12

Eponine miró por la ventana del segundo piso en dirección a la suave pendiente. Los AIG cubrían la ladera y su distribución reticular oscurecía casi el pardo suelo que se extendía bajo ellos.

—Bueno, Ep, ¿qué te parece? —preguntó Kimberly—. La verdad es que está bastante bien. Y, una vez que planten el bosque, tendremos árboles y plantas y quizás incluso una o dos ardillas frente a la ventana. Eso es un dato a favor.

—No sé —respondió una aturdida Eponine al cabo de unos segundos—. Es un poco más pequeña que la que me gustó ayer en Positano. Y tengo mis recelos sobre vivir aquí, en Hakone. No he conocido tantos orientales…

—Mira, chica, no podemos estar esperando eternamente. Ya te dije ayer que hubiéramos debido tener alternativas de repuesto. Había siete parejas que querían el apartamento de Positano, lo que no es de extrañar, ya que sólo quedaban cuatro unidades en todo el poblado, y, simplemente, no tuvimos suerte. Lo único que queda hora, salvo esos pisos minúsculos que hay encima de las tiendas de la calle Mayor de Beauvois… y yo no quiero vivir allí porque carecen por completo de intimidad, es aquí o en San Miguel. Y todos los negros y mulatos están viviendo en San Miguel.

Eponine se sentó en una de las sillas. Se encontraban en el cuarto de estar del pequeño apartamento de dos dormitorios. Estaba amueblado modesta pero suficientemente con dos sillas y un amplio sofá del mismo color oscuro que la rectangular mesita de café. En total, el apartamento, que tenía un solo cuarto de baño y una pequeña cocina, además del cuarto de estar y de los dos dormitorios, comprendía una superficie de poco más de cien metros cuadrados.

Kimberly Henderson se paseaba impacientemente de un lado a otro de la habitación.

—Kim —dijo Eponine, hablando muy despacio—, lo siento, pero me cuesta concentrarme en la tarea de elegir un apartamento cuando son tantas las cosas que nos están sucediendo. ¿Qué es este lugar? ¿Dónde estamos? ¿Por qué estamos aquí? —Por su mente cruzó como un ramalazo la increíble sesión informativa de hacía tres días, en la que el comandante Macmillan les informó que se encontraban a bordo de una nave espacial construida por extraterrestres «con la finalidad de observar a los habitantes de la Tierra».

Kimberly Henderson encendió un cigarrillo y lanzó una bocanada de humo al aire. Se encogió de hombros.

—Mierda, Eponine —exclamó—. Yo no conozco las respuestas a ninguna de esas preguntas… Pero sé que si no elegimos un apartamento nos quedaremos con algo que no habrá querido nadie.

Eponine miró a su amiga durante unos instantes y, luego, suspiró.

—Yo creo que todo este proceso no ha sido muy justo —se lamentó—. Los pasajeros de la Pinta y la Niña pudieron elegir casa antes de que llegásemos nosotras. Y ahora nos vemos obligadas a elegir entre los restos.

—¿Qué esperabas? —replicó rápidamente Kimberly—. Nuestra nave transportaba presidiarios; claro que nos dejaron las sobras. Pero, al menos, por fin estamos en libertad.

—Así que supongo que quieres vivir en este apartamento, ¿verdad? —dijo finalmente Eponine.

—Si —respondió Kimberly—. Y también quiero optar a los otros dos apartamentos que hemos visto esta mañana, cerca del mercado de Hakone, por si nos birlan éste. Si después del sorteo de esta noche no tenemos ya una casa fija, me temo que nuestra situación será un tanto difícil.

«Fue un error —estaba pensando Eponine mientras miraba cómo se paseaba Kimberly de un lado a otro de la habitación—. Nunca hubiera debido acceder a vivir con ella… Pero ¿qué opción tenía? Los apartamentos individuales que quedan son horribles».

