Pese a las seguridades de Nicole de que todo en Nuevo Edén se ajustaba por entero a lo que ella decía en el vídeo, el comandante Macmillan se negó a permitir que los pasajeros y tripulantes de la Pinta entrasen en Rama y ocuparan sus nuevos hogares hasta tener la certeza de que no había peligro. Conferenció largamente con el personal de la AIE en la Tierra y, luego, envió al interior de Rama un pequeño contingente encabezado por Dmitri Ulanov con el fin de obtener información adicional. El oficial médico jefe de la Pinta, un adusto holandés llamado Darl van Roos, era el miembro más importante del grupo de Ulanov. Kenji Watanabe y dos soldados de la primera patrulla de reconocimiento acompañaban también al ingeniero ruso.
Las instrucciones del médico eran claras. Debía examinar a los Wakefield, a todos ellos, y certificar que eran realmente humanos. Su segunda misión era analizar a los biots y clasificar sus características no biológicas. Todo se llevó a cabo sin incidentes, aunque Katie Wakefield se mostró sarcástica y poco cooperativa durante el reconocimiento. Por sugerencia de Richard, un biot Einstein desmontó a uno de los Lincoln y demostró, a nivel funcional, cómo funcionaban los más refinados subsistemas. Ulanov quedó suficientemente impresionado.
Dos días después, los viajeros de la Pinta empezaron a trasladar a Rama sus pertenencias. Un nutrido grupo de biots les ayudó a descargar la nave espacial y llevar todos los pertrechos hasta Nuevo Edén. El proceso tardó casi tres días en quedar finalizado. Pero ¿dónde se establecería la gente? En una decisión que más tarde tendría importantes consecuencias para la colonia, casi la totalidad de los trescientos viajeros de la Pinta eligieron vivir en el poblado del sureste, donde los Wakefield habían establecido su hogar. Sólo Max Puckett y un puñado de granjeros, que se trasladaron directamente a la región agrícola situada a lo largo del perímetro norte de Nuevo Edén, decidieron vivir en otro lugar de la colonia.
Los Watanabe se instalaron en una casita situada cerca de donde vivían Richard y Nicole. Desde el primer momento, Kenji y Nicole habían experimentado una mutua simpatía natural y su amistad inicial había aumentado con cada interacción subsiguiente. La primera noche que Kenji y Nai pasaban en su nuevo hogar fueron invitados a compartir una cena familiar con los Wakefield.
—¿Por qué no pasamos a la sala de estar? El ambiente es más acogedor allí —dijo Nicole al término de la cena—. El Lincoln recogerá la mesa y se ocupará de los platos.
Los Watanabe se levantaron y siguieron a Richard por la puerta situada al extremo del comedor. Los jóvenes Wakefield esperaron cortésmente a que salieran Kenji y Nai y, luego, se reunieron con sus padres y sus invitados en la agradable salita de estar de la parte delantera de la casa.
Hacía cinco días que la patrulla de exploración de la Pinta había entrado por primera vez en Rama. «Cinco asombrosos días —estaba pensando Kenji mientras tomaba asiento en la salita de los Wakefield. Su mente repasó rápidamente el caleidoscopio de entremezcladas impresiones que su cerebro no había ordenado aún—. Y, en muchos aspectos, esta cena ha sido lo más asombroso de todo. Lo que esta familia ha pasado es increíble».
—Las cosas que ustedes nos han contado —dijo Nai a Richard y Nicole cuando todos se hubieron sentado— son absolutamente pasmosas. Hay tantas preguntas que quiero hacer que no sé por dónde empezar… Me fascina en especial esa criatura que ustedes llaman El Águila. ¿Era uno de los extraterrestres que construyeron Rama?
—No —respondió Nicole—. El Águila era también un biot. Por lo menos, eso es lo que nos dijo y no tenemos ningún motivo para no creerle. Fue creado por la inteligencia que gobernaba El Nódulo para darnos una conexión física concreta.
