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En la parte más profunda del lago Shakespeare había una boca de entrada a un largo canal subterráneo que discurría por debajo del poblado de Beauvois y del muro del hábitat. Durante el diseño de Nuevo Edén, Richard, que poseía considerable experiencia práctica en la construcción de obras para situaciones de emergencia, había insistido en la importancia de una salida de urgencia para la colonia.

—Pero ¿para qué la necesitarían? —había preguntado El Águila.

—No lo sé —había sido la respuesta de Richard—. Pero en la vida se presentan con frecuencia situaciones imprevistas. Un buen proyecto de ingeniería tiene siempre protección de emergencia.

Richard nadó cuidadosamente a través del túnel, deteniéndose cada pocos minutos para comprobar su reserva de aire. Al llegar al final, franqueó una serie de compuertas que le dejaron por último en un pasadizo subterráneo seco. Caminó a lo largo de unos cien metros antes de quitarse el aparato de buceo, que dejó a un lado del túnel. Cuando llegó a la salida, que se encontraba en el borde oriental de la zona cerrada que contenía a los dos hábitats del Hemicilindro Norte de Rama, Richard sacó su chaqueta térmica de la mochila impermeable.

Aunque comprendía que nadie podía saber dónde estaba él, Richard abrió muy cautelosamente la puerta redonda existente en el techo del pasadizo. Luego, salió a la planicie Central. «Hasta el momento, perfecto —pensó, con un suspiro de alivio—. Ahora, el plan R».

Richard permaneció durante cuatro días en el lado oriental de la llanura. Sirviéndose de sus excelentes y pequeños prismáticos, podía ver las luces que denotaban la existencia de actividad en torno al centro de control, la región de Avalon o al lugar en que se estaba practicando la sonda de exploración en el segundo hábitat. Como Richard había previsto, durante uno o dos días evolucionaron partidas de búsqueda por la región que se extendía entre ambos hábitats, pero sólo un grupo avanzó en su dirección y no fue difícil evitarlo.

Los ojos se le acabaron acostumbrando a lo que él había considerado absoluta oscuridad de la planicie Central. En realidad, había una pequeña luminosidad debida al reflejo en las superficies de Rama. Richard conjeturó que la fuente o fuentes de luz debían de estar en el Hemicilindro Sur, al otro lado del muro más distante del segundo hábitat.

A Richard le hubiera gustado poder volar, a fin de elevarse por encima de los muros y moverse libremente por la inmensidad del mundo cilíndrico. La existencia de los bajos niveles de luz reflejada excitaba su curiosidad por el resto de Rama. ¿Continuaba habiendo un mar Cilíndrico al sur del muro? ¿Existía todavía Nueva York como una isla en aquel mar? ¿Y qué había, si es que había algo, en el Hemicilindro Sur, una región más grande aún que la que contenía los dos hábitats septentrionales?

El quinto día siguiente a su huida, Richard despertó de un sueño especialmente turbador acerca de su padre y empezó a caminar en dirección a lo que ahora llamaba el hábitat avícola. Había modificado su ciclo de sueño de forma que fuese exactamente opuesto al de Nuevo Edén, por lo que en la colonia debían de ser las siete de la tarde. Desde luego, todos los humanos que trabajaban en las labores de sondeo habían terminado ya su jornada.

Cuando se encontraba aproximadamente a medio kilómetro de la abertura practicada en el muro del hábitat avícola, Richard se detuvo para comprobar, por medio de los prismáticos, que no quedaba ya nadie en la región. Luego, envió a Falstaff para que distrajera al biot vigilante.

Richard no estaba seguro de si el pasadizo que conducía al interior del segundo hábitat tenía una anchura uniforme. Había dibujado en el suelo de su estudio un cuadrado de ochenta centímetros de lado y se había convencido a sí mismo de que podría arrastrarse por su interior. Pero ¿y si las dimensiones del pasadizo eran irregulares? «Pronto lo averiguaremos», se dijo Richard, mientras se acercaba al lugar.

Sólo un juego de cables e instrumentos había sido nuevamente introducido en el pasadizo, por lo que no le fue difícil a Richard despejar el paso. Falstaff también había tenido éxito en su misión; Richard no oyó ni vio al biot vigilante. Echó su pequeña mochila por la abertura y luego trató de introducirse por ella. Era imposible. Se quitó primero la chaqueta, luego la camisa, los pantalones y los zapatos. Vestido sólo con la ropa interior y los calcetines, Richard cabía justamente en el pasadizo. Hizo un lío con sus ropas, lo sujetó al costado de la mochila y se introdujo por la abertura.

Fue un avance muy lento. Richard se arrastraba sobre el estómago, utilizando las manos y los codos y empujando la mochila delante de sí. A cada movimiento se restregaba el cuerpo contra las paredes y el techo. Tras haberse adentrado quince metros en el interior del túnel, empezó a sentir fatigados los músculos y se detuvo. El otro extremo estaba aún a casi cuarenta metros de distancia.

