9

Al apearse del tren en Hakone, Kenji Watanabe no pudo por menos de recordar otra entrevista con Toshio Nakamura, años atrás, en un planeta situado a miles de millones de kilómetros de distancia. «Aquella vez también me había telefoneado —pensó Kenji—. Había insistido en que habláramos acerca de Keiko».

Kenji se paró delante de un escaparate y se enderezó la corbata. En el distorsionado reflejo podía fácilmente imaginarse a sí mismo como un idealista adolescente de Kyoto dirigiéndose a sostener una entrevista con un rival. «Pero aquello fue hace mucho —se dijo Kenji— y no estaba en juego nada más que nuestro amor propio. Ahora, el destino entero de nuestro pequeño mundo…»

Su esposa, Nai, no quería que se reuniese con Nakamura y había animado a Kenji a que llamara a Nicole para conocer otra opinión. Nicole se había mostrado contraria también a cualquier entrevista entre el gobernador y Toshio Nakamura.

—Es un megalómano carente de honradez y ávido de poder —había dicho Nicole—. Nada bueno puede resultar de esa reunión. Él sólo quiere descubrir tus puntos débiles.

—Pero ha dicho que puede reducir la tensión en la colonia.

—¿A qué precio, Kenji? Cuidado con las condiciones. Ese hombre nunca ofrece hacer algo a cambio de nada.

«Entonces, ¿por qué has venido? —le preguntó a Kenji una voz interior mientras contemplaba el enorme palacio que se había construido su compañero de juventud—. No estoy muy seguro —respondió otra voz—. Quizá sea el honor. O la propia dignidad. Algo profundamente enraizado en mi herencia».

El palacio de Nakamura y las casas circundantes estaban construidas en madera al estilo clásico de Kyoto. Techos de tejas azules, jardines primorosamente cuidados, frondosos árboles, senderos inmaculadamente limpios, incluso el olor de las flores le recordaba a Kenji su ciudad natal en un remoto planeta.

Fue recibido en la puerta por una bella muchacha ataviada con sandalias y kimono que se inclinó ante él y dijo Ohairi kudasai al ceremonial estilo japonés. Kenji dejó los zapatos en el bastidor y se puso las sandalias. La muchacha mantenía la vista fija en el suelo mientras le guiaba a través de las pocas estancias occidentales del palacio hasta la zona de tatamis donde, se decía, pasaba Nakamura casi todo el tiempo retozando con sus concubinas.

Tras caminar unos momentos, la muchacha se detuvo y descorrió una mampara de papel decorada con figuras de grullas volando.

—Dozo —dijo, haciéndole seña de que entrase.

Kenji pasó al interior de la salita de seis esterillas y se sentó con las piernas cruzadas en uno de los dos cojines que había frente a una mesa de reluciente laca negra. «Llegará tarde —pensó Kenji—. Eso forma parte de la estrategia».

Otra muchacha, también hermosa, de modales recatados y vestida con un bello kimono de suaves colores, entró silenciosamente en la habitación llevando agua y té japonés. Kenji tomó unos sorbos de té mientras dejaba vagar los ojos por la estancia. En un rincón había un biombo de madera de cuatro paneles. Desde los pocos metros de distancia a que se encontraba, Kenji vio que estaba exquisitamente tallado. Se levantó del cojín para observarlo más de cerca.

El lado que miraba hacia él representaba la belleza de Japón, con un panel consagrado a cada una de las cuatro estaciones. La imagen del invierno mostraba un establecimiento dedicado a la práctica del esquí en los Alpes japoneses totalmente cubierto de nieve; el panel de la primavera presentaba los cerezos en flor a orillas del río Kama, en Kyoto. El verano era un día límpido y despejado, con la nevada cumbre del monte Fuji elevándose sobre la verde campiña. El panel del otoño exhibía una borrachera de color en los árboles que rodeaban la capilla y mausoleo de la familia Tokugawa en Nikko.

«Toda esta asombrosa belleza —pensó Kenji, experimentando un súbito acceso de nostalgia—. Ha intentado recrear el mundo que hemos dejado atrás. Pero ¿por qué? ¿Por qué gasta su sórdido dinero en un arte tan espléndido? Es un hombre extraño, incoherente».

Los cuatro paneles del reverso del biombo hablaban de otro Japón. Los vivos colores mostraban la batalla del castillo de Osaka, de principios del siglo XVII, tras la que Ieyasu Tokugawa se erigió en shogun virtualmente indiscutido de Japón. El biombo estaba cubierto de figuras humanas: guerreros samurais en combate, miembros masculinos y femeninos de la corte esparcidos por los terrenos del castillo, incluso el propio señor Tokugawa, más grande que el resto y supremamente satisfecho de su victoria. Kenji observó con regocijo que el shogun tallado presentaba un parecido más que superficial con Nakamura.

