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La camarera más joven, la del kimono azul claro con el demodado obi, descorrió la mampara deslizante y entró en la estancia. Llevaba una bandeja con cerveza y sake.

—Osake onegai shimasu —dijo cortésmente el padre de Kenji, levantando su copa de sake mientras la llenaba.

Kenji tomó un trago de su cerveza fría. Regresó entonces la camarera de más edad, caminando silenciosamente con una bandejita de entremeses. En el centro había alguna especie de marisco en una salsa ligera, pero Kenji no habría podido identificar ni el molusco ni la salsa. En los diecisiete años transcurridos desde que saliera de Kyoto no había tenido más que unas cuantas de aquellas comidas Kaiseki.

—Campai —dijo Kenji, entrechocando su vaso de cerveza con la copa de sake de su padre—. Gracias, padre. Es para mí un honor estar cenando aquí contigo.

Kicho era el restaurante más famoso de la región de Kansai, de todo el Japón quizás. Era también terriblemente caro, pues conservaba todas las tradiciones de servicio personal, comedores privados y platos de temporada elaborados solamente con los ingredientes de más calidad. Cada manjar era un deleite para los ojos, además de serlo para el paladar. Cuando el señor Watanabe informó a su hijo que iban a cenar los dos a solas, Kenji ni por un momento imaginó que sería en Kicho.

Habían estado hablando de la expedición a Marte.

—¿Cuántos de los demás colonos son japoneses? —preguntó el señor Watanabe.

—Bastantes —respondió Kenji—. Casi trescientos, si no recuerdo mal. Hubo muchas solicitudes altamente cualificadas procedentes de Japón. Sólo América tiene un contingente mayor.

—¿Conoces personalmente a algunos de los otros japoneses?

—A dos o tres. Yasuko Horikawa estuvo algún tiempo en mi clase en la escuela superior juvenil de Kyoto. Quizá te acuerdes de ella. Dientes muy salientes, gafas de cristales gruesos. Trabaja, o trabajaba, debería decir, como química en Dai-Nippon.

El señor Watanabe sonrió.

—Creo que la recuerdo —dijo—. ¿No vino a casa la noche en que Keiko tocó el piano?

—Sí, creo que sí —respondió alegremente Kenji. Se echó a reír—. Pero me cuesta acordarme de nada más que de Keiko en toda aquella noche.

El señor Watanabe vació su copa de sake. La camarera joven, discretamente sentada sobre los talones en un rincón de la estancia, cubierta de esterillas tatami, se acercó a la mesa para llenársela de nuevo.

—Estoy preocupado por los criminales, Kenji —dijo el señor Watanabe cuando se hubo marchado la joven.

—¿De qué estás hablando, padre? —preguntó Kenji.

—He leído en una revista un artículo en el que se aseguraba que la AIE había reclutado varios centenares de presidiarios para formar parte de vuestra colonia Lowell. El artículo hacía hincapié en que todos los criminales habían observado una conducta intachable durante su reclusión y que todos ellos poseían también destacadas cualificaciones. Pero ¿por qué era necesario aceptar presidiarios?

Kenji tomó un trago de cerveza.

—La verdad, padre —respondió—, es que hemos tropezado con ciertas dificultades en el proceso de reclutamiento. Primeramente, nos formamos una idea poco realista del número de personas que solicitarían participar y establecimos unos criterios de selección demasiado rigurosos. Después, el requisito de un tiempo mínimo de cinco años fue un error. Para los jóvenes en especial, la decisión de hacer algo durante un período tan largo constituye un compromiso abrumador, y, lo que es más importante, la prensa socavó gravemente todo el proceso de provisión. Por la época en que pedíamos que se nos enviaran solicitudes de admisión, se produjo un verdadero aluvión de artículos en revistas y programas especiales de televisión sobre la extinción de las colonias marcianas hace cien años. A muchos les asustaba la posibilidad de que se repitiese la historia y también ellos pudieran quedar permanentemente abandonados en Marte.

Kenji hizo una breve pausa, pero el señor Watanabe no dijo nada.

