en un gráfico que apareció en la pantalla—. Saca una copia de eso, ¿quieres? Deseo enseñárselo a Ed.
—¿Has sabido algo nuevo de tu madre? —preguntó Eponine a Ellie cuando ya finalizaba el reconocimiento.
—Vimos a Katie hace dos noches —respondió muy despacio Ellie—. Fue una velada difícil. Quería comentar otro «pacto» que proponían Nakamura y Macmillan… —se apagó su voz—. De todos modos, Katie dice que decididamente habrá juicio antes del Día de la Colonia.
—¿Ha visto ella a Nicole?
—No —respondió Ellie—. Que nosotros sepamos, no la ha visto nadie. La comida se la lleva una García y sus revisiones mensuales se las hace una Tiasso.
La pequeña Nicole rebulló y lloriqueó en la espalda de su madre. Eponine alargó la mano y tocó la porción de la mejilla de la niña que quedaba expuesta al aire.
—Son increíblemente suaves —dijo.
En ese momento, la niña abrió los ojos y rompió a llorar.
—¿Tengo tiempo para darle de mamar, Robert? —preguntó Ellie.
El doctor Turner consultó su reloj.
—De acuerdo —respondió—. Aquí ya hemos terminado prácticamente… Como Wilma Margolin y Bill Tucker están en el bloque siguiente, ¿por qué no los visito yo solo y vuelvo luego?
—¿Puedes ocuparte de ellos sin mí?
—Con dificultad —respondió sombríamente—. En especial con el pobre Tucker.
—Bill Tucker se está muriendo muy lentamente —explicó Ellie a Eponine—. Está solo y tiene grandes dolores. Pero como el gobierno ha prohibido la eutanasia, no hay nada que podamos hacer.
—No hay indicios de atrofia adicional en tus datos —dijo instantes después a Eponine el doctor Turner—. Supongo que debemos sentirnos agradecidos.
Ella no le oía. Mentalmente, Eponine estaba imaginando su propia lenta y dolorosa muerte. «No permitiré que suceda así, —se dijo—. Nunca. En cuanto ya no sea útil… Max me traerá una pistola».
—Perdona, Robert —dijo—. Debo de estar más dormida de lo que creía. ¿Qué has dicho?
—Que no estás peor. —Robert dio a Eponine un beso en la mejilla y se dirigió hacia la puerta—. Volveré dentro de unos veinte minutos —le dijo a Ellie.
—Robert parece muy cansado —observó Eponine cuando hubo salido.
—Lo está —respondió Ellie—. Sigue trabajando sin cesar… Y cuando no está trabajando le abruman las preocupaciones. —Ellie se había sentado en el suelo de tierra, con la espalda apoyada en la pared de la cabaña. Tenía en brazos a Nicole, que mamaba y ronroneaba intermitentemente.
—-Eso parece divertido —dijo Eponine.
—Nunca he experimentado nada ni remotamente similar. El placer es indescriptible.
«No es para mí —dijo la voz interior de Eponine—. No ahora. Ni nunca». Por un fugaz instante, Eponine recordó una noche de pasión en que había estado a punto de no decirle «no» a Max Puckett. Le invadió un sentimiento de profunda amargura. Pugnó por combatirlo.
—Ayer di un agradable paseo con Benjy —comentó, cambiando de tema.
—Estoy segura de que me hablará de ello esta mañana —señaló Ellie—. Le encantan sus paseos dominicales contigo. Es lo único que le queda, aparte de mis ocasionales visitas… Sabes que te estoy muy agradecida.
—Olvídalo. Me gusta estar con Benjy. Yo también necesito sentirme necesitada, si entiendes lo que quiero decir… La verdad es que Benjy se ha acomodado sorprendentemente bien. No se queja tanto como los cuarenta y unos y, ciertamente, menos que la gente destinada a trabajar aquí, en la fábrica de armas.
—Oculta su sufrimiento —respondió Ellie—. Benjy es mucho más inteligente de lo que parece… En realidad, le desagrada la sala, pero sabe que no puede cuidar de sí mismo. Y no quiere ser una carga para nadie…
Se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas a Ellie, y su cuerpo se estremeció ligeramente. La pequeña Nicole dejó de mamar y miró a su madre.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Eponine.
