Eponine localizo a Kimberly en un rincón de la habitación llena de humo y se sentó a su lado. Aceptó el cigarrillo que su amiga le ofrecía, lo encendió e inhaló profundamente.
—Ah, que placer —exclamo en voz baja Eponine mientras expelía el humo en pequeños círculos y contemplaba cómo se elevaba lentamente hacia los ventiladores.
—Con todo lo que te gusta el tabaco y la nicotina —dijo Kimberly junto a ella en un susurro—, sé que adorarías el kokomo. —La norteamericana dio una chupada a su cigarrillo—. Sé que no me crees, Eponine, pero es realmente mejor que el sexo.
—Yo no quiero historias de ésas, amiga mía —explicó Eponine, con tono cordial y amistoso—. Ya tengo bastantes vicios. Y nunca, nunca podría controlar algo que de verdad fuese mejor que el sexo.
Kimberly Henderson rio de buena gana, haciendo ondular sobre los hombros sus largos cabellos rubios. Tenía veinticuatro años, uno menos que su colega francesa. Ambas se hallaban sentadas en el cuarto de fumadoras contiguo a la ducha de mujeres. Era un pequeño recinto cuadrado, de no más de cuatro metros de lado, en el que una docena de mujeres se hallaban en aquel momento, de pie o sentadas, fumando cigarrillos todas ellas.
—Este sitio me recuerda el cuarto trasero de Willie’s, en Evergreen, a las afueras de Denver —dijo Kimberly—. Mientras cien o más cowboys y labriegos bailaban y bebían en el bar, ocho o diez de nosotras nos retirábamos a la «oficina» sagrada de Willie’s, como él la llamaba, y nos colocábamos completamente a base de kokomo.
Eponine miró a Kimberly a través de la neblina.
—Aquí, por lo menos, no nos acosan los hombres. Son absolutamente imposibles, peores aún que los tipos del poblado de detención de Bourges. Estos fulanos no deben de pensar más que en el sexo durante todo el día.
—Es comprensible —respondió Kimberly, riendo de nuevo—. Es la primera vez en muchos años que no se encuentran estrechamente vigilados. Cuando los hombres de Toshio sabotearon todos los monitores ocultos, todos ellos se sintieron de pronto libres. —Miró a Eponine—. Pero también hay un lado desagradable. Hoy ha habido otras dos violaciones, una en la zona de recreo mixta.
Kimberly terminó un cigarrillo y encendió inmediatamente otro.
—Necesitas alguien que te proteja —continuó—, y sé que a Walter le encantaría hacerlo. Gracias a Toshio, los presidiarios han dejado casi por completo de perseguirme. Mi principal preocupación ahora son los guardianes de la AIE, no sé qué se han creído. Sólo ese apetitoso mocetón italiano, Marcello no sé cuántos, me interesa. Ayer me dijo que me haría «gemir de placer» si me iba con él a su habitación. Me sentí tentada a hacerlo hasta que vi a uno de los matones de Toshio observando la conversación.
Eponine encendió otro cigarrillo. Sabía que era ridículo fumarlos uno tras otro, pero a los pasajeros de la Santa María sólo se les permitían tres «descansos» de media hora al día y estaba prohibido fumar en la abarrotada zona de las habitaciones. Mientras Kimberly atendía una pregunta que le hacía una corpulenta mujer de poco más de cuarenta años, Eponine pensó en los primeros días transcurridos desde que salieron de la Tierra. «El tercer día de viaje —recordó—, Hakamura me mandó a su intermediario. Debo de haber sido su primera elección». El corpulento japonés, luchador de sumo antes de convertirse en cobrador de deudas por cuenta de un famoso círculo de juego, se había inclinado respetuosamente ante ella cuando le abordó en la sala mixta.
—Señorita Eponine —había dicho en un inglés con fuerte acento extranjero—, mi amigo Nakamura-san me ha pedido que le diga a usted que la encuentra muy hermosa. Le ofrece protección completa a cambio de su compañía y de algún ocasional favor de placer.
«La oferta era atractiva en algunos aspectos —recordó Eponine—, y semejante a la que la mayoría de las mujeres de apariencia decente que viajan en la Santa María han acabado aceptando, Yo sabía entonces que Nakamura sería muy poderoso. Pero no me gustaba su frialdad. Y pensé equivocadamente que podría permanecer libre».
