Yukiko llevaba una camisa de seda negra, pantalones blancos y boina blanca y negra. Cruzó la sala de estar para hablar con su hermano.
—Ojalá vinieses, Kenji —dijo—. Va a ser la mayor manifestación en favor de la paz que el mundo ha visto jamás.
Kenji dirigió una sonrisa a su hermana menor.
—Me gustaría ir, Yuki —respondió—. Pero sólo me quedan dos días antes de mi marcha y quiero pasar el tiempo con madre y padre.
Su madre entró en la sala por el extremo opuesto. Parecía preocupada, como de costumbre, y llevaba una voluminosa maleta.
—Todo está ya debidamente recogido y guardado —dijo—. Pero me gustaría que cambiases de idea. Hiroshima va a estar convertida en un auténtico manicomio. El Asahi Shimbun dice que esperan un millón de visitantes, casi la mitad de ellos procede del extranjero.
—Gracia, madre —dijo Yukiko, cogiendo la maleta—, como sabes, Satoko y yo estaremos en el hotel Hiroshima Prince. No te preocupes. Llamaremos todas las mañanas, antes de que empiecen las actividades. Y el lunes por la tarde estaré de nuevo en casa.
La joven abrió la maleta y extrajo de un compartimiento especial una pulsera de diamantes y un anillo de zafiro. Se puso las dos joyas.
—¿No crees que deberías dejar esas cosas en casa? —se inquietó su madre—. Recuerda que estarán allá esos extranjeros. Tus joyas quizá sean una tentación demasiado fuerte para ellos.
Yukiko se echó a reír con aquella espontaneidad que Kenji adoraba.
—No tienes que preocuparte tanto, madre —exclamó—. Siempre estás pensando en qué cosas malas podrían ocurrir… Vamos a ir a Hiroshima para asistir a las ceremonias conmemorativas del trescientos aniversario del lanzamiento de la bomba atómica. Allí estará nuestro primer ministro, así como tres de los miembros del consejo central de COG. Por las noches actuarán muchos de los músicos más famosos del mundo. Será lo que padre llama una experiencia enriquecedora, y a ti sólo se te ocurre pensar en que alguien podría robarme mis joyas.
—Cuando yo era joven, resultaba insólito que dos chicas que aún no han terminado sus estudios viajaran solas por Japón…
—Ya hemos hablado de eso otras veces, madre —le interrumpió Yuki—. Tengo casi veintidós años. El año que viene, cuando acabe la carrera, me iré a vivir fuera de casa, por mi propia cuenta, quizás incluso en otro país. Ya no soy una niña. Y Satoko y yo somos perfectamente capaces de cuidar la una de la otra.
Yukiko miró su reloj.
—Debo irme —dijo—. Probablemente, ella me está esperando ya en la estación del metro.
Se dirigió con gráciles pasos hacia su madre y le dio un rutinario beso. Yuki abrazó largamente a su hermano.
—Que te vaya bien, ani-san —le susurró al oído—. Cuídate en Marte y cuida a tu encantadora esposa. Todos estamos muy orgullosos de ti.
Kenji nunca había conocido muy bien a Yukiko. Después de todo, era casi doce años mayor que ella. Yuki sólo tenía cuatro años cuando el señor Watanabe fue nombrado presidente de la división americana de International Robotics. La familia había cruzado el Pacífico para establecerse en un suburbio de San Francisco. Kenji no prestaba por entonces gran atención a su hermana. En California le interesaba mucho más su propia vida, especialmente cuando comenzó sus estudios en UCLA, Universidad de California Los Angeles.
El matrimonio Watanabe y Yukiko regresaron a Japón en el año 2232, mientras Kenji se quedaba estudiando el segundo curso de historia en la universidad. Desde entonces había tenido muy poco contacto con Yuki. Durante sus visitas anuales a su casa de Kyoto, Kenji siempre tenía intención de pasar más horas con Yuki, pero nunca llegaba a hacerlo. O ella estaba demasiado ocupada en su propia vida, o sus padres habían organizado demasiados actos sociales o el propio Kenji no había tenido tiempo suficiente.
Kenji experimentó una vaga sensación de tristeza mientras permanecía en la puerta, viendo cómo desaparecía Yukiko a lo lejos. «Voy a marcharme de este planeta —pensó—, y aún no he tenido tiempo de conocer a mi propia hermana».
