El tren de Positano iba lleno. Se detuvo en la pequeña estación situada a orillas del lago Shakespeare, a mitad de camino a Beauvois, y descargó su mezcla de humanos y biots. Muchos llevaban cestas de comida, mantas y sillas plegables. Varios de los niños más pequeños echaron a correr desde la estación hacia la extensión de espesa hierba, recién cortada, que rodeaba al lago. Reían y se revolcaban por la suave pendiente que descendía a lo largo de los ciento cincuenta metros de distancia que separaban la estación y el borde del agua.
Para los que no querían sentarse en la hierba se habían instalado mesas y bancos de madera frente al estrecho espigón que se internaba cincuenta metros en el agua antes de ensancharse en una plataforma rectangular. Sobre esta plataforma había un micrófono, un pequeño estrado y varias sillas; era allí donde el gobernador Watanabe pronunciaría el discurso del Día de la Colonia una vez que hubieran terminado los fuegos artificiales.
A cuarenta metros a la izquierda de los bancos de madera, los Wakefield y los Watanabe habían colocado una larga mesa cubierta por un paño azul y blanco. Sobre la mesa se habían dispuesto con exquisito gusto varias bandejas de entremeses. Debajo; las neveras portátiles estaban llenas de bebidas. Sus familiares y amigos se habían congregado en las proximidades y permanecían comiendo, practicando algún juego o charlando animadamente. Dos biots Lincoln se movían por entre el grupo, ofreciendo bebidas y canapés a los que estaban demasiado lejos de la mesa y de las neveras.
Era una tarde calurosa. Demasiado calurosa, de hecho, el tercero de tres días consecutivos excepcionalmente cálidos. Pero, al completar el sol artificial su pequeño arco en la cúpula que se elevaba a gran altura sobre sus cabezas y empezar a debilitarse lentamente la luz, la expectante multitud que se apiñaba en las orillas del lago Shakespeare se olvidó del calor.
Un último tren había llegado minutos antes solamente de que la luz desapareciese por completo. Venía de la estación de Ciudad Central y traía colonos que vivían en Hakone o San Miguel. Los recién llegados eran pocos. La mayoría de la gente había acudido temprano para disponer sus meriendas sobre la hierba. Eponine iba en ese último tren. Su primera intención había sido no asistir a la celebración, pero había cambiado de opinión en el último momento.
Eponine se sintió confusa al bajar a la hierba desde el andén de la estación. ¡Había tanta gente! «Debe de estar aquí todo Nuevo Edén», pensó. Por un instante deseó no haber ido. Todo el mundo estaba con amigos y familiares, y ella se encontraba sola.
Ellie Wakefield estaba jugando a la herradura con Benjy cuando Eponine bajó del tren. Reconoció enseguida a su profesora, aun desde lejos, por el brazalete rojo que llevaba.
—Es Eponine, madre —exclamó Ellie, corriendo hacia Nicole—. ¿Puedo pedirle que se reúna con nosotros?
—Desde luego —respondió Nicole.
Una voz difundida por el sistema de megafonía interrumpió la música que estaba interpretando una pequeña banda para anunciar que los fuegos artificiales empezarían diez minutos después. Hubo algunos aplausos aislados.
—Eponine —llamó Ellie—. Aquí. —Ellie agitó los brazos.
Eponine oyó gritar su nombre, pero no podía ver muy bien a la escasa luz. Al cabo de unos segundos echó a andar en dirección a Ellie. Por el camino, tropezó inadvertidamente con un niño que correteaba solo por la hierba.
—¡Kevin —gritó una madre—, apártate de ella!
Inmediatamente, un hombre rubio y corpulento agarró al niño y lo alejó de Eponine.
—No debería usted estar aquí —exclamó el hombre—, no con personas decentes.
Ligeramente turbada, Eponine continuó avanzando hacia Ellie, que caminaba sobre la hierba en dirección a ella.
