—¿Vas a estar siempre deprimido? —preguntó Nicole, mirando a su marido por encima de la mesa de desayuno—. Además, nada terrible ha sucedido hasta el momento. El tiempo hasta ahora ha sido excelente.
—Yo creo que es mejor que antes, tío Richard —sugirió Patrick—. Eres un héroe en la universidad, aunque algunos de los chicos creen que tienes algo de alienígena.
Richard forzó una sonrisa.
—El gobernador no está siguiendo mis recomendaciones —indicó en voz baja— ni está haciendo el menor caso a la advertencia de El Águila. En la sección de ingeniería hay incluso quienes dicen que el holograma el El Águila lo creé yo mismo. ¿Os imagináis?
—Kenji cree lo que le dijiste, querido.
—Entonces, ¿por qué deja que esos meteorólogos incrementen continuamente la potencia de la respuesta ordenada? Les es imposible predecir los resultados a largo plazo.
—¿Qué es lo que te preocupa, padre? —preguntó Ellie un momento después.
—Manipular un volumen tan grande de gas es un proceso muy complicado, Ellie, y yo siento mucho respeto hacia los extraterrestres que diseñaron la infraestructura de Nuevo Edén. Ellos son los que insistieron en que el dióxido de carbono y las concentraciones de partículas deben mantenerse por debajo de unos niveles determinados. Ellos deben de saber algo.
Patrick y Ellie terminaron su desayuno y se levantaron. Minutos después, una vez que los chicos hubieron salido de la casa, Nicole dio la vuelta alrededor de la mesa y apoyó las manos en los hombros de Richard.
—¿Recuerdas la noche en que hablamos de Albert Einstein con Patrick y Ellie?
Richard miró a Nicole con las cejas enarcadas.
—Más tarde, cuando estábamos acostados, yo comenté que el descubrimiento por parte de Einstein de la relación entre materia y energía fue «horrible» porque condujo a la existencia de armas nucleares… ¿Recuerdas tu respuesta?
Richard movió negativamente la cabeza.
—Me dijiste que Einstein fue un científico consagrado a la búsqueda del conocimiento y la verdad. «No existe ningún conocimiento que sea horrible —dijiste—, sólo lo que otros seres humanos hacen con ese conocimiento puede ser considerado horrible».
—¿Tratas de absolverme de toda responsabilidad en esta cuestión meteorológica? —dijo Richard sonriendo.
—Quizá —respondió Nicole. Se inclinó y le besó en los labios—. Sé que eres uno de los seres humanos más inteligentes y creativos que han existido jamás y no me gusta verte soportar todas las cargas de la colonia sobre tus hombros.
Richard correspondió ardorosamente a su beso.
—¿Crees que podemos terminar antes de que se despierte Benjy? —susurró—. Hoy no tiene clase y anoche se acostó muy tarde.
—Tal vez —respondió Nicole, con una sonrisa de coquetería—. Podemos intentarlo, por lo menos. Mi primer caso no es hasta las diez.
La clase de Eponine en el último curso de la Escuela Superior Central, llamada simplemente «Arte y Literatura», abarcaba muchos aspectos de la cultura que, al menos temporalmente, habían dejado atrás los colonos. En su currículo básico, Eponine abarcaba un conjunto multicultural y ecléctico de fuentes y estimulaba a sus alumnos a que prosiguieran independientemente sus estudios en cualquier campo que encontraran interesante. Aunque siempre utilizaba guiones previos y un resumen o esquema en su enseñanza, Eponine era la clase de profesora que adaptaba cada una de sus clases a los intereses de los alumnos. Personalmente, Eponine consideraba que Les Miserables, de Víctor Hugo, era la más grande novela jamás escrita, y que el pintor impresionista del siglo XIX Pierre Auguste Renoir, nacido como ella en Limoges, era el mejor pintor que jamás había vivido. Incluía en su clase las obras de sus dos compatriotas, pero estructuraba cuidadosamente el resto del material para otorgar una adecuada representación a otras naciones y culturas.
