El ascensor se movía con lentitud desesperante. El suelo de la inmensa cabina tenía una superficie de aproximadamente veinte metros cuadrados y el techo se elevaba a ocho o diez metros por encima de la cabeza de Richard. El suelo era totalmente liso, a excepción de dos pares de surcos paralelos, un par a cada lado de Richard, que iban desde la puerta hasta el fondo del ascensor. «Desde luego, aquí pueden transportar cargas enormes», pensó Richard, mirando al techo, encima de él.
Trató de calcular la velocidad de descenso del ascensor, pero era imposible. No tenía marco alguno de referencia. Según el mapa del cilindro confeccionado por Richard, los almacenes de melones maná debían de estar a unos mil cien metros por encima de la base. «O sea que si seguimos hasta el fondo, a lo que en la Tierra sería la velocidad normal de un ascensor, este viaje puede durar varios minutos».
Fueron los tres minutos más largos de su vida. Richard no tenía absolutamente la menor idea de qué encontraría cuando se abriesen las puertas del ascensor. «Quizá me vea fuera entonces —pensó de pronto—. Quizá me encuentre en el comienzo de aquella región de las estructuras blancas… ¿Me estarán mandando a casa?».
Justamente había empezado a preguntarse cuánto podría haber cambiado la vida en Nuevo Edén cuando el ascensor se detuvo. Se abrieron las grandes puertas y por unos instantes Richard tuvo la seguridad de que el corazón se le había salido del pecho. Erguidas ante él y evidentemente mirándole con todos sus ojos, había dos criaturas mucho más extrañas que todo cuanto jamás hubiera imaginado. Richard no podía moverse. Lo que estaba viendo era tan increíble que quedó físicamente paralizado mientras su mente pugnaba con los extraños mensajes que le estaban transmitiendo sus sentidos. Cada uno de los seres que se encontraban ante él tenía cuatro ojos en la «cabeza». Además de los dos grandes óvalos lechosos situados uno a cada lado de un invisible eje de simetría que dividía en dos la cabeza, cada criatura tenía dos ojos adicionales en unos pedúnculos que se elevaban diez o doce centímetros por encima de la frente. Detrás de la voluminosa cabeza, el cuerpo tenía dos segmentos más, con un par de apéndices en cada segmento, lo que les daba un total de seis extremidades. Los alienígenas estaban erguidos sobre sus dos patas traseras y mantenían los cuatro apéndices delanteros pulcramente recogidos sobre los suaves vientres color crema.
Comenzaron a avanzar hacia él, en el ascensor, y Richard retrocedió, aterrorizado. Las dos criaturas se volvieron la una hacia la otra y se comunicaron con un sonido de alta frecuencia que brotaba de un orificio situado bajo los ojos ovalados. Richard parpadeó, se sintió desvanecer y apoyó una rodilla en el suelo para mantener el equilibrio. El corazón le seguía golpeando furiosamente el pecho.
Los alienígenas cambiaron también de postura, apoyando en el suelo las patas intermedias. En esa posición parecían hormigas gigantescas con las dos patas delanteras separadas del suelo y la cabeza erguida. Durante todo el tiempo, las negras esferas situadas al extremo de los pedúnculos oculares giraban sin cesar, escrutando a su alrededor en un arco completo de trescientos sesenta grados, y la lechosa sustancia de los oscuros óvalos se movía de un lado a otro.
Durante varios minutos permanecieron más o menos inmóviles, como si incitaran a Richard a examinarlos. Luchando contra el miedo que sentía, trató de estudiarlos de forma objetiva y científica. Las criaturas venían a tener el volumen de un perro de tamaño mediano, pero, ciertamente, pesaban mucho menos. Sus cuerpos eran delgados y bien proporcionados. Los segmentos anterior y posterior eran más grandes que el medio; y las tres secciones corporales mostraban en su parte superior un pulido caparazón que estaba hecho de alguna clase de material duro.
Richard los habría clasificado como insectos muy grandes de no haber sido por sus extraordinarios apéndices, que eran gruesos, quizás incluso musculados, y se hallaban cubiertos de un «vello» corto, muy espeso, negro y con franjas blancas que producía la impresión de que las criaturas llevaban medias altas. Sus manos, si ésa era la denominación adecuada, carecían de vello y tenían cuatro dedos cada una, incluido un pulgar en oposición al par delantero.
