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La hamburguesería de Ciudad Central estaba enteramente dirigida por biots. Dos Lincoln se ocupaban del concurrido restaurante y cuatro García atendían los pedidos de los clientes. La preparación de las comidas corría a cargo de un par de Einstein y una sola Tiasso mantenía inmaculadamente limpia toda la zona del comedor. El establecimiento generaba unos beneficios enormes para su propietario, porque no había más costes que los de la conversión inicial del edificio y los de las materias primas.

Ellie cenaba siempre allí los jueves por la noche, días en que trabajaba como voluntaria en el hospital. El día de lo que llegó a ser conocido como la Declaración Mishkin, Ellie se hallaba acompañada en la hamburguesería por su profesora, ahora sin brazalete, Eponine.

—Me pregunto por qué no te he visto nunca en el hospital —comentó Eponine, mientras mordía una patata frita—. Por cierto, ¿qué haces allí?

—Principalmente, hablar con los niños enfermos —le respondió Ellie—. Hay cuatro o cinco con dolencias graves, uno incluso con RV-41, y agradecen las visitas de humanos. Los biots Tiasso son muy eficientes en la realización de las tareas propias del hospital pero no son tan cariñosas.

—Si no te importa que te lo pregunte —dijo Eponine, después de masticar y tragar un trozo de hamburguesa—, ¿por qué lo haces? Eres joven, guapa, sana. Tiene que haber mil cosas que preferirías hacer.

—No realmente —respondió Ellie—. Como sabe, mi madre tiene un sentido de comunidad muy fuerte, y yo me siento valiosa después de hablar con los niños. —Titubeó unos instantes—. Además, no sé desenvolverme socialmente… Físicamente, tengo diecinueve o veinte años, que son muchos para estar en la escuela superior, pero no tengo casi experiencia social. —Ellie se ruborizó—. Una de mis amigas de la escuela me ha dicho que los chicos están convencidos de que soy una extraterrestre.

Eponine dirigió una sonrisa a su protegida. «Incluso ser alienígena sería mejor que tener el RV-41 —pensó—. Pero los jóvenes se están perdiendo realmente algo muy importante si te están dejando de lado».

Las dos mujeres terminaron de cenar y dejaron el pequeño restaurante. Salieron a la plaza de Ciudad Central. En medio de ella había un monumento de forma cilíndrica que había sido inaugurado en el transcurso de las ceremonias relacionadas con la celebración del primer Día de la Colonia. El monumento tenía una altura total de dos metros y medio. Suspendida en el cilindro a la altura de los ojos había una esfera transparente de cincuenta centímetros de diámetro. La pequeña luz que brillaba en el centro de la esfera representaba el Sol, el plano paralelo al suelo era el plano de la eclíptica que contenía la Tierra y los demás planetas del sistema solar y las luces esparcidas por toda la esfera mostraban las posiciones relativas correctas de todas las estrellas existentes en un radio de veinte años luz a partir del Sol.

Una línea iluminada unía el Sol y Sirio, indicando el camino que los Wakefield habían seguido en su odisea de ida a El Nódulo y regreso. Otra fina línea de luz se extendía desde el sistema solar a lo largo de la trayectoria que había seguido Rama III después de haber recogido a los colonos humanos en órbita alrededor de Marte. La nave espacial anfitriona, representada por una gran luz roja parpadeante, se encontraba a la sazón en un punto situado aproximadamente a un tercio de la distancia entre el Sol y la estrella Tau Ceti.

—Tengo entendido que la idea de este monumento se debe a tu padre —dijo Eponine mientras ambas se hallaban detenidas junto a la esfera celeste.

—Sí —respondió Ellie—, padre es realmente creativo en todo cuanto se refiere al campo de la ciencia y la electrónica.

Eponine miró la parpadeante luz roja.

—¿No le preocupa el hecho de que estemos yendo en dirección diferente, no hacia Sirio ni hacia El Nódulo?

Ellie se encogió de hombros.

—No creo —respondió—. No hablamos mucho de ello… Una vez me dijo que ninguno de nosotros era capaz de comprender lo que los extraterrestres estaban haciendo.

Eponine paseó la vista a su alrededor por la plaza.