—Además, como sabes, el proyecto ha sufrido los efectos de crisis financieras recurrentes. Fue durante la contracción económica del año pasado cuando por primera vez empezamos a considerar la posibilidad de utilizar presidiarios de buena conducta y profesionalmente cualificados como medio de resolver nuestras dificultades presupuestarias y de personal. Aunque se les pagaría un sueldo modesto, había numerosos estímulos para inducirles a presentarse. La selección significaba la concesión de un indulto total, y, por lo tanto, la libertad, cuando regresaran a la Tierra tras el período de cinco años. Además, los ex reclusos serían ciudadanos de pleno derecho de la colonia Lowell, igual que todos los demás, y no tendrían ya que soportar la molesta supervisión de todas sus actividades…

Kenji se interrumpió cuando las camareras depositaron sobre la mesa dos pequeñas porciones de pescado a la parrilla, bellamente presentadas sobre un lecho de hojas variadas. El señor Watanabe cogió con sus palillos una de las porciones y mordió un trocito.

—Oishii desu —comentó, sin mirar a su hijo.

Kenji cogió su porción de pescado. La conversación sobre la participación de presidiarios en la colonia Lowell parecía haber tocado a su fin. Kenji dirigió la vista hacia el bello jardín que se extendía a espaldas de su padre y por el que tan famoso era el restaurante. Un diminuto arroyo descendía por unas pulimentadas gradas y fluía junto a media docena de exquisitos árboles enanos. El asiento situado de cara al jardín era siempre el puesto de honor en una comida japonesa tradicional. El señor Watanabe había insistido en que Kenji tuviera ante sí la vista del jardín durante aquella última cena.

—¿No pudisteis atraer colonos chinos? —preguntó su padre cuando hubieron terminado el pescado.

Kenji movió negativamente la cabeza.

—Sólo unos pocos de Singapur y Malaysia. Tanto el gobierno chino como el brasileño prohibieron a sus ciudadanos presentarse. La decisión brasileña era esperada, su imperio sudamericano está virtualmente en guerra con el COG, pero habíamos confiado en que los chinos podrían suavizar su postura. Supongo que cien años de aislamiento no se esfuman con facilidad.

—No puedes censurárselo realmente —comentó el señor Watanabe—. Su nación sufrió terriblemente durante el Gran Caos. Todo el capital extranjero desapareció de la noche a la mañana y su economía se desmoronó inmediatamente.

—Conseguimos reclutar unos cuantos africanos negros, quizá cien en total, y un puñado de árabes. Pero la mayoría de los colonos procede de países que contribuyen con cantidades importantes a la AIE. Probablemente, era de esperar.

Kenji se sintió azorado de pronto. Desde que habían entrado en el restaurante, toda la conversación había girado en torno a él y a sus actividades. Durante los platos siguientes Kenji formuló a su padre diversas preguntas sobre su trabajo en International Robotics. El señor Watanabe, que era a la sazón el agente operativo jefe de la corporación, resplandecía de orgullo siempre que hablaba de «su» compañía. Era la empresa fabricante de robots para la fábrica y la oficina más grande del mundo. La cifra anual de ventas de IR, como siempre se la llamaba, la situaba entre las cincuenta industrias fabriles más importantes del mundo.

—El año que viene cumpliré sesenta y dos años —dijo el señor Watanabe, insólitamente locuaz a consecuencia de las numerosas copas de sake que había tomado—, y había pensado que podría retirarme. Pero Nakamura dice que sería un error. Dice que la compañía me necesita todavía…

Antes de que llegase la fruta, Kenji y su padre estaban hablando nuevamente de la próxima expedición marciana. Kenji explicó que Nai y la mayoría de los demás colonos asiáticos que viajarían en la Pinta o en la Niña se encontraba ya en el campo de adiestramiento japonés del sur de Kyushu. Él se reuniría con su mujer tan pronto como saliese de Kyoto y, tras diez días más de adiestramiento, ellos y el resto de pasajeros de la Pinta serían transportados a una estación espacial BOT (Baja Órbita Terrestre), donde se someterían durante una semana a un proceso de habituamiento a la ingravidez. La etapa final de su viaje en las proximidades de la Tierra sería el recorrido a bordo de un remolcador espacial de la distancia existente entre BOT y la estación espacial geosincrónica instalada en GEO-4, donde a la sazón se estaba procediendo a montar la Pinta, al tiempo que se la sometía a las comprobaciones finales y se la equipaba para el largo viaje a Marte.

La camarera más joven les llevó dos copas de coñac.