—Pero, entonces, ¿quién construyó El Nódulo?
—Ésa es claramente una pregunta de Nivel Tres —respondió Richard, con una sonrisa.
Kenji y Nai rieron. Durante la cena, Nicole y Richard les habían explicado la jerarquía informativa de El Águila.
—Me pregunto si es siquiera posible —dijo meditativamente Kenji— que nosotros concibamos unos seres tan avanzados que sus máquinas puedan crear otras máquinas más inteligentes que nosotros.
—Yo me pregunto si es siquiera posible —intervino Katie— que hablemos de algunos temas más triviales. Por ejemplo, ¿dónde están todos los jóvenes de mi edad? Hasta el momento creo que no he visto más que dos colonos con edades comprendidas entre los doce y los veinticinco años.
—La mayoría de los jóvenes viaja a bordo de la Niña —respondió Kenji—. Llegarán aquí dentro de unas tres semanas, con el grueso de la población de la colonia. Los pasajeros de la Pinta fueron especialmente elegidos para la tarea de comprobar la veracidad del vídeo que recibimos.
—¿Qué es veracidad? —preguntó Katie.
—Verdad y exactitud —respondió Nicole—. Más o menos. Era una de las palabras favoritas de vuestro abuelo… Y, hablando de vuestro abuelo, él era también un gran convencido de que a los jóvenes debe permitírseles siempre escuchar la conversación de los adultos, pero no interrumpirla… Tenemos muchas cosas de que hablar esta noche con los Watanabe. No es necesario que vosotros cuatro os quedéis…
—Yo quiero salir a ver las luces —dijo Benjy—. ¿Vendrás conmigo, Ellie?
Ellie Wakefield se levantó y cogió de la mano a Benjy. Ambos dieron cortésmente las buenas noches y salieron, seguidos de Katie y Patrick.
—Vamos a ver si podemos encontrar algo excitante que hacer —dijo Katie al salir—. Buenas noches, señor y señora Watanabe. Madre, volveremos dentro de un par de horas, más o menos.
Nicole meneó la cabeza cuando el último de sus hijos abandonó la casa.
—Katie ha estado tan excitada desde la llegada de la Pinta —explicó— que apenas si duerme por las noches. Quiere conocer y hablar con todo el mundo.
El biot Lincoln, que había terminado ya de limpiar la cocina, se hallaba discretamente situado detrás de la silla de Benjy.
—¿Quieren beber algo? —preguntó Nicole a Kenji y Nai, haciendo una seña en dirección al biot—. No tenemos nada tan delicioso como los zumos de frutas que ustedes han traído de la Tierra, pero Linc puede prepararnos algunos interesantes brebajes sintéticos.
—Yo me he quedado bien —respondió Kenji, meneando la cabeza—. Pero acabo de darme cuenta de que nos hemos pasado toda la velada hablando de su increíble odisea. Sin duda, querrán ustedes hacernos preguntas. Después de todo, han pasado en la Tierra cuarenta y cinco años desde el lanzamiento de la Newton.
«Cuarenta y cinco años —pensó de pronto Nicole—. ¿Es posible? ¿Puede realmente Genevieve tener casi sesenta años?».
Nicole recordaba con claridad la última vez que había visto a su padre y a su hija en la Tierra. Pierre y Genevieve le habían acompañado al aeropuerto de París. Su hija había abrazado fuertemente a Nicole hasta que se dio por los altavoces la última llamada para embarcar y entonces había mirado a su madre con inmenso amor y orgullo. Los ojos de la niña estaban llenos de lágrimas. Genevieve no había podido articular palabra. «Y durante esos cuarenta y cinco años mi padre ha muerto. Genevieve se ha hecho una mujer mayor, abuela incluso. Mientras yo he estado vagabundeando por el espacio. En un país de maravillas».
Los recuerdos eran demasiado intensos para Nicole. Hizo una profunda inspiración y trató de serenarse. Reinó un profundo silencio en la sala de estar de los Wakefield mientras ella retornaba al presente.