—¿Lista? —repitió Kimberly.
Eponine abandonó bruscamente su ensoñación. Apagó su cigarrillo y entró con su amiga en el vestuario. Mientras se quitaban la ropa y se preparaban para ducharse, por lo menos una docena de ojos se recreaban en sus espléndidos cuerpos.
—¿No te molesta —preguntó Eponine cuando estaban una al lado de la otra en la ducha— tener a todas esas bolleras devorándote con los ojos?
—Nopi —respondió Kimberly—. En cierto modo, me gusta. Resulta ciertamente halagador. No hay aquí muchas mujeres con una planta como la nuestra. A mí me excita verlas mirarme tan hambrientamente.
Eponine se aclaró la espuma que le cubría los rotundos y firmes pechos y se inclinó hacia Kimberly.
—¿Es que has tenido relación sexual con otra mujer? —preguntó.
—Claro —respondió Kimberly, con otra carcajada—. ¿Tú no?
Sin esperar respuesta, la norteamericana se lanzó a una de sus historias.
—Mi primer plan en Denver fue una bollera. Yo tenía sólo dieciocho años y era absolutamente perfecta de pies a cabeza. La primera vez que Loretta me vio desnuda creyó que se había muerto y estaba en el cielo. Yo acababa de entrar en la escuela de enfermeras y no podía pagarme mucha droga. Así que hice un trato con Loretta. Ella podía joder conmigo, pero sólo si me proporcionaba cocaína. Nuestro ligue duró casi seis meses. Para entonces yo me las apañaba ya por mi propia cuenta y, además, me había enamorado de El Mago.
»Pobre Loretta —continuó Kimberly mientras ella y Eponine se secaban mutuamente la espalda en el lavabo contiguo a la ducha—. Aquello le destrozó el corazón. Me ofreció todo, incluso su lista de clientes. Acabó convirtiéndose en un incordio, así que me la quité de en medio e hice que El Mago la obligara a marcharse de Denver.
Kimberly vio una fugaz expresión reprobadora en la cara de Eponine.
—Cristo —exclamó—, ya me estás poniendo delante la moralidad. Eres la asesina más condenadamente blanda que jamás he conocido. A veces me recuerdas a todos los santurrones de mi último curso en la escuela superior.
Cuando se disponían a salir de la zona de duchas, se acercó a ellas por detrás una muchacha negra de trenzas.
—¿Kimberly Henderson? —preguntó.
—Sí —asintió Kimberly, volviéndose—. Pero ¿por qué…?
—¿Es tu hombre el rey Nakamura? —le interrumpió la muchacha.
Kimberly no respondió.
—Si lo es, necesito tu ayuda —continuó la muchacha negra.
—¿Qué quieres? —preguntó Kimberly con aire reservado.
La muchacha rompió de pronto a llorar.
—Mi hombre Reuben no pretendía nada. Estaba borracho de esa basura que venden los guardias. No sabía que estaba hablando con el rey japonés.
Kimberly esperó a que la muchacha se secara las lágrimas.
—¿Qué tienes? —susurró.
—Tres cuchillos y dos cigarrillos de kokomo dinamita —respondió la muchacha también en un susurro.
—Tráemelos —indicó Kimberly con una sonrisa—. Y yo prepararé una ocasión para que tu Reuben le presente sus disculpas al señor Nakamura.
—No te gusta Kimberly, ¿verdad? —le dijo Eponine a Walter Brackeen.
Éste era un corpulento negro norteamericano de ojos dulces y dedos absolutamente mágicos sobre un teclado. Estaba tocando una serie de piezas ligeras de jazz y mirando a su hermosa dama mientras sus tres compañeros de habitación permanecían de mutuo acuerdo en las zonas comunes.
—No —respondió lentamente Walter—. Ella no es como nosotros. Puede ser muy divertida, pero, por debajo de su apariencia, yo creo que es absolutamente mala.
—¿Qué quieres decir?
Walter cambió a una dulce balada, de melodía más fácil y continuó tocando durante casi un minuto entero antes de hablar.