—¡Lárgate, Cuarenta y uno! —gritó una mujer que había presenciado el incidente. Un chiquillo de diez años, gordo y de nariz bulbosa, señaló con el dedo a Eponine y le hizo un comentario inaudible a su hermana pequeña.
—Me alegro mucho de verla —dijo Ellie cuando llegó hasta su profesora—. ¿Quiere venir a tomar algo?
Eponine asintió.
—Me da pena toda esta gente —dijo Ellie en voz lo bastante alta como para que le oyesen cuantos estaban cerca—. Es lamentable que sean tan ignorantes.
Llevó a Eponine hasta la amplia mesa e hizo una presentación general.
—Eh, todos, los que no la conozcáis, ésta es mi profesora y amiga Eponine. No tiene apellido, así que no preguntéis cuál es.
Eponine y Nicole habían conversado ya en varias ocasiones. Intercambiaron unas cuantas frases corteses mientras un Lincoln ofrecía a Eponine unos pinchos vegetales y un vaso de soda. Nai Watanabe llevó ostensiblemente a sus hijos gemelos, Kepler y Galileo, que acababan de cumplir dos años la semana anterior, a que conocieran a la recién llegada. Carca de ellos, un numeroso grupo de colonos de Positano estaba mirando mientras Eponine cogía en brazos a Kepler.
—Guapa —dijo el niño, señalando la cara de Eponine.
—Debe de resultar muy difícil —dijo Nicole en francés, señalando con un movimiento de cabeza en dirección a los mirones.
—Oui —respondió Eponine. «¿Difícil? —pensó—. Una manera muy suave de decirlo. ¿Qué tal absolutamente imposible? No es suficientemente malo tener una enfermedad que casi con toda seguridad me producirá la muerte. No. Tengo que llevar también un brazalete para que los demás puedan rehuirme si quieren».
Max Puckett levantó la vista del tablero de ajedrez y reparó en Eponine.
—Hola, hola —dijo—. Usted debe de ser la profesora de la que tanto he oído hablar.
—Ése es Max —indicó Ellie, llevando a Eponine en su dirección—. Se las da de conquistador, pero es inofensivo. Y el caballero de edad que no nos hace caso es el juez Pyotr Mishkin… ¿Lo he pronunciado bien, juez?
—Sí, desde luego, jovencita —respondió el juez Mishkin sin apartar los ojos del tablero de ajedrez—. Maldita sea, Puckett, ¿qué diablos trata de hacer con ese caballo? Como de costumbre, su juego es o estúpido o brillante, y no puedo determinar cuál de las dos cosas es.
Finalmente, el juez levantó la vista, vio el brazalete rojo de Eponine y se apresuró a ponerse en pie.
—Lo siento, señorita, lo siento de veras —dijo—. Ya tiene usted que soportar bastante sin necesidad de aguantar los desaires de este viejo egoísta.
Uno o dos minutos antes de que empezaran los fuegos se vio acercarse un gran yate procedente del extremo occidental del lago. Brillantes luces de colores y bellas muchachas decoraban su larga cubierta. En el costado del barco figuraba pintado con vistosas letras el nombre de Nakamura. Sobre la cubierta principal Eponine reconoció a Kimberly Henderson, de pie junto a Toshio Nakamura, que estaba al timón.
El grupo del yate saludó con la mano a la gente que se hallaba en la orilla. Patrick corrió a la mesa, lleno de excitación.
—Mira, madre —dijo—, Katie está en el barco.
Nicole se puso las gafas para ver mejor. En efecto, allí estaba su hija, en biquini, agitando la mano desde la cubierta del yate.
—Es lo único que nos faltaba —murmuró Nicole para sus adentros en el momento en que comenzaban a estallar sobre ellos los fuegos artificiales, llenando de luz y color el oscuro firmamento.
—Hoy hace tres años —comenzó Kenji Watanabe su discurso—, una patrulla de reconocimiento de la Pinta puso por primera vez pie en este nuevo mundo. Ninguno de nosotros sabía qué podíamos esperar. Todos nos preguntábamos, especialmente durante los dos largos meses en que pasamos ocho horas diarias en el somnario, si algo semejante a una vida normal sería alguna vez posible aquí, en Nuevo Edén.
