10

La boda estaba fijada para las siete de la tarde en el teatro de la Escuela Superior Central. La recepción se celebraría en el gimnasio, un edificio próximo situado a no más de veinte metros de distancia. Nicole se pasó todo el día resolviendo problemas de última hora, rescatando los preparativos de un desastre potencial tras otro.

No tenía tiempo para considerar la importancia del nuevo descubrimiento de Richard. Éste había llegado a casa lleno de excitación, deseoso de hablar acerca de los avícolas e incluso de quién podría estar espiando su investigación, pero Nicole no podía centrar la atención en nada que no fuese la boda. Ambos acordaron no hablar a nadie de los avícolas hasta después de haber tenido oportunidad de tratar con calma el asunto.

Nicole había salido por la mañana a dar un paseo por el parque en compañía de Ellie. Habían hablado durante más de una hora acerca del matrimonio, del amor y del sexo, pero Ellie se hallaba tan excitada por la boda que le había sido imposible concentrarse plenamente en lo que le decía su madre. Hacia el final del paseo, Nicole se había detenido bajo un árbol para resumir su mensaje.

—Recuerda por lo menos esto, Ellie —había dicho Nicole, cogiendo con las suyas las dos manos de su hija—. El sexo es un componente importante del matrimonio, pero no es el más importante. Debido a tu falta de experiencia, es improbable que la relación sexual te resulte maravillosa al principio. Sin embargo, si tú y Robert os queréis y confiáis el uno en el otro y ambos deseáis sinceramente dar y recibir placer, encontraréis que vuestra compatibilidad física va aumentando año tras año.

Dos horas antes de la ceremonia, Nicole, Nai y Ellie llegaron juntas a la escuela. Eponine estaba ya allí esperándolas.

—¿Estás nerviosa? —preguntó la profesora, con una sonrisa. Ellie movió afirmativamente la cabeza—. Yo estoy mortalmente asustada —añadió Eponine—, y sólo soy una de las damas de honor.

Ellie le había pedido a su madre que fuese su madrina. Nai Watanabe, Eponine y su hermana Katie eran las damas de honor. El doctor Edward Stafford, un hombre que compartía la pasión de Robert Turner por la historia de la medicina, era el padrino. Como no tenía otros amigos íntimos, a excepción de los biots del hospital, Robert eligió el resto de sus acompañantes de entre la familia Wakefield y sus amigos. Kenji Watanabe, Patrick y Benjy eran sus tres testigos.

—Madre, siento náuseas de vez en cuando —dijo Ellie poco después de que se hubieran reunido todas en el vestuario—. Sería terrible que vomitase encima de mi vestido de boda. ¿Debo intentar comer algo?

Nicole había previsto esta situación. Dio a Ellie un plátano y un yogur y aseguró a su hija que era completamente normal notar náuseas en la proximidad de un acontecimiento tan importante.

La inquietud de Nicole fue aumentando a medida que pasaba el tiempo sin que apareciera Katie. Dado que todo estaba en regla en el cuarto de la novia, decidió cruzar el pasillo para hablar con Patrick. Los hombres habían terminado de vestirse antes de que Nicole llamase a su puerta.

—¿Cómo está la madre de la novia? —le preguntó el juez Mishkin cuando entró. El anciano juez iba a oficiar la ceremonia nupcial.

—Un poco nerviosa —respondió Nicole con una débil sonrisa. Encontró a Patrick en el fondo de la habitación ajustándole la ropa a Benjy.

—¿Qué tal estoy? —preguntó Benjy a su madre cuando ésta se acercó.

—Muy, muy guapo —respondió Nicole a su radiante hijo—. ¿Has hablado con Katie esta mañana? —preguntó a Patrick.

—No —respondió él—. Pero, como me indicaste, volví a confirmar la hora con ella anoche mismo… ¿No ha venido aún?

Nicole movió negativamente la cabeza. Eran ya las seis y cuarto; faltaban solamente cuarenta y cinco minutos para el comienzo de la ceremonia. Salió al pasillo para llamar por teléfono, pero el olor a humo de tabaco le indicó que por fin había llegado Katie.

—Imagina, hermanita —estaba diciendo en voz alta Katie mientras Nicole regresaba al vestuario de la novia—, esta noche vas a hacer el amor por primera vez. ¡Yupi! Apuesto a que sólo pensarlo te pone a cien ese espléndido cuerpo tuyo.

—Katie —exclamó Eponine—, no creo que sea muy adecuado…

Entró Nicole en la habitación y Eponine se interrumpió.

