Volvieron de nuevo los sueños en las primeras horas de la madrugada. Nicole despertó y trató de recordar lo que había estado soñando, pero lo único que podía rememorar eran imágenes sueltas e inconexas. El rostro sin cuerpo de Omeh había estado en uno de sus sueños. Su bisabuelo senoufo le había estado advirtiendo de algo, sin que Nicole hubiera podido entender lo que le decía. En otro sueño, Nicole había visto a Richard internarse a pie en un océano en calma justo antes de que una devastadora ola se abalanzara impetuosamente sobre la playa.
Nicole se frotó los ojos y miró al reloj. Eran poco menos de las cuatro. «Casi la misma hora todas las mañanas esta semana —pensó—. ¿Qué significan?». Se levantó y fue al cuarto de baño.
Momentos después estaba en la cocina, vestida con sus ropas de ejercicio. Bebió un vaso de agua. Un biot Abraham Lincoln, que permanecía inmóvil apoyado contra la pared del extremo del mostrador de la cocina, se activó y se acercó a Nicole.
—¿Quiere un poco de café, señora Wakefield? —preguntó, cogiéndole el vaso vacío.
—No, Linc —respondió ella—. Voy a salir ahora. Si alguien se despierta, dile que volveré antes de las seis.
Nicole recorrió el pasillo en dirección a la puerta. Antes de salir de la casa pasó por delante del estudio situado a la derecha del pasillo. La mesa de Richard estaba cubierta de papeles, tanto al lado del ordenador que él mismo había diseñado y construido como encima de él. Richard se sentía muy orgulloso de su nuevo ordenador, que Nicole le había instado a que construyese, aunque nunca podría reemplazar por completo a su juguete electrónico favorito el ordenador de bolsillo clásico de la AIE. Richard había llevado siempre religiosamente el pequeño portátil desde el lanzamiento de la Newton.
Nicole reconoció la letra de Richard en algunas de las hojas de papel, pero no pudo leer nada del lenguaje simbólico del ordenador. «Ha pasado muchas horas aquí recientemente —pensó Nicole, experimentando una punzante sensación de culpabilidad—. Aunque cree que lo que está haciendo es malo».
Al principio, Richard se había negado a participar en el esfuerzo por descifrar el algoritmo que gobernaba el tiempo meteorológico en Nuevo Edén. Nicole recordaba claramente sus discusiones.
—Hemos acordado participar en esta democracia —había argüido ella—. Si tú y yo decidimos hacer caso omiso de sus leyes, estableceremos un peligroso ejemplo para que los demás…
—Esto no es una ley —le había interrumpido Richard—. Es sólo una resolución. Y tú sabes tan bien como yo que es una idea increíblemente estúpida. Tú y Kenji luchasteis contra ella… Y, además, ¿no eres tú quien me dijo una vez que tenemos la obligación de protestar contra la estupidez de la mayoría?
—Por favor, Richard —había replicado Nicole—. Naturalmente, puedes explicar a todo el mundo por qué crees que la resolución es equivocada. Pero este esfuerzo por descubrir el algoritmo se ha convertido en una cuestión de campaña. Todos los colonos saben que somos íntimos de los Watanabe. Si haces caso omiso de la resolución, parecerá que Kenji está tratando deliberadamente de socavar…
Mientras Nicole rememoraba su conversación con su marido, sus ojos vagaban distraídamente por el estudio. Se sintió sorprendida, cuando su mente se centró de nuevo en el presente, al encontrarse con que estaba mirando a tres figurillas que reposaban en un estante sobre la mesa de Richard. «Príncipe Hal, Falstaff, EB —pensó—. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que Richard nos entretenía con vosotros?».
Nicole recordó las largas y monótonas semanas transcurridas después de que su familia despertó de sus años de sueño. Mientras esperaban la llegada de los otros colonos, los robots de Richard habían sido su fuente fundamental de diversión. En su memoria, Nicole podía oír aún las alegres risas de los niños y ver a su marido sonreír de satisfacción. «Aquéllos eran tiempos más fáciles y sencillos —se dijo. Cerró la puerta del estudio y continuó por el pasillo—. Antes de que la vida se tornase demasiado complicada como para jugar. Ahora vuestros pequeños amigos permanecen silenciosos en el estante».
