Nai Buatong se levantó aún a oscuras, poco antes de amanecer. Se puso un vestido de algodón sin mangas, detúvose brevemente para rendir veneración a su Buda personal en el hawng pra de la familia adyacente a la sala de estar y, luego, abrió la puerta exterior sin molestar a ninguno de los demás miembros de la familia. El aire estival era tibio. En la leve brisa flotaba un aroma de flores mezclado con el de especias tais; alguien en las proximidades estaba preparando el desayuno.
Sus sandalias no producían ningún sonido en el blando sendero de tierra. Nai caminaba lentamente, volviendo la cabeza a derecha e izquierda, absorbiendo con los ojos todas las familiares sombras que pronto serían sólo recuerdos. «Mi último día —pensó—. Por fin ha llegado».
Al cabo de unos minutos, torció a la derecha por la empedrada calle que conducía al pequeño distrito comercial de Lamfun. De vez en cuando pasaba junto a ella una bicicleta, pero la mañana estaba predominantemente tranquila. Ninguna de las tiendas se hallaba todavía abierta.
Al aproximarse a un templo, Nai pasó ante dos monjes budistas, situados uno a cada lado de la calzada. Cada uno de los monjes vestía la habitual túnica color de azafrán y llevaba una gran urna de metal. Estaban buscando su desayuno, como hacían todas las mañanas en Tailandia entera, y contaban para ello con la generosidad de los habitantes de Lamfun.
Una mujer apareció en la puerta de una tienda situada delante de Nai y dejó caer un poco de comida en la urna del monje. No hubo intercambio de palabras y la expresión del monje no cambió visiblemente para agradecer el donativo.
«No poseen nada —pensó Nai—, ni siquiera las túnicas que cubren sus espaldas. Y, sin embargo, son felices». Recitó rápidamente el dogma básico: «La causa del sufrimiento es el deseo», y recordó la increíble riqueza de la familia de su marido en el distrito de Higashiyama, en las afueras de Kyoto, Japón. «Kenji dice que su madre tiene todo menos paz. Ésta le rehúye porque no puede comprarla.»
Por un momento, el reciente recuerdo de la espléndida casa de los Watanabe llenó su mente, ahuyentando la imagen de la sencilla carretera tai por la que caminaba. Nai se había sentido abrumada por la opulencia de la mansión de Kyoto. Pero no había sido un lugar amistoso para ella. Había quedado inmediatamente claro que los padres de Kenji la consideraban una intrusa, una extranjera inferior que se había casado con su hijo sin contar con su apoyo. No la habían tratado con aspereza, sólo con frialdad. La habían escrutado minuciosamente con preguntas acerca de su familia y de su historial académico formuladas sin emoción y con precisión lógica. Más tarde, Kenji había consolado a Nai indicando que su familia no estaría con ellos en Marte.
Se detuvo en la calle de Lamfun y dirigió la vista hacia el templo de la reina Chamatevi. Para Nai era el lugar favorito de la ciudad, probablemente su lugar favorito en toda Tailandia. Algunas partes del templo tenían mil quinientos años de antigüedad; sus silenciosos centinelas de piedra habían visto una historia tan diferente de la actual que bien podría haber sucedido en otro planeta.
Nai cruzó la calle y se detuvo en el patio, nada más franquear los muros del templo. Era una mañana insólitamente despejada. Justo encima de chedi más alto del viejo templo tai, brillaba una intensa luz en el oscuro firmamento matutino. Nai se dio cuenta de que la luz era Marte, su próximo destino. La yuxtaposición era perfecta. Durante los veintiséis años de su vida (a excepción de los cuatro que había pasado en la universidad de Chiang Mai), la ciudad de Lamfun había sido su hogar. Dentro de seis semanas estaría a bordo de una gigantesca nave espacial que la llevaría a lo que había de ser su residencia durante los cinco años siguientes, a una colonia espacial en el planeta rojo.