Se disponía Kenji a sentarse de nuevo en el cojín, cuando se descorrió la mampara y entró su adversario.

Omachido sama deshita —dijo Nakamura, inclinándose levemente en su dirección.

Kenji correspondió a la inclinación, un tanto desmañadamente porque no podía apartar los ojos de su compatriota. Toshio Nakamura iba vestido con un atuendo completo de samurai, incluidas la espada y la daga. «Todo esto forma parte de una maniobra psicológica —se dijo Kenji—. Está destinado a desconcertarme o intimidarme».

Ano, hajemamashoka —dijo Nakamura, tomando asiento en el cojín situado frente a Kenji—. Kocha ga, oishii desu, nef.

Totemo oishii desu —respondió Kenji, tomando otro sorbo. El té era realmente excelente. «Pero él no es mi shogun —pensó Kenji—. Debo cambiar esta atmósfera antes de que comience una conversación seria».

—Nakamura-san —dijo en inglés el gobernador Watanabe—, los dos estamos muy atareados. Es importante para mí que prescindamos de las formalidades y vayamos derechos al grano. Su representante me ha dicho esta mañana por teléfono que está usted «preocupado» por los sucesos de las últimas veinticuatro horas y que tiene algunas «sugerencias positivas» para reducir la tensión que actualmente impera en Nuevo Edén. Por eso es por lo que he venido a hablar con usted.

El rostro de Nakamura se mantuvo impasible; sin embargo, el tono levemente sibilante que imprimió a sus palabras indicaba su desagrado por la forma directa de comportarse de Kenji.

—Ha olvidado usted sus modales japoneses, Watanabe-san. Es en extremo descortés comenzar una conversación de negocios antes de haber felicitado a su anfitrión por sus propiedades y haberse interesado por su bienestar. Un comportamiento tan inadecuado conduce casi siempre a una desagradable falta de acuerdo que se puede evitar…

—Lo siento —le interrumpió Kenji, con un cierto tono de impaciencia—, pero no necesito que me dé usted, precisamente, lecciones sobre modales. Además, no estamos en Japón, ni siquiera en la Tierra, y nuestras antiguas costumbres japonesas resultan tan apropiadas ahora como el atuendo que usted lleva…

Kenji no había tenido intención de ofender a Nakamura, pero no habría podido idear una estrategia mejor para hacer que su adversario revelara sus verdaderos propósitos. El magnate se puso bruscamente en pie. Por un momento, el gobernador pensó que Nakamura iba a desenvainar su espada de samurai.

—Está bien —exclamó Nakamura con una expresión de inexorable hostilidad en los ojos—, haremos esto a su manera… Watanabe, ha perdido usted el control de la colonia. Los ciudadanos están muy disgustados con su jefatura y mis hombres me dicen que se habla cada vez más de someterle a un proceso judicial de responsabilidad y, al mismo tiempo o alternativamente, de alzarse por medios violentos contra la autoridad. Ha fracasado usted en las cuestiones medioambientales y en las referentes al RV-41 y ahora esa juez negra, después de innumerables aplazamientos, ha anunciado que un violador negro no será sometido a juicio con jurado. Algunos de los colonos más precavidos, sabiendo que usted y yo tenemos unos orígenes comunes, me han pedido que interceda para tratar de convencerle de que debe usted abandonar el cargo antes de que se produzcan derramamientos de sangre generalizados y la situación se torne caótica.

«Esto es increíble —pensó Kenji mientras escuchaba a Nakamura—. Este hombre está completamente loco». El gobernador decidió no hablar apenas.

—¿De modo que cree que debo dimitir? —preguntó Kenji tras un prolongado silencio.

—Sí —respondió Nakamura, con tono cada vez más imperioso—. Pero no inmediatamente. No antes de mañana. Hoy debe ejercitar su privilegio ejecutivo de apartar del caso Martínez a Nicole des Jardins Wakefield. Es evidente que sus prejuicios le impiden ser justa. Los jueces Iannella o Rodríguez, cualquiera de ellos, serían más adecuados. Observe —añadió forzando una sonrisa— que no estoy sugiriendo que el caso sea transferido al tribunal del juez Nishimura.

—¿Algo más? —preguntó Kenji.