Una vez fuera, bajo la lámpara del alumbrado público, Nicole se detuvo un momento junto a la parrilla de bicicletas. Vaciló, mirando a su bicicleta y, luego, dio media vuelta y se dirigió hacia el patio posterior. Un minuto después, cruzaba la extensión de hierba existente detrás de la casa y empezaba a andar por el sendero que subía serpenteando al monte Olimpo.
Nicole caminaba con pasos rápidos. Estaba absorta en sus pensamientos. Durante largo rato, no prestó la menor atención a cuanto la rodeaba. Su mente saltaba de un tema a otro, de los problemas que acosaban a Nuevo Edén a sus extraños sueños y a sus preocupaciones por sus hijos, especialmente por Katie.
Llegó a un punto en que se bifurcaba el sendero. Un pequeño y artístico letrero explicaba que el camino de la izquierda conducía a la estación del funicular, a ochenta metros de distancia, en el que se podía subir cómodamente a la cumbre del monte Olimpo. La presencia de Nicole en la bifurcación fue detectada automáticamente e hizo que un biot García se aproximase desde la dirección del funicular.
—No se moleste —exclamó Nicole—. Iré andando.
El panorama se fue haciendo más y más espectacular a medida que el sendero ascendía sinuosamente por la ladera de la montaña que daba sobre el resto de la colonia. Nicole se detuvo en uno de los miradores, a quinientos metros de altitud y poco menos de tres kilómetros de distancia a pie desde la casa Wakefield, y dirigió la vista hacia Nuevo Edén. Era una noche clara, sin apenas humedad en el aire.
«No lloverá hoy», pensó Nicole, sabiendo que el vapor de agua era siempre abundante en las mañanas de los días en que caían los aguaceros. A sus pies se extendía el poblado de Beauvois; las luces de la nueva fábrica de muebles le permitía identificar la mayoría de los edificios de su región, aun desde aquella distancia. Al norte, el poblado de San Miguel quedaba oculto tras la voluminosa montaña. Pero atravesando la colonia, al otro lado de la oscura Ciudad Central, Nicole podía percibir las manchas de luz que señalaban el emplazamiento del Vegas de Nakamura.
Se sintió presa al instante de un acceso de mal humor. «Ese maldito establecimiento permanece abierto toda la noche —pensó—, consumiendo recursos energéticos vitales y ofreciendo diversiones muy poco recomendables».
Le resultaba imposible a Nicole no pensar en Katie cuando miraba a Vegas. «Semejante talento natural», se dijo Nicole, experimentando una sorda aflicción al evocar la imagen de su hija. No pudo por menos de preguntarse si Katie estaría todavía despierta en la vida resplandeciente y fantástica del otro lado de la colonia. «Y semejante forma de desperdiciarlo», pensó Nicole, meneando la cabeza.
Richard y ella habían hablado de Katie con frecuencia. Solamente había dos cuestiones con respecto a las cuales disputaban: Katie y la política de Nuevo Edén. Y no era del todo exacto decir que disputaban acerca de la política. Richard consideraba en el fondo que todos los políticos, a excepción de Nicole y, quizá, de Kenji Watanabe, carecían esencialmente de principios. Su método de discusión era efectuar genéricas afirmaciones sobre las insípidas actuaciones en el Senado, o incluso en el propio tribunal de Nicole, y negarse luego a seguir hablando del asunto.
Katie era otra cuestión. Richard siempre sostenía que Nicole se mostraba demasiado dura con Katie. «También me reprocha —pensó Nicole mientras contemplaba las lejanas luces—, que no pase más tiempo con ella. Asegura que mi entrada en la política de la colonia dejó a los niños con sólo una madre a tiempo parcial en el período más crítico de sus vidas».
Katie no estaba ya casi nunca en casa. Tenía todavía una habitación en el hogar de los Wakefield, pero pasaba la mayoría de las noches en uno de los elegantes apartamentos que Nakamura había construido en el complejo de Vegas.