»Nuestros primitivos temores no se han materializado. Nuestros anfitriones alienígenas, quienesquiera que sean, no se han inmiscuido ni una sola vez en nuestras vidas. Quizá sea cierto, como Nicole Wakefield y otros han sugerido, que nos estén observando continuamente, pero nosotros no sentimos su presencia de ninguna manera. Fuera de nuestra colonia, la nave espacial Rama avanza hacia la estrella que llamamos Tau Ceti a una velocidad increíble. Dentro, nuestras actividades diarias no se ven influidas apenas por las extraordinarias condiciones exteriores de nuestra existencia.
»Antes de los días transcurridos en el somnario, cuando éramos todavía viajeros dentro del sistema planetario que gira alrededor de nuestra estrella local, el Sol, muchos de nosotros pensábamos que nuestro “período de observación” sería corto. Creíamos que al cabo de unos cuantos meses seríamos devueltos a la Tierra, quizás incluso a nuestro destino original, Marte, y que esta tercera nave espacial Rama desaparecería como sus dos predecesoras en las remotas profundidades del espacio. Pero cuando comparezco hoy aquí ante ustedes, nuestros navegantes me dicen que continuamos alejándonos de nuestro sol, como lo hemos estado haciendo durante más de dos años y medio, a una velocidad aproximadamente igual a la mitad de la de la luz. Si realmente tenemos la suerte de volver algún día a nuestro propia sistema solar, ese día tardará varios años en llegar.
»Estos factores imponen el tema fundamental de este mi último discurso del Día de la Colonia. El tema es simple: compañeros colonos, nosotros debemos asumir la plena responsabilidad de nuestro destino. No podemos esperar que las pavorosas potencias que en el principio crearon nuestro mundo nos salven de nuestros errores. Debemos gobernar Nuevo Edén como si nosotros y nuestros hijos fuéramos a vivir aquí siempre. A nosotros nos incumbe asegurar la calidad de vida aquí, tanto ahora como para nuestras generaciones futuras.
»Existen en la actualidad varios desafíos a los que se enfrenta la colonia. Adviertan que los llamo “desafíos”, no problemas. Si trabajamos unidos, podemos hacer frente a estos desafíos. Si sopesamos cuidadosamente las consecuencias a largo plazo de nuestros actos, tomaremos las decisiones adecuadas. Pero si somos incapaces de comprender los conceptos de “satisfacción aplazada” y “por el bien de todos”, Nuevo Edén tendrá un futuro muy negro.
»Pondré un ejemplo para ilustrar lo que estoy diciendo. Richard Wakefield ha explicado, tanto por televisión como en distintos foros públicos, cómo el plan maestro que controla nuestro tiempo meteorológico se basa en ciertas presunciones sobre las condiciones atmosféricas existentes en el interior de nuestro hábitat. Específicamente, nuestro algoritmo de control meteorológico presume que los niveles de dióxido de carbono y la concentración de partículas de humo se mantienen por debajo de una magnitud determinada. Sin necesidad de comprender exactamente cómo funcionan las matemáticas, pueden ustedes darse cuenta de que las computaciones que rigen las afluencias externas a nuestro hábitat no serán correctas si no son ciertas las presunciones básicas subyacentes.
»No pretendo pronunciar hoy una conferencia científica sobre un tema muy complejo. De lo que realmente quiero hablar es de política. Dado que la mayoría de nuestros científicos creen que el insólito tiempo que hemos tenido durante los cuatro últimos meses es resultado de unos niveles excesivamente altos de dióxido de carbono y partículas de humo en la atmósfera, mi gobierno ha formulado propuestas concretas para tratar estas cuestiones. Todas nuestras recomendaciones han sido rechazadas por el Senado.