—Vaya, madre —dijo Katie—, estás preciosa. Había olvidado que había una mujer escondida bajo esas ropas de juez.

Katie lanzó al aire una bocanada de humo y bebió un trago de la botella de champaña que tenía al lado.

—De modo que aquí estamos —añadió, moviendo la mano en ampuloso ademán—, dispuestas a presenciar la boda de mi hermanita…

—Basta, Katie, has bebido demasiado. —La voz de Nicole era fría y dura. Cogió el champaña y el paquete de cigarrillos de Katie—. Termina de arreglarte y deja de hacer el payaso… Puedes recoger esto después de la ceremonia.

—Está bien, juez… lo que usted diga —respondió Katie, inhalando profundamente y exhalando anillos de humo. Dirigió una sonrisa a las otras mujeres. Luego, al alargar el brazo para echar la ceniza de su cigarrillo en la papelera, perdió el equilibrio. Cayó pesadamente contra el tocador y derribó varios frascos de cosméticos abiertos antes de desplomarse en el suelo.

Eponine y Ellie acudieron presurosas en su ayuda.

—¿Estás bien? —preguntó Ellie.

—Cuidado con el vestido, Ellie —exclamó Nicole, mirando reprobadoramente a Katie, despatarrada en el suelo. Nicole cogió varias toallas de papel y empezó a limpiar lo que se había derramado.

—Sí, Ellie —dijo sarcásticamente Katie unos momentos después, tras haberse puesto de nuevo en pie—. Ten cuidado con el vestido. Tienes que estar absolutamente inmaculada cuando te cases con tu doble asesino.

Todo el mundo contuvo la respiración. Nicole estaba lívida. Se acercó a Katie y se situó ante ella.

—Pídele disculpas a tu hermana —ordenó.

—No pienso hacerlo —replicó desafiantemente Katie, sólo unos momento antes de que la mano abierta de Nicole le golpease la mejilla. Se le llenaron de lágrimas los ojos—. Ajá —dijo, secándose la cara—, es la abofeteadora más famosa de Nuevo Edén. Sólo dos días después de recurrir a la violencia física en la plaza de Ciudad Central, pega a su propia hija en una repetición de su más célebre proeza…

—Madre, no…, por favor —interrumpió Ellie, temiendo que Nicole pegara de nuevo a Katie.

Nicole se volvió y miró a su alterada hija.

—Lo siento —murmuró.

—Eso está bien —exclamó airadamente Katie—. Dile a ella que lo sientes. Es a mí a quien has pegado, juez. Recuerda…, tu hija mayor y soltera. La que llamaste «repugnante» ayer hizo sólo tres semanas… Me dijiste que mis amigos eran «débiles e inmorales»… ¿son ésas las palabras exactas…? Sin embargo, a tu preciosa Ellie, ese dechado de virtudes, la entregas a un doble asesino…, con otra asesina además como dama de honor…

Todas las mujeres se dieron cuenta aproximadamente en el mismo momento que Katie no sólo estaba borracha y llena de mordacidad, estaba también profundamente alterada. Sus desorbitados ojos las condenaba a todas mientras continuaba su inconexa diatriba.

«Se está ahogando —se dijo Nicole— y está pidiendo desesperadamente ayuda. No sólo he hecho caso omiso de sus gritos, sino que la he hundido más en el agua».

—Katie —dijo en voz baja Nicole—, lo siento. Me he comportado estúpidamente y sin reflexionar. —Avanzó hacia su hija con los brazos extendidos.

—No —exclamó Katie, apartando los brazos de su madre—. No, no, no… No quiero tu compasión. —Retrocedió hacia la puerta—. De hecho, no quiero estar en esta maldita boda… Éste no es mi lugar… Buena suerte, hermanita. Cuéntame algún día qué tal se porta en la cama el guapo doctor.

Katie se volvió y cruzó la puerta tambaleándose. Mientras ella se marchaba, Ellie y Nicole lloraban en silencio.

Nicole trató de concentrarse en la boda, pero sentía oprimido el corazón después de la desagradable escena con Katie. Ayudó a Ellie a maquillarse de nuevo, reprochándose repetidamente a sí misma el haber respondido coléricamente a Katie.

Poco antes de que comenzara la ceremonia, Nicole regresó al vestuario de los hombres y les informó de que Katie había decidido no asistir a la boda. Luego, atisbó unos momentos a la multitud congregada y observó que había aproximadamente una docena de biots ya sentados. «Dios mío —pensó Nicole—, no hemos sido lo bastante precisos en las invitaciones». No era raro que algunos de los colonos llevaran consigo sus Lincoln o sus Tiasso a funciones especiales, en particular si tenían niños. Antes de regresar al vestuario de la novia, Nicole tuvo un acceso de inquietud al pensar si habría asientos para todos.