—¿Cómo pagas el alquiler? —le había preguntado Nicole a su hija una noche, justo antes de la habitual disputa.
—¿Cómo crees, madre? —le había respondido beligerantemente Katie—. Trabajo. Tengo tiempo de sobra. Sólo doy tres clases en la universidad.
—¿Qué clase de trabajo haces? —había preguntado Nicole.
—Soy azafata, guía…, ya sabes, lo que haga falta —había respondido vagamente Katie.
Nicole apartó la vista de las luces de Vegas. «Desde luego —se dijo—, es perfectamente comprensible que Katie se sienta confusa. Nunca tuvo adolescencia. Pero no parece mejorar en absoluto…» Nicole reanudó con paso vivo su ascenso por la montaña, tratando de ahuyentar su humor sombrío.
Entre los quinientos y los mil metros de altitud, la montaña se hallaba cubierta de gruesos árboles que alcanzaban ya cinco metros de altura. Aquí, el sendero que ascendía a la cumbre discurría entre la montaña y el muro exterior de la colonia a lo largo de un trecho sumido en la oscuridad que se prolongaba durante más de un kilómetro. Las tinieblas se interrumpían solamente en un punto, cerca ya del final, un mirador que daba hacia el norte.
Nicole había llegado al punto más alto en su ascenso. Se detuvo en el mirador y dirigió la vista hacia San Miguel. «Allí está la prueba —pensó meneando la cabeza— de que hemos fracasado en Nuevo Edén. A pesar de todo, hay pobreza y desesperación en el Paraíso».
Ella había visto aproximarse el problema, incluso había predicho que se produciría hacia el final de su mandato de un año como gobernadora provisional. Irónicamente, el proceso que había creado a San Miguel, donde el nivel de vida era sólo la mitad del que tenían los otros tres poblados de Nuevo Edén, había comenzado poco después de la llegada de la Pinta. Aquel primer grupo de colonos se había establecido principalmente en el poblado situado al sureste, que se convertiría más tarde en Beauvois, sentando un precedente que se acentuó una vez que la Niña llegó a Rama. Al ponerse en práctica el plan de asentamiento libre, casi todos los orientales decidieron vivir juntos en Hakone; los europeos, norteamericanos blancos y asiáticos centrales eligieron a Positano o lo que quedaba de Beauvois. Los mexicanos, otros hispanos, norteamericanos negros y africanos gravitaron todos hacia San Miguel.
Siendo gobernadora, Nicole trató de resolver la segregación existente de hecho mediante un utópico plan de reasentamiento que habría asignado a cada uno de los cuatro poblados porcentajes raciales que reflejasen a la colonia como un todo. Su propuesta podría haber sido admitida en los primeros tiempos de la historia de la colonia, en especial inmediatamente después de los días pasados en el somnario, cuando la mayoría de los demás ciudadanos miraban a Nicole como si fuese una diosa. Pero, transcurrido más de un año, era ya demasiado tarde. La libre empresa había creado diferencias en la riqueza de las personas y en el valor de las fincas. Hasta los más fieles seguidores de Nicole comprendieron la inviabilidad en aquellos momentos de su idea de reasentamiento.
Una vez concluido el mandato de Nicole como gobernadora, el Senado aprobó el nombramiento realizado por Kenji de Nicole como uno de los cinco jueces permanentes de Nuevo Edén. Sin embargo, su imagen en la colonia resultó desfavorablemente afectada cuando se difundieron las observaciones que había formulado en defensa del abortado plan de reasentamiento. Nicole había sostenido que era esencial que los colonos viviesen en pequeñas comunidades integradas con el fin de desarrollar una verdadera apreciación de las diferencias culturales y raciales. Sus críticos habían considerado que sus opiniones eran «irremediablemente ingenuas».