Acababa Richard de reunir el valor suficiente para mirar de nuevo sus increíbles cabezas cuando sonó detrás de los dos alienígenas un sonido agudo semejante al que habría emitido una sirena. Ambos se volvieron. Richard se levantó y vio una tercera criatura que se aproximaba con rápidos pasos. Sus movimientos poseían una gran belleza. Corría como un gato de seis patas, estirándose paralelamente al suelo e impulsándose con un par diferente de patas en cada momento.
Entablaron los tres una rápida conversación, y el recién llegado, levantando la cabeza y las patas delanteras, indicó a Richard de manera inequívoca que saliera del ascensor. Richard echó a andar detrás del trío y entró en una vasta cámara.
La estancia era también un almacén de melones maná, pero ahí terminaba su similitud con el de la parte avícola del cilindro. Por todos lados había material automatizado y de alta tecnología. En el techo, a diez metros por encima de ellos, una grúa puente mecánica se movía sobre un sistema de raíles. Cogía melones y los cargaba en vagones de mercancías dispuestos sobre surcos en un extremo de la estancia. Mientras Richard y sus anfitriones miraban, un vagón de mercancías se movió a lo largo del surco y se detuvo en el interior del ascensor.
Las criaturas se alejaron a saltos por uno de los pasillos de la estancia y Richard se apresuró a seguirlas. Le esperaron en la puerta y, luego, reanudaron su veloz marcha en dirección a la izquierda, mirando hacia atrás para ver si él les seguía todavía. Richard corrió detrás de ellas durante casi dos minutos, hasta que llegaron a un amplio patio, de muchos metros de altura, en cuyo centro había un aparato transportador.
El aparato era pariente lejano de la escalera mecánica. En realidad, había dos, uno de subida y otro de bajada, que se desplazaban en espiral a lo largo de dos gruesos postes instalados en el centro del patio. Las escaleras mecánicas se movían muy rápidamente y en ángulo muy empinado. Cada cinco metros, más o menos, llegaban al nivel, o piso, siguiente y el pasajero recorría entonces a pie un metro hasta la escalera espiral que se movía en torno al otro poste. Lo que hacía las veces de barandilla al lado de la escalera era una barrera de sólo treinta centímetros de altura. Las criaturas alienígenas iban en posición horizontal, con las seis patas sobre la rampa móvil. Richard, que iba al principio de pie, se puso rápidamente a gatas para no caerse.
Durante el trayecto, alrededor de una docena de alienígenas que se desplazaban en la mitad descendente del artilugio, se cruzaron con él y se le quedaron mirando, sin duda con asombro «Pero ¿cómo comen?», pensó Richard, observando que el agujero circular que utilizaban para comunicarse no permitía, ciertamente, el paso de mucho alimento. No se les veía ningún otro orificio en la cabeza, aunque sí había varias pequeñas protuberancias y arrugas de finalidad desconocida.
El lugar donde llevaban a Richard estaba en el octavo o noveno nivel. Las tres criaturas le esperaron hasta que llegó a la plataforma señalada. Richard les siguió al interior de un edificio hexagonal que mostraba en su fachada unas marcas de color rojo vivo «Es curioso —pensó Richard, mirando los extraños garabatos—. Yo he visto antes esos signos… Claro, en el mapa, documento o lo que fuese que estaban leyendo los avícolas».
Richard fue introducido en una habitación bien iluminada y decorada con gusto en dibujos geométricos negros y blancos. A su alrededor había objetos de todas las formas y tamaños, pero Richard no tenía ni idea de qué era ninguno de ellos. Los alienígenas utilizaron el lenguaje de señas para informar a Richard de que allí era donde se iba a quedar. Luego, se marcharon. Un fatigado señor Wakefield estudió el mobiliario, tratando de averiguar qué cosa podría ser la cama y, luego, se echó a dormir en el suelo.
«Mirmigatos. Así es como los llamaré». Richard se había despertado, tras dormir durante cuatro horas, y no podía dejar de pensar en las criaturas alienígenas. Quería ponerles un buen nombre. Después de desechar gato-hormiga y gatinsecto, recordó que el que estudia las hormigas recibe el nombre de mirmecólogo. Eligió mirmigato, porque le pareció más eufónico con «i» que con «e».