Mientras descansaba, Richard se dio cuenta de que tenía ya despellejados y sangrando los codos, las rodillas e incluso la parte superior de su calva cabeza. Debía descartar toda posibilidad de sacar unas vendas de la mochila; ya el simple hecho de girar sobre sí mismo para tenderse de espaldas y mirar hacia atrás constituía un esfuerzo descomunal en el angosto espacio.

Se dio cuenta también de que tenía mucho frío. Mientras reptaba, la energía necesaria para avanzar había mantenido caliente a Richard. Pero al detenerse, su cuerpo desnudo se había enfriado rápidamente. El tener una superficie tan grande del cuerpo apoyada contra gélidas superficies metálicas no contribuía a aliviar precisamente la situación. Le empezaron a castañetear los dientes.

Richard continuó avanzando lenta y penosamente durante otros quince minutos. Luego, le entró un calambre en la cadera derecha y, en la reacción involuntaria de su cuerpo, se golpeó la cabeza con el techo del pasadizo. Un poco aturdido por efecto del golpe, se alarmó al notar que le corría sangre por un lado de la cabeza.

No había absolutamente nada de luz delante de él. La débil luminosidad que le había permitido observar el avance de príncipe Hal se había desvanecido. Trabajosamente, giró sobre sí mismo para mirar hacia atrás. Reinaba la oscuridad en todas partes y estaba empezando a sentir frío de nuevo. Richard se palpó la cabeza y trató de determinar la gravedad de su herida. Tuvo un acceso de pánico al advertir que continuaba sangrando todavía.

Hasta ese momento no había experimentado sensación de claustrofobia. Ahora, de pronto, encajado en un oscuro pasadizo que le apretaba por todas partes, Richard sintió que no podía respirar. Las pareces parecían aplastarle. No pudo contenerse. Gritó.

Antes de que hubiera transcurrido un minuto, alguna clase de luz brilló en el pasadizo detrás de él. Oyó el curioso acento inglés del biot García, pero no pudo entender lo que estaba diciendo.

«Casi con toda seguridad —pensó—, está cursando un informe de emergencia. Será mejor que me mueva con rapidez».

Empezó a reptar de nuevo, haciendo caso omiso de su fatiga, de su sangrante cabeza y de sus despellejados codos y rodillas. Richard calculaba que sólo le faltaban diez metros, quince a lo sumo, cuando el pasadizo pareció estrecharse. ¡No podía pasar! Tensó todos sus músculos, pero era inútil. Estaba definitivamente atascado. Mientras trataba de encontrar una postura de arrastre diferente que pudiera ser más favorable geométricamente, oyó una especie de suave tamborileo que se acercaba a él desde el hábitat avícola.

Instantes después, estaban sobre él. Richard pasó cinco segundos de terror absoluto antes de que su mente le informara de que las cosquilleantes sensaciones que notaba por toda la piel eran causadas por los zancudos. Recordó haberlos visto en la televisión, pequeñas criaturas esféricas de unos dos centímetros de diámetro unidas a seis patas multiarticuladas radialmente simétricas de casi diez centímetros de longitud cuando se extendían del todo.

Uno se había detenido y estaba directamente sobre su rostro, montado con las patas a ambos lados de la nariz y la boca. Trató de quitárselo de encima, pero volvió a golpearse la cabeza. Richard empezó a retorcerse para sacudirse a los zancudos y consiguió avanzar un poco. Con los zancudos todavía sobre él, se arrastró a lo largo de los últimos metros hasta la salida.

Llegó al anillo avícola exterior justo en el momento en que oyó una voz humana a su espalda.

—Eh, ¿hay alguien ahí? —dijo la voz—. Quienquiera que sea, identifíquese, por favor. Estamos aquí para ayudarle. —Un potente reflector iluminó el pasadizo.

Richard descubrió entonces que tenía otro problema. Su salida estaba a un metro de altura por encima del suelo del anillo. «Debería haber reptado hacia atrás —pensó—, y haber ido estirando de la mochila y la ropa. Habría sido mucho más fácil».

Era demasiado tarde para consideraciones retrospectivas. Con la mochila y la ropa en el suelo, bajo él y una segunda voz humana haciendo ahora preguntas desde atrás, Richard continuó avanzando a rastras hasta tener medio cuerpo fuera del pasadizo. Al sentirse caer, Richard se puso las manos detrás de la cabeza, hincó la barbilla en el pecho y trató de hacerse una bola. Luego, saltó y rodó por el anillo avícola. Mientras caía, los zancudos saltaron a su vez y desaparecieron en la oscuridad.