—Mira toda la gente apresurándose de un lado a otro. La mayoría nunca se para a ver dónde estamos… Yo compruebo nuestra situación por lo menos una vez a la semana. —Estaba de pronto muy seria—. Desde que me diagnosticaron que tenía el RV-41 siento la compulsiva necesidad de saber exactamente en qué punto del Universo estoy… Me pregunto si eso formará parte de mi miedo a morir.

Tras un largo silencio, Eponine le pasó el brazo por los hombros a Ellie.

—¿Le preguntaste alguna vez a El Águila acerca de la muerte? —preguntó.

—No —respondió en voz baja Ellie—. Pero yo sólo tenía cuatro años cuando abandoné El Nódulo. Ciertamente, no tenía ninguna noción de la muerte.

—Cuando yo era niño, pensaba como niño… —dijo Eponine. Rio—. ¿De qué hablabas con El Águila?

—No recuerdo exactamente —respondió Ellie—. Patrick me dijo que a El Águila le gustaba especialmente vernos jugar con nuestros juguetes.

—¿De veras? —exclamó Eponine—. Me sorprende. Por la descripción de tu madre, yo habría imaginado que El Águila era demasiado serio como para interesarse en los juegos.

—Me parece estarle viendo todavía —comentó Ellie—, aunque yo era tan pequeña entonces. Pero no puedo recordar cómo hablaba.

—¿Has soñado alguna vez con él? —preguntó Eponine al cabo de unos segundos.

—Oh, sí. Muchas veces. Una de ellas, él estaba en lo alto de un árbol, enorme, mirándome desde las nubes.

Eponine volvió a reír. Luego, miró rápidamente su reloj.

—Oh, cielos —exclamó—. Voy a llegar tarde a mi cita. ¿A qué hora tienes que estar tú en el hospital?

—A las siete —respondió Ellie.

—Entonces, será mejor que nos pongamos en camino.

Cuando Eponine acudió a la consulta del doctor Turner para su revisión quincenal, la Tiasso encargada de ello la llevó al laboratorio, tomó las muestras de sangre y orina y, luego, le pidió que se sentara. El biot informó a Eponine que el doctor «iba retrasado».

Un hombre negro de ojos penetrantes y sonrisa amistosa se hallaba sentado también en la sala de espera.

—Hola —dijo, cuando sus miradas se cruzaron—, me llamo Amadou Diaba. Soy farmacéutico.

Eponine se presentó, pensando que había visto antes a aquel hombre.

—Gran día, ¿verdad? —comentó el hombre tras un breve silencio—. Qué alivio quitarse ese maldito brazalete.

Eponine se acordó entonces de Amadou. Lo había visto una o dos veces en las sesiones de grupo para los afectados de RV-41. Alguien le había dicho a Eponine que Amadou había contraído el retrovirus por una transfusión de sangre practicada en los primeros tiempos de la colonia. «¿Cuántos somos en total? —pensó Eponine—. Noventa y tres. ¿O son noventa y cuatro? Cinco de los cuales contrajeron la enfermedad por una transfusión…»

—Parece que las grandes noticias llegan por parejas —estaba diciendo Amadou—. La Declaración Mishkin fue anunciada sólo horas antes de que se viera por primera vez a esos zancudos.

Eponine le miró interrogativamente.

—¿De qué está hablando? —preguntó.

—¿No ha oído hablar aún de los zancudos? —exclamó Amadou, riendo—. ¿Dónde demonios ha estado?

Amadou esperó unos segundos antes de lanzarse a una explicación.

—El equipo de exploración del otro hábitat llevaba varios días ensanchando su zona de penetración. Sus miembros se han encontrado hoy de pronto con que unas extrañas criaturas han salido por el agujero practicado en la pared. Al parecer, estos zancudos, como los llamó el reportero de la televisión, viven en el otro hábitat. Parecen unas peludas pelotas de golf unidas a seis gigantescas patas articuladas y se mueven con extraordinaria rapidez… Se pasearon por entre los hombres, los biots y el material durante una hora, aproximadamente. Luego volvieron a desaparecer en la zona de penetración.

Se disponía Eponine a formular varias preguntas acerca de los zancudos cuando salió de su despacho el doctor Turner.

—Señor Diaba y señorita Eponine —dijo—. Tengo un informe detallado para cada uno de ustedes. ¿Quién quiere ser el primero?

El doctor seguía teniendo los ojos azules más espléndidos imaginables.