—¿Todo bien? —preguntó afectuosamente Kenji.
Nicole asintió con la cabeza y miró los ojos dulces y francos de su nuevo amigo. Imaginó por un instante que estaba hablando con su colega de la Newton, el cosmonauta Shigeru Takagishi. «Este hombre está lleno de curiosidad, como lo estaba Shig. Puedo confiar en él. Y ha hablado con Genevieve hace sólo unos años».
—Durante nuestras numerosas conversaciones con otros pasajeros de la Pinta se nos ha explicado a retazos la mayor parte de la historia general de la Tierra —dijo Nicole, tras un prolongado silencio—. Pero no sabemos absolutamente nada de nuestras familias, salvo lo que ustedes nos contaron brevemente aquella primera noche. Tanto a Richard como a mí nos gustaría saber si han recordado algún detalle adicional que hubieran podido omitir en nuestras primeras conversaciones.
—La verdad es —dijo Kenji— que esta tarde he repasado mis diarios y he vuelto a leer las anotaciones que hice cuando realizaba mi investigación preliminar para el libro sobre la Newton. Lo más importante que olvidé mencionar en nuestra conversación anterior fue lo mucho que su Genevieve se parece a su padre, al menos la parte de la boca y la barbilla. El rostro del rey Henry era notable, como estoy seguro que recuerdan. De adulta, se le afiló el rostro a Genevieve y empezó a parecerse extraordinariamente al de él… Mire esto. He logrado encontrar en mi base de datos un par de fotografías de los tres días que pasé en Beauvois.
La emoción venció a Nicole cuando vio las fotos de Genevieve. Se le llenaron los ojos de lágrimas, que le desbordaron luego por las mejillas. Le temblaban las manos mientras sostenía las dos fotografías de Genevieve y su marido Louis Gastón. «Oh, Genevieve —clamó en silencio—, cuánto te he echado de menos. Cuánto desearía tenerte entre mis brazos aunque sólo fuera un momento».
Richard se inclinó por encima de su hombro para ver las fotografías. Mientras lo hacía acarició suavemente a Nicole con las manos.
—Se parece algo al príncipe —comentó en voz baja—, pero yo creo que se parece mucho más a su madre.
—Genevieve se mostró también sumamente cortés —añadió Kenji—, lo cual me sorprendió habida cuenta de lo mucho que había sufrido durante todo aquel alboroto de los medios de comunicación del año 2238. Respondió con extraordinaria paciencia a mis preguntas. Yo había pensado hacer de ella uno de los elementos centrales del libro sobre la Newton hasta que mi editor me disuadió de seguir adelante con el proyecto.
—¿Cuántos de los cosmonautas de la Newton viven todavía? —pregunto Richard, prosiguiendo la conversación mientras Nicole continuaba mirando las dos fotografías.
—Sólo Sabatini, Tabori y Yamanaka —respondió Kenji—. El doctor Brown sufrió un grave ataque cerebral y murió seis meses después en circunstancias un tanto extrañas. Creo que fue el año 2208. El almirante Heilmann murió de cáncer en 2214 o cosa así. Irina Turgenyev sufrió un derrumbamiento mental completo, víctima del síndrome de «regreso a la Tierra» identificado entre varios de los cosmonautas del siglo XXI, y finalmente se suicidó en 2211.
Nicole estaba luchando todavía con sus emociones.
—Hasta hace tres noches —dijo a los Watanabe cuando se hizo de nuevo el silencio en la estancia— no había dicho nunca a Richard ni a los niños que Henry era el padre de Genevieve. Mientras viví en la Tierra, sólo mi padre supo la verdad. Henry tal vez lo sospechara, pero no lo sabía con seguridad. Luego, cuando me hablaron ustedes de Genevieve, comprendí que debía ser yo quien se lo dijera a mi familia. Yo…
Se le estranguló la voz a Nicole y aparecieron nuevas lágrimas en sus ojos. Se secó la cara con uno de los pañuelos de papel que Nai le dio.