Nai se sentó en la postura del loto en un rincón del patio y clavó la vista en aquella luz que brillaba en el cielo. «Qué apropiado —pensó—, que Marte me esté mirando esta mañana.» Dio comienzo a la rítmica respiración que era el preludio de su meditación matutina. Pero, mientras se preparaba para la paz y la calma que habitualmente la «centraban» para todo el día, Nai advirtió que había en su interior muchas emociones poderosas y no resueltas.
«Primero debo reflexionar —pensó Nai, decidiendo prescindir temporalmente de su meditación—. En éste mi último día en casa, debo reconciliarme con los acontecimientos que han cambiado por completo mi vida.»
Once meses antes, Nai Buatong estaba sentada en el mismo sitio, con sus cubos de lecciones de francés e inglés pulcramente guardados en la cartera de mano que tenía al lado. Nai había planeado organizar su material para el próximo período escolar, decidida a ser más activa como profesora de idiomas en una escuela superior.
Antes de empezar a trabajar en los esquemas de sus lecciones aquel decisivo día del año anterior, Nai había leído el periódico de Chiang Mai. Introduciendo el cubo en su lector, había ojeado rápidamente las páginas, sin leer apenas más que los titulares. En la última página había un anuncio, escrito en inglés, que retuvo su atención.
MÉDICO, ENFERMERA, PROFESOR, GRANJERO
¿Le gusta la aventura, es políglota, tiene buena salud?
La Agencia Internacional del Espacio (AIE) está organizando una importante expedición para recolonizar Marte. Se necesitan personas de gran valía que posean las cualidades y circunstancias indicadas para una permanencia de cinco años en la colonia. Las entrevistas personales se celebrarán en Chiang Mai el 23 de agosto de 2244. Sueldo y complementos excepcionales. Los impresos de solicitud se pueden pedir a Thai Telemail 462-62-4930.
Cuando presentó su solicitud a la AIE, Nai no creía tener muchas posibilidades de ser aceptada. Estaba virtualmente segura de que no pasaría la primera criba y que, por lo tanto, ni siquiera se le citaría para la entrevista personal. De hecho, Nai quedó muy sorprendida cuando, seis semanas después, recibió en su buzón electrónico la comunicación de que había sido provisionalmente seleccionada para la entrevista. La comunicación informaba también a Nai de que, conforme al procedimiento establecido, debía formular por correo, antes de la entrevista, cualesquiera preguntas que quisiera realizar. La AIE hacía hincapié en que sólo deseaban candidatos que tuvieran intención de aceptar si se les ofrecía un destino en la colonia marciana.
Nai respondió por telecorreo con una sola pregunta. ¿Podría ingresarse directamente en un banco de la Tierra una parte importante de sus ganancias mientras viviera en Marte? Añadió que aquello constituía un requisito previo esencial para su aceptación.
Diez días después, llegó otra comunicación por el correo electrónico. Era muy sucinta. Sí, decía el mensaje, se podía ingresar regularmente una parte de sus ganancias en un banco de la Tierra. Sin embargo, continuaba, Nai tendría que estar absolutamente segura sobre el reparto de dinero indicado, ya que la distribución ordenada por un colono no podría ser objeto de modificación una vez que su titular hubiera abandonado la Tierra.
Como el coste de vida en Lamfun era bajo, el sueldo ofrecido por la AIE para un profesor de idiomas en la colonia era casi el doble de lo que Nai necesitaba para hacer frente a todas su obligaciones familiares. La joven se hallaba bajo el peso de una gran responsabilidad. Ella era la única que ganaba un sueldo en una familia de cinco personas que incluía a su padre inválido, su madre y dos hermanas pequeñas.