»¿Y por qué? Nuestra propuesta de imponer una prohibición gradual de las chimeneas de salón, que, por cierto, son totalmente innecesarias en Nuevo Edén, fue tildada de “restricción de la libertad individual”. Nuestra recomendación, cuidadosamente detallada, de reconstruir parte de la red de AIG, con el fin de compensar la pérdida de manto vegetal resultante de la explotación de porciones del bosque de Sherwood y de las praderas del norte, fue rechazada también. ¿La razón? La oposición arguyó que la colonia no podía hacer frente a los costes que ello implicaba y, además, que la energía consumida por los nuevos sectores de la red de AIG daría lugar a medidas sumamente severas de conservación de la electricidad.
»Señoras y caballeros, es ridículo que enterremos la cabeza en la arena con la esperanza de que estos problemas medioambientales desaparezcan por sí solos. Cada vez que aplazamos el momento de emprender una acción positiva, nuestra pasividad significa que la colonia habrá de soportar mayores penalidades en el futuro. No puedo creer que tantos de ustedes acepten la idea, exclusivamente fundada en el deseo que así ocurra, de que de alguna manera conseguiremos averiguar cómo funcionan realmente los algoritmos meteorológicos y adaptarlos para que cumplan su misión en condiciones de niveles más altos de dióxido de carbono y partículas de humo. ¡Qué descomunal arrogancia!
Nicole y Nai observaban atentamente las reacciones que despertaba el discurso de Kenji. Varios de sus partidarios habían instado a Kenji a que pronunciara una alocución ligera y optimista, sin tocar ninguno de los temas cruciales. El gobernador, sin embargo, se había mantenido firme en su decisión de pronunciar un discurso lleno de contenido.
—Los ha perdido —le susurró Nai a Nicole, inclinándose hacia ella—. Se está mostrando demasiado pedante.
Se apreciaba una clara agitación en los bancos, en los que se sentaban aproximadamente la mitad de los asistentes. El yate Nakamura, que durante los fuegos artificiales había permanecido fondeado ante la orilla, había levado anclas ostensiblemente poco después de que comenzara a hablar el gobernador Watanabe.
Kenji abandonó el tema del medio ambiente y pasó a tratar del retrovirus RV-41. Como era ésta una cuestión que suscitaba fuertes pasiones en la colonia, la atención del público se intensificó notablemente. El gobernador explicó que el equipo médico de Nuevo Edén, dirigido por el doctor Robert Turner, había realizado grandes avances en el conocimiento de la enfermedad, pero que aún necesitaba llevar a cabo más amplias investigaciones para determinar la forma de tratarla. Condenó luego la histeria que, aun contra su oposición, había impuesto la aprobación de una ley que obligaba a todos los colonos portadores de anticuerpos RV-41 a llevar siempre un brazalete rojo.
Un nutrido grupo de excursionistas compuesto en su mayoría por orientales y situado al otro lado de los bancos que ocupaban Nicole y Nai prorrumpió en ruidosos abucheos.
—… estas pobres y desventuradas personas han de arrostrar ya suficiente sufrimiento… —estaba diciendo Kenji.
—¡Son putas y maricones! —gritó un hombre desde detrás del grupo Wakefield-Watanabe. La gente que estaba a su alrededor rio y aplaudió.
—… el doctor Turner ha afirmado repetidamente que esta enfermedad, como la mayoría de los retrovirus, no puede transmitirse más que a través de la sangre y el semen…
La agitación de la muchedumbre iba aumentando. Nicole esperaba que Kenji lo advirtiera y abreviase sus consideraciones. Su intención había sido hablar también de lo acertado (o desacertado) de ampliar la exploración de Rama fuera de Nuevo Edén, pero se dio cuenta de que había perdido a su auditorio.
El gobernador Watanabe hizo una breve pausa y, luego, lanzó un ensordecedor silbido en el micrófono. Eso apaciguó temporalmente a todos los asistentes.
