El día fijado para la partida era el 13 de enero del año 2215, según el calendario que tan minuciosamente habían seguido Richard y Nicole desde que Rama escapó a la falange nuclear. Naturalmente, esta fecha no significaba nada en realidad, excepto para ellos. Su largo viaje a Sirio a una velocidad ligeramente superior a la mitad de la de la luz había hecho más lento el paso del tiempo en el interior de Rama, al menos en relación con la Tierra, por lo que la fecha que estaban utilizando era un completo artificio. Richard calculaba que la fecha real en la Tierra, en el momento de su salida de El Nódulo, era tres o cuatro años posterior, 2217 o 2218. Le resultaba imposible computar con exactitud la fecha terrestre, ya que no conocía con precisión la velocidad durante los años en que habían viajado en el interior de Rama. Así pues, sólo por aproximación podía Richard introducir las correcciones relativistas necesarias para efectuar la conversión de su propia base temporal a la experimentada en la Tierra.
—De todos modos, la fecha terrestre actual carece por completo de significado para nosotros —explicó Richard a Nicole poco después de haberse despertado el último día de su estancia en El Nódulo—. Además —continuó—, es casi seguro que volvamos a nuestro sistema solar a velocidades sumamente altas, lo que quiere decir que se producirá una dilación temporal adicional antes de que lleguemos a nuestra cita en la órbita de Marte.
Nicole nunca había entendido bien la relatividad —se trataba de algo que contradecía por completo su intuición— y, ciertamente, no pensaba gastar sus energías en preocuparse de ella el último día que le quedaba antes de separarse de Simone y Michael. Sabía que las despedidas finales serían sumamente penosas, para todos, y quería concentrar todos sus recursos en aquellos últimos momentos emocionales.
—El Águila dijo que vendría por nosotros a las once —dijo Nicole a Richard mientras se vestían—. Espero que podamos reunirnos todos en el cuarto de estar después del desayuno. Quiero alentar a los niños a expresar sus sentimientos.
El desayuno fue animado, incluso alegre, pero cuando los ocho miembros de la familia se reunieron en el cuarto de estar, conscientes cada uno de ellos de que les quedaban menos de dos horas antes de que llegase El Águila para llevarse a todos menos a Michael y Simone, la conversación se tornó forzada y tensa.
Los recién casados se hallaban sentados en el sofá de dos plazas, enfrente de Richard, Nicole y los otros cuatro niños. Katie, como de costumbre, estaba totalmente frenética. Hablaba sin cesar. Saltaba de un tema a otro, sorteando cualquier comentario sobre la inminente marcha. Se hallaba Katie en medio de un largo monólogo sobre un extravagante sueño que había tenido la noche anterior cuando su relato fue interrumpido por el sonido de dos voces que procedían de la entrada a la suite principal.
—Maldita sea, sir John —dijo la primera variación de la voz de Richard—, ésta es nuestra última oportunidad. Yo voy a ir allí a despedirme, vengáis vos o no.
—Estas despedidas, príncipe mío, me destrozan el alma. Aún no estoy lo bastante borracho para amortiguar el dolor. Vos mismo dijisteis que la doncella era como la aparición de un ángel. ¿Cómo puedo yo…?
—Bien, pues entonces iré sin vos —replicó el príncipe Hal.
Todos los miembros de la familia tenían los ojos fijos en el diminuto príncipe robot de Richard cuando entró en el cuarto de estar desde el pasillo. Falstaff le seguía tambaleándose, deteniéndose cada cuatro o cinco pasos a beber un trago de su botella.
Hal se dirigió hacia Simone.
—Hermosa dama —dijo, hincando una rodilla en tierra—, no puedo encontrar palabras que expresen adecuadamente cuánto echaré de menos la vista de vuestra sonriente faz. No hay en toda la extensión de mi reino un solo miembro del bello sexo que os iguale en belleza…
—Cáspita —le interrumpió Falstaff, posternándose de rodillas ante su príncipe—. Quizá sir John ha cometido un error. ¿Por qué voy a ir yo con esta abigarrada pandilla —agitó el brazo en dirección a Richard, Nicole y los otros niños, todos los cuales sonreían ampliamente—, cuando podría quedarme aquí, en presencia de tan espléndida belleza, con sólo este viejo como rival? Recuerdo que Doll Tearsheet…
Mientras la pareja de robots de veinte centímetros de altura entretenía a la familia, Benjy se levantó de su silla y se acercó a Michael y Simone.