La señora Watanabe estaba hablando con voz monótona detrás de él, expresando su sentimiento de que su vida había sido un fracaso porque ninguno de sus hijos albergaba ningún respeto hacia ella y todos se marchaban de su lado. Ahora su único hijo varón, que se había casado con una mujer de Tailandia sólo para fastidiarle a ella, se iba a ir a vivir a Marte y no lo volvería a ver durante más de cinco años. En cuanto a su hija intermedia, por lo menos ella y su marido banquero le habían dado dos nietas, pero eran tan sosas y aburridas como sus padres…
—¿Qué tal está Fumiko? —interrumpió Kenji a su madre—. ¿Tendré oportunidad de verla a ella y a mis sobrinas antes de marcharme?
—Mañana por la noche vienen desde Kobe para cenar con nosotros —respondió su madre—. Aunque no tengo ni idea de qué ponerles… ¿Sabías que Tatsuo y Fumiko ni siquiera les enseñan a sus hijas a usar los palillos? ¿Te lo imaginas? ¿Una niña japonesa que no sabe usar los palillos? ¿No hay nada sagrado? Hemos renunciado a nuestra identidad por hacernos ricos. Le estaba diciendo a tu padre…
Kenji se zafó con una excusa del quejumbroso monólogo de su madre y buscó refugio en el estudio de su padre. Fotografías enmarcadas cubrían las paredes de la estancia, archivos de la vida personal y profesional de un hombre que había triunfado. Dos de las láminas contenían recuerdos especiales para Kenji también. En una de las fotos, su padre y él sostenían un gran trofeo otorgado por el club de campo a los ganadores del anual torneo de golf padre-hijo. En la otra, un resplandeciente señor Watanabe entregaba una gran medalla a su hijo tras haber ganado el primer premio de todo Kyoto en la competición académica de la escuela superior.
Lo que Kenji había olvidado hasta que vio de nuevo las fotografías era que Toshio Nakamura, hijo del mejor amigo y socio comercial de su padre, había quedado segundo en ambos concursos. En las dos fotografías, el joven Nakamura, que le llevaba casi la cabeza a Kenji, tenía una expresión ceñuda e iracunda.
«Eso fue mucho antes de que se metiera en complicaciones», pensó Kenji. Recordó el titular, «Ejecutivo de Osaka, detenido», que, cuatro años antes, había anunciado el procesamiento de Toshio Nakamura. El artículo que seguía al titular explicaba que el señor Nakamura, a la sazón vicepresidente del Grupo Hotelero Tomozawa, había sido acusado de graves delitos, que iban desde soborno hasta proxenetismo y tráfico de esclavos. Cuatro meses después, Nakamura había sido declarado culpable y condenado a varios años de prisión. Kenji no salía de su asombro. «¿Qué diablos le pasó a Nakamura?», se había preguntado muchas veces durante aquellos cuatro años.
Mientras recordaba a su rival de juventud, Kenji se sentía entristecido por Keiko Murosawa, la mujer de Nakamura, por quien el propio Kenji había sentido un especial afecto cuando tenía dieciséis años, en Kyoto. De hecho, Kenji y Nakamura habían competido por el amor de Keiko durante casi un año. Cuando finalmente Keiko dejó claro que prefería a Kenji sobre Toshio, el joven Nakamura montó en cólera. Incluso se había enfrentado a Kenji una mañana, cerca del templo Ryoanji, y le había amenazado físicamente.
«Podría haberme casado yo con Keiko —pensó Kenji—, si me hubiera quedado en Japón». Miró por la ventana al musgoso jardín. Fuera, estaba lloviendo. Le asaltó de pronto un recuerdo especialmente punzante de un día de lluvia durante su adolescencia.
Kenji había corrido a casa de ella tan pronto como su padre le comunicó la noticia. Un concierto de Chopin saludó sus oídos en cuanto enfiló el sendero que conducía a su casa. La señora Murosawa le abrió la puerta y le miro con severidad.
—Keiko está practicando ahora —le dijo a Kenji—. No terminará antes de una hora.
—Por favor, señora Murosawa —replicó el muchacho de dieciséis años—, es muy importante.