Su infancia había sido difícil, pero la familia había logrado sobrevivir justamente por encima del nivel de pobreza. Durante el último año de Nai en la universidad, sin embargo, se había producido el desastre. Primero, su padre sufrió un ataque que le dejó en un grado extremo de debilidad. Luego, su madre, que carecía por completo de sentido comercial, hizo caso omiso de las recomendaciones de familiares y amigos y trató de dirigir por sí sola la pequeña tienda artesana de la familia. Al cabo de un año, la familia lo había perdido todo y Nai se vio obligada no sólo a utilizar sus ahorros personales para alimentar y vestir a su familia, sino también a renunciar a su sueño de dedicarse a realizar traducciones literarias para una de las grandes casas editoriales de Bangkok.
Nai deba clases en la escuela durante la semana y los fines de semana trabajaba como guía turística. El sábado anterior al día señalado para la entrevista con la AIE, Nai estaba dirigiendo un circuito por Chiang Mai, a treinta kilómetros de su casa. En su grupo había varios japoneses, uno de los cuales era un atractivo joven de poco más de treinta años que hablaba un inglés prácticamente desprovisto de todo acento extranjero. Se llamaba Kenji Watanabe. Prestaba gran atención a todo lo que Nai decía, formulaba siempre preguntas inteligentes y era sumamente cortés.
Hacia el final de la visita a los lugares santos budistas de la zona de Chiang Mai, el grupo montó en el teleférico que subía a la montaña Doi Suthep para contemplar el famoso templo budista de su cumbre. La mayoría de los turistas estaban exhaustos a consecuencia de las actividades del día, pero Kenji Watanabe, no. Primero, el hombre insistió en subir a pie la larga escalera, como un peregrino budista, en lugar de utilizar el funicular que iba desde la salida del teleférico hasta la cumbre. Luego formuló pregunta tras pregunta mientras Nai explicaba la maravillosa historia de la fundación del templo. Finalmente, cuando ya habían descendido y Nai estaba sola, tomando té en el acogedor restaurante existente al pie de la montaña, Kenji dejó a los demás turistas en las tiendas de recuerdos y se acercó a su mesa.
—Kaw tode krap —dijo en excelente tai, para sorpresa de la señorita Buatong—, ¿puedo sentarme? Quisiera hacerle unas cuantas preguntas más.
—Khun pode pasa thai dai mai ka? —preguntó Nai, todavía sorprendida.
—Pohm kao jai pasa thai dai nitnoy —respondió él, indicando que entendía un poco de tai—. ¿Y usted? Anata wa nihon go hanasbimaso ka?.
Nai meneó la cabeza.
—Nihon go hanashimasen —sonrió—. Sólo inglés, francés y tai. Aunque a veces puedo entender frases sencillas en japonés si me las dicen despacio.
—Me han fascinado —dijo Kenji en inglés, después de sentarse enfrente de Nai— los murales que representan la fundación del templo de Doi Suthep. Es una leyenda maravillosa, una mezcla de historia y misticismo, pero, como historiador, hay dos cosas por las que siento curiosidad. Primera, ¿no podría este venerable monje de Sri Lanka haber sabido, por alguna fuente religiosa ajena al reino de Lanna, que había una reliquia de Buda en la semiabandonada pagoda? Segunda, parece demasiado perfecto, demasiado la vida imitando al arte, el que el elefante blanco que portaba la reliquia subiera por casualidad a Doi Suthep y expirase luego, justo al coronar la cumbre. ¿Existe alguna fuente histórica no budista del siglo XV que corrobore la historia?
Nai se quedó mirando unos instantes al vehemente señor Watanabe antes de responder.
—Señor —dijo, con una débil sonrisa—, en mis dos años dirigiendo visitas a los lugares budistas de esta región, nadie me ha hecho nunca ninguna de esas preguntas. Ciertamente, yo ignoro la respuesta, pero si está usted interesado, puedo darle el nombre de un profesor de la universidad de Chiang Mai que conoce a fondo la historia budista del reino de Lanna. Es un experto en todo el período, comenzando con el rey Mengrai…
Su conversación se vio interrumpida por el anuncio de que el teleférico estaba ya preparado para trasladar a los pasajeros de nuevo a la ciudad. Nai se levantó de su asiento y se excusó. Kenji se reunió con el resto del grupo. Mientras le contemplaba desde lejos, Nai seguía recordando la intensidad reflejada en sus ojos. «Eran increíbles —estaba pensando—, nunca he visto ojos tan límpidos y tan llenos de curiosidad.»
