Richard no sabía cuánto tiempo exactamente llevaba viviendo en la oscura habitación. Había perdido la noción del tiempo después de que le quitaron la mochila. Su rutina había sido siempre la misma, día tras día. Dormía en un rincón de la habitación. Cuando despertaba, ya fuese de una siesta o de un largo sueño, entraban en la habitación dos avícolas procedentes del pasillo y le daban un melón mana para comer. Sabía que penetraban por la puerta cerrada que había al final del corredor, pero si probaba a dormir cerca de la puerta los avícolas no le daban comida. Era una lección que Richard no había tardado en aprender.
Cada dos días aproximadamente entraban en su prisión una pareja diferente de avícolas que retiraban sus heces y su orina. Le apestaba la ropa y Richard sabía que estaba insoportablemente sucio, pero no había logrado comunicar a sus aprehensores que quería un baño. Al principio, se había sentido exultante. Cuando los dos jóvenes avícolas se acercaron por fin lo suficiente para ver el ordenador y varios minutos después realizaron su primer intento de quitárselo. Richard había decidido programar el gráfico de modo que se repitiese indefinidamente.
Antes de que hubiera transcurrido una hora, el avícola más grande que jamás había visto, de cuerpo de terciopelo grisáceo y tres anillos de brillante color cereza alrededor del cuello, acudió en compañía de los dos jóvenes, y entre los tres elevaron a Richard en el aire asiéndolo con las garras. Sobrevolaron con él el foso, lo depositaron temporalmente en una zona desértica y, luego, tras una serie de parloteos entre los tres que debía de ser una discusión sobre la forma óptima de transportarlo, lo elevaron a gran altura.
Había sido un vuelo excitante. El panorama del hábitat que se divisaba le recordó a Richard el viaje en un globo de aire caliente que había realizado una vez por el sur de Francia. Los avícolas le llevaron, sujetándole con las garras, hasta lo alto del pardo cilindro directamente bajo la encapuchada bola luminosa. Allí les estaban esperando media docena más de avícolas, uno de los cuales sostenía el ordenador de Richard, que continuaba repitiendo su gráfico, y todos lo escoltaron por un ancho corredor vertical que descendía por el interior del cilindro.
Las primeras quince horas, más o menos, Richard había sido llevado de un numeroso grupo de avícolas a otro. Pensó que sus anfitriones estaban, simplemente, presentándolo a todos los ciudadanos avícolas. Suponiendo que no eran muchos los que asistían a más de una de las breves sesiones de chillidos y parloteos, Richard calculó que habría unos setecientos pájaros.
Tras su desfile por las salas de conferencias del reino avícola, Richard había sido conducido a una pequeña habitación, donde el avícola de los tres anillos y dos de sus compañeros, también corpulentas criaturas provistas de tres anillos, le observaron día y noche durante casi una semana. En ese período de tiempo, se le permitió a Richard tener acceso a su ordenador y a todos los objetos de la mochila. Pero al final del período le quitaron todas sus pertenencias y le llevaron a su prisión.
«Eso debió de ser hace tres meses, semana arriba o abajo», se dijo Richard un día, al comenzar el primero de sus dos paseos diarios que constituían su ejercicio básico habitual. El corredor que se extendía fuera de su habitación tenía doscientos metros de longitud, aproximadamente. De ordinario, hacía ocho recorridos completos, de ida y vuelta desde la puerta situada al final del corredor hasta el muro de roca existente junto a su habitación.
«Y durante todo este período no he recibido una sola visita de los jefes. Así que el período de observación ha debido de ser mi juicio… ¿Y se me ha declarado culpable de algo? ¿Es por eso por lo que se me ha confinado a esta sucia celda?».
Se le estaban desgastando los zapatos y tenía ya andrajosa la ropa. Como la temperatura era agradable (calculaba que debía de rondar los 26 grados centígrados en todos los puntos del hábitat avícola), no temía llegar a pasar frío. Pero, por muchas razones, no le atraía la idea de estar todo el tiempo desnudo una vez que sus ropas acabaran finalmente por desintegrarse. Sonrió para sus adentros al recordar su pudor durante el período de observación. «Ciertamente no es tarea fácil defecar mientras tres pájaros gigantes están observando todos tus movimientos».