Eponine no estaba acostumbrada a cambios rápidos en su vida. A diferencia de Kimberly Henderson, que había tenido una enorme variedad de experiencias antes de ser condenada por homicidio a la edad de diecinueve años, había crecido en un orfanato situado en las afueras de Limoges, Francia, y hasta que el profesor Moreau la llevo a París para ver los grandes museos, cuando ella tenía diecisiete años, Eponine no había salido nunca de su provincia natal. Había sido para ella una decisión difícil de tomar la de presentarse para la colonia Lowell. Pero Eponine se enfrentaba a una condena a cadena perpetua en Bourges y en su lugar se le ofrecía una oportunidad de libertad en Marte. Tras prolongada reflexión, había decidido presentar su solicitud a la AIE.

Eponine había sido seleccionada para la colonia porque poseía un expediente académico magnífico, especialmente en artes, hablaba inglés con soltura y había sido una presa perfecta. Su ficha en los archivos de la AIE identificaba su puesto más idóneo en la colonia Lowell como «profesora de artes plásticas o dramáticas en las escuelas secundarias». Pese a las dificultades asociadas con la fase de viaje tras salir de la Tierra, Eponine había sentido un palpable torrente de adrenalina y una tremenda excitación cuando Marte apareció por primera vez en la ventanilla de observación de la Santa María. Sería una nueva vida en un mundo nuevo.

Pero dos días antes del encuentro previsto, los guardias de la AIE anunciaron que la nave espacial no iba a desplegar sus lanzaderas de aterrizaje conforme a lo planeado. En lugar de ello, habían dicho a los pasajeros presidiarios, la Santa María iba a realizar «un desvío temporal para establecer contacto con una estación espacial situada en órbita alrededor de Marte». Eponine se había sentido desconcertada y preocupada por el anuncio. A diferencia de la mayoría de sus compañeros, ella había leído atentamente todo el material que la AIE había distribuido a los colonos y nunca había visto ninguna mención de una estación espacial situada en órbita de Marte.

Hasta que la Santa María quedó completamente descargada y todas las personas y los pertrechos estuvieron en el interior de Nuevo Edén, nadie dijo realmente a Eponine y los demás presidiarios qué estaba ocurriendo. Y, aún después de la sesión informativa de Macmillan, muy pocos de los presidiarios creían que les estaban diciendo la verdad.

—Venga ya —había exclamado Willis Meeker—, ¿se figura que somos tan idiotas? ¿Un puñado de extraterrestres construyó este lugar y todos esos robots? Todo esto es un montaje. Lo que estamos presenciando es un nuevo concepto de cárcel.

—Pero, Willis —replicó Malcolm Peabody—, ¿y los otros, los que vinieron en la Pinta y la Niña? Yo he hablado con algunos de ellos. Son gente normal, quiero decir que no son presidiarios. Si tu teoría es correcta, ¿qué están haciendo aquí?

—¿Cómo coño lo voy a saber? No soy ningún genio. Sólo sé que ese Macmillan no está jugando limpio con nosotros.

Eponine no dejó que sus dudas sobre la información de Macmillan le disuadieran de ir con Kimberly a la Ciudad Central con el fin de presentar solicitudes para los tres apartamentos de Hakone. Esta vez tuvieron suerte y obtuvieron la casa que habían señalado primera en su orden de preferencia. Las dos mujeres se pasaron un día instalándose en el apartamento situado en la linde del bosque de Sherwood y, luego, se presentaron en la oficina de empleo del complejo administrativo para el correspondiente procesado.

Como las otras dos naves espaciales habían llegado mucho antes que la Santa María, los procedimientos para integrar a los presidiarios en la vida de Nuevo Edén estaban ya perfectamente definidos. No se tardó virtualmente nada en adscribir a Kimberly, que tenía un excelente historial como enfermera, al hospital central.

Eponine se entrevistó con el director de la escuela y otros cuatro profesores antes de aceptar un puesto en la escuela superior central. Su trabajo le exigía realizar un corto viaje en tren, mientras que habría podido ir andando todos los días si hubiera decidido dar clases en la escuela media de Hakone. Pero Eponine pensaba que valdría la pena. Le caían muy bien el director y los profesores que trabajaban en la escuela superior.