Momentos después, o así pareció al menos, el grupo del novio se situaba en el escenario en torno al juez Mishkin y la música anunciaba la llegada de la novia. Como todo el mundo, se volvió a mirar hacia la parte posterior del teatro. Allí estaba su espléndida hija menor, resplandeciente en su vestido blanco con el adorno rojo, avanzando por el pasillo del brazo de Richard. Nicole pugnó por reprimir las lágrimas, pero cuando vio las gruesas gotas que brillaban en las mejillas de la novia, ya no pudo contenerse más. «Te quiero, Ellie —se dijo Nicole—. Espero que seas feliz».

A petición de la pareja, el juez Mishkin había preparado una ceremonia ecléctica. Ensalzó el amor entre hombre y mujer y habló de lo importante que era su vínculo en la adecuada creación de una familia. Sus palabras aconsejaban tolerancia, paciencia y desprendimiento. Ofreció una oración no confesional en la que pedía a Dios que diese a los esposos esa «compasión y comprensión que ennoblece a la especie humana».

La ceremonia fue breve, pero elegante. El doctor Turner y Ellie intercambiaron anillos y pronunciaron sus promesas con voz fuerte y clara. Se volvieron hacia el juez Mishkin y él les juntó las manos.

—Con la autoridad que la colonia de Nuevo Edén me ha concedido, declaro a Robert Turner y Eleanor Wakefield marido y mujer.

Mientras el doctor Turner levantaba suavemente el velo de Ellie para darle el beso tradicional, sonó un disparo, seguido instantes después por otro. El juez Mishkin cayó hacia delante sobre la pareja nupcial, con un chorro de sangre saliéndole de la frente. Kenji Watanabe se desplomó junto a él. Eponine se lanzó entre la pareja nupcial y los invitados mientras se oían otros dos disparos. Todo el mundo estaba gritando. El teatro se había convertido en un caos.

Siguieron dos disparos más en rápida sucesión. En la tercera fila, Max Puckett desarmó finalmente al biot Lincoln que había disparado. Max se había vuelto casi al instante, nada más oír el primer disparo, y un segundo después saltaba por encima de las sillas. No obstante, el biot Lincoln, que se había puesto en pie al oír la palabra «mujer», disparó su pistola automática un total de seis veces antes de que Max lo redujera por completo. El escenario estaba cubierto de sangre. Nicole se acercó y examinó al gobernador Watanabe. Estaba ya muerto. El doctor Turner sostuvo la cabeza del juez Mishkin mientras el bondadoso hombre cerraba los ojos por última vez. La tercera bala iba dirigida, al parecer, al doctor Turner, pues Eponine la había recibido en un costado tras su frenético salto para salvar a los novios.

Nicole cogió el micrófono que había caído al suelo con el juez Mishkin.

—Señoras y caballeros. Esto es una tragedia terrible. No caigan en el pánico, por favor. Creo que ya no hay peligro, Permanezcan, por favor, donde están hasta que podamos asistir a los heridos.

Las cuatro últimas balas no habían producido demasiado daño. Eponine estaba sangrando, pero su estado no era grave. Max había golpeado al Lincoln justo antes de que éste disparase la cuarta bala y, casi con toda seguridad, le había salvado con ello la vida a Nicole, ya que esa bala concreta le había pasado a sólo unos centímetros de distancia. Los disparos finales, hechos por el Lincoln mientras caía, habían causado rasguños superficiales a dos de los invitados.

Richard se reunió con Max y Patrick, que estaban sujetando al biot asesino.

—No quiere contestar ni a una maldita pregunta —indicó Max.

Richard miró el hombro del Lincoln. El biot tenía el número trescientos treinta y tres.

—Llevadle a la parte trasera —dijo Richard—. Quiero examinarlo después.

En el escenario, Nai Watanabe estaba sentada sobre los talones, sosteniendo en el regazo la cabeza de su amado Kenji. Su cuerpo se estremecía a impulsos de profundos y desesperados sollozos. Junto a ella, los gemelos Galileo y Kepler lloraban de miedo. Ellie, con el vestido nupcial cubierto de sangre, trataba de consolar a los niños.

El doctor Turner estaba atendiendo a Eponine.