—Lo siento —dijo Nicole—, nunca soy así. Ha supuesto una conmoción demasiado grande ver una fotografía y recordar tantas cosas…
—Cuando vivíamos en Rama Dos y luego en El Nódulo —indicó Richard—, Nicole era un modelo de estabilidad. Era una roca. No se inmutaba por nada que encontráramos, por extraño que fuese. Los niños, Michael O’Toole y yo dependíamos de ella. Es muy raro verla…
—Basta —exclamó Nicole, después de secarse la cara. Dejó la fotografía a un lado—. Pasemos a otros temas. Hablemos de los cosmonautas de la Newton, Francesca Sabatini en particular. ¿Consiguió lo que quería? ¿Fama y riquezas sin igual?
—Más o menos —respondió Kenji—. Yo no vivía durante su época de esplendor, en la primera década del siglo pero aun ahora es muy famosa todavía. Ella fue una de las personas entrevistadas recientemente en la televisión sobre la importancia de la recolonización de Marte.
Nicole se inclinó hacia delante en su silla.
—No se lo he dicho durante la cena, pero estoy segura de que Francesca y Brown administraron a Borzov una droga que le provocó sus síntomas de apendicitis. Y me abandonó deliberadamente en el fondo de aquel pozo de Nueva York. La mujer carecía por completo de escrúpulos.
Kenji guardó silencio unos instantes.
—En 2208, poco antes de morir, el doctor Brown tuvo varios períodos ocasionales de lucidez en su estado generalmente incoherente. Durante uno de esos períodos concedió a un semanario una fantástica entrevista en la que confesaba una responsabilidad parcial por la muerte de Borzov e implicaba a Francesca en la desaparición de usted. La señora Sabatini dijo que toda la historia era «absurda, la insana emanación de un cerebro enfermo», se querelló contra el semanario, pidiendo una indemnización de cien millones de marcos, y, luego, llegó a un acuerdo extrajudicial. El semanario despidió al reportero y presentó formalmente sus excusas a la señora Sabatini.
—Francesca siempre gana al final —observó Nicole.
—Yo estuve a punto de resucitar la historia hace tres años —continuó Kenji—, en el curso de las investigaciones que llevaba a cabo para mi libro. Como habían pasado más de veinticinco años, todos los datos de la misión Newton pertenecían ya al dominio público y eran, por tanto, accesibles a cualquiera que los solicitase. Encontré el contenido de su ordenador personal, incluido el cubo de datos que debió de pertenecer a Henry, disperso por toda la telemetría. Adquirí la convicción de que, en efecto, la entrevista del doctor Brown contenía algo de verdad.
—¿Y qué ocurrió?
—Fui a entrevistar a Francesca en su palacio de Sorrento. Poco después, dejé de trabajar en el libro…
Kenji vaciló unos instantes. «¿Debo decir más? —se preguntó. Volvió la vista hacia su amante esposa—. No —se dijo—, no son éstos el tiempo ni el lugar adecuados».
—Lo siento, Richard.
Él estaba casi dormido cuando oyó la suave voz de su esposa en el dormitorio.
—Uh —gruñó—. ¿Has dicho algo, querida?
—Lo siento —repitió Nicole. Se acercó más a él y buscó su mano por debajo de las sábanas—. Debería haberte contado lo de Henry hace años… ¿Estás enfadado todavía?
—Nunca he estado enfadado —respondió Richard—. Sorprendido, sí, quizás incluso estupefacto. Pero no enfadado. Tenías tus razones para mantenerlo en secreto. —Le apretó la mano—. Además, eso fue en la Tierra, en otra vida. Si me lo hubieses dicho cuando nos conocimos, quizás hubiera importado. Podría haberme sentido celoso y casi con toda seguridad me habría sentido inadecuado. Pero ahora, no.
Nicole se inclinó sobre él y le dio un beso.
—Te quiero, Richard Wakefield —dijo.
—Y yo también te quiero —respondió él.