—El señor Diaba ha llegado antes que yo —respondió Eponine—. Así que…

—Las damas siempre primero —interrumpió Amadou—. Incluso en Nuevo Edén.

Eponine entró en el despacho del doctor Turner.

—Hasta el momento, todo va bien —le dijo el doctor cuando estuvieron solos—. Ciertamente, tiene usted el virus en su sistema, pero no hay señales de ningún deterioro de los músculos cardíacos. No sé con seguridad por qué, pero la enfermedad progresa más rápidamente en unos que en otros…

«¿Cómo es posible, mi atractivo doctor —pensó Eponine—, que sigas con tanta atención los datos referentes a mi salud y no hayas advertido nunca las miradas que te he estado lanzando todo este tiempo?».

—Continuaremos administrando la medicación regular para el sistema de inmunidad. No tiene efectos secundarios importantes y quizá se deba a ella el hecho de que no se aprecia ninguna prueba de las actividades destructivas del virus… ¿Se encuentra usted bien por lo demás?

Salieron junto a la sala de espera. El doctor Turner expuso a Eponine los síntomas que indicarían que el virus había pasado a otra fase de su desarrollo. Mientras hablaban, se abrió la puerta y entró en la sala Ellie Wakefield. Al principio, el doctor Turner hizo caso omiso de su presencia, pero momentos después se volvió hacia ella.

—¿Desea algo, señorita? —preguntó a Ellie.

—He venido a preguntarle una cosa a Eponine —respondió respetuosamente Ellie—. Si les molesto, puedo esperar fuera.

El doctor Turner negó con la cabeza y luego se mostró sorprendentemente desorganizado en sus observaciones finales a Eponine. Al principio, ella no entendió lo que había ocurrido. Pero, al empezar a salir con Ellie, Eponine vio la mirada que el doctor dirigía a su alumna. «Durante tres años —pensó Eponine— he suspirado por ver una mirada así en sus ojos. Creía que no era capaz de ello».

Y Ellie, bendita sea, no se ha dado cuenta en absoluto.

Había sido un día largo. Eponine estaba extremadamente fatigada para cuando recorrió a pie el trayecto desde la estación hasta su apartamento en Hakone. La exaltación que había experimentado después de quitarse el brazalete había desaparecido. Ahora se sentía un poco deprimida. Eponine estaba luchando también contra un sentimiento de celos hacia Ellie Wakefield.

Se detuvo delante de su apartamento. La ancha cinta roja pegada en su puerta recordaba a todos que allí vivía un portador de RV-41. Dando de nuevo las gracias al juez Mishkin, Eponine despegó cuidadosamente la cinta. Dejó una huella en la puerta. «La pintaré mañana» pensó Eponine.

Una vez en su apartamento, se dejó caer en su mullido sillón y alargó la mano para coger un cigarrillo. Eponine sintió la oleada de expectante placer mientras se ponía el cigarrillo en la boca. «Nunca fumo en la escuela delante de mis alumnos —racionalizó—. No les doy mal ejemplo. Sólo fumo aquí. En casa. Cuando estoy sola».

Eponine no salía casi nunca de noche. Los habitantes de Hakone le habían manifestado con toda claridad que no la querían entre ellos; dos delegaciones distintas le habían pedido que abandonara el poblado y en la puerta de su apartamento habían aparecido varias notas insultantes. Pero Eponine se había negado obstinadamente a marcharse. Como Kimberly Henderson no estaba nunca allí, Eponine disponía de mucho más espacio del que habría podido permitirse en circunstancias normales. Sabía también que una portadora de RV-41 no sería bien recibida en ninguna comunidad de la colonia.

Eponine se había quedado dormida en el sillón y estaba soñando con campos de flores amarillas. Apenas si oyó la llamada dada en la puerta, aunque había sido muy fuerte. Cuando Eponine abrió, entró Kimberly Henderson en el apartamento.

—Oh, Ep —dijo—. Me alegro de que estés aquí. Necesito desesperadamente hablar con alguien. Alguien en quien pueda confiar.

Kimberly encendió un cigarrillo con gesto espasmódico y se lanzó inmediatamente a un desordenado monólogo.

—Sí, sí, lo sé —dijo Kimberly, viendo la desaprobación que reflejaban los ojos de Eponine—. Tienes razón, estoy colgada… Pero lo necesitaba… El rico kokomo… Unos sentimientos artificiales de seguridad son por lo menos mejores que considerarte a ti misma una basura.