Se había cansado de comer melón maná como único alimento, pero al menos era nutritivo. El líquido de su parte central era refrescante y la húmeda pulpa tenía un gusto agradable. Pero Richard ansiaba comer algo diferente. «Incluso aquella cosa sintética de la Sala Blanca sería una variación bien recibida», había pensado varias veces.
En su soledad, el mayor desafío a que se había enfrentado Richard había sido el de conservar su agudeza mental. Había empezado resolviendo mentalmente problemas matemáticos. Después, preocupado por el hecho de que su memoria había disminuido ya de manera apreciable a consecuencia de la edad, había empezado a reconstruir acontecimientos e incluso importantes sectores cronológicos enteros de su vida.
De particular interés para él durante estos ejercicios memorísticos eran los grandes espacios en blanco relacionados con su odisea en Rama II durante el viaje de la Tierra a El Nódulo. Aunque le resultaba a Richard difícil recordar muchos sucesos concretos de la odisea, el comer el melón maná le hacía siempre evocar fragmentos de recuerdos de su larga permanencia con los avícolas durante la travesía.
Una vez, después de una comida, recordó de pronto una gran ceremonia con muchos avícolas. En su recuerdo había un fuego en una estructura abovedada y todos los avícolas gemían al unísono al extinguirse el fuego. Richard quedó desconcertado. No podía recordar nada sobre el contexto de todo aquello. «¿Dónde ocurrió? ¿Fue poco antes de que me capturasen los aracnopulpos?», se preguntó. Pero, como de costumbre, cuando trató de recordar algo de lo que había experimentado con los aracnopulpos, terminó con una intensa jaqueca.
Richard estaba pensando de nuevo en su anterior odisea cuando, en el último tramo de su paseo cotidiano, pasó bajo la solitaria luz que brillaba en el corredor. Miró ante sí y vio que la puerta de su prisión estaba abierta. «Ya está —se dijo—, he acabado volviéndome loco. Ahora veo visiones».
Pero la puerta continuó abierta cuando él se acercó. Richard la franqueó, deteniéndose para tocar la abierta hoja y comprobar que no había perdido la cordura. Pasó bajo dos luces más antes de llegar a un pequeño almacén abierto a su derecha. Ocho o nueve melones maná se hallaban pulcramente apilados en los estantes. «Ajá —pensó Richard—. Entiendo. Han ampliado mi prisión. De ahora en adelante se me permite obtener mi propio alimento. Si, por lo menos, hubiese un cuarto de baño en alguna parte…»
Más adelante, había, en efecto, agua corriente en otra pequeña habitación situada a la izquierda. Richard bebió con ganas, se lavó la cara y tuvo la tentación de bañarse. Pero su curiosidad fue más fuerte. Quería conocer la extensión de sus nuevos dominios.
El corredor que discurría ante su celda terminaba en una intersección en ángulo recto. Richard podía tomar cualquiera de las direcciones. Pensando que se trataba quizá de una especie de laberinto para poner a prueba su capacidad mental, dejó caer la camisa en la intersección y echó a andar hacia la derecha. Indudablemente, había más luces en esa dirección.
Tras recorrer una veintena de metros, vio a lo lejos un par de avícolas que se acercaba. En realidad, oyó primero su parloteo, pues se hallaban empeñados en animada conversación. Cuando estuvieron a sólo cinco metros de distancia, Richard se detuvo. Los dos avícolas le miraron, le saludaron con un corto chillido de tonalidad diferente y continuaron su camino.
Encontró luego a un trío de avícolas, con los que tuvo aproximadamente la misma interacción. «¿Qué está pasando aquí? —se preguntó Richard, mientras seguía caminando—. ¿Ya no estoy en prisión?».
En la primera habitación amplia ante la que pasó, cuatro avícolas se hallaban sentados en círculo, pasándose unas pulimentadas varillas y parloteando sin cesar. Después, justo antes de que el corredor se ensanchara para formar una amplia sala de reuniones, Richard se detuvo en el umbral de otra cámara y contempló con fascinación a un par de zancudos que parecían estar realizando ejercicios gimnásticos encima de una mesa cuadrada. Media docena de silenciosos avícolas observaban atentamente a los zancudos.