—Si-mo-ne —le dijo, pugnando por contener las lágrimas—, te e-cha-ré de me-nos. Te quie-ro. —Benjy hizo una pausa y miró primero a Simone y, luego, a su padre—. Es-pe-ro que tú y pa-pá seáis muy fe-li-ces.
Simone se levantó de su asiento y abrazó a su tembloroso hermano.
—Oh, Benjy, gracias —exclamó—. Yo también te echaré de menos. Y todos los días te tendré presente en mis pensamientos.
Su abrazo fue demasiado para el niño. El cuerpo de Benjy se estremeció violentamente a impulsos de los sollozos y sus suaves y acongojados gemidos hicieron asomar las lágrimas en los ojos de todos los presentes. A los pocos momentos, Patrick se encaramó en el regazo de su padre. Sepultó sus hinchados ojos en el pecho de Michael.
—Papá…, papá… —repetía una y otra vez.
Un coreógrafo no habría podido diseñar una danza de despedida más bella. La radiante Simone, con aire todavía sereno a pesar de sus lágrimas, se movía por la estancia despidiéndose individualmente de todos y cada uno de los miembros de la familia. Michael O’Toole permanecía sentado en el sofá, con Patrick sobre el regazo y Benjy a su lado. Los ojos se le llenaron repetidamente de lágrimas a medida que los miembros de la familia se le acercaban uno a uno para el abrazo final.
«Quiero recordar siempre este momento. Hay mucho amor aquí», se dijo Nicole mientras paseaba la vista por la habitación. Michael sostenía en brazos a la pequeña Ellie; Simone le estaba diciendo a Katie cuánto echaría de menos las conversaciones que solían sostener. Por una vez, incluso Katie se sentía dominada por la emoción; permaneció sorprendentemente silenciosa cuando Simone volvió a cruzar la habitación para reunirse con su marido.
Michael levantó suavemente a Patrick de su regazo y tomó la extendida mano de Simone. Se volvieron los dos hacia los demás y se arrodillaron, con las manos entrelazadas en ademán de oración.
—Padre celestial —dijo Michael, con voz potente. Calló unos instantes mientras el resto de miembros de la familia, incluido Richard, se arrodillaba en el suelo junto a la pareja—. Te damos gracias por habernos concedido el gozoso amor de esta maravillosa familia. Te damos también gracias por habernos mostrado Tu obra milagrosa a todo lo largo del universo. Te rogamos ahora que, si ésa es Tu voluntad, cuides de cada uno de nosotros mientras seguimos nuestros distintos caminos. No sabemos si es tu plan que volvamos a compartir la camaradería y el amor que nos han elevado a todos nosotros. Permanece con nosotros, adondequiera que nuestros caminos nos lleven en tu asombrosa creación y haz, Señor, que algún día volvamos a reunirnos de nuevo, en este mundo o en el otro. Amén.
Instantes después, sonó el timbre de la puerta. Había llegado El Águila.
Nicole salió de la casa, deliberadamente diseñada como una versión en pequeño de su villa familiar de Beauvois, en Francia, y echó a andar por el estrecho sendero en dirección a la estación. Pasó por delante de otras casas, oscuras y vacías todas ellas, y trató de imaginar cómo serían cuando estuviesen llenas de personas. «Mi vida ha sido como un sueño —se dijo—. Sin duda ningún ser humano ha tenido jamás una experiencia más variada».
Algunas de las casas proyectaban sombras sobre el sendero mientras el simulado sol completaba su arco en el techo que se elevaba a gran altura sobre su cabeza. «Otro extraordinario mundo —pensó Nicole, contemplando el poblado situado en el ángulo sureste de Nuevo Edén—. El Águila tenía razón cuando dijo que el hábitat no se podría distinguir del de la Tierra».
Por un fugaz instante, Nicole pensó en aquel azul mundo oceánico situado a nueve años luz de distancia. En su imagen mental, ella estaba en pie junto a Janos Tabori, quince años antes, cuando la nave espacial Newton se separó de BOT3. «Aquello es Budapest», había dicho Janos, describiendo con los dedos un círculo en torno a un punto del iluminado globo que relucía en la ventanilla de observación.
Nicole había localizado luego Beauvois, o, al menos, la región general, remontando el curso del río Loira desde su desembocadura en el Atlántico. «Mi casa está allí —había dicho a Janos—. Quizá mi padre y mi hija estén mirando hacia aquí en estos momentos».