Como los biots Kawabata le ayudaban cada año en la obra teatral de la clase, era natural que utilizara las novelas del Kawabata real Mil grullas y País de nieve como ejemplos de literatura japonesa. Las tres semanas sobre poesía iban desde Frost hasta Rilke y Omar Jayam. Sin embargo, el principal centro de atención en materia poética era Benita García, no sólo a causa de la presencia de los biots García por todo Nuevo Edén, sino también porque la poesía y la vida de Benita fascinaban a los jóvenes.
Había solamente once alumnos en la clase de Eponine el año en que se le obligó a llevar el brazalete rojo por haber dado positivo el análisis de anticuerpos RV-41 a que fue sometida. Los resultados de su análisis habían puesto a la administración de la escuela ante un delicado dilema. Aunque el director había resistido valerosamente los esfuerzos de un estridente grupo de padres, principalmente de Hakone, que pedía la «expulsión» de Eponine de la escuela superior, él y el claustro de profesores habían cedido parcialmente, sin embargo, a la histeria imperante en la colonia convirtiendo en opcional el curso que impartía Eponine. Como consecuencia, su clase era mucho menos numerosa que en los dos años anteriores.
Ellie Wakefield era la alumna favorita de Eponine. Pese a las grandes lagunas que presentaban los conocimientos de la joven, debido a los que años que había permanecido dormida durante el viaje de regreso desde El Nódulo hasta el sistema solar, su inteligencia natural y su ansia de saber daban animación a la clase. Eponine pedía con frecuencia a Ellie que realizase tareas especiales. La mañana en que los alumnos comenzaron su estudio de Benita García, que era también la misma mañana en que Richard Wakefield había comentado con su hija sus preocupaciones por las actividades de control meteorológico que se llevaban a cabo en la colonia, Ellie llevaba aprendido de memoria uno de los poemas del primer libro de Benita García, Sueños de una muchacha mexicana, escrito cuando la mexicana era todavía adolescente. Pero, antes de que Ellie lo recitase, Eponine trató de inflamar la imaginación de los jóvenes con una breve disertación sobre la vida de Benita.
—La verdadera Benita García fue una de las mujeres más asombrosas que jamás han vivido —dijo Eponine, moviendo la cabeza en dirección al inexpresivo biot García situado en el rincón que la ayudaba en las tareas rutinarias auxiliares de la enseñanza—. Poetisa, cosmonauta, líder político, mística, su vida fue un reflejo de la historia de su tiempo y una auténtica inspiración para todos.
»Su padre era un gran terrateniente del estado mexicano de Yucatán, distante del corazón artístico y político de la nación. Benita era hija única de una madre maya y de un padre mucho más viejo. Se pasó la mayor parte de su infancia sola en la plantación familiar, que lindaba con las maravillosas ruinas puuc de Uxmal. De niña, Benita jugaba a menudo entre las pirámides y edificaciones de aquel centro ceremonial de mil años de antigüedad.
»Fue desde el principio una magnífica estudiante, pero eran su imaginación y su entusiasmo lo que verdaderamente le distinguía del resto de sus compañeros. Benita escribió su primer poema cuando sólo tenía nueve años, y para cuando cumplió los quince, época en la que estaba interna en una escuela católica de Mérida, capital de Yucatán, dos de sus poemas habían sido ya publicados en el prestigioso Diario de México.
»Tras finalizar sus estudios en la escuela secundaria, Benita sorprendió a sus profesores y a su familia anunciando que quería ser cosmonauta. En 2129 fue la primera mujer mexicana que ingresaba en la Academia Espacial de Colorado. Cuando se graduó, cuatro años más tarde, habían comenzado ya las drásticas reducciones en los programas espaciales. Tras la crisis económica de 2134, el mundo se hundió en la depresión conocida como el Gran Caos y cesó virtualmente toda exploración espacial. Benita fue despedida por la AIE en 2137 y pensó que su carrera espacial había terminado.
