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Sus sueños eran muy extraños. Caía con frecuencia, cabeza abajo, descendiendo y descendiendo sin llegar nunca al fondo. En el último sueño antes de despertar, Toshio Nakamura y dos rufianes orientales le estaban interrogando en una pequeña habitación de paredes blancas.

Cuando despertó, Richard tardó varios segundos en darse cuenta de dónde estaba. Su primer movimiento fue apartar la mejilla de la superficie metálica de la pared. Instantes después, tras recordar que se había dispuesto a dormir en posición vertical en la pared del interior del hábitat avícola, encendió la linterna y miró hacia abajo. Le dio un vuelco el corazón al advertir que la niebla había desaparecido. En su lugar, pudo ver el muro extendiéndose a gran distancia, hasta lo que parecía ser agua, allá en el fondo.

Echó hacia atrás la cabeza y miró hacia arriba. Como sabía que se encontraba a unos noventa metros por debajo de la escotilla (la cuerda tenía cien metros de longitud), calculó que hasta el agua habría unos doscientos cincuenta metros más. Le flaquearon las rodillas cuando su cerebro empezó a comprender plenamente lo apurado de su situación. Cuando empezó a soltar las vueltas adicionales que había dado a la cuerda antes de ponerse a dormir, advirtió que le temblaban los brazos y las manos.

Sentía un intenso deseo de huir, de ascender nuevamente hasta la escotilla y abandonar definitivamente aquel mundo extraño. «No —se dijo a sí mismo Richard, luchando contra su instintiva reacción—, todavía no. Sólo si no existen otras opciones viables».

Decidió comer algo primero. Muy cautelosamente, se liberó de parte de la cuerda y sacó de la mochila un poco de comida y agua. Luego, se volvió a medias y dirigió la luz de la linterna hacia el interior del hábitat. Le pareció ver formas y siluetas a lo lejos, pero no podía estar seguro. «Podría tratarse simplemente de mi imaginación», pensó.

Cuando terminó de comer, revisó sus provisiones de agua y alimentos y elaboró mentalmente una lista de sus opciones. «Es muy sencillo —se dijo Richard, con una risita nerviosa—. Puedo regresar a Nuevo Edén y convertirme en un presidiario. O puedo renunciar a la seguridad de mi cuerda y continuar descendiendo a lo largo del muro. —Interrumpió por un momento sus reflexiones mientras miraba arriba y hacia abajo—. O puedo quedarme aquí y esperar que se produzca un milagro».

Recordando que un avícola había acudido inmediatamente cuando príncipe Hal prorrumpió en gritos, Richard empezó a gritar también. Al cabo de dos o tres minutos, dejó de gritar y se puso a cantar. Cantó intermitentemente durante casi una hora. Comenzó con tonadas de sus tiempos en la universidad de Cambridge y pasó luego a canciones que habían sido populares durante sus solitarios años de adolescencia. Richard estaba asombrado de lo bien que recordaba las letras de las canciones. «La memoria es un instrumento sorprendente —reflexionó—. ¿Qué es lo que explica su precisión selectiva? ¿Por qué puedo recordar todas las palabras de estas estúpidas canciones de mi adolescencia y no recuerdo virtualmente nada de mi odisea en Rama?».

Richard estaba metiendo la mano en la mochila para tomar otro trago de agua cuando el hábitat se llenó súbitamente de luz. Fue tal su sobresalto que se le deslizaron los pies de la pared y por unos segundos quedó colgando por completo de la cuerda. La luz no era cegadora, como lo había sido cuando amaneció en Rama II mientras él iba en el telesilla, pero, no obstante, era luz. Tan pronto como se afianzó de nuevo en la pared, Richard contempló el mundo que se extendía ahora visible ante él.

La fuente de iluminación era un gran globo, cubierto en su parte superior por una especie de capucha, que colgaba del techo del hábitat. Richard calculó que el globo estaba a unos cuatro kilómetros de distancia de él y aproximadamente a un kilómetro por encima de la cúspide de la estructura más prominente que se veía, un gran cilindro de color pardo situado en el centro geométrico del hábitat. Una capucha opaca cubría por arriba en sus tres cuartas partes el globo luminoso, por lo que casi toda su luz se proyectaba hacia abajo.