Dio una frenética chupada y exhaló el humo en bocanadas cortas y espasmódicas.

—El muy cabrón lo ha hecho realmente esta vez, Ep… Me ha tirado por la borda… Insolente hijo de puta, se cree que puede hacer lo que le dé la gana… Yo toleraba sus ligues e incluso dejaba que algunas chicas se me sumaran a veces; los tríos aliviaban el aburrimiento…, pero yo era siempre ichiban, la número uno, o eso creía al menos…

Kimberly apagó el cigarrillo en un cenicero y empezó a retorcerse las manos. Estaba a punto de echarse a llorar.

—Y esta noche va y me dice que me largue… «¿Qué? —exclamo yo—, ¿qué quieres decir…?». «Que te largues», me contesta… Sin sonreír, sin alterarse… «Recoge tus cosas —dice—, hay un apartamento para ti detrás de Xanadu». «Ahí es donde viven las putas», replico… Él sonríe un poco y se queda callado… «O sea que estoy despedida», le digo… Me puse furiosa… «No puedes hacer eso», exclamé… Intenté pegarle, pero él me agarró la mano y me dio una bofetada con toda su fuerza… «Harás lo que te mando», dice… «No lo haré, grandísimo maricón…» Agarré un jarrón y se lo tiré. Se estrelló contra una mesa y se hizo mil pedazos. Al instante, dos hombres me inmovilizaron sujetándome los brazos a la espalda… «Lleváosla», dijo el rey japonés. Me llevaron a mi nuevo apartamento. Era muy bonito.

En la cómoda había una caja grande de kokomo en rollo. Me fumé toda una serie y estaba volando… «Eh —me dije—, no es tan malo esto. Por lo menos, no tengo que satisfacer los extraños deseos sexuales de Toshio…» Me fui al casino, y estuve divirtiéndome, más alta que una cometa, hasta que los vi… en público y delante de todo el mundo…, me puse hecha una furia, gritando, vociferando, maldiciendo, incluso la ataqué… alguien me golpeó en la cabeza… Me encontré tumbada en el suelo del casino, con Toshio inclinado sobre mí… «Si vuelves a hacer algo así —me dijo mordiendo las palabras—, acabarás enterrada junto a Marcello Danni».

Kimberly sepultó la cara entre las manos y empezó a sollozar.

—Oh, Ep —dijo segundos después—, me siento totalmente desvalida. No tengo dónde ir. ¿Qué puedo hacer?

Antes de que Eponine pudiera responder, Kimberly estaba hablando de nuevo.

—Lo sé, lo sé —exclamó—. Podría volver a trabajar en el hospital. Todavía necesitan enfermeras, enfermeras de verdad; a propósito, ¿dónde está tu Lincoln?

Eponine sonrió y señaló al armario.

—Estupendo —rio Kimberly—. Tienes al robot bien guardadito. Lo sacas para que limpie el cuarto de baño, lave los platos, prepare las comidas. Y, luego, zas, otra vez al armario… —Rio entre dientes—. La picha no les funciona, ¿sabes? Quiero decir que sí, tienen una, anatómicamente perfecta, pero no se les pone dura. Una noche en que yo estaba colgada y sola hice que uno me montara, pero no sabía a qué me refería cuando le dije que «entrase»… Tan malo como algunos hombres que he conocido.

Kimberly se puso en pie de un salto y comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación.

—No sé muy bien por qué he venido —dijo, encendiendo otro cigarrillo—. Pensaba que quizá tú y yo…, quiero decir que fuimos amigas durante algún tiempo… —Dejó la frase en el aire—. Me estoy hundiendo ya, empiezo a sentirme deprimida. Es espantoso, terrible. No lo puedo soportar. No sé qué esperaba, pero tú tienes tu propia vida… Será mejor que me vaya.

Kimberly cruzó la habitación y dio a Eponine un rutinario abrazo.

—Cuídate —dijo Kimberly—. No te preocupes por mí, estaré perfectamente.

Sólo después de que Kimberly salió y la puerta se cerró tras ella, advirtió Eponine que no había pronunciado ni palabra mientras su ex amiga permaneció en la habitación. Eponine estaba segura de que no volvería a ver más a Kimberly.