«Genevieve —pensó Nicole, mientras se desvanecía el breve recuerdo—, mi Genevieve. Serías ya una mujer joven. Casi treinta años». Continuó caminando lentamente por el sendero próximo a su nueva casa del hábitat terrestre situado en el interior de Rama. Al pensar en su primera hija, Nicole recordó una breve conversación que había sostenido con El Águila durante un descanso en la grabación del vídeo en El Nódulo.
—¿Podré ver a mi hija Genevieve mientras permanezcamos en las proximidades de la Tierra? —había preguntado Nicole.
—No lo sabemos —le respondió El Águila tras un instante de vacilación—. Depende por completo de cómo reaccionen a su mensaje sus congéneres humanos. Usted permanecerá dentro de Rama, aun cuando se recurra a los planes de emergencia, pero cabe la posibilidad de que su hija sea uno de los dos mil terrestres que vengan de la Tierra para vivir en Nuevo Edén. Ya ha ocurrido antes, con otros viajeros espaciales…
—¿Y Simone? —le preguntó Nicole cuando hubo terminado El Águila—. ¿Volveré a verla alguna vez?
—Eso es más difícil de decir —respondió El Águila—. Hay que tener en cuenta muchos, muchos factores. —La criatura alienígena había mirado fijamente a su abatida amiga humana—. Lo siento, señora Wakefield —había dicho.
«Una hija abandonada en la Tierra. Otra en un mundo extraño a casi cien billones de kilómetros de distancia. Y yo estaré en algún otro lugar. Quién sabe dónde». Nicole se sentía extremadamente sola. Detuvo su paseo y contempló la escena que le rodeaba. Se hallaba junto a un terreno circular situado en el parque del poblado. En el interior de la circunferencia de piedras había un tobogán, un rectángulo de arena, una estructura de barrotes y un tiovivo, todo lo cual constituía un campo de juegos perfecto para los niños de la Tierra. Bajo sus pies, la red de AIG cubría las partes del parque que finalmente contendrían las hierbas traídas de la Tierra.
Nicole se agachó para examinar los aparatos de intercambio de gas. Eran objetos redondos y compactos de sólo dos centímetros de diámetro. Había varios miles de ellos, dispuestos en filas y columnas que se entrecruzaban por todo el parque. «Plantas electrónicas —pensó Nicole—. Convirtiendo dióxido de carbono en oxigeno. Haciendo posible que sobrevivamos los animales».
Nicole podía ver mentalmente el parque con hierba, árboles y lirios en el pequeño estanque, tal como había aparecido en la imagen holográfica en la sala de conferencias de El Nódulo. Pero, aunque sabía que Rama estaba regresando al sistema solar para «adquirir» seres humanos que llenaran aquel paraíso tecnológico le resultaba todavía difícil imaginar aquel parque rebosante de niños. «No he visto ningún otro ser humano fuera de mi familia, desde hace casi quince años».
Nicole se separó del parque y continuó hacia la estación. Las casas residenciales que antes flanqueaban los estrechos senderos habían sido sustituidas por filas de edificios que contenían lo que más tarde serían pequeñas tiendas. Naturalmente, estaban todos vacíos, lo mismo que la amplia estructura rectangular, destinada a supermercado, que se encontraba enfrente de la estación.
Cruzó la verja de entrada y subió al tren que aguardaba en la parte delantera, justo detrás del coche de control que manejaba un robot Benita García.
—Está casi oscuro —dijo Nicole en voz alta.
—Dieciocho minutos más —respondió el robot.
—¿Cuánto tiempo hasta el somnario? —preguntó Nicole.
—El viaje hasta la gran estación central tarda diez minutos —respondió Benita mientras el tren salía de la estación sureste—. Después, son dos minutos a pie.
Nicole ya conocía la respuesta a su pregunta. Solamente había querido oír otra voz. Éste era el segundo día que estaba sola, y una conversación con un robot García era mejor que hablar consigo misma.
El tren le llevó desde el ángulo sudeste de la colonia hasta su centro geográfico. Por el camino, Nicole pudo ver el lago Shakespeare a la izquierda de la vía férrea y las laderas del monte Olimpo (cubiertas de más AIG) a la derecha. Monitores de mensajes electrónicos instalados en el interior del tren presentaban información sobre los paisajes que atravesaban, la hora del día y la distancia recorrida.