Nicole contempló unos minutos más las parpadeantes luces de San Miguel mientras descansaba de su fatigoso ascenso de la montaña. Poco antes de volverse para emprender el regreso a su casa en Beauvois, recordó de pronto otro conjunto de parpadeantes luces, las de la ciudad de Davos, en Suiza, allá en el planeta Tierra. Durante las últimas vacaciones de Nicole en la nieve, ella y su hija Genevieve habían cenado en la montaña que se alzaba sobre Davos y, al término de la cena, habían permanecido cogidas de la mano en la terraza del restaurante, respirando el aire frío y vivificante. Bajo ellas, a muchos kilómetros de distancia, las luces de Davos resplandecían como diminutas joyas. Se le llenaron los ojos de lágrimas a Nicole al pensar en el humor y el donaire de su primera hija, a la que no había visto desde hacía tantos años. «Gracias de nuevo, Kenji —murmuró mientras echaba a andar, recordando las fotografías que su nuevo amigo le había traído de la Tierra—, por hacerme partícipe de tu visita a Genevieve».
La oscuridad envolvió de nuevo a Nicole mientras descendía por la ladera de la montaña. El muro exterior de la colonia quedaba ahora a su izquierda. Continuaba pensando en la vida en Nuevo Edén. «Necesitamos especial coraje ahora —se dijo—. Coraje, y valores, y visión». Pero, en el fondo de su corazón, sentía que aún les quedaba por pasar lo peor a los colonos. «Desafortunadamente —reflexionó con talante sombrío—, Richard y yo e incluso los niños hemos sido relegados al margen, pese a cuanto hemos intentado hacer. Es poco probable que podamos cambiar ya gran cosa».
Richard se cercioró de que los tres biots Einstein habían copiado correctamente los procesos y datos registrados por los diversos monitores de su estudio. Mientras salían los cuatro de la casa, Nicole le dio un beso.
—Eres un hombre maravilloso, Richard Wakefield —dijo.
—Tú eres la única persona que lo cree —respondió él, forzando una sonrisa.
—También soy la única que sabe —replicó Nicole. Hizo una breve pausa—. En serio, querido —continuó—. Aprecio lo que estás haciendo. Sé…
—No tardaré mucho —le interrumpió él—. A los tres AIs y a mí sólo nos quedan dos ideas básicas por experimentar… Si hoy no tenemos éxito, renunciamos.
Seguido de cerca por los tres Einstein, Richard se dirigió apresuradamente a la estación de Beauvois y cogió el tren para Positano. El tren hizo una corta parada junto al gran parque situado a orillas del lago Shakespeare en que se había celebrado el Día de la Colonia dos meses antes. Richard y sus biots ayudantes se apearon minutos después en Positano y atravesaron el pueblo en dirección al ángulo suroccidental de la colonia. Allí, una vez comprobada su identidad por un humano y dos García, se les permitió franquear la salida de la colonia y pasar al anillo que circunvalaba a Nuevo Edén. Tras una nueva y breve inspección electrónica, llegaron a la única puerta existente en el grueso muro exterior que rodeaba su hábitat. La puerta se abrió y Richard condujo a sus biots al interior de la propia Rama.
Richard había tenido sus dudas cuando, dieciocho meses antes, el Senado votó el desarrollo y puesta en práctica de una sonda penetrante para comprobar las condiciones medioambientales existentes en Rama, fuera de su módulo. Richard participó en el comité que revisó el diseño técnico de la sonda; él había temido que el medio ambiente externo fuera insuperablemente hostil y que el diseño de la sonda no protegiera adecuadamente la integridad de su hábitat. Se había consagrado mucho tiempo y dinero a garantizar que los confines de Nuevo Edén quedaran herméticamente cerrados durante todo el proceso, incluso mientras la sonda avanzaba poco a poco a través del muro.
Richard había perdido credibilidad en la colonia cuando el medio ambiente de Rama resultó no ser significativamente diferente del de Nuevo Edén. Fuera, había una oscuridad permanente y ciertas pequeñas variaciones periódicas en la presión atmosférica y en los elementos constitutivos de la atmósfera, pero el medio ambiente ramano era tan parecido al de la colonia que los exploradores humanos ni siquiera necesitaban sus trajes espaciales. Dos semanas después de que la primera sonda revelara la benigna atmósfera de Rama, los colonos habían completado ya la cartografía de la zona de la planicie Central que ahora les era accesible.