Ellie movió afirmativamente la cabeza y se enjugó los ojos con el trocito de tela que sostenía junto a los pechos para recoger cualquier gota que pudiera derramarse. Nicole tornó a mamar.
—Ya es bastante penoso contemplar el sufrimiento —dijo Ellie—. Pero el sufrimiento innecesario le desgarra a una el corazón.
El guardia examinó detenidamente sus documentos de identificación y se los pasó a otro hombre uniformado, sentado detrás de él ante una consola de ordenador. El segundo hombre tecleó en el ordenador y devolvió los documentos al guardia.
—¿Por qué examina ese hombre nuestras fotografías todos los días? —preguntó Ellie cuando ya no le podían oír—. Debe de habernos dado paso personalmente por este puesto de control por lo menos una docena de veces en el último mes.
Estaban caminando a lo largo del sendero que conducía desde la salida del hábitat hasta Positano.
—Es su trabajo —respondió Robert—, y le gusta sentirse importante. Si no hiciera de esto una ceremonia cada vez que pasamos, podría olvidar el poder que tiene sobre nosotros.
—El proceso era mucho más sencillo cuando estaban encargados de ello los biots.
—Los que todavía funcionan son demasiado necesarios para el esfuerzo bélico… Además, Nakamura teme que se aparezca el fantasma de Richard Wakefield y desconcierte a los biots.
Anduvieron en silencio durante unos segundos.
—Tú no crees que mi padre está vivo todavía, ¿verdad?
—No —respondió Robert, tras una breve vacilación. Estaba sorprendido por lo directo de su pregunta—. Pero, aunque no creo que esté vivo, sí espero que lo esté.
Robert y Ellie llegaron finalmente a las afueras de Positano. Varias casas nuevas, de estilo europeo, flanqueaban el sendero que descendía suavemente hasta el centro del poblado.
—A propósito, Ellie —dijo Robert—, al hablar de tu padre me he acordado de una cosa que quería comentar contigo… ¿Recuerdas el proyecto de que te hablé, el que está realizando Ed Stafford?
Ellie movió afirmativamente la cabeza.
—Está tratando de ordenar y clasificar la colonia entera por agrupaciones genéticas generales. Él cree que tales clasificaciones, aunque son completamente arbitrarias, pueden contener indicios sobre qué individuos tienen probabilidades de contraer qué enfermedades. Yo no estoy muy de acuerdo con su enfoque, parece demasiado forzado y numérico, más que médico, pero estudios semejantes realizados en la Tierra han demostrado que personas de genes similares tienen, en efecto, tendencias morbosas similares.
Ellie se detuvo y miró inquisitivamente a su marido.
—¿Por qué quieres hablar de esto conmigo?
Robert rio.
—Sí, sí —dijo—. Ya voy a eso… El caso es que Ed definió una métrica diferencial, un método numérico de medir cómo de diferentes son dos individuos, utilizando la forma en que los cuatro aminoácidos básicos están encadenados en el genoma, y, luego, como prueba, dividió en grupos a todos los ciudadanos de Nuevo Edén. Ahora bien, la métrica no significa realmente nada…
—Robert Turner —le interrumpió Ellie. Se estaba riendo—. ¿Quieres hacer el favor de ir al grano? ¿Qué estás tratando de decirme?
—La verdad es que resulta extraño —continuó él—. No sabemos muy bien cómo interpretarlo. Cuando Ed estableció su primera estructura de clasificación, dos de las personas consideradas no pertenecían a ningún grupo. Manipulando las definiciones de las categorías, finalmente logró definir una extensión cuantitativa que incluía a una de ellas. Pero la estructura de encadenamiento de los aminoácidos de la persona final era tan diferente de las de todas las demás personas de Nuevo Edén que no podía encajar en ninguno de los grupos.
Ellie estaba mirando a Robert como si hubiera perdido la razón.
—Los dos individuos erais tu hermano Benjy y tú —concluyó desmañadamente Robert—. Tú eras la que no encajaba en ninguno de los grupos.