La habitación de Richard estaba bien iluminada. De hecho, todos los lugares del hábitat de los mirmigatos en que había estado tenían buena iluminación, en acusado contraste con los corredores oscuros y lóbregos de las porciones superiores del cilindro pardo «No he visto a ninguno de los avícolas desde el viaje en el ascensor —estaba pensando Richard—. Parece ser que estas dos especies no viven juntas. Por lo menos, no del todo. Pero las dos utilizan melones maná… ¿Cuál es exactamente su relación?».
Un par de mirmigatos franquearon la puerta, depositaron ante él un melón pulcramente partido y un recipiente con agua y desaparecieron. Richard tenía hambre y sed. Varios segundos después de haber terminado el desayuno regresaron las dos criaturas. Utilizando las manos de sus extremidades anteriores, los mirmigatos le indicaron que se pusiera en pie. Richard los miró fijamente. «¿Son éstas las mismas criaturas de ayer? —se preguntó—. ¿Y son las mismas que me han traído el melón y el agua?». Pensó en todos los mirmigatos que había visto, incluidos aquellos con los que se había cruzado en la escalera mecánica. No podía recordar ni una sola característica diferenciadora o identificadora en ningún individuo «¿O sea que todos parecen iguales? —pensó—. Entonces, ¿cómo se distinguen unos a otros?».
Los mirmigatos le hicieron salir al corredor y se alejaron a saltos hacia la derecha. «Estupendo —se dijo Richard, empezando a correr después de admirar durante unos segundos la belleza de su marcha—. Deben de creer que todos los humanos son atletas». Uno de los mirmigatos se detuvo a unos cuarenta metros por delante de él. No se volvió, pero Richard se daba cuenta de que le estaba observando porque los dos ojos de sus pedúnculos se hallaban dirigidos hacia él.
—Ya voy —gritó Richard—. Pero no puedo correr tan de prisa. No tardó Richard mucho tiempo en comprender que los dos alienígenas le estaban llevando en una especie de circuito turístico por el hábitat de los mirmigatos. El circuito estaba planeado con mucha lógica. La primera parada, muy breve, fue en un almacén de melones maná. Richard vio dos vagones llenos de melones deslizarse por los surcos e introducirse en un ascensor similar (o idéntico) al que le había transportado a él el día anterior.
Después de correr durante otros cinco minutos, Richard entro en una sección de la madriguera de los mirmigatos completamente diferente. Mientras que las paredes de la otra sección eran, salvo en su habitación, de un color blanco o gris metálico, en ésta las habitaciones y los corredores se hallaban profusamente decorados, o bien con colores, o con dibujos geométricos, o con ambas cosas. Una vasta cámara tenía las dimensiones de un teatro y había en ella tres piscinas llenas de líquido. En esta estancia había cerca de un centenar de mirmigatos, la mitad aparentemente nadando en las piscinas (con sólo los ojos pedunculados y la mitad superior de los caparazones fuera del agua) y la otra mitad o descansando en las divisorias que separaban las tres piscinas o moviéndose en las proximidades de un extraño edificio que se alzaba en el otro extremo de la estancia.
Pero ¿estaban realmente nadando? Tras un examen más atento, Richard observó que las criaturas no se movían por la piscina; simplemente, se sumergían en un lugar determinado y permanecían varios minutos bajo el agua. Dos de las piscinas tenían un líquido espeso, de la consistencia aproximada de una suculenta y cremosa sopa de la Tierra, y el líquido de la tercera era, casi con toda seguridad, agua. Richard siguió a un mirmigato desde una de las piscinas de líquido espeso a la de agua y, luego, a la otra de líquido espeso «¿Qué están haciendo? —se preguntó Richard—. ¿Y por qué me han traído aquí?».
Casi al mismo tiempo, uno de los mirmigatos le dio un golpecito en la espalda. Señaló a Richard, luego a las piscinas y luego a la boca de Richard. Éste no tenía ni idea de qué trataba de decirle. A continuación, el mirmigato guía bajó por la rampa que descendía hacia las piscinas y se sumergió en una de las de líquido espeso. Cuando volvió, se irguió sobre el par de extremidades posteriores y señaló los surcos que separaban los segmentos de la blanda parte inferior color crema de su cuerpo.
