Nicole se inclinó sobre el lavabo y se miró en el espejo. Pasó los dedos por las arrugas que le ribeteaban la parte inferior de los ojos y se alisó el grisáceo flequillo. «Eres casi una anciana», se dijo. Luego, sonrió.
—Me hago vieja, me hago vieja, llevaré arrugados los fondillos de los pantalones —exclamó en voz alta.
Nicole soltó una carcajada y se apartó del espejo, volviéndose al mismo tiempo para ver qué aspecto tenía por detrás. El vestido de color verde amarillento que pensaba llevar en la boda de Ellie se le ajustaba perfectamente al cuerpo, que era todavía esbelto y atlético después de todos aquellos años. «No está mal —pensó aprobadoramente Nicole—. Por lo menos, no le resultará embarazoso a Ellie».
Sobre la mesilla de noche había dos fotografías de Genevieve y su marido francés que le había dado Kenji Watanabe. Cuando regresó al dormitorio, Nicole cogió las fotos y las miró. «No pude estar en tu boda, Genevieve —pensó de pronto, experimentando un acceso de tristeza—. Ni siquiera llegué a conocer a tu marido».
Luchando con sus emociones, Nicole se dirigió rápidamente al otro lado del dormitorio. Permaneció casi un minuto mirando fijamente una fotografía de Simone y Michael O’Toole, tomada el día de su boda en El Nódulo. «Y me separé de ti sólo una semana después de tu boda… Eras muy joven, Simone —se dijo Nicole—, pero en muchos aspectos eras mucho más madura que Ellie…»
Interrumpió deliberadamente el pensamiento. Le producía una congoja demasiado intensa pensar en Simone o en Genevieve. Era mejor centrar la atención en el presente. Nicole cogió la fotografía de Ellie, que colgaba en la pared junto a las de sus hermanos y hermanas. «Así que pronto serás la tercera de mis hijos que se casa —pensó Nicole—. Parece imposible. A veces, la vida se mueve a demasiada velocidad».
Un montaje de imágenes fulguró como un relámpago en la mente de Nicole. Vio de nuevo a la niñita tendida a su lado en la Sala Blanca de Rama II, la carita asustada de Ellie cuando se aproximaban a El Nódulo en la lanzadera, sus nuevas facciones de adolescente en el momento de despertar de su largo sueño y, finalmente, la madura determinación y el coraje de Ellie cuando tomó la palabra ante los ciudadanos de Nuevo Edén en defensa del programa del doctor Turner. Fue un intenso viaje emocional al pasado.
Nicole volvió a poner en la pared la fotografía de Ellie y empezó a desnudarse. Acababa de colgar el vestido en el armario cuando oyó un sonido extraño, como el de alguien que gritase, en el límite mismo de su alcance auditivo. «¿Qué ha sido eso?», se preguntó. Nicole permaneció inmóvil durante unos minutos, pero no volvió a oír más ruidos. Al ponerse en pie, sin embargo, tuvo de pronto la inquietante sensación de que Genevieve y Simone estaban en la habitación con ella. Nicole miró rápidamente a su alrededor, pero continuaba sola.
«¿Qué me está pasando? —se preguntó—. ¿He estado trabajando demasiado? ¿Me ha llevado al límite de mi resistencia la combinación del caso Martínez y la boda de Ellie? ¿O se trata de otro de mis episodios psíquicos?».
Nicole trató de calmarse respirando lenta y profundamente. Pero no pudo disipar la sensación de que Genevieve y Simone estaban realmente allí, en la habitación, con ella. Su presencia era tan intensa que Nicole tuvo que hacer un esfuerzo para no hablarles.
Recordaba con claridad las conversaciones que había tenido con Simone antes de su boda con Michael O’Toole. «Quizá por eso es por lo que están aquí —pensó Nicole—. Han venido a recordarme que he estado tan atareada con mi trabajo que aún no he tenido mi conversación de boda con Ellie». Nicole rio nerviosamente, pero no se le quitó la carne de gallina que se le había puesto en el brazo.
«Perdonadme, queridas —dijo Nicole, dirigiéndose al mismo tiempo a la fotografía de Ellie y a los espíritus de Genevieve y Simone en la habitación—. Prometo que mañana…»
Esta vez el chillido fue inconfundible. Nicole quedó paralizada, sintiendo un torrente de adrenalina precipitarse por todo su cuerpo. Al cabo de unos segundos, atravesaba corriendo la casa en dirección al estudio en que Richard se hallaba trabajando.