—Sólo unas observaciones más —dijo—, que no deben molestar a nadie…
»Como todos saben, mi esposa Nai y yo tenemos dos hijos gemelos. Nos consideramos afortunados por ello. En este Día de la Colonia, yo os pido a cada uno de vosotros que penséis en vuestros hijos e imaginéis otro Día de la Colonia, dentro de cien, o quizá mil años. Imaginad que os halláis cara a cara con aquéllos a quienes habéis engendrado, los hijos de los hijos de vuestros hijos. Mientras les habláis y los sostenéis en vuestros brazos, ¿podréis decir que hicisteis todo lo razonablemente posible por dejarles un mundo en el que tuvieran una buena probabilidad de encontrar la felicidad?
Patrick estaba excitado de nuevo. Al terminar la fiesta, Max le había invitado a pasar la noche y todo el día siguiente en la granja Puckett.
—Las clases en la universidad no empiezan hasta el miércoles —dijo el joven a su madre—. ¿Puedo ir? ¿Sí?
Nicole se hallaba aún turbada por la reacción de la muchedumbre al discurso de Kenji y no entendió al principio qué le estaba pidiendo su hijo. Después de indicarle que repitiese su petición, miró a Max.
—¿Cuidará bien de mi hijo?
Max Puckett sonrió y asintió con la cabeza. Max y Patrick esperaron hasta que los biots terminaron de retirar todos los desperdicios de la fiesta y, luego, se dirigieron juntos hacia la estación. Media hora después se encontraban en la estación de Ciudad Central esperando al infrecuente tren que comunicaba directamente con la región agrícola. En el otro lado del andén, un grupo de compañeros de estudios de Patrick estaba subiendo al tren que se dirigía a Hakone.
—Deberías venir —le gritó a Patrick uno de los jóvenes—. Hay barra libre para todos durante toda la noche.
Max observó que los ojos de Patrick seguían a sus amigos mientras éstos subían al tren.
—¿Has estado alguna vez en Vegas? —preguntó Max.
—No, señor —respondió—. Mi madre y mi tío…
—¿Te gustaría ir?
La vacilación de Patrick era todo lo que Max necesitaba. Segundos después, subían al tren que se dirigía a Hakone con todos los juerguistas.
—A mí no es que me guste demasiado el sitio —comentó Max durante el trayecto—. Parece demasiado falso, demasiado superficial… Pero, desde luego, vale la pena verlo y no es mal sitio para ir a divertirse cuando está uno solo.
Apenas dos años y medio antes, muy poco después de que terminaran las aceleraciones diarias, Toshio Nakamura había calculado correctamente que era probable que los colonos permaneciesen largo tiempo en Nuevo Edén y Rama. Antes incluso de que el comité constitucional se reuniese por primera vez y eligiese a Nicole des Jardins Wakefield como gobernadora provisional, Nakamura había decidido ya ser la persona más rica y poderosa de la colonia. Partiendo de la base del apoyo de los presidiarios que había establecido durante la travesía de la Tierra a Marte a bordo de la Santa María, amplió sus contactos personales y, tan pronto como se crearon bancos y moneda en la colonia, empezó a edificar su imperio.
Nakamura estaba convencido de que los mejores productos para vender en Nuevo Edén eran los que proporcionaban placer y excitación. Su primera empresa, un pequeño casino de juego, constituyó un éxito inmediato. Después, compró parte de las tierras de labor situadas al este de Hakone y construyó el primer hotel de la colonia, juntamente con un segundo y mayor casino situado frente al vestíbulo. Añadió un club pequeño e íntimo, con azafatas adiestradas al estilo japonés y, más tarde, otro club, menos refinado, especializado en strip-tease. Todo lo que hacía tenía éxito. Administrando inteligentemente sus inversiones, Nakamura se encontró en condiciones, poco después de ser elegido gobernador Kenji Watanabe, de ofrecer al Gobierno la compra de la quinta parte del bosque de Sherwood. Su oferta permitió al Senado impedir una subida de impuestos que, en otro caso, había sido necesaria para financiar la investigación inicial sobre el RV-41.