El diseño básico del interior del hábitat respondía al principio de simetría radial. En su centro estaba el vertical cilindro pardo, que parecía formado de tierra y que medía probablemente unos mil quinientos metros desde la parte superior hasta la base. Richard sólo podía ver un lado de la estructura, naturalmente, pero, por su curvatura, calculó que su diámetro oscilaba entre dos y tres kilómetros.

No había ventanas ni puertas en la superficie del cilindro. Ninguna luz se filtraba desde su interior. El único diseño que se apreciaba en la superficie de la estructura era una serie de líneas curvas y muy separadas, cada una de las cuales empezaba en la parte superior y daba la vuelta completa al cilindro antes de llegar a la base directamente debajo del punto de origen. La base del cilindro se encontraba aproximadamente a la misma altitud que la escotilla por la que había entrado Richard.

Circunscribiendo al cilindro había un despliegue de pequeñas estructuras blancas dentro de dos anillos separados unos trescientos metros. Los dos cuadrantes septentrionales (Richard había entrado en el hábitat avícola por el cuadrante norte) de estos anillos eran idénticos; cada cuadrante tenía cincuenta o sesenta edificios dispuestos conforme a la misma pauta. Por la simetría de éstos, Richard supuso que los otros dos cuadrantes se ajustarían al mismo diseño.

Un estrecho canal circular, de unos setenta u ochenta metros de anchura, rodeaba las estructuras. Tanto el canal como los anillos de edificios blancos se hallaban situados en una meseta cuya altitud era la misma que la base del cilindro pardo. Fuera del canal, sin embargo, una gran región cubierta de lo que parecían vegetales, fundamentalmente de color verde, ocupaba casi todo el resto del hábitat. El suelo de la región verde descendía en uniforme declive desde el canal hasta la orilla del foso de cuatrocientos metros de anchura que discurría junto al muro. Los cuatro idénticos cuadrantes de la región verde se subdividían a su vez en cuatro sectores cada uno, que Richard, utilizando las denominaciones de sus análogos terrestres, llamó jungla, bosque, pradera y desierto.

Durante unos diez minutos, Richard contempló en silencio el vasto panorama. Como el nivel de iluminación descendía en proporción directa a la distancia respecto del cilindro, no podía ver las regiones próximas con más claridad que las lejanas. No obstante, los detalles continuaban siendo impresionantes. Cuanto más miraba, más cosas nuevas advertía. Había pequeños lagos y ríos en la región verde, alguna que otra isla diminuta en el foso y lo que parecían ser carreteras por entre los edificios blancos. «Naturalmente —pensó—. ¿Por qué habría de esperar otra cosa? Nosotros hemos reproducido una Tierra en pequeño en Nuevo Edén. Esto debe de representar, de alguna manera, el planeta natal de los avícolas».

Este último pensamiento le recordó que tanto él como Nicole habían estado convencidos desde el principio de que los avícolas no eran ya (si es que alguna vez lo habían sido) una especie de alta tecnología y exploradora del espacio. Richard sacó sus prismáticos y observó el lejano cilindro pardo. «¿Qué secretos ocultas?», pensó, momentáneamente excitado ante las posibilidades de aventura y descubrimiento.

Richard escrutó luego los cielos en busca de alguna señal de los avícolas. Se sintió decepcionado. Una o dos veces, creyó ver volar unas criaturas por encima del pardo cilindro; pero las pequeñas manchitas pasaron tan rápidamente por su campo visual que no podía estar completamente seguro. Dondequiera que mirase —en todos los lugares de la región verde, en las proximidades de los blancos edificios, incluso en el foso— no se percibía movimiento alguno. No existía ningún indicio positivo de que hubiese algo vivo en el hábitat avícola.