—Richard —exclamó, poco antes de llegar a la puerta del estudio—, ¿has oído…?
Nicole se interrumpió en medio de la frase. El estudio estaba convertido en un revoltijo. Richard se hallaba en el suelo, rodeado de un par de monitores y un desordenado montón de materiales electrónicos. Tenía en una mano el pequeño robot príncipe Hal y en la otra su precioso ordenador portátil de la misión Newton. Tres biots —dos García y un Einstein parcialmente desarmado— estaban inclinados sobre él.
—Vaya, hola, querida —dijo distraídamente Richard—. ¿Qué te trae por aquí? Creía que estarías ya dormida.
—Richard, estoy segura de haber oído un chillido avícola. Hará cosa de un minuto. Sonó cerca. —-Nicole vaciló, tratando de decidir si debía hablarle o no de la visita de Genevieve y Simone.
Richard frunció el ceño.
—Yo no he oído nada, querida —respondió—. ¿Habéis oído algo vosotros? —preguntó a los biots. Estos negaron con la cabeza, incluido el Einstein, que tenía el pecho completamente abierto y conectado por medio de cuatro cables a los monitores del suelo.
—Yo sé que he oído algo —insistió Nicole. Quedó en silencio unos instantes. «¿Es otra señal de fatiga terminal?», se preguntó. Nicole paseó la vista por el caos que se extendía en el suelo ante ella—. A propósito querido, ¿qué estás haciendo?
—¿Esto? —exclamó Richard, con un vago ademán de la mano—. Oh, no es nada especial. Sólo otro de mis proyectos.
—Richard Wakefield —replicó rápidamente Nicole—, no me estás diciendo la verdad. Todo ese revoltijo del suelo no puede ser «nada especial», te conozco demasiado bien. Bueno, ¿qué es tan secreto…?
Richard había cambiado las imágenes que mostraban sus tres monitores activos y estaba sacudiendo vigorosamente la cabeza.
—Esto no me gusta —murmuró—. No me gusta nada en absoluto. —Levantó la vista hacia Nicole—. ¿Has accedido por casualidad a mis archivos de datos recientes que están almacenados en el superordenador central? ¿Aunque sea inadvertidamente?
—No, claro que no. Ni siquiera conozco el código de entrada… Pero no es de eso de lo que yo quería hablar…
—Alguien ha… —Richard tecleó rápidamente una subrutina diagnóstica de seguridad y estudió uno de los monitores—. Por lo menos cinco veces en las tres últimas semanas… ¿Estás segura de no haber sido tú?
—Sí, Richard —respondió enfáticamente Nicole—. Pero sigues tratando de cambiar de tema… Quiero que me digas a qué viene todo esto.
Richard dejó a príncipe Hal en el suelo y miró a Nicole.
—Aún no estoy completamente preparado para decírtelo, querida —indicó, tras unos instantes de vacilación—. Dame un par de días, por favor.
Nicole se sintió desconcertada. Finalmente, sin embargo, se le iluminó el rostro.
—Está bien, querido, si es un regalo de boda para Ellie, entonces esperaré con mucho gusto…
Richard volvió a su trabajo. Nicole se dejó caer en la única silla de la habitación que no se hallaba abarrotada de cosas. Mientras miraba a su marido, se dio cuenta de lo cansada que estaba. Se convenció a sí misma de que era su propia fatiga lo que le había hecho imaginar el chillido.
—Querido —dijo suavemente Nicole al cabo de uno o dos minutos.
—¿Sí? —respondió él, levantando la vista hacia ella.
—¿Te preguntas alguna vez qué está pasando realmente aquí, en Nuevo Edén? Quiero decir que ¿por qué nos han dejado tan absolutamente solos los creadores de Rama? La mayoría de los colonos vive sin pensar ni un solo momento en el hecho de que están viajando en una nave espacial interestelar construida por extraterrestres. ¿Cómo es posible? ¿Por qué no aparece de pronto El Águila o alguna otra manifestación igualmente maravillosa de su superior tecnología alienígena? Quizás entonces nuestros mezquinos problemas…
Nicole se interrumpió al echarse a reír Richard.
—¿Qué ocurre? —exclamó.
—Esto me recuerda una conversación que tuve una vez con Michael O’Toole. Se sentía frustrado porque yo me negaba a aceptar por la fe los testimonios de los apóstoles. Me dijo entonces que Dios hubiera debido saber que éramos una especie compuesta de dubitativos «Tomás» y debería haber programado frecuentes visitas del Cristo resucitado.