Las luces que los humanos proyectaban en el pasadizo se reflejaban en el muro interior del anillo. Tras cerciorarse de que no estaba herido y de que ya no sangraba apenas de la cabeza, Richard recogió sus cosas y recorrió cojeando doscientos metros hacia su izquierda. Se detuvo justo bajo la escotilla donde el príncipe Hal había sido capturado por el avícola.

A pesar de su fatiga, Richard se apresuró a escalar el muro. Tan pronto como terminó de vestirse y de curarse las heridas, inició el ascenso. Estaba seguro de que no tardaría en llegar al anillo una cámara desplegable para buscarle.

Por fortuna, había delante de la escotilla una cornisa lo bastante amplia como para acomodar a Richard. Éste permaneció en ella mientras cortaba la red metálica. Esperaba que los zancudos apareciesen en cualquier momento, pero continuó solo. No veía ni oía nada del interior del hábitat. Aunque llamó dos veces por radio al príncipe Hal, no obtuvo respuesta.

Richard escrutó la absoluta oscuridad del hábitat avícola. «¿Qué hay ahí?», se preguntó. La atmósfera del interior, razonó, debía de ser la misma que la del anillo, porque el aire circulaba libremente de un lado a otro. Richard acababa de decidir sacar la linterna para mirar el interior, cuando oyó ruidos debajo y detrás de él. Instantes después, vio un rayo de luz que se movía en su dirección por el suelo del anillo.

Se arrimó hacia el interior del hábitat todo lo que se atrevió, para evitar la luz, y escuchó atentamente los ruidos. «Es la cámara desplegable —pensó—. Pero tiene un alcance limitado. No puede funcionar sin el cable».

Richard permaneció inmóvil. «¿Qué hago ahora? —se preguntó cuando quedó claro que la luz unida a la cámara continuaba barriendo la misma zona bajo la escotilla—. Deben de haber visto algo. Si enciendo la linterna y se produce algún reflejo, sabrán dónde estoy».

Dejó caer un objeto pequeño en el hábitat para asegurarse de que su suelo estaba al mismo nivel que el del anillo. No oyó nada. Probó con otro objeto, ligeramente mayor, pero tampoco oyó que produjera ningún sonido al chocar contra el suelo.

Se le aceleraron los latidos del corazón cuando su mente le dijo que el suelo del interior del hábitat estaba muy por debajo del suelo del anillo. Recordó la estructura básica de Rama, con su grueso caparazón externo, y comprendió que el fondo del hábitat podría estar a varios cientos de metros por debajo de donde él se encontraba. Richard se inclinó y miró de nuevo al vacío.

La cámara desplegable dejó de pronto de moverse y su luz permaneció concentrada en un punto específico del anillo, Richard supuso que debía de habérsele caído algo mientras se alejaba apresuradamente del pasadizo en dirección a la zona situada bajo la escotilla. Comprendió que no tardarían en aparecer más luces y cámaras. Richard se imaginó a sí mismo siendo capturado y llevado otra vez a Nuevo Edén. Ignoraba qué leyes concretas de la colonia había quebrantado, pero sabía que había cometido muchas infracciones. Experimentó un profundo resentimiento al pensar en la posibilidad de pasar meses o incluso años en prisión. «De ninguna manera —se dijo—, dejaré que eso suceda».

Tanteó la superficie interior del muro del hábitat para comprobar si había suficientes irregularidades en las que apoyar los pies y las manos. Seguro de que no era un descenso imposible, sacó de la mochila la cuerda de escalada y la sujetó a uno de los goznes en que se apoyaba la puerta de red metálica. «Por si resbalo», se dijo.

En el anillo, detrás de él, había ahora una segunda luz. Richard se introdujo en el hábitat con la cuerda enroscada en torno a la cintura. No se sirvió de la cuerda para descender colgado de ella, pero sí la utilizó como soporte ocasional mientras tanteaba en la oscuridad en busca de puntos de apoyo. El descenso no era técnicamente difícil; había muchos pequeños rebordes en los que Richard podía asentar los pies.

Continuó bajando. Cuando calculó que habría descendido sesenta o setenta metros, Richard decidió detenerse y sacar de la mochila la linterna. No experimentó ninguna satisfacción cuando la luz iluminó hacia abajo el muro. Seguía sin poder ver el fondo. Lo que pudo ver, a unos cincuenta metros por debajo de él, era algo muy difuso, como una nube o incluso niebla «Estupendo —pensó con sarcasmo—, simplemente estupendo».

Otros treinta metros, y llegó al extremo de la cuerda. Richard podía sentir ya la humedad de la niebla. Para entonces se encontraba enormemente cansado. Como no estaba dispuesto a renunciar a la seguridad de la cuerda, volvió a ascender varios metros a lo largo de la pared, se enrolló varias vueltas la cuerda a la cintura y se dispuso a dormir, con el cuerpo pegado a la pared.