—Otra cosa sólo. Diga a Ulanov que retire su candidatura para las elecciones. No tiene ninguna posibilidad de ganar y el mantenimiento de esta campaña divisoria no conseguirá más que dificultar una actuación unificada después de la victoria de Macmillan. Necesitamos estar unidos. Preveo una grave amenaza a la colonia del enemigo que mora en el otro hábitat. Los zancudos, que usted parece considerar meros «observadores inofensivos», son en realidad sus avanzadillas de exploración…

Kenji se hallaba atónito ante lo que estaba oyendo. ¿Cómo podía Nakamura haberse vuelto tan retorcido? ¿O había sido siempre así?

—… debo hacer hincapié en que el tiempo es esencial —estaba diciendo Nakamura—, especialmente por lo que se refiere al caso Martínez y a su dimisión. He pedido a Kobayashi-san y a los otros miembros de la comunidad asiática que no actúen precipitadamente, pero, después de lo ocurrido anoche, no estoy seguro de poder contenerlos. Su hija era una joven bella e inteligente. La nota que dejó antes de suicidarse manifiesta que no podía vivir con la deshonra que los continuos aplazamientos del juicio de su violador hacían recaer sobre ella. Hay una auténtica indignación en toda…

El gobernador Watanabe olvidó por el momento su decisión de guardar silencio.

—¿Sabe usted —dijo, poniéndose también en pie— que, después de la noche en que supuestamente fue violada, se ha encontrado en Mariko Kobayashi semen de dos personas diferentes? ¿Y que tanto Mariko como Pedro Martínez insistieron repetidamente en que permanecieron juntos y solos toda la velada…? Incluso cuando Nicole le insinuó la semana pasada a Mariko que había pruebas de una relación sexual adicional, la muchacha mantuvo su versión.

Nakamura perdió momentáneamente su aplomo. Miró inexpresivamente a Kenji Watanabe.

—No hemos podido identificar aún al otro individuo —continuó Kenji—. Las muestras de semen desaparecieron misteriosamente del laboratorio del hospital antes de que se pudiera terminar el análisis completo del ADN. Lo único que tenemos es el acta del reconocimiento original.

—Ese acta podría estar equivocada —indicó Nakamura, recuperando la seguridad en sí mismo.

—Es muy improbable. Pero, en cualquier caso, ahora puede comprender la situación de la juez Wakefield. Todo el mundo en la colonia ha decidido ya que Pedro es culpable. Ella no quiere que un jurado le condene erróneamente.

Hubo un largo silencio. El gobernador empezó a marcharse.

—Me sorprende usted, Watanabe —dijo finalmente Nakamura—, no ha entendido en absoluto el objeto de esta entrevista. Si ese negro Martínez violó o no a Mariko Kobayashi no es realmente tan importante… Yo le he prometido a su padre que el nicaragüense será castigado. Y eso es lo que importa.

Kenji Watanabe miró con repugnancia a su compañero de juventud.

—Me marcharé ahora —dijo—, antes de que me enfade de veras.

—No habrá otra oportunidad —indicó Nakamura, con expresión nuevamente llena de hostilidad—. Ésta ha sido mi primera y última oferta.

Kenji meneó la cabeza, descorrió él mismo la mampara de papel y salió al corredor.

Nicole caminaba a lo largo de una playa bañada por la luz del sol. A unos cincuenta metros de distancia delante de ella, Ellie se hallaba en pie junto al doctor Turner. Llevaba un vestido de boda, pero el novio iba en traje de baño. El abuelo de Nicole, Omeh, oficiaba la ceremonia, ataviado con su larga túnica tribal de color verde.

Omeh puso las manos de Ellie en las del doctor Turner y comenzó un canto senoufo. Alzó los ojos hacia el cielo. Un solitario avícola se elevó en lo alto, lanzando sus gritos al ritmo del cántico nupcial. Mientras Nicole miraba al avícola volar por encima de ella, el cielo se oscureció. Negros nubarrones de tormenta cubrieron el plácido cielo.

El océano comenzó a agitarse y el viento a soplar. Los cabellos de Nicole, completamente grises ya, flameaban a su espalda. El cortejo nupcial se dispersó. Todos corrieron tierra adentro para escapar de la inminente tormenta. Nicole no podía moverse. Sus ojos estaban fijos en un objeto grande que las olas zarandeaban.

El objeto era una voluminosa bolsa verde, como la bolsas de plástico utilizadas en el siglo XXI para los desechos. La bolsa estaba llena y se iba aproximando a la playa. Nicole habría intentado cogerla, pero le asustaba el hirviente mar. Señaló la bolsa. Gritó pidiendo ayuda.