—Pero aquella situación era completamente diferente —arguyó Nicole.
—¿De veras? —replicó Richard—. Lo que los primitivos cristianos contaban acerca de Jesús no podía ser más difícil de aceptar que nuestra descripción de El Nódulo y de nuestro largo viaje dilatador del tiempo a velocidades relativistas… Es mucho más satisfactorio para los otros colonos creer que esta nave espacial fue creada como un experimento por la AIE. Muy pocos de ellos entienden lo suficiente de ciencia como para saber que Rama está muy por encima de nuestra capacidad tecnológica.
Nicole permaneció unos momentos en silencio.
—Entonces ¿no hay nada que podamos hacer para convencerlos…?
Le interrumpió el triple zumbido que indicaba que la llamada telefónica que iba a hacerse era urgente. Nicole se apresuró a contestarla. Apareció en el monitor el preocupado rostro de Max Puckett.
—Tenemos una situación peligrosa frente al complejo de detención —dijo—. Hay una muchedumbre enfurecida, setenta u ochenta personas quizá, principalmente de Hakone. Quieren apoderarse de Martínez. Ya han destruido dos biots García y han atacado a otros tres. El juez Mishkin está tratando de razonar con ellos, pero su actitud es muy violenta. Al parecer, Mariko Kobayashi se ha suicidado hace unas dos horas. Está aquí toda su familia, incluido su padre…
Nicole se puso un chándal en menos de un minuto. Richard trató en vano de discutir con ella.
—La decisión fue mía —replicó Nicole, mientras montaba en su bicicleta—. Debo ser yo quien se enfrente a las consecuencias.
Bajó por el sendero hasta el carril para bicicletas y empezó a pedalear furiosamente. Si se apresuraba llegaría al centro administrativo en cuatro o cinco minutos, menos de la mitad de lo que tardaría en tren a aquella hora de la noche. «Kenji se equivocó —pensó Nicole—. Hubiéramos debido celebrar una conferencia de prensa esta mañana. Así habría podido explicar mi decisión».
Casi un centenar de colonos se hallaban congregados en la plaza mayor de Ciudad Central. Se movían delante y alrededor del complejo de detención en que se había recluido a Pedro Martínez cuando se le acusó de la violación de Mariko Kobayashi. El juez Mishkin estaba en pie en lo alto de la escalera de la fachada principal del centro de detención. Hablaba a través de un megáfono a la enfurecida multitud. Veinte biots, principalmente García pero con un par de Lincoln y Tiasso en el grupo, se habían enlazado por los brazos delante del juez Mishkin e impedían que la multitud subiera la escalera para llegar hasta el juez.
—Ahora bien, amigos —estaba diciendo el entrecano ruso—, si Pedro Martínez es realmente culpable, se le condenará. Pero nuestra Constitución le garantiza un juicio justo…
—Cierra el pico, viejo —gritó alguien entre el gentío.
—Queremos a Martínez —dijo otra voz.
A la izquierda, delante del teatro, seis jóvenes orientales estaban terminando un improvisado patíbulo. La multitud prorrumpió en una ovación cuando uno de ellos ató a la viga transversal una cuerda con un lazo corredizo. Un corpulento japonés de poco más de veinte años se situó al frente de la multitud.
—Quítese de en medio, carcamal —dijo—. Y llévese consigo a esos mastuerzos mecánicos. No tenemos nada contra usted. Hemos venido aquí para que se le haga justicia a la familia Kobayashi.
—Acuérdese de Mariko —gritó una joven. Sonó un fuerte chasquido cuando un muchacho pelirrojo golpeó a una García en la cara con un palo de béisbol de aluminio. La García, con los ojos destruidos y el rostro desfigurado hasta resultar irreconocible, no respondió pero no dejó su puesto en el cordón de protección.
—Los biots no presentarán batalla —dijo el juez Mishkin por el megáfono—. Están programados para ser pacifistas. Pero destruirlos no sirve para nada. Es una violencia absurda, inútil.
Llegaron a la plaza dos mensajeros de Hakone y se produjo un momentáneo desplazamiento del centro de atención de la multitud. Menos de un minuto después, la turbulenta chusma aplaudió la aparición de dos enormes troncos, llevados cada uno por una docena de jóvenes.
—Vamos a eliminar ahora a los biots que están protegiendo al asesino Martínez —dijo el joven portavoz japonés—. Ésta es su última oportunidad, viejo. Apártese antes de que resulte herido.