—¿Debo sentirme preocupada por eso? —preguntó Ellie después de que hubieron recorrido otros treinta metros en silencio.
—No creo —respondió Robert con tono ligero—. Probablemente es sólo un artificio de la métrica particular que Ed eligió. O quizá se cometió un error… Pero sería fascinante que, de alguna manera, la radiación cósmica hubiera alterado tu estructura genética durante tu desarrollo embriológico.
Habían llegado ya a la plaza Mayor de Positano. Ellie se inclinó y dio un beso a su marido.
—Todo eso era muy interesante, querido —dijo, burlándose un poco de él—, pero debo confesar que aún no sé muy bien a qué venía.
Una gran parrilla para bicicletas ocupaba la mayor parte de la plaza. Dos docenas de filas y otras tantas columnas de plazas de aparcamiento se extendían por la zona delante de lo que había sido estación de ferrocarril. Todos los colonos, a excepción de los miembros del gobierno, que tenían automóviles eléctricos, utilizaban ahora bicicletas para desplazarse.
El servicio ferroviario en Nuevo Edén había quedado interrumpido poco después de comenzar la guerra. Los trenes habían sido construidos originariamente por los extraterrestres con materiales muy ligeros y de resistencia excepcional que las fábricas humanas de la colonia habían sido incapaces de imitar. Estas aleaciones eran en extremo valiosas para muchas funciones militares diferentes. A poco de empezar la guerra, por lo tanto, la agencia encargada de la defensa había requisado todos los vagones del sistema ferroviario.
Ellie y Robert avanzaban montados en sus bicicletas, uno al lado del otro, a lo largo de la orilla del lago Shakespeare. La pequeña Nicole se había despertado y contemplaba en silencio el paisaje que la rodeaba. Atravesaron el parque, donde siempre se celebraba la fiesta del Día de la Colonia, y torcieron hacia el norte.
—Robert —dijo Ellie, con una expresión muy seria en el semblante—, ¿has vuelto a pensar en nuestra larga conversación de anoche?
—¿Sobre Nakamura y la política?
—Sí —respondió ella—. Yo sigo creyendo que debemos oponernos los dos a su edicto por el que se suspenden las elecciones hasta después de que haya terminado la guerra… Tú tienes mucho prestigio en la colonia. La mayoría de los profesionales de la medicina seguirán tu ejemplo… Nai cree, incluso, que los obreros fabriles de Avalon podrían declararse en huelga.
—No puedo hacerlo —respondió Robert después de un largo silencio.
—¿Por qué no, querido? —preguntó Ellie.
—Porque no creo que dé resultado… En tu concepción idealista del mundo, Ellie, las personas actúan por fidelidad a unos principios o valores. En realidad, no se comportan así en absoluto. Si nos opusiéramos a Nakamura, lo más probable es que acabásemos los dos en la cárcel. ¿Qué sería entonces de nuestra hija? Además, se retirarían todos los apoyos a los trabajos sobre RV-41, con lo que esa pobre gente quedaría en peor situación aún. El hospital se encontraría con menos personal… Muchas personas sufrirían por causa de nuestro idealismo. Como médico, considero inaceptables estas posibles consecuencias.
Ellie se salió del sendero para bicicletas y entró en un pequeño parque situado a unos quinientos metros de los primeros edificios de Ciudad Central.
—¿Por qué nos paramos aquí? —preguntó Robert—. Nos están esperando en el hospital.
—Quiero tomarme cinco minutos para ver los árboles, oler las flores y abrazar a Nicole.
Una vez que Ellie desmontó, Robert la ayudó a soltarse de la espalda la sillita en que iba la niña. Ellie se sentó entonces en la hierba, con Nicole sobre el regazo. Ninguno de los dos adultos dijo nada mientras contemplaban cómo observaba Nicole las tres hojas de hierba que había cogido con sus gordezuelas manos.
Finalmente, Ellie extendió una manta y depositó suavemente a su hija sobre ella. Se acercó a su marido y le rodeó el cuello con los brazos.
—Te quiero, Robert, te quiero mucho —exclamó—. Pero debo decir que a veces no estoy en absoluto de acuerdo contigo.