En el ángulo superior izquierdo de su pantalla onírica vio una alargada canoa. Cuando estuvo más cerca, Nicole advirtió que los ocho ocupantes de la canoa eran extraterrestres, de color anaranjado, más pequeños que los humanos. Parecía como si estuvieran hechos de masa de pan. Tenían ojos y cara, pero carecían de vello corporal. Los alienígenas dirigieron la canoa hacia la bolsa verde y la cogieron.

Los extraterrestres anaranjados depositaron la bolsa verde en la playa. Nicole no se acercó hasta que subieron de nuevo a su canoa y regresaron al océano. Agitó la mano en dirección a ellos en gesto de despedida y fue luego hasta la bolsa. Tenía una cremallera, que abrió cuidadosamente. Nicole enrolló la mitad superior y miró el rostro muerto de Kenji Watanabe.

Nicole se estremeció, lanzó un grito y se sentó en la cama. Alargó la mano hacia Richard, pero la cama estaba vacía. El reloj digital de la mesilla señalaba las 2.48 de la madrugada. Nicole trató de sosegar su respiración y apartar de su mente el horrible sueño.

La vívida imagen del muerto Kenji Watanabe persistía en su mente. Mientras se dirigía al cuarto de baño, Nicole recordó sus sueños premonitorios sobre la muerte de su madre cuando sólo tenía diez años. «¿Y si realmente se va a morir Kenji? —pensó, sintiendo la primera oleada de pánico. Hizo un esfuerzo por pensar en otra cosa—. ¿Dónde estará Richard a estas horas de la noche?», se preguntó. Nicole se puso la bata y salió del dormitorio.

Pasó silenciosamente por delante de las habitaciones de los niños en dirección a la parte delantera de la casa. Benjy estaba roncando, como de costumbre. La luz del estudio se hallaba encendida, pero Richard no estaba allí. Dos de los nuevos biots, además del príncipe Hal, habían desaparecido también. Uno de los monitores que había sobre la mesa de trabajo de Richard contenía todavía imagen en la pantalla.

Nicole sonrió para sus adentros y recordó su acuerdo con Richard. Pulsó la palabra NICOLE en el teclado y la imagen de la pantalla cambió. «Querida Nicole —decía el mensaje que apareció en su lugar— si te despiertas antes de que yo vuelva, no te preocupes. Me propongo regresar para el amanecer, mañana por la mañana a las ocho como muy tarde. He estado realizando un trabajo con los biots de la serie 300, ya recuerdas, los que no están completamente programados de forma inmodificable y que, por lo tanto, pueden ser destinados a tareas especiales, y tengo razones para creer que alguien ha estado espiando mi trabajo. Por consiguiente, he acelerado la terminación de mi proyecto y he salido fuera de Nuevo Edén para una prueba final. Te quiero. Richard».

En la planicie Central reinaba la oscuridad y hacía frío. Richard se armó de paciencia. Había enviado por delante a su mejorado Einstein (Richard lo llamaba Super AI) y García 325 al lugar en que se encontraba la sonda del segundo hábitat. Habían explicado al vigilante nocturno, un biot García normal, que se había modificado la programación del experimento y que se iba a realizar ahora una investigación especial. Todavía sin la presencia de Richard, Super Al había retirado todo el material que había en la abertura al otro hábitat y lo había depositado en el suelo. El proceso había consumido más de una hora de un tiempo precioso. Cuando finalmente terminó, Super Al indicó a Richard que se acercara. García 325 llevó hábilmente al biot vigilante hacia otra zona próxima para que no pudiese ver a Richard.

Éste no perdió tiempo. Sacó a príncipe Hal del bolsillo y lo colocó en la abertura.

—Date prisa —dijo, instalando su pequeño monitor en el suelo del pasadizo.

La abertura de comunicación con el otro hábitat se había ido ensanchando gradualmente a lo largo de las semanas, de tal modo que ahora era un cuadrado de aproximadamente ochenta centímetros de lado. Había sitio más que suficiente para el diminuto robot.

Príncipe Hal cruzó apresuradamente al otro lado. Desde el pasadizo hasta el suelo interior había una distancia de cerca de un metro en vertical. El robot sujetó diestramente un pequeño cable a un soporte que adhirió al suelo del pasadizo y se descolgó por él. Richard observaba en su pantalla todos los movimientos de Hal y le daba instrucciones por radio.

Richard había supuesto que el segundo hábitat se hallaría protegido por un anillo exterior. Estaba en lo cierto. «De modo que el diseño básico de los dos hábitats es similar», pensó. Richard había previsto también que habría alguna clase de abertura en el muro interior, alguna puerta a través de la cual debían de entrar y salir los zancudos, y que príncipe Hal sería lo suficientemente pequeño como para pasar al interior del hábitat por la misma vía de acceso.