—Esa esposa tuya es realmente una criatura espléndida —dijo el señor Watanabe, al tiempo que tomaba un sorbo del licor—. Siempre he pensado que las mujeres tai son las más bellas del mundo.

—También es bella interiormente —se apresuró a añadir Kenji, echando súbitamente de menos a su mujer—. Y muy inteligente.

—Su inglés es excelente —indicó el señor Watanabe—. Pero tu madre dice que su japonés es horrible.

Kenji se irguió.

—Nai intentó hablar en japonés, idioma que, dicho sea de paso, no ha estudiado nunca, porque madre se negó a hablar en inglés. Fue todo deliberado para hacer que Nai se sintiera incómoda…

Kenji se contuvo. Sus palabras en defensa de Nai no resultaban oportunas en aquel momento.

—Gomen nasai —dijo a su padre.

El señor Watanabe tomó un prolongado trago de coñac.

—Bien, Kenji —dijo—, ésta es la última vez que estaremos juntos durante por lo menos cinco años. He disfrutado mucho con tu compañía y tu conversación. —Hizo una pausa—. Sin embargo, hay una cosa más de la que quiero hablar contigo.

Kenji cambió de postura (ya no estaba acostumbrado a permanecer cuatro horas seguidas sentado en el suelo con las piernas cruzadas) e irguió el busto, tratando de pensar con claridad. Por el tono de su padre comprendía que aquella «una cosa más» era importante.

—Mi interés por los criminales de tu colonia Lowell no se debe a simple curiosidad —comenzó el señor Watanabe. Hizo una pausa para ordenar sus ideas antes de continuar—. A finales de la semana pasada, al término de la jornada laboral, Nakamura-san vino a mi despacho y me dijo que la segunda solicitud de su hijo para participar en la colonia Lowell había sido también denegada. Me preguntó si querría hablar contigo para que intervinieses en el asunto.

Estas palabras fueron para Kenji como un rayo que cayera súbitamente sobre él. Nadie le había dicho jamás que su rival de juventud hubiera solicitado ser admitido en la colonia Lowell. Ahora era su padre…

—No he participado en el proceso de seleccionar a los colonos presidiarios —respondió lentamente Kenji—. Ésa es una sección del proyecto completamente diferente.

El señor Watanabe permaneció unos instantes en silencio.

—Nuestros contactos nos dicen —continuó finalmente, tras apurar su coñac— que la única verdadera oposición procede de un psiquiatra, un tal doctor Ridgemore, de Nueva Zelanda, que, pese al excelente historial de Toshio durante su período de reclusión, opina que el hijo de Nakamura sigue sin reconocer haber hecho nada malo… Creo que tú fuiste personalmente responsable de la selección del doctor Ridgemore para la colonia Lowell.

Kenji estaba asombrado. No se trataba de una petición formularia la que su padre le estaba haciendo. Había practicado una amplia investigación previa. «Pero ¿por qué? —se preguntó Kenji—. ¿Por qué está tan interesado?».

—Nakamura-san es un brillante ingeniero —prosiguió el señor Watanabe—. A él personalmente se deben muchos de los productos que nos han acreditado como líderes en nuestro campo. Pero su laboratorio no se ha mostrado muy innovador últimamente. De hecho, su productividad empezó a disminuir hacia la época de la detención y condena de su hijo.

El señor Watanabe se inclinó hacia Kenji, con los codos apoyados en la mesa.

—Nakamura-san ha perdido la confianza en sí mismo. Él y su mujer tienen que visitar una vez al mes a Toshio en su centro de reclusión. Ello constituye un constante recordatorio para Nakamura-san de la deshonra que ha caído sobre su familia. Si el hijo pudiera ir a Marte, quizá…

Kenji comprendió perfectamente lo que le estaba pidiendo su padre. Emociones largo tiempo reprimidas amenazaban ahora estallar con violencia. Kenji se sentía enfurecido y confuso. Se disponía a decirle a su padre que su petición era «incorrecta» cuando el señor Watanabe habló de nuevo.

—Ha sido igualmente duro para Keiko y la niña. Aiko tiene ya casi siete años. Cada quince días ambas toman diligentemente el tren para Ashiya…

A pesar de sus esfuerzos, Kenji no pudo impedir que se le agolparan las lágrimas en las comisuras de los ojos. La imagen de Keiko, quebrantada y abatida, llevando a su hija al interior de la zona restringida para la visita quincenal a su padre, era más de lo que podía soportar.