Al principio, los otros siete médicos que trabajaban en el hospital se mostraron recelosos hacia los dos médicos presidiarios, en especial hacia el doctor Robert Turner, cuyo expediente mencionaba crípticamente sus brutales homicidios sin detallar ninguna de las circunstancias atenuantes. Pero al cabo de poco más de una semana, tiempo durante el cual quedaron claramente de manifiesto para todos sus extraordinarios conocimientos y su destreza y su alto grado de profesionalismo, el cuerpo médico le eligió por unanimidad para director del hospital.

El doctor Turner se sintió sorprendido por su elección y, en un breve discurso de aceptación, prometió dedicarse por entero al bienestar de la colonia.

Su primer acto oficial fue proponer al gobierno provisional que se realizase un reconocimiento médico completo a todos los ciudadanos de Nuevo Edén, a fin de actualizar sus fichas médicas. Al aceptarse su propuesta, desplegó a las Tiasso por toda la colonia como ayudantes médicos. Los biots realizaban los reconocimientos rutinarios y recogían datos para que los médicos los analizaran. Al mismo tiempo, recordando la excelente red de datos que había existido entre todos los hospitales del área metropolitana de Dallas, el infatigable doctor Turner empezó a trabajar con varios de los Einstein en el diseño de un sistema plenamente informatizado para seguir la evolución de la salud de los colonos.

Una noche, durante la tercera semana siguiente a la llegada a Rama de la Santa María, estaba Eponine sola en casa, como de costumbre (el plan diario de Kimberly Henderson había quedado ya establecido: casi nunca estaba en el apartamento. Si no estaba en el hospital, trabajando, se hallaba fuera con Toshio Nakamura y sus amigos), cuando sonó el videófono. En el monitor apareció el rostro de Malcolm Peabody.

—Eponine —dijo con timidez—, quiero pedirte un favor.

—¿De qué se trata, Malcolm?

—Hace unos cinco minutos me ha llamado el doctor Turner desde el hospital. Dice que había ciertas «irregularidades» en los datos médicos que la semana pasada me tomó uno de esos robots. Quiere que vaya para someterme a un reconocimiento más detallado.

Eponine esperó pacientemente unos segundos.

—No entiendo —dijo por fin—. ¿Cuál es el favor?

Malcolm hizo una profunda inspiración.

—Debe de ser grave, Eponine. Quiere verme ahora… ¿Te importaría venir conmigo?

—¿Ahora? —exclamó Eponine, mirando su reloj—. Son casi las once de la noche.

Como en un relámpago recordó a Kimberly Henderson quejándose de que el doctor Turner era «un fanático del trabajo, casi tan terrible como esas enfermeras robots negras». Eponine recordó también el asombroso azul de sus ojos.

—De acuerdo —contestó a Malcolm—. Me reuniré contigo en la estación dentro de diez minutos.

Eponine no salía mucho de noche. Desde que empezó a trabajar como profesora se pasaba casi todas las veladas preparando las clases del día siguiente. Un sábado por la noche había ido con Kimberly, Toshio Nakamura y varias personas más a un restaurante que acababan de abrir. Pero la comida era extraña, los acompañantes eran orientales en su mayoría y varios de los hombres, después de beber demasiado, le hicieron patéticas insinuaciones. Kimberly la regañó por ser «remilgada y retraída», pero Eponine rechazó posteriores invitaciones de su compañera para salir.

Eponine llego a la estación antes que Malcolm. Mientras esperaba a que llegase, se maravilló de lo completamente que se había transformado el pueblo por la presencia de los humanos. «Veamos —estaba pensando—, la Pinta llegó aquí hace tres meses, la Niña cinco semanas después. Ya hay tiendas en todas partes, tanto alrededor de la estación como en el propio pueblo. Los pertrechos de la existencia humana. Como sigamos aquí uno o dos años, será imposible distinguir esta colonia de la Tierra».