Muchos individuos de la multitud corrieron a tomar posiciones junto a los troncos que se proponían utilizar como arietes. En ese momento llegó a la plaza Nicole Wakefield, montada en su bicicleta.
Saltó rápidamente a tierra, atravesó el cordón protector y subió corriendo las escaleras hasta situarse junto al juez Mishkin.
—Hiro Kobayashi —gritó por el megáfono, antes de que la multitud la hubiera reconocido—. He venido a explicarte por qué no habrá un juicio con jurado para Pedro Martínez. ¿Quiere adelantarse para que pueda verle?
El señor Kobayashi, que se había mantenido apartado, a un lado de la plaza, caminó lentamente hasta el pie de la escalera, delante de Nicole.
—Kobayashi-san —dijo Nicole, en japonés—, he sentido una gran tristeza al enterarme de la muerte de su hija…
—Hipócrita —gritó alguien en inglés, y se elevó un murmullo entre la multitud.
—Como madre —continuó Nicole—, puedo imaginar lo terrible que debe de ser sufrir la pérdida de una hija…
»Y ahora —añadió, pasando al inglés y dirigiéndose a la multitud—, permítanme explicarles a todos ustedes mi decisión de hoy. Nuestra Constitución de Nuevo Edén dice que todo ciudadano tendrá “un juicio justo”. En todos los demás casos habidos desde la fundación de la colonia, las acusaciones criminales han abocado a un juicio con jurado. En el caso del señor Martínez, sin embargo, y a causa de la publicidad que ha recibido, no estoy convencida de que pueda encontrarse un jurado imparcial.
Un coro de silbidos y abucheos interrumpió brevemente a Nicole.
—Nuestra Constitución —prosiguió— no determina qué debe hacerse para garantizar un «juicio justo» si no participa un jurado. Sin embargo, nuestros jueces han sido elegidos para aplicar la ley y han recibido la formación necesaria para resolver casos sobre la base de las pruebas existentes. Por eso es por lo que he transferido el proceso de Martínez a la jurisdicción del Tribunal Especial de Nuevo Edén. Allí, todas las pruebas, algunas de las cuales no se han hecho públicas todavía, serán cuidadosamente sopesadas.
—Pero todos sabemos que Martínez es culpable —exclamó un desconcertado señor Kobayashi—. Incluso ha confesado haber tenido relación sexual con mi hija. Y sabemos también que violó a una chica en Nicaragua, allá en la Tierra… ¿Por qué le está protegiendo usted? ¿Qué hay de hacerle justicia a mi familia?
—Porque la ley… —empezó a contestar Nicole, pero sus palabras quedaron ahogadas por los gritos de la multitud.
—Queremos a Martínez. Queremos a Martínez. —Las voces fueron creciendo en intensidad mientras la gente de la plaza levantaba de nuevo los enormes troncos, que habían sido depositados sobre el pavimento poco después de la aparición de Nicole. Mientras la chusma forcejeaba para manejar el ariete, uno de los troncos golpeó inadvertidamente el monumento que señalaba la situación celeste de Rama. La esfera saltó hecha añicos y los componentes electrónicos que habían representado a las estrellas cercanas cayeron al suelo. La pequeña luz parpadeante que había sido Rama se rompió también en mil pedazos.
—Ciudadanos de Nuevo Edén —gritó Nicole por el megáfono—, escuchadme. Hay en este caso algo que ninguno de vosotros sabe. Si queréis escucharme…
—¡Matad a esa zorra negra! —gritó el pelirrojo que había golpeado al biot García con un palo de béisbol.
Nicole miró al joven con ojos llameantes.
—¿Qué has dicho? —preguntó con voz potente.
Se hizo un súbito silencio en la multitud. El muchacho estaba solo. Miró nerviosamente a su alrededor y sonrió.
—Matad a esa zorra negra —repitió.
Nicole bajó la escalera en un abrir y cerrar de ojos. La multitud le abrió paso mientras se dirigía hacia el joven pelirrojo.
—Vuelve a decirlo —exclamó, temblándole las aletas de la nariz, cuando llegó a menos de un metro de distancia de su antagonista.
—Matad… —empezó él.
Nicole le golpeó con fuerza en la mejilla con la palma de la mano. La bofetada resonó en toda la plaza. Nicole se volvió bruscamente y echó a andar hacia la escalera, pero se vio detenida por manos que surgían de todos los lados. El sorprendido muchacho cerró el puño…
En ese momento, retumbaron en la plaza dos fuertes estampidos. Mientras todo el mundo trataba de averiguar qué sucedía, sonaron dos explosiones más en el aire, por encima de la multitud.