—La semana pasada —añadió su padre—, yo mismo hablé con Keiko a petición de Nakamura. Estaba muy desalentada. Pero pareció recobrar el ánimo cuando le dije que te iba a pedir que intercedieras en favor de su marido.

Kenji hizo una profunda inspiración y clavó la vista en el inexpresivo rostro de su padre. Sabía lo que iba a hacer. Sabía también que era realmente «incorrecto», no malo ni injusto, sólo incorrecto. Pero no tenía sentido angustiarse por una decisión que era inevitable.

Kenji apuró su coñac.

—Dile a Nakamura-san que mañana llamaré al doctor Ridgemore —indicó.

¿Y si su intuición era equivocada? «Entonces habré perdido una hora, noventa minutos como máximo», pensó Kenji, mientras, con una disculpa, abandonaba la reunión familiar con su hermana Fumiko y sus dos hijas y salía a la calle. Tomó inmediatamente la dirección de la colina. Faltaba alrededor de una hora para la puesta de sol. «Ella estará allí —se dijo—. Esta será mi última oportunidad de decirle adiós».

Kenji fue primero al pequeño templo Anraku-Ji. Entró en el hondo, esperando encontrar a Keiko en su lugar favorito, delante del altar de madera erigido en memoria de dos monjas budistas del siglo XII, antiguas integrantes del harén de la corte, que se habían suicidado cuando el emperador Go-Toba les ordenó repudiar las enseñanzas de san Honen. Keiko no estaba allí. Tampoco estaba fuera, donde se había dado sepultura a las dos mujeres, en la linde del bosque de bambúes. Kenji empezó a pensar que se había equivocado. «Keiko no ha venido —pensó—. Considera que ya se ha humillado demasiado».

Su única esperanza era que Keiko le estuviese esperando en el cementerio adyacente al Honen-In, donde diecisiete años antes le había informado de que se marchaba de Japón. El corazón le dio un vuelco a Kenji mientras subía por el sendero que conducía al templo. A lo lejos, a su derecha, vio la figura de una mujer. Llevaba un sencillo vestido negro y se encontraba junto a la tumba de Junichiro Tanizaki.

Aunque estaba vuelta de espaldas a él y no podía ver con claridad a la desfalleciente luz del crepúsculo, Kenji tuvo la certeza de que la mujer era Keiko. Subió corriendo los peldaños y entró en el cementerio, para detenerse finalmente a unos cinco metros de la mujer de negro.

—Keiko —dijo, jadeando—. Me alegra…

—Watanabe-san —exclamó ceremoniosamente la figura, volviéndose con la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo. Hizo una profunda reverencia, como si fuese una sirvienta—. Domo arrigato gozaimasu —repitió dos veces. Finalmente, se incorporó, pero siguió sin levantar la vista hacia Kenji.

—Keiko —dijo él en voz baja—. Soy Kenji. Estoy solo. Por favor, mírame.

—No puedo —respondió ella con voz apenas audible—. Pero sí puedo darte las gracias por lo que has hecho por Aiko y por mí —se inclinó de nuevo—. Domo arrigato gozaimasu —dijo.

Kenji se agachó impulsivamente y puso la mano bajo la barbilla de Keiko. Le levantó suavemente la cabeza hasta que pudo verle la cara. Keiko seguía siendo hermosa. Pero Kenji quedó horrorizado al ver el rictus de tristeza permanentemente tallado en aquellas delicadas facciones.

—Keiko —murmuró, sintiendo que las lágrimas de ella se le hundían como diminutos puñales en el corazón.

—Debo irme —susurró Keiko—. Te deseo que seas feliz. —Se desasió y volvió a inclinarse. Luego, se incorporó, sin mirarle, y descendió lentamente por el sendero entre las sombras del crepúsculo.

Los ojos de Kenji la siguieron hasta que desapareció en la distancia. Sólo entonces se dio cuenta de que había estado inclinado sobre la tumba de Tanizaki. Miró fijamente durante unos instantes los dos caracteres kanji, Ku y Jaku, grabados en la lápida gris. Uno de ellos decía «Vacío»; el otro, «Soledad».