Malcolm estuvo muy nervioso y locuaz durante el corto viaje en tren.

—Sé que es el corazón, Eponine —dijo—. Desde la muerte de Walter he estado teniendo fuertes dolores aquí. Al principio creía que todo era imaginación.

—No te preocupes —respondió Eponine para tranquilizar a su amigo—. Apuesto a que no es nada grave.

A Eponine le estaba costando mantener los ojos abiertos. Eran más de las tres de la madrugada. Malcolm dormía junto a ella, en el banco. «¿Qué está haciendo el médico? —se preguntó—. Dijo que no tardaría mucho».

Poco después de que llegaran el doctor Turner había examinado a Malcolm con un estetoscopio computerizado y luego, diciendo que necesitaba «análisis más detallados», se lo había llevado a una parte separada del hospital. Una hora después, Malcolm regresaba a la sala de espera.

Eponine había visto al doctor sólo unos momentos, cuando los había recibido en su consulta al principio del reconocimiento.

—¿Es usted amiga del señor Peabody? —-preguntó la voz.

Eponine debía de haberse adormilado. Cuando logró enfocar la visión, los bellos ojos azules la estaban mirando a sólo un metro de distancia. El doctor parecía cansado y preocupado.

—Sí —respondió en voz baja Eponine, tratando de no molestar al hombre que dormía sobre su hombro.

—Va a morir muy pronto —dijo el doctor Turner—. Posiblemente dentro de las dos próximas semanas.

Eponine sintió agolpársele la sangre en la cabeza. «Estoy oyendo bien —pensó—. ¿Ha dicho que Malcolm va a morir dentro de las dos próximas semanas?». Eponine estaba aturdida.

—Necesitará mucha ayuda —estaba diciendo el doctor. Hizo una pausa, mientras miraba fijamente a Eponine. ¿Estaba tratando de recordar dónde la había visto antes?—. ¿Podrá usted ayudarle? —preguntó el doctor Turner.

—Espero…, espero que sí —respondió Eponine.

Malcolm empezó a rebullir.

—Debemos despertarle —dijo el médico.

No había ninguna emoción perceptible en los ojos del doctor Turner. Había pronunciando su diagnóstico, con su afirmación, sin la menor muestra de sentimientos. «Kim tiene razón —pensó Eponine—. Es tan autómata como esos robots Tiasso».

Por indicación del doctor, Eponine acompañó a Malcolm a lo largo de un pasillo hasta una habitación llena de instrumentos médicos.

—Alguien inteligente —dijo a Malcolm el doctor Turner— eligió el material que debía traerse aquí desde la Tierra. Aunque tenemos limitaciones de personal, nuestro instrumental de diagnóstico es excelente.

Se dirigieron los tres hacia un cubo transparente de aproximadamente un metro de lado.

—Este asombroso aparato —dijo el doctor Turner— se llama proyector de órganos. Puede reconstruir, con minuciosa fidelidad, casi todos los órganos principales del cuerpo humano. Lo que vemos ahora al mirar en su interior es una representación gráfica informatizada de su corazón, señor Peabody, tal como apareció hace noventa minutos, cuando le inyecté el líquido de contraste en los vasos sanguíneos.

El doctor señaló hacia una habitación contigua, en la que al parecer se había sometido Malcolm a las pruebas.

—Mientras estaba usted sobre esa mesa —continuó—, la máquina de la lente grande le exploró a razón de un millón de veces por segundo. Sobre la base de la localización del líquido de contraste y esos miles de millones de tomas instantáneas, se construyó una imagen tridimensional, sumamente precisa, de su corazón. Eso es lo que está viendo en el interior del cubo.

El doctor Turner se detuvo un momento, apartó la vista rápidamente y fijó luego los ojos en Malcolm.

—No pretendo ponérselo difícil, señor Peabody —dijo con voz suave—, pero quería explicarle cómo puedo saber lo que le pasa. Para que comprenda que no hay error.