Kenji y Nai hicieron el amor por primera vez desde que salieran de la Pinta y ella se quedó dormida al instante. Kenji estaba todavía sorprendentemente espabilado. Permaneció despierto en la cama, pensando en la velada con los Wakefield. Por alguna razón, acudió a su mente una imagen de Francesca Sabatini. «La mujer de setenta años más hermosa que jamás he visto —fue su primer pensamiento—. Y qué vida tan fantástica».
Kenji recordaba con toda claridad la tarde de verano en que el tren le había dejado en la estación de Sorrento. El conductor del taxi eléctrico había reconocido inmediatamente la dirección.
—Capisco —había dicho, agitando las manos y poniendo en marcha el coche—, il palazzo Sabatini.
Francesca vivía en un hotel transformado que dominaba la bahía de Nápoles. Era un edificio de veinte habitaciones que en otro tiempo perteneció a un príncipe del siglo XVII. Desde la estancia en que esperó a que apareciera la señora Sabatini, podía ver un funicular que transportaba bañistas descendiendo a lo largo de un escarpado precipicio hasta la bahía azul que se extendía al pie.
La señora llegó con media hora de retraso y luego le entró una prisa enorme por poner fin a la entrevista. Por dos veces informó Francesca a Kenji de que había accedido a hablar con él sólo porque su editor le había dicho que se trataba de un «destacado joven escritor».
—Francamente —dijo en su excelente inglés—, a estas alturas encuentro sumamente aburrida cualquier conversación sobre la Newton.
Su interés en la conversación aumentó de manera considerable cuando Kenji le habló de sus «nuevos datos», los archivos del ordenador personal de Nicole que habían sido transmitidos por telemetría a la Tierra durante las últimas semanas de la misión. Francesca quedó silenciosa, incluso pensativa, mientras Kenji comparaba las notas internas que Nicole había tomado con la «confesión» realizada por el doctor David Brown al reportero del semanario en 2208.
—Le había subestimado a usted —dijo Francesca con una sonrisa, cuando Kenji preguntó si no le parecía una «extraordinaria coincidencia» que el diario de Nicole Newton y la confesión de David Brown tuviesen tantos puntos en común. Nunca respondió directamente a sus preguntas. En lugar de ello, se puso en pie, insistió en que se quedara a pasar la noche y dijo a Kenji que hablaría con él más tarde.
Al atardecer, llegó a la habitación de Kenji en el palacio de Francesca una nota en la que se le comunicaba que la cena sería a las ocho y media y que debía llevar chaqueta y corbata. A la hora indicada, llegó un robot que le acompañó hasta un suntuoso comedor de paredes cubiertas con murales y tapices, resplandecientes arañas suspendidas de los altos techos y delicadas esculturas en todas las hornacinas. La mesa estaba puesta para diez personas. Francesca se encontraba ya allí, de pie junto a un sirviente robot en un extremo del amplio salón.
—Kon ban wa, Watanabe-san —dijo Francesca en japonés, mientras le ofrecía una copa de champaña—. Estoy renovando las estancias principales, así que me temo que habremos de tomar aquí los cócteles. Es muy gauche, como dirían los franceses, pero así tendrá que ser.
Francesca tenía un aspecto espléndido. Llevaba los rubios cabellos recogidos sobre la cabeza y sujetos con una gran peineta. Una gargantilla de diamantes le rodeaba el cuello y de un discreto collar de diamantes colgaba un inmenso solitario de zafiro. Lucía un vestido blanco sin tirantes, con pliegues y frunces que acentuaban las curvas de su cuerpo todavía juvenil. Kenji no podía creer que tuviese setenta años.
Le cogió de la mano, tras explicarle que había organizado rápidamente una cena «en su honor» y le llevó hacia los tapices que colgaban en la pared del otro extremo.
—¿Conoce a Aubusson? —preguntó. Como él negara con la cabeza, Francesca se lanzó a una exposición de la historia de los tapices europeos.