Evidentemente, era importante para los mirmigatos que Richard entendiese lo que estaba sucediendo en las piscinas. En la parada siguiente contempló cómo una combinación de mirmigatos y varias máquinas de alta tecnología trituraban un material fibroso y lo mezclaban luego con agua y otros líquidos para crear una fina sustancia pastosa semejante a la que había en una de las piscinas. Finalmente, uno de los alienígenas introdujo un dedo en la sustancia y, luego, tocó con él los labios de Richard. «Deben de estar diciéndome que las piscinas son para alimentarse —pensó Richard—. ¿O sea que no comen melón maná, después de todo? ¿O, por lo menos, tienen una dieta más variada? Todo esto es fascinante».
Poco después, emprendieron otra carrera en dirección a un lejano rincón del recinto. Allí, Richard vio a treinta o cuarenta criaturas más pequeñas, evidentemente mirmigatos jóvenes, que practicaban diversas actividades bajo la dirección y supervisión de varios adultos. En su aspecto físico, los pequeños se parecían a sus mayores, con sólo una importante diferencia: no tenían caparazón. Richard llegó a la conclusión de que, probablemente, la criatura no exudaba el duro revestimiento superior hasta haberse desarrollado por completo. Aunque imaginaba que lo que veía era algo semejante a una escuela, o quizás una guardería, naturalmente no podía saberlo con certeza. Pero en un momento dado tuvo la seguridad de estar oyendo a los jóvenes repetir al unísono una secuencia de sonidos emitidos por un mirmigato adulto.
Seguidamente, montó con sus dos guías en la escalera mecánica. En el nivel doce, las criaturas abandonaron la escalera y el patio abierto y echaron a correr rápidamente por un pasillo que terminaba en una vasta factoría llena de mirmigatos y máquinas que se dedicaban a una extraordinaria variedad de tareas. Sus guías parecían tener siempre prisa, por lo que le resultaba difícil a Richard estudiar con detalle ningún proceso concreto. La factoría era como un taller de la Tierra. Había ruidos de todas clases, olores a sustancias químicas y a metales y el silbido de las comunicaciones entre mirmigatos por toda la estancia. En un lugar, Richard contempló cómo una pareja de mirmigatos reparaban una grúa puente similar a la que había visto funcionar en el almacén de melones maná el día anterior.
En un rincón de la factoría había un área especial que se hallaba aislada del resto. Aunque sus guías no le llevaron en aquella dirección, Richard sintió despertarse su curiosidad. Nadie le impidió el paso cuando penetró en aquella área especial. En el interior del amplio cubículo, un operario mirmigato supervisaba un proceso automatizado de fabricación.
Largas y finas piezas articuladas de metal ligero o de plástico entraban por un lado del recinto sobre una cinta transportadora. Pequeñas esferas de unos dos centímetros de diámetro entraban sobre otra cinta transportadora procedentes de un cubículo adyacente. En el lugar en que ambas cintas confluían, una gran máquina rectangular, montada en una carcasa que colgaba del elevado techo, descendía sobre las piezas con un peculiar sonido de succión. Treinta segundos después, el operario mirmigato hacía que la máquina se retirase y un par de zancudos saltaban de la cinta, plegaban sus largas patas y se instalaban en un recipiente que parecía una gigantesca caja de huevos.
Richard contempló varias veces la repetición del proceso. Estaba fascinado. Ligeramente aturdido, también. «De modo que los mirmigatos fabrican a los zancudos. Y hacen los mapas. Y, probablemente, también la nave espacial, de dondequiera que ellos y los avícolas procedan. ¿Qué es esto, entonces? ¿Alguna avanzada especie de simbiosis?».
Meneó la cabeza, mientras continuaba ante él el proceso de montaje de zancudos. Instantes después, Richard oyó a su espalda un ruido producido por un mirmigato. Se volvió. Uno de sus guías extendió hacia él una rodaja de melón maná.
Richard comenzaba a sentirse exhausto. No tenía ni idea de cuánto tiempo duraba ya su recorrido, pero le parecía que hacía ya horas.
Le resultaba imposible sintetizar todo lo que había visto. Después del viaje en ascensor a las zonas altas de la región de los mirmigatos, donde no sólo visitó el hospital de avícolas dirigido y administrado por los mirmigatos, sino que vio también cómo los avícolas salían de huevos de color oscuro y aspecto correoso bajo la atenta mirada de doctores mirmigatos, Richard supo con seguridad que existía, en efecto; una compleja relación simbiótica entre las dos especies. «Pero ¿por qué? —se preguntó, mientras sus guías le permitían descansar temporalmente junto a la parte superior de la escalera—. Es evidente que los avícolas se benefician de los mirmigatos. Pero ¿qué reciben de los avícolas estas hormigas-gato gigantes?».