»En 2144, uno de los últimos cruceros de transporte interplanetario, el James Martin, regresaba renqueando de Marte a la Tierra, cargado principalmente con mujeres y niños procedentes de las colonias marcianas. La nave espacial sólo a duras penas logró entrar en órbita terrestre y parecía como si fuesen a morir todos los pasajeros. Benita García y tres de sus amigos del cuerpo de cosmonautas prepararon como buenamente pudieron un vehículo de rescate y consiguieron salvar a veinticuatro de los pasajeros en la misión espacial más espectacular de todos los tiempos…
La mente de Ellie, espoleada por la narración de Eponine, imaginó lo excitante que debió de ser participar en la misión de rescate de Benita. Benita había dirigido manualmente su vehículo espacial, sin enlace de emergencia con la Tierra, y había arriesgado su vida por salvar a otros. ¿Podía existir un compromiso mayor con los miembros de la propia especie?
Al pensar en el altruismo de Benita García, acudió a la mente de Ellie una imagen de su madre. A continuación, se sucedió rápidamente un montaje de imágenes de Nicole. Primero, Ellie vio a su madre, vestida con sus ropajes de juez, hablando con palabras claras y precisas ante el Senado. Luego, Nicole estaba frotándole el cuello a su padre en el estudio, avanzada ya la noche, enseñando pacientemente a leer a Benjy día tras día, dirigiéndose montada en bicicleta junto a Patrick a jugar un partido de tenis en el parque o diciéndole a Linc lo que debía preparar para cenar. En la última imagen, Nicole estaba sentada en el borde de la cama de Ellie, de noche, respondiendo a preguntas sobre la vida y el amor. «Mi madre es mi héroe —comprendió de pronto Ellie—. Ella es tan altruista como Benita García».
—… Imaginad a una muchacha mexicana de dieciséis años, de vacaciones en casa tras su permanencia en el internado, subiendo lentamente los empinados peldaños de la Pirámide del Mago, en Uxmal. Bajo ella, en la ya cálida mañana de primavera, corretean las iguanas entre las rocas y las ruinas…
Eponine hizo una seña con la cabeza a Ellie. Era el momento de su poema. La muchacha se puso en pie y recitó:
Tú lo has visto todo, viejo lagarto,
has visto nuestras alegrías, nuestras lágrimas.
Nuestros corazones llenos de sueños
y de terribles deseos.
¿Y nunca cambia?
¿Estuvo la madre de mi madre india
sentada aquí, en estos peldaños,
hace un millar de años
y te contó a ti las pasiones
que no quería ni podía compartir?
Miro de noche las estrellas
y me arriesgo a verme a mí misma entre ellas.
Mi corazón se eleva por encima de estas pirámides,
volando, libre, hacia donde todo es posible.
Sí, Benita, me dicen las iguanas,
sí a ti y a la madre de tu madre,
cuyos anhelantes sueños
se harán ahora realidad en ti.
Cuando Ellie terminó, brillaban en sus mejillas las lágrimas que había derramado en silencio. Su profesora y los demás alumnos creían, con toda probabilidad, que se había sentido profundamente conmovida por el poema y por la disertación sobre Benita García. No habrían podido comprender que Ellie acababa de experimentar una epifanía emocional, que acababa de descubrir la verdadera profundidad de su amor y su respeto hacia su madre.
Era la última semana de ensayos para la obra de teatro. Eponine había elegido una obra antigua, Esperando a Godot, del premio Nobel del siglo XX Samuel Beckett, porque su argumento guardaba una gran afinidad con la vida en Nuevo Edén. Los dos protagonistas, ambos vestidos todo el tiempo de harapos, eran interpretados por Ellie Wakefield y Pedro Martínez, un atractivo muchacho de diecinueve años que era uno de los «atribulados», adolescentes incorporados al contingente de la colonia durante los últimos meses anteriores al lanzamiento.
Eponine no habría podido producir la obra sin la ayuda de los Kawabata. Los biots diseñaban y creaban los decorados y los trajes, controlaban las luces e incluso dirigían ensayos cuando ella no podía estar presente. La escuela tenía cuatro Kawabata en total, y tres de ellos se hallaban bajo la autoridad de Eponine durante los seis meses inmediatamente anteriores a la representación de la obra.