Parte del floreciente bosque fue eliminada y sustituida por el palacio personal de Nakamura, además de un nuevo y resplandeciente hotel/casino, un complejo de restaurantes y varios clubs. Consolidando este monopolio, Nakamura ejerció intensas (y fructuosas) presiones para conseguir el establecimiento de una legislación que limitara el juego a la región que se extendía en torno a Hakone. Sus matones convencieron después a todos los posibles empresarios de que nadie quería realmente entrar en el negocio del juego en competencia con el «rey japonés».
Cuando su poder quedó por encima de todo posible ataque, Nakamura permitió a sus asociados ampliar sus actividades a los campos de la prostitución y las drogas, ninguna de las cuales era ilegal en la sociedad de Nuevo Edén. Hacia el final del mandato de Watanabe, cuando la política gubernamental empezó a entrar crecientemente en conflicto con su agenda personal, Nakamura decidió que debía controlar también al gobierno. Pero no quería cargar él mismo con el aburrido trabajo. Necesitaba un primo que sirviera sus intereses. En consecuencia, reclutó a Ian Macmillan, el infortunado comandante de la Pinta que había sido derrotado por Kenji Watanabe en la primera elección gubernamental. Nakamura ofreció a Macmillan el puesto de gobernador a cambio de la fidelidad del escocés.
No había nada ni remotamente parecido a Vegas en ningún otro lugar de la colonia. La arquitectura básica de Nuevo Edén, diseñada por los Wakefield y El Águila, había sido sobria, funcional en extremo, de geometrías sencillas y fachadas lisas. Vegas era desorbitada, ostentosa, incongruente, una mezcolanza de estilos arquitectónicos. Pero era interesante, y el joven Patrick O’Toole se mostró visiblemente impresionado cuando él y Max Puckett entraron por las puertas exteriores del complejo.
—Caray —exclamó, mirando al enorme letrero luminoso parpadeante que brillaba sobre la puerta.
—No quiero debilitar lo más mínimo tu estimación, muchacho —comentó Max, encendiendo un cigarrillo—, pero la energía necesaria para mantener encendido ese letrero haría funcionar casi un kilómetro cuadrado de AIG.
—Habla como mi madre y mi tío —replicó Patrick.
Antes de entrar en el casino o en cualquiera de los clubes, cada persona tenía que firmar en el registro central. Nakamura no desperdiciaba ninguna oportunidad. Tenía un fichero completo sobre todo lo que cada visitante de Vegas había hecho cada vez que había ido allí. De ese modo, Nakamura sabía qué sectores del negocio convenía ampliar y, lo que era más importante, conocía el vicio o vicios especiales y preferidos de cada uno de sus clientes.
Max y Patrick entraron en el casino. Mientras se hallaban junto a una de las dos mesas de dados, Max trató de explicar al joven cómo funcionaba el juego. Patrick, sin embargo, no podía apartar los ojos de las camareras que, sucintamente vestidas, servían cócteles entre los clientes.
—¿Te has acostado alguna vez, muchacho? —preguntó Max.
—¿Cómo dice, señor?
—Que si alguna vez has tenido relación sexual, ya sabes, con una mujer.
—No, señor —respondió el joven.
Una voz interior le dijo a Max que no le incumbía a él introducir al joven en el mundo del placer. La misma voz le recordó también a Max que aquello era Nuevo Edén, no Arkansas; si no, habría llevado a Patrick a Xanadu y le habría invitado a su primera relación sexual.
Había más de cien personas en el casino, una multitud enorme, habida cuenta de las dimensiones de la colonia, y todo el mundo parecía estar divirtiéndose. Las camareras distribuían, en efecto, bebidas gratis tan rápidamente como podían. Max cogió un vaso de tequila con limón y dio otro a Patrick.
—No veo ningún biot —comentó Patrick.
—No hay ninguno en el casino —respondió Max—. Ni siquiera trabajando en las mesas, donde serían más eficientes que los humanos. El rey japonés cree que su presencia inhibe el instinto de juego. Pero en los restaurantes solamente se sirve de ellos.
—¡Pero si es el mismísimo Max Puckett!
Max y Patrick se volvieron. Una hermosa joven ataviada con un vestido rosa claro se estaba aproximando a ellos.