Vio de nuevo aquellos ojos el lunes siguiente por la tarde, cuando fue al hotel Dusit Thani, de Chaing Mai, para su entrevista con la AIE. Quedó estupefacta al ver a Kenji sentado a una mesa con emblema oficial de la AIE en la camisa. Nai se sintió aturdida al principio.
—No había mirado sus documentos antes del sábado —dijo Kenji, a manera de excusa—. Se lo aseguro. De haber sabido que era usted una de las solicitantes, habría hecho un circuito distinto.
La entrevista acabó desarrollándose plácidamente. Kenji se deshizo en elogios, tanto por el excelente expediente académico de Nai como por su trabajo de colaboración voluntaria en los orfanatos de Lamfun y Chiang Mai. Nai reconoció sinceramente que no había tenido siempre «un intenso deseo» de viajar por el espacio, pero como era fundamentalmente «aventurera por naturaleza» y aquel puesto en la AIE le permitiría atender a sus obligaciones familiares, había solicitado su admisión en Marte.
Hacia el final de la entrevista hubo una pausa en la conversación.
—¿Eso es todo? —preguntó afablemente Nai, levantándose de la silla.
—Una cosa más, quizá —aclaró Kenji Watanabe, súbitamente azorado—. Es decir, si se le da bien interpretar sueños.
Nai sonrió y volvió a sentarse.
—Adelante —dijo.
Kenji hizo una profunda inspiración.
—El sábado por la noche soñé que estaba en la jungla, en algún lugar próximo al pie de Doi Suthep; sabía dónde estaba porque podía ver el chedi dorado en la parte superior de la escena. Corría apresuradamente por entre los árboles, tratando de encontrar mi camino, cuando vi de pronto una enorme serpiente pitón posada en una gruesa rama junto a mi cabeza.
»—¿Adónde vas? —me preguntó la pitón.
»—Estoy buscando a mi amiga —respondí.
»—Está en lo alto de la montaña —dijo la pitón.
»Salí de la jungla, a la luz del sol, y miré a la cumbre de Doi Suthep. Mi novia de infancia, Keiko Murosawa, estaba allí en pie, agitando la mano en dirección a mí. Me volvía y miré a la pitón.
»—Mira otra vez —me dijo.
»Cuando levanté por segunda vez la vista hacia la montaña, el rostro de la mujer había cambiado. Ya no era Keiko; era usted quien me estaba saludando con la mano desde la cumbre de Doi Suthep.
Kenji permaneció en silencio unos instantes.
—Nunca había tenido un sueño tan extraño ni tan vívido. Pensaba que quizá…
Nai había sentido ponérsele la carne de gallina en los brazos mientas Kenji relataba su sueño. Antes de que lo terminara, había sabido ya cual iba a ser el final; que ella, Nai Buatong, sería la mujer que agitaba la mano en lo alto de la montaña. Nai se inclinó hacia delante en su silla.
—Señor Watanabe —dijo lentamente—, espero que lo que voy a decir no le ofenda en modo alguno…
Nai calló unos instantes.
—Nosotros tenemos un famoso proverbio tai —dijo al fin, evitando mirarle a los ojos—, según el cual cuando una serpiente le habla a alguien en sueños ese alguien ha encontrado el hombre o la mujer con quien se casará.
«Seis semanas después recibí la comunicación —recordó Nai. Estaba todavía sentada en el patio junto al templo de la reina Chamatevi, en Lamfun—. El paquete de materiales de la AIE llegó tres días después. Juntamente con las flores de Kenji.»
El propio Kenji se había presentado en Lamfun el fin de semana siguiente.