La luz desapareció al cabo de cuatro horas y Richard volvió a quedar envuelto por la oscuridad en medio de la pared vertical. Consultó su termómetro y la base de datos históricos que incluía. La temperatura no había variado más que medio grado respecto a los 26 que había cuando entró en el hábitat. «Un control térmico impresionante —se dijo Richard—. Pero ¿por qué tan estricto? ¿Por qué dedican tantos recursos energéticos a mantener una temperatura fija?».

A medida que se sucedían las horas de oscuridad, Richard empezó a sentirse impaciente. Aunque descansaba regularmente cada grupo de músculos sosteniéndose de maneras diversas cada cierto tiempo con la cuerda, su cuerpo se iba fatigando lentamente. Había llegado el momento de pensar en emprender alguna acción. De mala gana, decidió que sería una temeridad abandonar la cuerda y descender hasta el foso. «De todos modos, ¿qué haría al llegar allí? —pensó—. ¿Atravesarlo a nado? Y, luego, ¿qué? Tendría que volverme si no encontraba comida inmediatamente».

Empezó a ascender lentamente hacia la escotilla. Mientras hacía una pausa para descansar a mitad del recorrido, creyó oír un sonido muy débil a su derecha. Richard se detuvo y sacó sigilosamente de la mochila su aparato receptor. Con el mínimo posible de movimientos, lo graduó a toda su potencia y se puso los auriculares. Al principio no oyó nada. Pero al cabo de varios minutos captó un sonido procedente del foso, debajo de él. Era imposible identificar con exactitud lo que estaba oyendo —podría tratarse de varias embarcaciones moviéndose sobre el agua—, pero no había duda de que alguna clase de actividad se estaba desarrollando allá abajo.

¿Era aquello un débil batir de alas, también en algún punto situado a su derecha? Sin previo aviso, Richard se puso de pronto a gritar con toda la fuerza de sus pulmones y, luego, truncó bruscamente el grito. El ruido de alas cesó al punto, pero durante unos instantes fue inconfundible.

Richard estaba exultante.

—Sé que estáis ahí —gritó jubilosamente—. Sé que me estáis observando.

Tenía un plan. Era ciertamente arriesgado, pero, sin duda alguna, era mejor que nada. Richard comprobó su provisión de comida y agua, se aseguró de que era mínimamente suficiente e hizo una profunda inspiración. «Ahora o nunca», pensó.

Probó a descender sin servirse de la cuerda para sostenerse. El avance resultaba más difícil, pero podría hacerlo. Al llegar al extremo de la cuerda, se desprendió de ella y proyectó la luz de su linterna hacia abajo, sobre la pared. Por lo menos hasta donde empezaba la niebla había multitud de muescas y resaltes. Continuó bajando con mucho cuidado, confesándose a sí mismo que estaba asustado. Varias veces creyó oír los latidos de su propio corazón por los auriculares.

«Si no me equivoco —pensó Richard al penetrar en la niebla—, voy a tener compañía ahí abajo». La humedad hacía el descenso doblemente difícil. Una vez, resbaló y estuvo a punto de caer, pero logró recobrarse. Richard se detuvo en un punto en que disponía de asideros excepcionalmente firmes para las manos y los pies. Calculó que se encontraba a unos cincuenta metros por encima del foso. «Esperaré hasta oír algo. En la niebla tendrán que acercarse más».

Al poco rato, oyó de nuevo las alas. Esta vez sonaban como si hubiese un par de avícolas. Richard permaneció donde estaba durante más de una hora, hasta que la niebla comenzó a disiparse. Oyó varias veces más las alas de sus observadores.

Había proyectado esperar a que hubiese luz de nuevo antes de descender hasta el agua. Pero cuando levantó la niebla sin que volvieran a brillar las luces, Richard empezó a preocuparse por el tiempo. Comenzó a bajar a oscuras. A unos diez metros de distancia del foso, oyó que sus observadores se alejaban. Dos minutos después, volvía a iluminarse el interior del hábitat avícola.