Sus guías le condujeron por un ancho pasillo en dirección a una gran puerta situada a varios cientos de metros de distancia. Por una vez, no corrían. Al aproximarse a la puerta, otros tres mirmigatos entraron en el pasillo procedentes de pequeños corredores laterales y las criaturas comenzaron a hablar en su lenguaje de alta frecuencia. En un momento dado, se detuvieron las cinco y Richard imaginó que estaban discutiendo. Las observó detenidamente mientras hablaban, especialmente sus caras. Hasta las arrugas y pliegues que rodeaban el orificio emisor de sonidos y los ovalados ojos eran idénticos en todas las criaturas. No había absolutamente ninguna forma de distinguir un mirmigato de otro.
Finalmente, el grupo comenzó a caminar de nuevo hacia la puerta. Desde lejos, Richard había subestimado su tamaño. Al acercarse, vio que tendría entre doce y quince metros de altura y más de tres de anchura y estaba ricamente labrada. El foco central de la obra de arte era una decoración cuadrada de cuatro entrepaños. El cuadrante superior izquierdo mostraba un avícola volando; el superior derecho, un melón maná; el inferior izquierdo, un mirmigato en actitud de correr; y el inferior derecho, algo que parecía azúcar batida hasta adquirir consistencia algodonosa, con algunos que otros grupos de terrones.
Richard se detuvo para admirar la obra de arte. Experimentó al principio la vaga sensación de haber visto antes aquella puerta, o, al menos, su diseño, pero se dijo que era imposible. No obstante, al pasar los dedos sobre la esculpida figura del mirmigato, su memoria despertó súbitamente. «Sí —se dijo excitadamente Richard—, claro. En la trasera del cubil avícola, en Rama II. Allí era donde estaba el fuego».
Momentos después, se abrió la puerta y Richard fue introducido en lo que semejaba una espaciosa catedral subterránea. La sala en que se encontraba tenía más de cincuenta metros de altura. Presentaba una planta circular, de unos treinta metros de diámetro, con seis naves separadas en torno al círculo. Los muros eran impresionantes. Virtualmente cada centímetro cuadrado contenía esculturas o frescos meticulosamente creados con gran atención al detalle. El conjunto era de una belleza abrumadora.
En el centro de la catedral había un estrado elevado sobre el que se encontraba un mirmigato, de pie, que hablaba cerca de una docena de mirmigatos que, sentados sobre las cuatro extremidades posteriores, escuchaban al orador con extática atención.
Mientras vagaba por la estancia, Richard se dio cuenta de que las decoraciones de la pared, en una franja de un metro de anchura a unos ochenta centímetros por encima del suelo, narraban ordenadamente una historia. Richard las fue siguiendo hasta llegar a lo que consideró que era el principio de la serie. La primera decoración era una representación esculpida de un melón maná. En los tres paneles siguientes podía verse que algo iba creciendo en el interior del melón. Cualquier cosa que fuese aquello que crecía era de tamaño diminuto en el segundo panel, pero para la cuarta escultura ocupaba casi todo el interior del melón.
En el quinto panel, se podía ver una minúscula cabeza con dos lechosos ojos ovalados, protuberancias pedunculares y un pequeño orificio circular bajo los ojos que asomaba fuera del melón. La sexta escultura, que mostraba un joven mirmigato muy parecido a los que Richard había visto durante el día, confirmaba lo que había estado suponiendo mientras seguía las decoraciones. «Diablos —se dijo Richard—, o sea que un melón maná es un huevo de mirmigato. —Se dispararon sus pensamientos—. Pero eso no tiene sentido. Los avícolas comen los melones. De hecho, los mirmigatos me alimentan a mí con ellos… ¿Qué está pasando aquí?».
Richard estaba tan estupefacto por lo que había descubierto (y tan fatigado a consecuencia de todo lo que había corrido durante su circuito) que se sentó ante la escultura que contenía a los pequeños mirmigatos. Trató de imaginar la relación entre los mirmigatos y los avícolas. No podía citar ninguna simbiosis equivalente en la Tierra, aunque sabía perfectamente que las especies actuaban con frecuencia juntas para aumentarse recíprocamente sus probabilidades de supervivencia. Pero ¿cómo podía una especie mantener una relación amistosa con otra cuando sus huevos eran el único alimento de esa segunda especie? Richard llegó a la conclusión de que lo que había creído que eran principios biológicos fundamentales no se aplicaba a los avícolas y los mirmigatos.