Nuevo Edén y una segunda y casi idéntica construcción rectangular existente al sur, que Richard y Nicole creían que constituía un hábitat para una segunda forma de vida, se hallaban contenidos en una región más amplia, también rectangular, cuyas grises barreras metálicas, extraordinariamente altas, la separaban del resto de Rama. Las barreras de los lados norte y sur de esta región más amplia eran prolongaciones de las paredes de los propios hábitats. Sin embargo, en los lados este y oeste de los dos hábitats incluidos había unos dos kilómetros de espacio abierto.
En los cuatro ángulos de este rectángulo exterior había unas voluminosas estructuras cilíndricas. Richard y el restante personal tecnológico de la colonia estaban convencidos de que los impenetrables cilindros de los ángulos contenían los fluidos y los mecanismos de bombeo que mantenían las condiciones medioambientales en el interior de los hábitats.
La nueva región exterior, que no tenía más techo que el lado opuesto de la propia Rama, ocupaba la mayor parte del Hemicilindro Norte de la nave espacial. Una gran construcción metálica de forma de iglú era el único edificio existente en la Gran Planicie entre los dos hábitats. Esta construcción era el centro de control de Nuevo Edén y se hallaba ubicada aproximadamente a dos kilómetros al sur de la pared de la colonia.
Al salir de Nuevo Edén, Richard y los tres Einstein fueron guiados por el centro de control, donde habían estado trabajando juntos durante casi dos semanas en un intento de descubrir la lógica de control maestro que gobernaba las condiciones meteorológicas en el interior de Nuevo Edén. Pese a las objeciones de Kenji Watanabe, el Senado había habilitado anteriormente fondos destinados a la realización por parte de los «mejores ingenieros» de la colonia de un «esfuerzo total» para modificar el algoritmo meteorológico alienígena. Había promulgado esta legislación tras oír el testimonio de un grupo de científicos japoneses, según los cuales era posible mantener condiciones meteorológicas estables dentro de Nuevo Edén aun con los superiores niveles de dióxido de carbono y humo en la atmósfera.
Era una conclusión atractiva para los políticos. Si, quizá, no se necesitaba realmente ni prohibir la quema de madera ni desplegar una reconstituida red de AIG, y bastaba con ajustar unos cuantos parámetros en el algoritmo alienígena que, al fin y al cabo, habían sido inicialmente diseñados sobre la base de unas presunciones que ya no eran válidas, entonces…
Richard detestaba esa forma de pensar. Rehuir el problema el mayor tiempo posible, lo llamaba él. Sin embargo, movido por las súplicas de Nicole y por la incapacidad total de los demás ingenieros de la colonia para comprender ninguna faceta del proceso de control meteorológico, Richard había accedido a abordar la tarea. Había insistido, no obstante, en trabajar esencialmente solo, con la única ayuda de los Einstein.
El día en que Richard se proponía realizar su último intento de descifrar el algoritmo meteorológico de Nuevo Edén, él y sus biots se detuvieron junto a unas instalaciones situadas a un kilómetro de la salida de la colonia. Bajo las grandes lámparas, Richard pudo ver a un grupo de arquitectos e ingenieros que trabajaba en una mesa muy grande.
—El canal no será difícil de construir; el suelo es muy blando.
—Pero ¿y las aguas fecales? ¿Debemos excavar pozos negros o transportamos los desechos hasta Nuevo Edén para su procesado?
—Este asentamiento necesitará grandes cantidades de energía. No sólo la iluminación, debido a la oscuridad ambiental, sino también todos los aparatos. Además, estamos lo bastante lejos de Nuevo Edén como para tener que justificar las pérdidas no triviales en las líneas… Nuestros mejores materiales superconductores son demasiado importantes como para usarlos aquí.