Richard no perdió tiempo. Su plan era sencillo. Sobre la base de los ruidos de lanchas que había oído en la oscuridad, Richard suponía que estaba sucediendo en el foso algo muy importante para los avícolas o para quienesquiera que fuesen los que vivían en el cilindro pardo. Si no, razonaba, ¿por qué habían continuado con la actividad, sabiendo que él podía oírla? Si la hubieran aplazado, aunque no fuese más que unas horas, él se habría marchado casi con toda seguridad de su hábitat.

Richard se proponía introducirse en el foso. «Si los avícolas se sienten amenazados de alguna manera —razonaba—, emprenderán alguna acción. Si no, comenzaré inmediatamente el ascenso y el regreso a Nuevo Edén».

Antes de introducirse en el agua, Richard se quitó los zapatos y, con cierta dificultad, los guardó en su mochila impermeable. Por lo menos, no estarían mojados si tenía que subir a lo largo del muro. Instantes después, tan pronto como su pie tocó el agua, una pareja de avícolas volaron hacia él desde el lugar en que habían permanecido ocultos en la región verde, directamente al otro lado del foso.

Estaban frenéticos. Parloteaban y chillaban y se comportaban como si fuesen a destrozar a Richard con sus garras. Él se sentía tan jubiloso por el hecho de que su plan hubiera dado resultado que hizo virtualmente caso omiso de sus manifestaciones. Los avícolas volaban sobre él y trataban de mantenerlo pegado al muro… Richard introdujo el pie en el agua y los observó atentamente.

Estos dos eran ligeramente diferentes de los que Nicole y él habían encontrado en Rama II. Estos avícolas tenían también de terciopelo la envoltura corporal, igual que los otros, pero el terciopelo era púrpura. El solitario anillo que mostraban en el cuello era negro. También eran más pequeños («Quizá son más jóvenes», pensó Richard) que los otros avícolas y se hallaban mucho más excitados. Una de las criaturas llegó a tocarle con la garra en la mejilla a Richard cuando éste no se arrimó con suficiente rapidez a la pared.

Finalmente, Richard subió un poco por la pared, a muy corta distancia del agua, pero eso no pareció calmar a los avícolas. Casi inmediatamente, las dos aves empezaron a volar por turnos en sentido ascendente a lo largo del muro, indicando a Richard que querían que subiese. Como él no se moviera, su comportamiento se fue tornando cada vez más frenético.

—Quiero ir con vosotros —exclamó Richard, señalando hacia el lejano cilindro pardo. Cada vez que repetía su ademán con la mano, las gigantescas criaturas chillaban y parloteaban y se elevaban volando en dirección a la escotilla.

Los avícolas estaban empezando a mostrar frustración y a Richard comenzó a preocuparle la posibilidad de que llegaran a atacarle. De pronto, tuvo una brillante idea. «Pero ¿podré recordar la clave de acceso? —se preguntó excitadamente—. Han pasado muchos años».

Cuando metió la mano en la mochila, los avícolas huyeron inmediatamente.

—Eso demuestra —exclamó Richard, mientras encendía su querido ordenador portátil— que los zancudos son vuestros observadores electrónicos. ¿Cómo si no podríais saber que los seres humanos pueden guardar armas en mochilas como ésta?

Marcó cinco letras en el teclado y sonrió al ver activarse la pantalla.

—Venid aquí —gritó Richard, agitando la mano en dirección a los dos gigantescos pájaros que se habían retirado casi hasta la otra orilla del foso—. Venid aquí —repitió—. Tengo que enseñaros algo.

Levantó el monitor y mostró el complejo gráfico informatizado que había utilizado hacía muchos años en Rama II a fin de convencer a los avícolas para que les transportasen a Nicole y a él por encima del mar Cilíndrico. Era un elegante gráfico que mostraba a tres avícolas transportando dos figuras humanas, sostenidas por unas correas, por encima de una masa de agua. Las dos criaturas se aproximaron con aire vacilante. «Eso es —se dijo excitadamente Richard—. Venid aquí a echar un vistazo».