—Supongo que a los ojos de la ley todos somos iguales, todos asesinos. Pero a mis ojos, no. Yo le quité la vida a un hombre que sodomizaba a mi hermano pequeño. Tú mataste a un maldito bastardo que estaba arruinando tu vida. —Walter calló un instante e hizo rodar los ojos—. Pero esa amiga tuya, Kimberly, ella y su amigo se cargaron a tres tipos a los que ni siquiera conocían sólo por drogas y dinero.
—Estaba flipada entonces.
—No importa —replicó Walter—. Cada uno de nosotros es siempre responsable de su conducta. Si yo me meto una droga que me altera el sentido, el error es mío. Pero no puedo eludir la responsabilidad de mis actos.
—Tenía un historial impecable en el centro de detención. Todos y cada uno de los médicos que trabajaron con ella dijeron que era una enfermera excelente.
Walter dejó de tocar su piano electrónico y miró fijamente a Eponine durante unos segundos.
—No hablemos más de Kimberly —dijo—. Tenemos poco tiempo para estar juntos… ¿Has pensado en mi proposición?
Eponine suspiró.
—Sí, Walter, he pensado en ella. Y, aunque me gustas, y disfruto haciendo el amor contigo, el arreglo que sugeriste se parece demasiado a un compromiso… Además, yo creo que es principalmente para satisfacer tu ego. Si no me equivoco, tú prefieres a Malcolm…
—Malcolm no tiene nada que ver con nosotros —le interrumpió Walter—. Ha sido amigo íntimo mío desde hace años, desde que entré en el complejo de detención de Georgia. Interpretamos música juntos. Compartimos el sexo cuando nos sentimos solos. Somos compañeros…
—Lo sé, lo sé… No se trata de Malcolm, lo que me preocupa es más bien una cuestión de principio. Me gustas, Walter, tú lo sabes. Pero… —Eponine dejó la frase en el aire mientras forcejeaba con sus encontrados sentimientos.
—Estamos a tres semanas de distancia de la Tierra —dijo Walter— y nos quedan seis semanas más antes de que lleguemos a Marte. Yo soy el hombre más corpulento de la Santa María. Si digo que tú eres mi chica, nadie te molestará durante esas seis semanas.
Eponine recordó una desagradable escena que había presenciado aquella misma mañana, cuando dos internos alemanes comentaban lo fácil que sería perpetrar una violación en la sección de los reclusos. Sabían que ella podía oírles, pero no habían hecho ningún esfuerzo por bajar la voz.
Se echó finalmente en los enormes brazos de Walter.
—Está bien —dijo en voz baja—. Pero no esperes demasiado… Soy una mujer algo difícil.
—Creo que Walter debe de tener un problema de corazón —dijo Eponine en un susurro.
Era de noche y sus otras dos compañeras de habitación estaban dormidas. Kimberly, en la litera situada debajo de la de Eponine, se hallaba todavía aturdida por efecto del kokomo que había fumado dos horas antes. Le sería imposible conciliar el sueño durante varias horas más.
—Las reglas de esta nave no podían ser más estúpidas. Cristo, si hasta en el Centro de Detención Pueblo había menos normas. ¿Por qué diablos no podemos estar en las zonas comunes después de medianoche? ¿Qué daño hacemos con ello?
—Tiene dolores en el pecho de vez en cuando y si tenemos una entusiasta sesión de sexo suele quejarse después de que le falta el aliento… ¿Crees que podrías echarle un vistazo?
—Y qué te parece ese Marcello, ¿eh? ¡Qué estúpido! Me dice que puedo quedarme levantada toda la noche si quiero ir a su habitación. Mientras estoy allí sentada con Toshio. ¿Qué se figura que está haciendo? Quiero decir que ni siquiera los guardias pueden meterse con el rey japones… ¿Qué decías, Eponine?
Eponine se incorporó apoyada en el codo y se asomó por el borde de la litera.
—Walter Brackeen, Kim —dijo—. Estoy hablando de Walter Brackeen. ¿Puedes calmarte un poco y prestar atención a lo que estoy diciendo?
—Está bien, está bien. ¿Qué pasa con tu Walter? ¿Qué quiere? Todo el mundo quiere algo del rey japonés. Supongo que eso me convierte a mí en la reina, en cierto modo al menos…
—Creo que Walter tiene mal el corazón —repitió en voz alta la exasperada Eponine—. Me gustaría que le examinaras.