Richard experimentaba una mezcla de disgusto e ira mientras escuchaba la conversación. Los arquitectos y los ingenieros estaban realizando un estudio de viabilidad para un poblado externo que podría albergar a los portadores de RV-41. El proyecto, denominado Avalon, era el resultado de un delicado acuerdo político entre el gobernador Watanabe y su oposición. Kenji había permitido la financiación del estudio para demostrar su «carencia de prejuicios» sobre la cuestión de cómo tratar el problema del RV-41.
Richard y los tres Einstein continuaron su camino en dirección sur. Justo al norte del centro de control alcanzaron a un grupo de humanos y biots que se dirigían con un equipo impresionante hacia el lugar en que estaba instalada la sonda del segundo hábitat.
—Hola, Richard —dijo Marilyn Blackstone, la británica que Richard había recomendado para dirigir el proyecto de la sonda. Marilyn era de Taunton, en Somerset. Se había licenciado en ingeniería por Cambridge en el año 2232 y era sumamente competente.
—¿Cómo va el trabajo? —preguntó Richard.
—Si tienes un minuto, ven a echar un vistazo —sugirió Marilyn.
Richard dejó a los tres Einstein en el centro de control y acompañó a Marilyn y su equipo a través de la planicie Central hasta el segundo hábitat. Mientras caminaba, recordó la conversación que había sostenido una tarde con Kenji Watanabe y Dmitri Ulanov en el despacho del gobernador antes de que el proyecto de la sonda fuese aprobado oficialmente.
—Quiero que quede perfectamente claro —había dicho Richard— que me opongo de forma tajante a cualquier esfuerzo por invadir la santidad de ese otro hábitat. Nicole y yo estamos virtualmente seguros de que en él se cobija otra forma de vida. No hay ningún argumento convincente para penetrar en él.
—Suponga que está vacío —había replicado Dmitri—. Suponga que el hábitat ha sido puesto ahí para nosotros, presumiendo que somos lo bastante inteligentes como para averiguar el modo de utilizarlo.
—Dmitri —había casi gritado Richard—, ¿ha escuchado algo de lo que Nicole y yo le hemos estado diciendo todos estos meses? Se aferra usted todavía a una absurda noción antropocéntrica sobre nuestro lugar en el Universo. Porque somos la especie dominante en el planeta Tierra, da usted por supuesto que somos seres superiores. No lo somos. Debe de haber centenares…
—Richard —le había interrumpido Kenji con voz suave—, conocemos tu opinión sobre este punto. Pero los colonos de Nuevo Edén no están de acuerdo contigo. Ellos no han visto nunca a El Águila, los aracnopulpos ni ninguna de las otras criaturas maravillosas de que vosotros habláis. Ellos quieren saber si tenemos sitios para extendernos…
«Kenji ya tenía miedo entonces —estaba pensando Richard mientras él y el equipo de la exploración se aproximaban al segundo hábitat—. Le aterroriza todavía la posibilidad de que Macmillan derrote a Ulanov en las elecciones y entregue la colonia a Nakamura».
Dos biots Einstein comenzaron a trabajar tan pronto como el equipo llegó al lugar del sondeo. Instalaron cuidadosamente el taladro de láser compacto en el punto en que ya se había producido un agujero en la pared. Al cabo de cinco minutos, el taladro ensanchaba lentamente el agujero practicado en el metal.
—¿A qué profundidad habéis penetrado? —preguntó Richard.
—Sólo unos treinta y cinco centímetros hasta el momento —respondió Marilyn—. Estamos progresando muy lentamente. Si el muro tiene el mismo espesor que el nuestro tardaremos otras tres o cuatro semanas antes de atravesarlo… Por cierto, el análisis espectrográfico de los fragmentos de muro indica que es también el mismo material.
—¿Y una vez que hayáis penetrado en el interior?
Marilyn se echó a reír.
—No te preocupes, Richard. Estamos siguiendo todos los pasos que tú recomendaste. Tendremos un mínimo de dos semanas de observación pasiva antes de pasar a la fase siguiente. Les daremos una oportunidad de responder, si realmente están dentro.
El escepticismo de su voz era evidente.
—Tú también, no, Marilyn —exclamó Richard—. ¿Qué os pasa a todos? ¿Crees que Nicole, los niños y yo hemos inventado todas esas historias?