No tardó Hal mucho tiempo en localizar la entrada a la parte principal del hábitat. No obstante, lo que evidentemente era un puerta se hallaba a más de veinte metros de altura por encima del suelo del anillo. Habiendo visto las grabaciones en vídeo de los zancudos ascendiendo a lo largo de superficies verticales en los biots bulldozer de la explanada de observación de Avalon, Richard se había preparado también para esta posibilidad.

—Trepa —ordenó a príncipe Hal, después de echar una nerviosa mirada a su reloj. Eran casi las seis. Pronto amanecería en Nuevo Edén. Poco después, regresarían al lugar los científicos e ingenieros que trabajaban en él.

La entrada al interior del hábitat se hallaba a una altura equivalente a cien veces la estatura de príncipe Hal. Subir hasta allí supondría para el robot lo mismo que para un humano escalar un edificio de sesenta pisos. Richard había adiestrado al robot haciéndole escalar la casa, pero siempre había estado junto a él. ¿Había ranuras para las manos y muescas en que asentar el pie en el muro que Hal estaba escalando? Richard no podía distinguirlo en el monitor. ¿Eran correctas todas las ecuaciones del subprocesador mecánico de príncipe Hal? «Pronto lo averiguaré», pensó Richard mientras su aventajado alumno iniciaba su ascenso.

Príncipe Hal resbaló y quedó colgando de las manos en una ocasión, pero finalmente consiguió llegar a lo alto. Pero la ascensión consumió otros treinta minutos. Richard sabía que se le estaba acabando el tiempo. Mientras Hal se izaba hasta el alféizar de una escotilla circular, Richard vio que una redecilla impedía el paso del robot al interior del habitáculo propiamente dicho. No obstante, la débil luz permitía ver una pequeña parte del interior. Richard ajustó cuidadosamente la posición de la diminuta cámara de Hal para poder ver a través de la red.

—El vigilante insiste en que debe regresar a su puesto —anunció García 325 a Richard por la radio—. Tiene que presentar su informe diario a las 6.30.

«Mierda —pensó Richard—, eso me deja seis minutos solamente». Movió muy despacio a Hal por el borde de la escotilla para ver si podía identificar algún objeto del interior del hábitat.

—Grita —ordenó luego Richard, poniendo al máximo el volumen sonoro del robot—. Grita hasta que te diga que pares.

Richard no había probado en su máxima potencia el amplificador que había instalado en príncipe Hal. Quedó, por tanto, sorprendido de la amplitud de la imitación avícola de Hal. Retumbó en el pasadizo y Richard dio un respingo de sobresalto. «Bastante bueno —se dijo Richard cuando se repuso—, al menos si mi recuerdo es exacto».

No tardó en llegar junto a Richard el biot vigilante, que, siguiendo sus instrucciones preprogramadas, le pidió su documentación personal y una explicación de qué estaba haciendo. Super Al y García 324 trataron de desorientar al vigilante, pero éste, al no recibir cooperación por parte de Richard, insistió en que debía presentar un informe de emergencia. En el monitor, Richard vio abrirse la redecilla y aparecer seis zancudos que se agolparon junto a príncipe Hal. El robot continuó gritando.

El vigilante García empezó a radiar su emergencia. Richard comprendió que sólo disponía de unos minutos antes de verse obligado a marcharse.

—Venga, maldita sea, venga —exclamó, mirando el monitor y volviendo de vez en cuando furtivamente la vista hacia la planicie Central. No se veía todavía acercarse ninguna luz a lo lejos.

Al principio, Richard creyó que lo había imaginado. Luego se repitió el sonido de batir de alas. Uno de los zancudos le oscurecía parcialmente la visión, pero instantes después Richard vio sin duda alguna una familiar garra que se tendía hacia príncipe Hal. El chillido avícola que siguió confirmó lo que había visto. La imagen del monitor se tornó borrosa.

—Si tienes oportunidad —gritó Richard por la radio—, trata de regresar al pasadizo. Volveré por ti más tarde.

Dio media vuelta, al tiempo que metía rápidamente el monitor en la mochila.

—Vámonos —dijo Richard a sus dos compañeros biots. Empezaron a correr en dirección a Nuevo Edén.

Richard se sentía exultante mientras corría. «Mi presentimiento era acertado —se dijo, lleno de júbilo—. Esto lo cambia todo… Y ahora tengo que entregar la mano de mi hija».