En la sala de reuniones había veinte de las criaturas avícolas. Estaban todas congregadas en torno a una mesa, mirando un documento de algo que parecía papel y que se hallaba extendido ante ellas. Uno de los avícolas tenía un puntero en la garra y lo utilizaba para señalar detalles concretos del documento. Había en el papel extraños garabatos que le resultaban totalmente incomprensibles, pero Richard se convenció a sí mismo de que los avícolas estaban mirando un mapa.
Cuando Richard trató de acercarse más a la mesa para ver mejor, los avícolas que tenía delante se hicieron cortésmente a un lado. En la conversación subsiguiente, Richard pensó incluso una vez, por el lenguaje corporal desarrollado en torno a la mesa, que una de las preguntas había sido dirigida a él. «Realmente, estoy perdiendo la razón», se dijo, sacudiendo la cabeza.
«Pero todavía no sé por qué me han concedido toda esta libertad», pensó Richard mientras comía su melón maná, sentado en su habitación. Habían transcurrido seis semanas desde que encontrara abierta la puerta de su prisión. Se habían operado muchos cambios en su celda. En sus paredes se habían instalado dos de aquellas luces que parecían faroles y Richard dormía ahora sobre un montón en un material que le recordaba el heno. Incluso había en el rincón de la habitación un recipiente constantemente lleno de agua fresca.
Cuando le fueron levantadas sus restricciones, Richard tuvo al principio la seguridad de que era sólo cuestión de horas, o uno o dos días como máximo, el que ocurriese algo realmente importante. En cierto modo, había acertado, pues a la mañana siguiente dos jóvenes alienígenas le habían despertado para dar comienzo a sus lecciones de lenguaje avícola. Comenzaron con temas sencillos, como el melón maná, el agua y el propio Richard; primero, los señalaban y luego repetían un sonido, evidentemente el nombre en su jerga de ese objeto concreto. No sin esfuerzo, Richard aprendió mucho vocabulario, aunque no era muy grande su capacidad para diferenciar entre chillidos y parloteos estrechamente relacionados. Cuando trataba de reproducir él mismo los sonidos, el resultado era deplorable. Simplemente, carecía de la capacidad física necesaria para hablar en el lenguaje avícola.
Pero Richard había esperado que se ampliara su conocimiento de la escena general, y nada de eso había sucedido. Ciertamente, los avícolas estaban tratando de instruirle y le habían dado libertad para ir a donde quisiera por el interior del cilindro —incluso comía ocasionalmente en su compañía cuando estaba con ellos y había melones maná—, pero ¿cuál era el objeto de todo aquello? La forma en que le miraban, especialmente los dirigentes, sugería a Richard que estaban esperando alguna clase de respuesta. Pero «¿qué respuesta?», se preguntó por centésima vez Richard mientras terminaba su melón maná.
Por lo que Richard podía ver, los avícolas carecían de lenguaje escrito. No había visto ningún libro y ninguna de las criaturas escribía nunca nada. Estaban aquellos extraños documentos semejantes a mapas que estudiaban ocasionalmente, o al menos ésa era la interpretación que Richard daba a su actividad, pero nunca creaban uno de ellos… Ni hacían ninguna marca en ninguno de ellos… Era un enigma.
¿Y los zancudos? Richard se encontraba con las criaturas dos o tres veces a la semana y en una ocasión tuvo una pareja en su habitación durante varias horas, pero nunca permanecían quietas ni le dejaban analizar a una de ellas. Una vez, al intentar coger con la mano a un zancudo, Richard recibió una fuerte sacudida, una corriente eléctrica casi con toda seguridad, que le hizo soltarlo inmediatamente.
La mente de Richard saltaba de una imagen a otra mientras trataba de hallar alguna pauta razonable a su vida entre los avícolas. Su frustración era completa. Sin embargo, no podía aceptar ni por un momento que no existiese ningún plan detrás de su captura y de la mayor libertad que posteriormente se le había otorgado. Continuó buscando una respuesta mediante la revisión de todas sus experiencias en el territorio avícola.
Había solamente una amplia zona del territorio avícola que le estaba vedada a Richard y a la que, de todos modos, le habría sido imposible llegar, ya que no podía volar. Ocasionalmente, veía a uno o dos avícolas descender por el gran corredor vertical, más allá de los niveles que él frecuentaba. Una vez, Richard vio incluso un par de polluelos, no más grandes que una mano humana, que eran transportados desde las oscuras regiones inferiores. En otra ocasión, Richard señaló hacia la oscuridad y su acompañante avícola meneó la cabeza. La mayoría de las criaturas habían aprendido los sencillos movimientos de cabeza afirmativos y negativos del lenguaje de Richard.