«Tú y El Águila hicisteis un buen trabajo en este sistema ferroviario —se dijo Nicole, pensando en su marido Richard, dormido ahora junto con todos los demás miembros de su familia—. Pronto me reuniré contigo en la gran sala redonda».
El somnario no era, en realidad, más que una extensión del hospital principal, situado a unos doscientos metros de la estación ferroviaria central. Tras abandonar el tren y pasar por delante de la biblioteca, Nicole entró en el hospital, lo cruzó y, después de recorrer un largo túnel, llegó al somnario. Los restantes miembros de su familia permanecían dormidos en una amplia sala circular del segundo piso. Cada uno de ellos se hallaba en una «litera» situada a lo largo de la pared, un receptáculo alargado, semejante a un ataúd y herméticamente cerrado al entorno exterior. Solamente sus rostros eran visibles a través de la ventanilla que tenían junto a la cabeza. Tal como le había enseñado a hacer El Águila, Nicole examinó los monitores que contenían los datos referentes al estado físico de su marido, sus dos hijas y sus dos hijos. Todos estaban perfectamente. No había ni el más mínimo indicio de irregularidad.
Nicole se detuvo y miró con anhelo a cada uno de sus seres queridos. Ésa sería su última inspección. De acuerdo con el procedimiento establecido, puesto que los parámetros críticos de cada uno se hallaban desahogadamente comprendidos dentro de los límites de tolerancia, había llegado el momento de que la propia Nicole se durmiera también. Podrían pasar muchos años antes de que volviera a ver a alguien de su familia.
«Querido, querido Benjy —suspiró Nicole, mientras observaba a su retrasado hijo en reposo—, de todos nosotros, es para ti para quien más dura resultará esta laguna en la vida. Katie, Patrick y Ellie se recuperarán rápidamente. Sus mentes son rápidas y ágiles. Pero tú echarás de menos los años que podrían haberte hecho independiente».
Las literas se mantenían sujetas a la pared circular por lo que parecía una estructura metálica de hierro forjado. La distancia de la cabecera de una litera a los pies de la siguiente era, aproximadamente, de sólo metro y medio. La litera de Nicole se hallaba, vacía, en el centro. Richard y Katie estaban detrás de su cabecera; Patrick, Benjy y Ellie estaban a los pies.
Se detuvo varios minutos junto a la litera de Richard. Él había sido el último en dormirse, dos días antes. Tal como había pedido, el príncipe Hal y Falstaff reposaban sobre su pecho dentro del cerrado receptáculo. «Aquellos tres últimos días fueron maravillosos, amor mío —pensó Nicole, mientras miraba a través de la ventanilla el inexpresivo rostro de su marido—. No hubiera podido pedir más».
Habían nadado e, incluso, practicado esquí acuático en el lago Shakespeare, escalado el monte Olimpo y hecho el amor siempre que uno de ellos experimentaba el menor deseo. Habían permanecido abrazados toda una noche en la amplia cama de su nuevo hogar. Richard y Nicole habían controlado el estado de los niños, una vez cada día, pero habían dedicado casi todo su tiempo a explorar concienzudamente su nuevo territorio.
Había sido un período excitante, emocional. Las últimas palabras de Richard, antes de que Nicole activase el sistema que le sumergió en el sueño, fueron: «Eres una mujer espléndida y te quiero mucho». Le tocaba ahora a Nicole. No podía seguir dando largas. Subió a su litera, tal como había practicado muchas veces durante la primera semana de estancia en Nuevo Edén, y accionó todos los conmutadores, excepto uno. La espuma que le rodeaba resultaba increíblemente cómoda. La parte superior de la litera se cerró sobre su cabeza. No tenía más que accionar el conmutador final para hacer que el gas somnífero penetrase en su compartimiento.
Suspiró profundamente. Mientras yacía, tendida de espaldas, Nicole recordó el sueño que había tenido sobre La Bella Durmiente durante una de sus últimas pruebas en El Nódulo. Su mente retrocedió a su niñez, a aquellos maravillosos fines de semana que había pasado con su padre, viendo las funciones de La Bella Durmiente en el Chateau d’Ussé.
«Es una forma agradable de ir —se dijo, sintiendo que le invadía la somnolencia a medida que el gas penetraba en su litera—. Pensar que será un Príncipe Encantador quien me despierte».