Se disponía su madre a cerrar la puerta cuando la propia Keiko divisó a Kenji por la ventana. Dejó de tocar y corrió a su encuentro y su radiante sonrisa provocó en el joven una oleada de alegría.
—Hola, Kenji —dijo—. ¿Qué ocurre?
—Algo muy importante —respondió él, con aire misterioso—. ¿Puedes venir a dar un paseo conmigo?
La señora Murosawa gruñó algo acerca del cercano recital, pero Keiko convenció a su madre de que podía permitirse dejar de ensayar un día. La muchacha cogió un paraguas y se reunió con Kenji delante de la casa. Tan pronto como quedaron fuera del alcance de la vista desde el edificio, Keiko enlazó su brazo con el de él, como hacía siempre que caminaban juntos.
—Bien, amigo mío —dijo Keiko, mientras seguían su habitual ruta hacia las colinas que se elevaban tras aquella parte de Kyoto—. ¿Qué es tan importante?
—No quiero decírtelo ahora —respondió Kenji—. No aquí, por lo menos. Quiero esperar hasta que lleguemos al lugar adecuado.
Kenji y Keiko reían y parloteaban mientras se dirigían hacia el paseo del Filósofo, un bello sendero que serpenteaba durante varios kilómetros a lo largo de las colinas orientales. Habían hecho famoso aquel camino el filósofo del siglo XX Nishida Kitaro, que supuestamente lo recorría todas las mañanas. Pasaba por delante de algunos de los parajes más pintorescos de Kyoto, entre ellos Ginkaku-Ji (El Pabellón de Plata) y el favorito de Kenji, el viejo templo budista llamado el Honen-In.
Detrás y al lado del Honen-In había un pequeño cementerio con unas setenta u ochenta tumbas y lápidas. Pocos meses antes, Kenji y Keiko habían descubierto en una de sus excursiones que el cementerio albergaba los restos de algunos de los más destacados ciudadanos del siglo XX, entre ellos el célebre novelista Junichiro Tanizaki y el médico/poeta Iwao Matsuo. Tras su descubrimiento, Kenji y Keiko convirtieron el cementerio en su lugar habitual de reunión. Una vez, después de que ambos hubieran leído Las hermanas Makioka, obra maestra de Tanizaki sobre la vida en Osaka en la década de 1930, habían discutido alegremente durante más de una hora —sentados junto a la tumba del autor— sobre a cuál de las hermanas Makioka se parecía más Keiko.
El día en que el señor Watanabe informó a Kenji de que la familia se iba a trasladar a América ya había empezado a llover para cuando Kenji y Keiko llegaron al Honen-In. Allí, Kenji torció a la derecha por un pequeño sendero y se dirigió hacia una vieja puerta con techo de paja entrelazada. Como Keiko esperaba, no entraron en el templo, sino que, en lugar de ello, subieron los peldaños que llevaban al cementerio. Pero Kenji no se detuvo en la tumba de Tanizaki. Continuó subiendo, hasta llegar a otra tumba.
—Aquí es donde está enterrado el doctor Iwao Matsuo —dijo Kenji, sacando su cuaderno electrónico—. Vamos a leer algunos de sus poemas.
Keiko se sentó junto a su amigo, acurrucados los dos bajo el paraguas en medio de la suave llovizna, mientras Kenji leía tres poemas.
—Tengo un último poema —dijo luego Kenji—, un haiku especial escrito por un amigo del doctor Matsuo.
Un día del mes de junio,
tras una refrescante copa de helado,
nos dijimos el uno al otro adiós.
Permanecieron unos instantes en silencio después de que Kenji recitara de memoria el haiku por segunda vez. Keiko se sintió alarmada e incluso un poco asustada al ver que persistía la grave expresión del semblante de Kenji.
—El poema habla de una despedida —dijo en voz baja—. ¿Me estás diciendo que…?
—No voluntariamente, Keiko —le interrumpió Kenji. Vaciló unos segundos—. Mi padre ha sido destinado a América —continuó al fin—. Nos marchamos el mes que viene.
Kenji nunca había visto una tan intensa expresión de desamparo en el hermoso rostro de Keiko. Cuando ella le miró con aquellos ojos terriblemente tristes, sintió que se le desgarraba el corazón. La abrazó fuertemente en la tarde lluviosa, llorando ya los dos, y juró no amar nunca a nadie más que a ella.