—Chiss —replicó Kimberly—. Nos van a encerrar, como hicieron con aquella sueca… Mierda, Ep, yo no soy médico. Puedo decir cuándo un corazón tiene latidos irregulares, pero eso es todo… Deberías llevar a Walter a ese médico que es cardiólogo, no sé cómo se llama, ese tan callado que siempre está solo cuando no se encuentra reconociendo a alguien…
—El doctor Robert Turner —le interrumpió Eponine.
—Ese mismo…, muy profesional, retraído, distante, nunca habla si no es en jerga médica, cuesta creer que les volara la cabeza a dos hombres con una escopeta en un tribunal, no cuadra con…
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Eponine.
—Me lo dijo Marcello. Yo sentía curiosidad, estábamos riendo y él me tomaba el pelo, me decía cosas como «¿te hace gemir ese japonés?» y «¿qué hay de ese médico tan callado, puede hacerte gemir él?».
—Cristo, Kim —exclamó Eponine, alarmada ahora—, ¿te has estado acostando también con Marcello?
Su compañera de habitación se echó a reír.
—Sólo dos veces. Habla mejor que jode. Y vaya ínfulas. El rey japonés por lo menos es atento.
—¿Lo sabe Nakamura?
—¿Crees que estoy loca? —replicó Kimberly—. No tengo ganas de morir. Pero tal vez tenga sospechas… No lo volveré a hacer, pero si ese doctor Turner llegara nada más que a susurrarme al oído, estaría completamente dispuesta…
Kimberly continuó su parloteo. Eponine pensó brevemente en el doctor Robert Turner. Le había examinado poco después del lanzamiento, cuando ella se había visto afectada de una extraña erupción. «Ni siquiera se fijó en mi cuerpo —recordó—. Fue un examen completamente profesional».
Eponine apartó de su mente a Kimberly y centró su atención en una imagen del atractivo doctor. Le sorprendió descubrir que sentía una chispa de interés romántico. Había en el doctor algo decididamente misterioso, pues nada en su comportamiento ni en su personalidad cuadraba en absoluto con un doble homicidio. «Debe de haber una historia interesante», pensó.
Eponine estaba soñando. Era la misma pesadilla que había tenido cien veces desde el asesinato. El profesor Moreau yacía tendido en el suelo de su estudio, con los ojos cerrados y un reguero de sangre brotándole del pecho. Eponine se dirigió a la pila, limpió el gran cuchillo de trinchar y volvió a dejarlo sobre el mostrador. Mientras pasaba por encima del cuerpo, aquellos odiados ojos se abrieron. Vio en ellos su violenta locura. Tendió los brazos hacia ella…
—Enfermera Henderson. Enfermera Henderson.
Los golpes en la puerta eran más fuertes. Eponine despertó de su sueño y se frotó los ojos. Kimberly y otra de sus compañeras de habitación llegaron a la puerta casi al mismo tiempo.
El amigo de Walter, Malcolm Peabody, un hombrecillo blanco menudo y débil, de poco más de cuarenta años, estaba en la puerta. Se hallaba frenético.
—Me envía el doctor Turner en busca de una enfermera. Venga de prisa. Walter ha tenido un ataque cardíaco.
Mientras Kimberly empezaba a vestirse, Eponine bajó de su litera.
—¿Cómo está, Malcolm? —preguntó, mientras se ponía la bata—. ¿Ha muerto?
Malcolm pareció confuso.
—Oh, hola, Eponine —dijo dulcemente—. Había olvidado que tú y la enfermera Henderson… Cuando salí todavía respiraba, pero…
Teniendo cuidado de mantener siempre un pie en el suelo, Eponine salió apresuradamente de la habitación, recorrió el pasillo hasta el área común central y entró luego en la sección de hombres. Sonaban las alarmas mientras los monitores seguían su avance. Al llegar a la entrada al ala de Walter, Eponine se detuvo un momento para tomar aliento.
Un nutrido grupo de personas se había congregado en el pasillo ante la habitación de Walter. La puerta se hallaba abierta y por ella asomaba el tercio inferior de su cuerpo, tendido en el suelo. Eponine se abrió paso por entre los congregados y entró en la habitación.