—Hace meses que no te veía —dijo.
—Hola, Samantha —respondió Max tras permanecer unos segundos sin habla, extrañamente en él.
—¿Y quién es este atractivo joven? —preguntó Samantha, al tiempo que miraba a Patrick agitando sus largas pestañas.
—Es Patrick O’Toole —respondió Max—. Es…
—Oh, Dios mío —exclamó Samantha—. Nunca había estado con uno de los colonos originales. —Escrutó a Patrick durante unos instantes antes de continuar—. Dígame, señor O’Toole, ¿es realmente cierto que se pasaron ustedes años enteros durmiendo?
Patrick asintió con aire de timidez.
—Mi amiga Goldie dice que todo eso son paparruchas, que usted y su familia son en realidad agentes de la AII. Ni siquiera cree que hayamos abandonado la órbita de Marte… Goldie dice que todo ese tiempo pasado en los tanques formaba parte también del engaño.
—Le aseguro, señora —respondió cortésmente Patrick—, que realmente estuvimos durmiendo durante varios años. Yo sólo tenía seis años cuando mis padres me pusieron en una litera. Cuando desperté tenía casi el mismo aspecto que tengo ahora.
—Bueno, me parece fascinante, aunque no sé cómo interpretarlo… Dime, Max, ¿qué planes tienes? Y, a propósito, ¿me vas a presentar oficialmente?
—Disculpa…, Patrick, ésta es la señorita Samantha Porter, del gran estado de Misisipí. Trabaja en el Xanadu…
—Soy una prostituta, señor O’Toole. Una de las mejores… ¿Ha estado alguna vez con una prostituta?
Patrick enrojeció.
—No, señora —respondió.
Samantha le puso un dedo bajo la barbilla.
—Es guapo —le dijo a Max—. Tráemelo. Si es virgen, podría hacérselo gratis. —Dio a Patrick un beso suave en los labios y, luego, giró en redondo y se marchó.
A Max no se le ocurría nada apropiado que decir una vez que Samantha se hubo ido. Pensó excusarse, pero decidió que no era necesario. Le pasó el brazo por encima de los hombros a Patrick y se dirigieron ambos hacia la parte posterior del casino, donde se hallaban las mesas reservadas para apuestas altas.
—Y ahora un yo —exclamó una joven que estaba de espaldas a ellos—. Cinco y seis hacen un yo.
Patrick miró a Max con sorpresa.
—Ésa es Katie —dijo, y echó a andar rápidamente en su dirección.
Katie estaba completamente absorta en el juego. Dio una rápida chupada a un cigarrillo, bebió del vaso que le tendió el hombre de tez morena que tenía al lado y, luego, levantó los dados por encima de la cabeza.
—Todos los números —dijo, entregando fichas al crupier—. Aquí tiene, veintiséis, y cinco más al ocho… Va ahora, cuarenta y cuatro —dijo, lanzando los dados contra el otro extremo de la mesa mediante una rápida flexión de la muñeca.
—¡Cuarenta y cuatro! —gritaron al unísono los que se encontraban alrededor de la mesa.
Katie se puso a saltar de alegría, abrazó a su acompañante, tomó otro trago y dio una larga y voluptuosa chupada a su cigarrillo.
—Katie —dijo Patrick, cuando se disponía a lanzar de nuevo los dados.
Ella se detuvo y se volvió con mirada inquisitiva.
—Vaya, que me ahorquen —exclamó—. Es mi hermanito.
Katie se dirigió dando tumbos hacia él para saludarle, mientras los crupieres y otros jugadores le gritaban que continuase el juego.
—Estás borracha, Katie —dijo en voz baja Patrick, mientras la sostenía en sus brazos.
—No, Patrick —replicó Katie, soltándose y regresando hacia la mesa—. Estoy volando. Estoy en mi propia lanzadera personal rumbo a las estrellas.
Volvió a la mesa de dados y levantó en alto la mano derecha.
—Muy bien, yo. ¿Estás ahí, yo? —gritó.