Media hora después, Francesca ocupó su asiento a la cabecera de la mesa. Un profesor de música de Nápoles y su esposa (supuestamente actriz), dos atractivos y atezados futbolistas profesionales, el conservador de las ruinas de Pompeya (un hombre de poco más de cincuenta años), una poetisa italiana de mediana edad y dos jóvenes de veintitantos años, extraordinariamente atractivas ambas, ocuparon los asientos restantes. Tras consultar con Francesca, una de las dos jóvenes se sentó enfrente de Kenji y la otra junto a él.
Al principio, el sillón situado frente a Francesca, al otro extremo de la mesa, permaneció vacío. Pero Francesca le cuchicheó algo a su mayordomo y cinco minutos después un hombre muy viejo, cojo y casi ciego, fue introducido en el salón. Kenji lo reconoció inmediatamente. Era Janos Tabori.
La comida era maravillosa, la conversación animada. Los manjares eran servidos por camareros, no por los robots utilizados por todos los restaurantes, salvo los más elegantes, y cada plato iba acompañado de un vino italiano diferente. ¡Y qué grupo tan notable! Todos, incluso los futbolistas, hablaban un inglés pasable. Todos también estaban interesados y versados en historia espacial. La joven sentada delante de Kenji había leído incluso su popular libro sobre las primeras exploraciones de Marte. A medida que avanzaba la velada, Kenji, de treinta años a la sazón y soltero, se iba sintiendo cada vez menos cohibido. Todo lo estimulaba: las mujeres, el vino, las conversaciones sobre historia, poesía y música.
Sólo una vez durante las dos horas que permanecieron sentados a la mesa se mencionó la entrevista de la tarde. En una pausa de la conversación, después del postre y antes del coñac, Francesca le gritó casi a Janos:
—Este joven japonés, que es muy brillante, cree haber encontrado en el ordenador personal de Nicole pruebas que corroboran aquellas horribles mentiras que David contó antes de morir.
Janos no hizo ningún comentario. La expresión de su rostro no cambió. Pero después de la cena entregó a Kenji una nota y desapareció. «“Sólo conocéis la verdad y no tenéis compasión —decía la nota—. Por eso, juzgáis injustamente.” Aglaia Yepanchin al príncipe Mishkin. El idiota, de Fiódor Dostoievski».
No llevaba Kenji más que cinco o diez minutos en su habitación, cuando sonaron unos golpecitos en la puerta. Al abrirla, vio a la joven italiana que había estado sentada delante de él durante la cena. Vestía un biquini diminuto que dejaba al descubierto casi todo su excepcional cuerpo. En la mano llevaba un bañador de hombre.
—Señor Watanabe —dijo con una seductora sonrisa—, venga a nadar con nosotros. Este bañador le irá bien.
Kenji sintió una inmediata y enorme oleada de lujuria que no se aplacó enseguida. Ligeramente azorado, esperó uno o dos minutos después de vestirse antes de reunirse con la mujer en el vestíbulo.
Tres años después, aun tendido en su cama en Nuevo Edén al lado de la mujer que amaba, le resultaba a Kenji imposible no recordar con deseo sexual la noche que pasó en el palacio de Francesa.
Seis de ellos habían tomado el funicular hasta la bahía y se habían bañado a la luz de la luna. En la cabaña próxima a la orilla habían bebido, bailado y reído juntos. Había sido una noche de ensueño. «Al cabo de una hora —recordó Kenji— todos estábamos alegremente desnudos. El plan estaba claro. Los dos futbolistas eran para Francesca. Las dos madonnas para mí».
Kenji se retorció en la cama al recordar la intensidad de su placer y la risa espontánea de Francesca cuando, al amanecer, lo encontró entrelazado con las dos jóvenes en una de las amplias tumbonas que había junto a la bahía.
«Cuando llegué a Nueva York, cuatro días después, mi editor me dijo que creía que debía abandonar el proyecto de la Newton. No discutí con él. Probablemente, lo habría sugerido yo mismo».