—Las afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias —replicó ella.
Richard meneó la cabeza. Empezó a discutir con Marilyn, pero comprendió que tenía cosas más importantes que hacer. Tras unos minutos de cortés conversación sobre temas de ingeniería, emprendió el camino de regreso al centro de control en que le estaban esperando sus Einstein.
Lo bueno de trabajar con los biots Einstein era que Richard podía poner a prueba muchas ideas a la vez. Siempre que se le ocurría un enfoque nuevo, podía exponerlo a uno de los biots y tener la absoluta seguridad de que sería desarrollado adecuadamente. Los Einstein nunca sugerían por sí mismos un método; sin embargo, eran sistemas dotados de una memoria perfecta y a menudo le hacían presente a Richard que una de sus ideas era similar a una técnica anterior que ya había fracasado.
Todos los demás ingenieros de la colonia que trataban de modificar el algoritmo meteorológico habían intentado primero comprender el funcionamiento interno del superordenador alienígena instalado en el núcleo del centro de control. Ése había sido su error fundamental. Richard, previamente consciente de que el funcionamiento interno del superordenador sería para él indistinguible de la pura magia, concentró sus esfuerzos en aislar e identificar las señales que emanaban del enorme procesador. Después de todo, razonaba, la estructura básica del proceso tiene que ser clara. Hay algún conjunto de mediciones que decide las condiciones imperantes en el interior de Nuevo Edén en cualquier momento dado. Los algoritmos alienígenas deben de utilizar los datos de esas mediciones para computar órdenes que, de alguna manera, se transmiten a las enormes estructuras cilíndricas, donde se desarrolla la actividad física que produce modificaciones en la atmósfera del interior del hábitat.
Richard no tardó mucho tiempo en elaborar un diagrama funcional del proceso. Como no había contactos eléctricos directos entre el centro de control y las estructuras cilíndricas, era evidente que existía alguna clase de comunicación electromagnética entre las dos entidades. Pero ¿qué clase? Cuando exploró el espectro para ver en qué longitudes de onda se estaba efectuando la comunicación, Richard encontró muchas señales potenciales.
Analizar e interpretar aquellas señales era un poco como buscar una aguja en un pajar. Con la ayuda de los biots Einstein, Richard determinó finalmente que las transmisiones más frecuentes se daban en la banda de microondas. Durante una semana, él y los Einstein catalogaron las comunicaciones por microondas, analizando las condiciones meteorológicas en Nuevo Edén tanto antes como después y tratando de centrar la atención en el conjunto de parámetros específicos que modulaban la intensidad de la respuesta en el lado del cilindro correspondiente al plano de interacción. En el transcurso de aquella semana, Richard comprobó y validó también un transmisor de microondas portátil que habían construido él y los biots. Su objetivo era crear una señal de mando que pareciese procedente del centro de control.
Su primer intento serio el último día fue un completo fracaso. Conjeturando que el problema podría estribar en la sincronización precisa de la transmisión, él y los Einstein desarrollaron luego una rutina de control secuencial que les permitiría emitir una señal con la precisión de un femtosegundo, a fin de que los cilindros recibieran la orden en una franja de tiempo sumamente estrecha.
Un instante después de haber enviado Richard a los cilindros lo que él creía que era un nuevo conjunto de parámetros, sonó una estentórea alarma en el centro de control. Al cabo de unos segundos, una iracunda imagen de El Águila apareció en el aire, sobre Richard y los biots.
—Seres humanos —dijo El Águila holográfico—, tened mucho cuidado. Se utilizaron grandes conocimientos y cautelas para diseñar el delicado equilibrio de vuestro hábitat. No modifiquéis estos críticos algoritmos a menos que se produzca una auténtica emergencia.
Aunque al principio quedó paralizado por la sorpresa, Richard reacciono inmediatamente y ordenó a los Einstein que grabaran lo que estaban viendo. El Águila repitió su advertencia y, luego, se desvaneció, pero la escena quedó almacenada en los subsistemas de videograbación de los biots.