—Solamente soy yo y mi escopeta —aclaró Max Puckett por el megáfono—. Bien, amigos, y ahora, si dejáis pasar a la señora juez…, así, eso está mejor… y os vais a vuestras casas, será mejor para todos.
Nicole se desasió de las manos que la sujetaban, pero la multitud no se dispersó. Max levantó la escopeta, apuntó al grueso nudo que tenía la cuerda del improvisado patíbulo justo encima del lazo corredizo y disparó. La cuerda saltó en pedazos, parte de los cuales cayeron sobre la multitud.
—Vamos, muchachos —insistió Max—. Yo soy mucho más duro de pelar que estos dos jueces. Y ya sé que voy a pasar algún tiempo aquí, en este centro de detención, por violar la ley de armas de la colonia. Desde luego, no me gustaría tener que pegarle un tiro a uno de vosotros también…
Max apuntó con su escopeta a la multitud. Todo el mundo se agachó instintivamente. Max disparó cartuchos de fogueo sobre sus cabezas y se echo a reír alegremente cuando la gente empezó a abandonar a toda prisa la plaza.
Nicole no podía dormir. Rememoraba una y otra vez la misma escena. Se veía continuamente a sí misma internándose entre la multitud y abofeteando al muchacho pelirrojo. «Lo cual no me hace mejor de lo que es él», pensó.
—Estás despierta todavía, ¿verdad? —preguntó Richard.
Nicole asintió con un gruñido.
—¿Te encuentras bien?
Hubo un breve silencio.
—No, Richard… —respondió Nicole—. No…, estoy sumamente irritada conmigo misma por haber pegado a aquel chico.
—Bueno, venga —exclamó él—. Deja de martirizarte… Se lo merecía… Te insultó de la peor manera… La gente así no entiende más que la fuerza.
Richard alargó la mano y empezó a frotarle la espalda a Nicole.
—Dios mío —exclamó—. Nunca te he visto tan tensa…, tienes todos los músculos contraídos.
—Estoy preocupada —dijo Nicole—. Tengo la terrible impresión de que todo el entramado de nuestra vida aquí, en Nuevo Edén, se halla a punto de disgregarse… Y que todo lo que he hecho o estoy haciendo es completamente inútil.
—Has hecho cuanto has podido, querida… Debo confesar que estoy asombrado de la magnitud de tus esfuerzos. —Richard continuó frotando muy suavemente la espalda de Nicole—. Pero debes recordar que estás tratando con seres humanos… Puedes transportarlos a otro mundo y darles un paraíso, pero ellos vendrán pertrechados con sus temores, sus inseguridades y sus predilecciones culturales. Un nuevo mundo sólo podría ser realmente nuevo si todos los humanos implicados comenzaran con mentes por entero vírgenes, como nuevos ordenadores desprovistos de software y de sistemas operativos, simples cargas de potencial no utilizado.
Nicole sonrió débilmente.
—No eres muy optimista, querido.
—¿Por qué habría de serlo? Nada de lo que he visto aquí, en Nuevo Edén, ni en la Tierra me indica que la humanidad sea capaz de lograr armonía en su relación consigo misma, y mucho menos con ninguna otra criatura viviente. Ocasionalmente existe un individuo, o incluso un grupo, capaz de trascender las deficiencias básicas genéticas y medioambientales de la especie… Pero estas personas constituyen auténticos milagros; ciertamente, no son la norma.
—No estoy de acuerdo contigo —replicó suavemente Nicole—. Tu punto de vista es demasiado negativo. Yo creo que la mayoría de la gente desea desesperadamente alcanzar esa armonía. Pero no sabemos cómo lograrlo. Por eso es por lo que necesitamos más instrucción. Y más buenos ejemplos.
—¿Incluso ese chico pelirrojo? ¿Crees que mediante la instrucción se podría conseguir que abandonara su intolerancia?
—Tengo que creerlo así, querido —respondió Nicole—. En otro caso…, temo que, simplemente, renunciaría.
Richard emitió un sonido intermedio entre una tos y una carcajada.
—¿Qué ocurre? —preguntó Nicole.
—Estaba pensando —dijo Richard— si Sísifo se induciría a sí mismo alguna vez a creer que quizá la próxima vez la roca no volvería a rodar hasta el pie de la montaña.
Nicole sonrió.
—Tenía que creer que existía alguna posibilidad de que la roca permaneciera en la cumbre, o no habría podido afanarse con tanto ahínco… Al menos, eso es lo que yo pienso.