Mientras reflexionaba en las nuevas y extrañas cosas que había aprendido, se congregó a su alrededor un grupo de mirmigatos que le indicaron por señas que se levantase. Un minuto después, los seguía por una sinuosa rampa que, al otro lado de la estancia, descendía hasta una cripta especial situada en los sótanos de la catedral.
Por primera vez desde que Richard entrara en el hábitat, la iluminación era débil. A su lado, los mirmigatos se movían lentamente, casi reverentemente, mientras avanzaban por un ancho pasadizo de techo abovedado. Al final del pasadizo había un par de puertas que daban a una amplia sala llena de un blando material blanco. Aunque el material, que desde lejos parecía algodón, se hallaba densamente organizado, sus filamentos individuales eran muy finos, salvo cuando se reunían en nudos, o ganglios, que se hallaban esparcidos sin una pauta definible por todo el volumen blanco.
Richard y los mirmigatos se detuvieron en la entrada, a un metro de distancia, aproximadamente, de donde empezaba el material. La algodonosa red se extendía en todas direcciones, por lo que Richard podía ver. Mientras observaba su intrincada construcción reticular, los elementos del material comenzaron a moverse muy lentamente, separándose para formar un sendero que continuaba el camino desde el pasadizo hasta el interior de la red. «Está vivo», pensó Richard, sintiendo acelerársele el pulso mientras miraba, fascinado.
Cinco minutos después, se había abierto una senda lo suficientemente amplia como para que Richard se internara diez metros en el material. Los mirmigatos que le rodeaban estaban señalando hacia la algodonosa red. Richard empezó a menear la cabeza. «Lo siento amigos —deseaba decir Richard—, pero hay en esta situación algo que no me gusta. Así que saltémonos esta parte de la excursión, si no os importa».
Los mirmigatos continuaban señalando. Richard no tenía opción y lo sabía. «¿Qué me van a hacer? —se preguntó mientras daba su primer paso hacia delante—. ¿Comerme? ¿Para eso ha sido todo? No tendría ningún sentido».
Se volvió. Los mirmigatos no se habían movido. Richard hizo una profunda inspiración y avanzó a lo largo de los diez metros de la senda hasta un punto en que, extendiendo la mano, podía tocar uno de los extraños ganglios de la viviente red. Mientras examinaba detenidamente el ganglio, el material empezó a moverse de nuevo. Richard giró en redondo y vio que la senda se estaba cerrando tras él. Momentáneamente frenético, trató de correr en esa dirección, pero era malgastar energía. La red le apresó y se resignó a aceptar lo que fuera a sucederle.
Richard permaneció absolutamente inmóvil mientras la red lo envolvía. Los minúsculos elementos, semejantes a hilos, tenían alrededor de un milímetro de anchura. Lentamente, inexorablemente, empezaron a cubrirle el cuerpo. «Espera —pensó Richard—, espera. Me vas a asfixiar». Pero, sorprendentemente, aunque centenares de filamentos se estaban arrollando ya en torno a su cabeza y a su cuerpo, no tenía ninguna dificultad para respirar.
Antes de que las manos se le quedaran inmovilizadas. Richard trató de arrancarse del brazo uno de los diminutos elementos. Era casi imposible. Mientras se arrollaban alrededor de él, los hilos se le habían ido incrustando también en la piel. Después de muchos tirones, consiguió finalmente desprenderse los blancos filamentos de una pequeña porción del antebrazo, pero estaba sangrando en las zonas en que habían permanecido. Richard se observó el cuerpo y calculó que, probablemente, tenía alrededor de un millón de elementos de la viviente red por debajo de la capa exterior de la piel. Se estremeció.
Richard se sentía todavía asombrado de no haberse asfixiado. Mientras su mente comenzaba a preguntarse cómo penetraría el aire a través de la red, oyó otra voz en el interior de su cabeza. «Deja de intentar analizarlo todo —decía la voz—, de todos modos, nunca lo comprenderás. Por una vez en tu vida, limítate a experimentar la increíble aventura».