Los ojos de Malcolm estaban desorbitados por efecto del miedo. El doctor le cogió de la mano y le condujo a un lugar determinado junto al cubo.

—Mire ahí, en la parte posterior del corazón, hacia arriba. ¿Ve esa extraña reticulación y estriación de los tejidos? Son los músculos de su corazón y han sufrido un deterioro irreparable.

Malcolm miró al interior del cubo durante lo que pareció una eternidad y luego, bajó la cabeza.

—¿Voy a morir, doctor? —preguntó mansamente.

Robert Turner le cogió la otra mano a su paciente.

—Sí, Malcolm. En la Tierra podríamos esperar para realizar un transplante; pero aquí es algo totalmente descartado porque no tenemos ni el equipo necesario ni un donante adecuado… Si usted quiere, puedo abrirle y verle directamente el corazón. Pero es sumamente improbable que viera nada que obligara a modificar el pronostico.

Malcolm movió la cabeza. Empezaron a deslizársele las lágrimas por las mejillas. Eponine le rodeó con los brazos y empezó a llorar también.

—Siento que haya tardado tanto tiempo en completar mi diagnóstico —observó el doctor Turner—, pero en un caso tan grave necesitaba estar absolutamente seguro.

Momentos después, Malcolm y Eponine caminaban hacia la puerta. Malcolm se volvió.

—¿Qué hago ahora? —preguntó al médico.

—Disfrute cuando pueda —respondió el doctor Turner.

Cuando se marcharon, el doctor Turner regresó a su despacho, sobre cuya mesa se hallaban esparcidas copias en papel de los datos informáticos de Malcolm Peabody. El doctor estaba muy preocupado. Tenía prácticamente la seguridad —no podía saberlo con certeza hasta haber realizado la autopsia— de que el corazón padecía la misma clase de enfermedad que había matado a Walter Brackeen en la Santa María. Ambos habían sido amigos íntimos durante varios años, desde que comenzaron el cumplimiento de sus condenas en Georgia. Era poco probable que el hecho de que hubieran contraído la misma enfermedad cardíaca se debiera a pura casualidad. Pero, si no se trataba de casualidad, entonces el germen patógeno debía ser transmisible.

Robert Turner meneó la cabeza. Cualquier enfermedad que atacase al corazón era alarmante. Pero ¿una que pudiera transmitirse de una persona a otra? El espectro era espantoso.

Estaba muy cansado. Antes de apoyar la cabeza sobre la mesa, el doctor Turner confeccionó una lista de las referencias sobre virus cardíacos que quería obtener de la base de datos. Luego, se quedó rápidamente dormido.

Quince minutos después, el teléfono le despertó de pronto. Una Tiasso llamaba desde la sala de urgencias.

—Dos García han encontrado un cuerpo en el bosque de Sherwood —dijo— y vienen ahora hacia aquí. Por las imágenes que han transmitido, puedo asegurar que este caso requerirá su intervención personal.

El doctor Turner se lavó a fondo las manos, volvió a ponerse la bata y llegó a la sala de urgencias momentos antes de que las dos García entraran con el cadáver. A pesar de su experiencia, el doctor Turner tuvo que apartar la vista del cuerpo, horriblemente mutilado. La cabeza estaba separada del cuerpo casi por completo —colgaba solamente de una fina hebra de músculo— y el rostro había sido acuchillado y desfigurado hasta quedar irreconocible. Además, en la zona genital de los pantalones había un ensangrentado y amplío boquete.

Las dos Tiasso se pusieron inmediatamente a trabajar, limpiando la sangre y preparando el cuerpo para la autopsia. El doctor Turner se sentó en una silla, apartado de ellas, y cumplimentó el primer parte de defunción de Nuevo Edén.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó a los biots.

Una de las Tiasso registró lo que quedaba de las ropas del muerto y encontró su tarjeta de identificación de la AIE.

—Danni —respondió el biot—. Marcello Danni.