—Buen trabajo —exclamó Eponine, acercándose a sus alumnos en el escenario—. Ya es bastante por hoy.
—Señorita Wakefield —dijo Kawabata Número 052—, ha habido tres momentos en que sus palabras no fueron exactamente correctas. En su parlamento inicial…
—Díselo mañana —le interrumpió Eponine, despidiendo con un gesto al biot—. Significará más para ella. —Se volvió para mirar a su pequeña compañía—. ¿Alguna pregunta?
—Sé que ya lo hemos comentado otras veces, señorita Eponine —dijo Pedro Martínez, con tono vacilante—, pero me sería útil que pudiéramos hablar de ello de nuevo… Usted nos dijo que Godot no era una persona, sino que era en realidad un concepto, o una fantasía…, que todos estábamos esperando algo… Lo siento, pero me resulta difícil comprender exactamente qué…
—Toda la obra es fundamentalmente un comentario sobre el absurdo de la vida —respondió Eponine al cabo de unos segundos—. Nos reímos porque en esos vagabundos que están en escena nos vemos a nosotros mismos, oímos nuestras propias palabras cuando ellos hablan. Lo que Beckett ha captado es el anhelo esencial del espíritu humano. Quienquiera que sea, Godot lo arreglará todo. Él transformara de alguna manera nuestras vidas y nos hará felices.
—¿No podría Godot ser Dios? —preguntó Pedro.
—Desde luego —respondió Eponine—. O, incluso, los superavanzados extraterrestres que construyeron la nave espacial Rama o vigilaron El Nódulo en que permanecieron Ellie y su familia. Cualquier potencia, fuerza o ente que sea una panacea para las calamidades del mundo podrá ser Godot. Por eso es por lo que la obra es universal.
—Pedro —llamó una voz imperiosa desde el fondo de la pequeña sala—, ¿habéis terminado?
—Un minuto solo, Mariko —respondió el joven—. Estamos sosteniendo una interesante conversación. ¿Por qué no te unes a nosotros?
La japonesa no se movió de la puerta.
—No —exclamó ásperamente—. No quiero… Vámonos ya.
Eponine despidió a sus actores y Pedro saltó del escenario. Ellie se aproximó a su profesora mientras el joven corría hacia la puerta.
—¿Por qué la deja que se comporte de esa manera? —reflexionó Ellie en voz alta.
—No me lo preguntes a mí —respondió Eponine, encogiéndose de hombros—. La verdad es que no soy ninguna experta cuando se trata de relaciones.
«Esa Kobayashi es una fuente de problemas —pensó Eponine, recordando cómo les había tratado Mariko a Ellie y a ella como si fuesen insectos una noche, después del ensayo—. Los hombres son estúpidos a veces».
—Eponine —preguntó Ellie—, ¿le importa que mis padres vengan al ensayo general? Beckett es uno de los autores favoritos de mi padre y…
—Todo lo contrario —respondió Eponine—. Tus padres son bien venidos en cualquier momento. Además, quiero darles las gracias…
—¡Señorita Eponine! —gritó una voz de muchacho desde el otro extremo de la sala. Era Derek Brewer, uno de los alumnos de Eponine que estaba enamorado de ella. Derek avanzó unos cuantos pasos en dirección a ella y volvió a gritar—: ¿Ha oído la noticia?
Eponine negó con la cabeza. Derek estaba evidentemente muy excitado.
—¡El juez Mishkin ha declarado inconstitucionales los brazaletes!
Eponine tardó unos segundos en asimilar la información. Para entonces, Derek estaba ya a su lado, encantado de ser él quien le daba la noticia.
—¿Estás…, estás seguro? —preguntó Eponine.
—Acabamos de oírlo por la radio en la oficina.
Eponine se llevó la mano al brazo y al odiado brazalete rojo. Miró a Derek y Ellie y, con rápido movimiento, se arrancó del brazo la banda de tela y la lanzó al aire. Mientras la miraba caer en arco hacia el suelo se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Gracias, Derek —dijo.
Un instante después, Eponine se sintió estrechada por cuatro brazos jóvenes.
—Enhorabuena —dijo en voz baja Ellie.