—Dentro de unos minutos llegará una ambulancia —dijo, después de vendarle la herida. Le dio un beso en la frente—. Jamás podremos Ellie y yo agradecerle suficientemente lo que ha hecho.

Nicole estaba en la sala con los invitados, cerciorándose de que ninguno de los que habían sido alcanzados por las balas presentaba heridas graves. Se disponía a regresar al escenario para decir a todos por el micrófono que podrían empezar a abandonar el local cuando irrumpió en el teatro un excitado colono.

—¡Un Einstein se ha vuelto loco! —gritó, antes de mirar la escena que tenía delante—. Han muerto Ulanov y el juez Iannella.

—Deberíamos marchamos. Y ahora mismo —dijo Richard—. Pero aunque tú no lo hagas, Nicole, yo me voy. Sé demasiado acerca de los biots de la serie trescientos y de lo que los hombres de Nakamura han hecho para cambiarlos. Esta noche o mañana vendrán a por mí.

—Está bien, querido —respondió Nicole—. Comprendo. Pero alguien debe quedarse con la familia. Y luchar contra Nakamura. Aunque no haya esperanza. No debemos someternos a su tiranía.

Habían pasado tres horas después del abortado final de la boda de Ellie. El pánico se estaba adueñando de la colonia. La televisión acababa de informar de que cinco o seis biots se habían vuelto locos simultáneamente y de que hasta once de los más prominentes ciudadanos de Nuevo Edén habían sido asesinados. Por fortuna, el biot Kawabata que interpretaba el concierto en Vegas había fracasado en su ataque contra el candidato a gobernador Ian Macmillan y el conocido industrial Toshio Nakamura…

—Pamplinas —había exclamado Richard mientras miraba—. Eso no es más que otra parte de su plan.

Estaba seguro de que toda la actividad había sido planeada y orquestada por la banda de Nakamura. Además, no tenía la menor duda de que él y Nicole se hallaban señalados como objetivos. Estaba convencido de que los acontecimientos del día darían como resultado un Nuevo Edén totalmente diferente controlado por Nakamura, con Ian Macmillan como gobernador títere manejado por él.

—¿No quieres despedirte por lo menos de Patrick y Benjy? —preguntó Nicole.

—Será mejor que no lo haga —respondió Richard—. No porque no sienta cariño hacia ellos, sino porque temo que podría cambiar de idea.

—¿Vas a usar la salida de emergencia?

Richard asintió.

—Nunca me dejarían salir por el camino normal.

Mientras revisaba su aparato de buceo entró Nicole en el estudio.

—Acaban de informar en el noticiario de que la gente está destruyendo sus robots por toda la colonia. Uno de los colonos entrevistados dijo que todo el asesinato formaba parte de una conspiración alienígena.

—Estupendo —exclamó sombríamente Richard—. Ya ha comenzado la propaganda.

Hizo acopio de toda el agua y los alimentos que juzgó que podría llevar sin dificultad. Cuando estuvo listo, abrazó con fuerza a Nicole durante más de un minuto. Cuando emprendió la marcha, ambos tenían los ojos llenos de lágrimas.

—¿Sabes adónde vas? —preguntó suavemente Nicole.

—Más o menos —respondió Richard desde la puerta trasera—. Naturalmente, no te lo digo para que no puedas verte implicada…

—Comprendo —asintió ella.

Oyeron ambos un ruido delante de la casa y Richard salió precipitadamente al patio trasero.

El tren a lago Shakespeare no funcionaba. Un grupo de enfurecidos colonos había destruido al García que conducía un tren anterior en la misma vía y toda la circulación había quedado interrumpida. Richard empezó a caminar en dirección a la orilla oriental del lago Shakespeare.

Mientras avanzaba trabajosamente, cargado con su pesado equipo de buceo y con la mochila, tuvo la impresión de que le estaban siguiendo. Por dos veces creyó ver a alguien por el rabillo del ojo, pero cuando se detuvo y miró a su alrededor no vio nada. Finalmente, llegó al lago. Era más de medianoche. Dirigió una última mirada a las luces de la colonia y empezó a ponerse el aparato de buceo. Richard sintió helársele la sangre al ver a un García salir de entre los matorrales mientras se vestía.

Suponía que le iba a matar. Al cabo de unos segundos que parecieron eternos, el García habló:

—¿Es usted Richard Wakefield? —preguntó.

Richard no se movió ni dijo nada.

—Sí lo es —dijo finalmente el biot—, le traigo un mensaje de su esposa. Dice que le quiere y que buena suerte.

Richard hizo una larga y profunda inspiración.

—Dígale que yo también la quiero —respondió.