«Pero en alguna parte —pensó Richard—, tiene que haber información adicional. Debo de estar pasando por alto algunas pistas». Prometió realizar una exhaustiva inspección de todo el territorio habitado avícola, incluyendo no sólo los poblados apartamentos del otro lado del corredor vertical, en los que habitualmente no se sentía bien recibido, sino también los grandes almacenes de melones maná del nivel inferior. «Confeccionaré un mapa detallado —se dijo—, para tener la seguridad de que no he pasado por alto nada importante».
Tan pronto como hubo reproducido en sus gráficos tridimensionales la zona avícola habitada, Richard supo lo que había estado pasando por alto. Nunca había sintetizado en una imagen coherente los a menudo desorganizados pasadizos del cilindro, que incluían corredores horizontales y verticales para caminar y para volar, respectivamente. «Naturalmente —se dijo mientras proyectaba en el monitor de su ordenador vistas diferentes de su complejo mapa—. ¿Cómo he podido ser tan estúpido? Queda todavía por cubrir más del setenta por ciento del cilindro».
Richard decidió mostrar sus imágenes de ordenador a uno de los dirigentes avícolas y pedirle, de alguna manera, ver el resto del cilindro. No era tarea fácil. Aquel día concreto alguna especie de crisis estaba turbando a los avícolas, ya que los corredores se hallaban llenos de parloteos, chillidos y avícolas que se apresuraban en todas direcciones. En el gran corredor vertical, Richard vio a treinta o cuarenta de las criaturas más grandes remontar el vuelo y salir del cilindro en alguna especie de formación organizada.
Finalmente, Richard consiguió atraer la atención de uno de los gigantes de tres anillos. La criatura se sintió fascinada por el detalle que veía en el monitor del ordenador y por las diferentes representaciones geométricas de su hogar. Pero Richard no logró transmitir su mensaje fundamental, que quería ver el resto del cilindro.
El dirigente llamó a varios colegas para que viesen la demostración y Richard fue objeto de apreciativos parloteos avícolas. Pero quedó pronto relegado en la atención general cuando otro pájaro irrumpió en la reunión con lo que debían de ser importantes noticias acerca de la crisis en que se encontraban.
Richard regresó a su celda. Se sentía abatido. Tendióse en su lecho de heno y pensó en la familia que había dejado en Nuevo Edén. «Quizás ha llegado ya el momento de marcharme.», pensó preguntándose qué protocolo habría entre los avícolas para obtener permiso para irse. Mientras permanecía tumbado, entró un visitante en su habitación.
Richard nunca había visto a aquel avícola concreto. Tenía cuatro anillos de color azul cobalto alrededor del cuello y el terciopelo que le cubría el cuerpo era intensamente negro con ocasionales borlas blancas. Sus ojos eran asombrosamente claros y, así al menos le pareció a Richard, tenían una expresión de gran tristeza. El avícola esperó a que Richard se pusiera en pie y luego empezó a hablar, muy lentamente. Richard entendía algunas de las palabras, en particular la muchas veces repetida «sígame».
Fuera de su celda, otros tres avícolas permanecían respetuosamente en pie. Echaron a andar detrás de Richard y de su importante visitante. El grupo abandonó la zona en que se encontraba la celda de Richard, atravesó el puente que conducía al otro lado del gran corredor vertical y entró en la sección del cilindro en que se almacenaban los melones maná.
Al fondo de uno de los almacenes de melones maná había en la pared unas muescas en las que Richard no había reparado al llevar a cabo su inspección. Cuando Richard y los avícolas llegaron a pocos metros de distancia de las muescas, la pared se deslizó a un lado y reveló lo que parecía ser un enorme ascensor. El superdirigente avícola le indicó con un gesto que entrase.
Una vez que estuvo dentro, cada uno de los cuatro avícolas parloteó su «adiós», y formaron en círculo para formalizar su despedida con un giro y una inclinación. Richard hizo todo lo posible por imitar su parloteado adiós antes de inclinarse también y penetrar en el ascensor. Instantes después, volvía a cerrarse la pared.