—Disculpa que no llamara ni nada —se excusó—, pero no tenía sentido continuar la relación a menos que tú también fueses a ir a Marte.
Se le declaró el domingo por la tarde, y Nai aceptó enseguida. Se casaron en Kyoto tres meses después. Los Watanabe pagaron generosamente el viaje a Japón de las dos hermanas de Nai y de tres de sus amigos tai para que pudieran asistir a la boda. Su madre no pudo ir, infortunadamente, pues no había nadie más para cuidar del padre de Nai.
Tras haber pasado detenidamente revista a los recientes cambios operados en su vida, Nai se hallaba finalmente dispuesta a comenzar su meditación. Treinta minutos después estaba por completo serena, feliz y expectante con respecto a la vida desconocida que le aguardaba. El Sol se había elevado ya sobre el horizonte y había otras personas en los terrenos del templo. Caminó lentamente a lo largo del perímetro, tratando de saborear sus últimos momentos en su ciudad natal.
Dentro del viharn principal, tras presentar una ofrenda y quemar incienso en el altar, Nai estudió detenidamente cada panel de las pinturas de las paredes que tantas veces había visto antes. Los cuadros narraban la historia de la vida de la reina Chamatevi, su única y exclusiva heroína desde su infancia. En el siglo VII, las numerosas tribus del área de Lamfun tenían culturas diferentes y, con frecuencia, se encontraban en guerra unas con otras. Lo único que tenían en común en aquella época era una leyenda, un mito según el cual una joven reina llegaría desde el sur, «transportada por enormes elefantes», y uniría a todas las diversas tribus en el reino Haripunchai.
Chamatevi tenía sólo veintitrés años cuando un viejo adivino la identificó ante unos emisarios llegados del norte como la futura reina de los haripunchai. Era una joven y bella princesa de los mons, el pueblo jemer que más tarde construiría Angkor Wat. Chamatevi era también extremadamente inteligente, una rara mujer de su tiempo y muy favorecida por todos en la corte real.
Los mons quedaron, por lo tanto, estupefactos cuando anunció que renunciaba a su vida de ocio y opulencia y se disponía a ponerse en marcha hacia el norte en un penoso viaje de seis meses a través de setecientos kilómetros de montañas, junglas y pantanos. Cuando Chamatevi y su séquito, «transportados por enormes elefantes», llegaron al verde valle en que se encontraba Lamfun, sus futuros súbditos abandonaron inmediatamente sus luchas banderizas e instalaron en el trono a la hermosa y joven reina. Gobernó durante cincuenta años con sabiduría y justicia, elevando a su reino desde la oscuridad en que se hallaba hundido hasta una era de progreso social y logros artísticos.
A los setenta años de edad, Chamatevi abdicó de su trono y dividió su reino en dos mitades, gobernadas cada una por uno de sus hijos gemelos. La reina anunció luego que iba a dedicar a Dios el resto de su vida. Ingresó en un monasterio budista y renunció a todos sus bienes. Llevó una vida sencilla y piadosa en el monasterio y murió a la edad de noventa y nueve años. Para entonces había concluido la edad de oro de los haripunchai.
En la última pintura del interior del templo, una mujer de semblante ascético y marchito es transportada al nirvana en una suntuosa carroza. Una joven reina Chamatevi, radiantemente hermosa junto a su Buda, se eleva sobre la carroza en el esplendor de los cielos. Nai Buatong Watanabe, futura integrante de la colonia marciana, se sentó sobre los talones en el templo de Lamfun, Tailandia, y ofreció una silenciosa plegaria al espíritu de su heroína del lejano pasado.
«Querida Chamatevi —dijo—. Tú has velado por mí durante estos veintiséis años. Me dispongo ahora a partir con rumbo a un lugar desconocido, de manera semejante a como hiciste tú cuando viniste al norte para encontrar a los haripunchai. Guíame con tu sabiduría y tu percepción mientras voy a ese nuevo y maravilloso mundo.»