El doctor Roben estaba arrodillado junto a su paciente, sosteniendo unos aguijones electrónicos contra el pecho desnudo de Walter. El cuerpo del hombre se encogía a cada sacudida y, luego, se elevaba ligeramente del suelo antes de que el médico lo empujara de nuevo sobre la superficie.
El doctor Turner levantó la vista cuando llegó Eponine.
—¿Es usted la enfermera? —preguntó con brusquedad.
Por un fugaz instante, Eponine quedó sin habla. Y aturdida. Allí estaba su amigo, agonizante o ya muerto, y en lo único en que podía pensar era en los azules ojos, prácticamente perfectos del doctor Turner.
—No —respondió al fin, totalmente confusa—. Yo soy la amiga… La enfermera Henderson es mi compañera de habitación… Estará aquí enseguida.
Kimberly y dos guardias de la AIE llegaron en ese momento.
—El corazón se le ha parado por completo hace cuarenta y cinco segundos —dijo el doctor Turner a Kimberly—. Es demasiado tarde para trasladarlo a la enfermería. Voy a abrirle y a intentar emplear el estimulador Komori. ¿Ha traído sus guantes?
Mientras Kimberly se ponía los guantes, el doctor Turner ordenó que se apartaran todos de su paciente. Eponine no se movió. Cuando los guardias la agarraron por los brazos, el médico murmuró algo y los guardias la soltaron.
El doctor Turner entregó a Kimberly su equipo de instrumentos quirúrgicos y luego, actuando con rapidez y destreza increíbles, practicó una profunda incisión en el pecho de Walter. Retrajo los pliegues de la piel, dejando al descubierto el corazón.
—¿Ha participado alguna vez en este tratamiento, enfermera Henderson? —preguntó.
—No —respondió Kimberly.
—El estimulador Komori es un ingenio electroquímico que se adhiere al corazón, forzándolo a latir y a continuar bombeando sangre. Si la patología es temporal, como un coágulo sanguíneo o una válvula espástica, a veces se puede resolver el problema y el corazón empieza a funcionar de nuevo.
El doctor Turner insertó el estimulador Komori, del tamaño de un sello de Correos, detrás del ventrículo izquierdo del corazón y conectó la energía del sistema portátil de control que tenía a su lado, en el suelo. Tres o cuatro segundos después, el corazón empezó a latir lentamente.
—Tenemos ahora unos ocho minutos para encontrar el problema —dijo para sí mismo el doctor.
Finalizó en menos de un minuto su análisis de los subsistemas primarios del órgano.
—No hay coágulos —murmuró—, y tampoco vasos ni válvulas dañados… Entonces ¿por qué dejó de latir?
El doctor Turner levantó cuidadosamente el palpitante corazón e inspeccionó los músculos inferiores. El tejido muscular que rodeaba a la aurícula izquierda estaba descolorido y blando. Lo tocó muy levemente con el extremo de unos de sus aguzados instrumentos y del tejido se desprendieron varios fragmentos semejantes a escamas.
—Dios mío —exclamó el doctor—, ¿qué diablos es esto? —Mientras el doctor Turner lo sostenía levantado, el corazón de Walter Brackeen se contrajo de nuevo y una de las largas estructuras fibrosas del centro del descolorido tejido muscular empezó a disgregarse—. ¿Qué…?
Turner parpadeó dos veces y se llevó la mano derecha a la mejilla.
—Mire esto, enfermera Henderson —dijo en voz baja—. Es absolutamente asombroso. Estos músculos se han atrofiado por completo. Nunca he visto nada parecido… No podemos hacer nada por este hombre.
Se le llenaron los ojos de lágrimas a Eponine mientras el doctor Turner retiraba el estimulador Komori y el corazón de Walter cesaba nuevamente de latir. Kimberly empezó a quitar las grapas que recogían la piel alrededor del corazón, pero el doctor la contuvo.
—Todavía no —dijo—. Llevémoslo a la enfermería para poder practicarle una autopsia completa. Quiero averiguar todo lo que pueda.
Los guardias y dos de los compañeros de habitación de Walter colocaron al fornido hombre sobre una camilla y el cadáver fue sacado de la sección. Malcolm Peabody sollozaba quedamente en la litera de Walter. Eponine se acercó a él. Compartieron un silencioso abrazo y luego permanecieron juntos, cogidos de la mano, durante casi toda la noche.