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—… y, oh Señor, haz que ame adecuadamente a esta maravillosa muchacha con la que me voy a casar. Permítenos compartir Tu don de amor y haz que, juntos, incrementemos nuestro conocimiento de Ti… Te lo pido en el nombre de Tu hijo, a quien enviaste a la Tierra para manifestar tu amor y redimirnos de nuestros pecados. Amén.

Michael Ryan O’Toole, de setenta y dos años de edad, desentrelazó las manos y abrió los ojos. Estaba sentado a la mesa de su dormitorio. Consultó el reloj. «Sólo dos horas más —pensó— hasta que me case con Simone. —Michael volvió por un instante la vista hacia el cuadro de Jesús y el pequeño busto de san Michael de Siena que tenía delante, sobre la mesa—. Y esta noche, cuando haya terminado la comida que es banquete de bodas para nosotros y, a la vez, cena de cumpleaños para Nicole, yo tendré entre mis brazos a ese ángel. —No pudo impedir que el siguiente pensamiento acudiera a su mente—: Oh, Señor, no dejes que la decepcione».

O’Toole abrió un cajón de la mesa y sacó una pequeña Biblia. Era el único libro de verdad que poseía. Todo el resto de su material de lectura tenía la forma de pequeños cubos de datos que introducía en su libreta electrónica. Su Biblia era muy especial, un recuerdo de una vida vivida en otro tiempo en un remoto planeta.

Durante su niñez y su adolescencia, aquella Biblia había ido a todas partes con él. Mientras daba vueltas entre las manos al pequeño libro, los recuerdos afluyeron en tropel a su mente. En el primero de ellos, él era un niño de seis o siete años. Su padre había entrado en su dormitorio. Michael estaba jugando un partido de béisbol en su ordenador personal y se hallaba un poco azorado; siempre se sentía desasosegado cuando su adusto padre le encontraba jugando.

—Michael —había dicho su padre—, quiero darte un regalo. Una Biblia para ti. Es un libro de verdad, un libro que se lee pasando las páginas. Hemos puesto tu nombre en la cubierta.

Su padre le tendió el libro y el pequeño Michael lo aceptó con un murmurado «gracias». Estaba encuadernado en piel y resultaba suave al tacto.

—Dentro de este volumen —había continuado su padre— se contienen algunas de las mejores enseñanzas que jamás conocerán los seres humanos. Léelo detenidamente. Léelo a menudo. Y rige tu vida con arreglo a su sabiduría.

«Aquella noche puse la Biblia bajo la almohada —recordó Michael—. Y allí permaneció. Durante toda mi infancia. Incluso durante la escuela superior». Recordó sus maniobras cuando su equipo de béisbol de la escuela superior ganó el campeonato local y fue a Springfield para disputar el torneo estatal. Michael había llevado consigo su Biblia, pero no quería que sus compañeros de equipo la vieran. Llevar una Biblia no parecía propio de un atleta de escuela superior y el joven Michael O’Toole no tenía aún la suficiente seguridad en sí mismo como para vencer su miedo a las risas de sus compañeros. Así pues, diseñó un compartimiento especial para la Biblia en el costado de su neceser y guardó allí el libro, metido dentro de su caja protectora. Una vez en la habitación del hotel en Springfield, aguardó a que su compañero de cuarto entrara en el baño. Entonces, Michael sacó la Biblia de su escondite y la colocó bajo la almohada de su cama.

«Incluso la llevé a nuestra luna de miel. Katheleen se mostró muy comprensiva. Como lo era siempre con todo». Un fugaz recuerdo del sol radiante y de la blanca arena que se extendía ante su suite en las islas Caimanes fue rápidamente seguido de una intensa sensación de pérdida. «¿Cómo te van las cosas, Katheleen? —preguntó Michael en voz alta—. ¿A dónde te ha llevado la vida?». Le parecía estar viéndola haraganear por el edificio de piedra arenisca de Commonwealth, en Boston, en el que poseían un apartamento. «Nuestro nieto Matt debe de ser ya adolescente —pensó—. ¿Hay otros? ¿Cuántos en total?».

Su congoja se intensificó al imaginar a su familia —Katheleen, su hija Colleen, su hijo Stephen, además de todos sus nietos— reunida en torno a la alargada mesa para celebrar sin él un banquete de Navidad. En su imagen mental nevaba suavemente fuera, en la avenida. «Supongo que Stephen dirigirá ahora la oración familiar —pensó—. Siempre fue el más religioso de los niños».

O’Toole sacudió la cabeza, retornando al presente, y abrió la Biblia por la primera página. En la parte superior estaban escritas con bella letra las palabras «Fechas importantes». Las anotaciones eran escasas, ocho en total, la crónica de los acontecimientos principales de su vida.

13-7-67 Matrimonio con Katheleen Murphy en Boston, Massachusetts.
30-1-69 Nacimiento de hijo, Thomas Murphy O’Toole, en Boston.
13-4-70 Nacimiento de hija, Colleen Gavin O’Toole, en Boston.
27-12-71 Nacimiento de hijo, Stephen Molloy O’Toole, en Boston.
14-2-92 Muerte de Thomas Murphy O’Toole en Pasadena, California.

Los ojos de Michael se detuvieron allí, en la muerte de su hijo primogénito, y se llenaron rápidamente de lágrimas. Recordaba vívidamente aquel terrible día de San Valentín de hacía muchos años. Había llevado a Katheleen a cenar a un agradable restaurante especializado en pescado situado en el puerto de Boston. Estaban casi terminando la cena cuando se enteraron de la noticia.

—Disculpen que haya tardado en traerles el postre —se excuso el joven camarero—. He estado viendo las noticias en el bar. Acaba de producirse un devastador terremoto en el sur de California.

Su miedo había sido inmediato. Tommy, su orgullo y su alegría, había ganado una beca para cursar física en Cal Tech tras graduarse con el número uno de Holy Cross. Los O’Toole abandonaron lo que quedaba de su cena y se precipitaron al bar. Allí se enteraron de que el terremoto había acaecido a las 5.45 de la tarde, hora del Pacífico. La gigantesca falla de San Andrés se había abierto en las proximidades de El Cajón, y personas, automóviles y estructuras situadas en un radio de ciento sesenta kilómetros del epicentro habían sido zarandeados por la superficie de la Tierra como barcos en alta mar durante una tempestad.

Michael y Katheleen se pasaron toda la noche escuchando las noticias, esperando y temiendo alternativamente, a medida que se iba comprendiendo mejor toda la magnitud del peor desastre sufrido por la nación en el siglo XXII. El terremoto había alcanzado un terrible grado 8,2 en la escala de Richter. Veinte millones de personas habían quedado sin agua, electricidad, transportes ni comunicaciones. Grietas de quince metros de profundidad habían engullido centros comerciales enteros. Virtualmente todas las carreteras se habían tornado intransitables. Los daños eran más graves, y más extendidos que si la zona metropolitana de Los Angeles hubiera sido alcanzada por varias bombas nucleares.

A primera hora de la mañana, antes incluso de que amaneciera, la Administración Federal de Emergencia había dado un número de teléfono al que llamar para pedir información. Katheleen O’Toole suministró al contestador automático todos los datos que conocían: la dirección y el número de teléfono del apartamento de Tommy, el nombre y dirección del restaurante mexicano en que trabajaba para ganar dinero para sus gastos y la dirección y número de teléfono de su novia.

«Esperamos todo el día y parte de la noche —recordó Michael—. Entonces llamó Cheryl. Había conseguido llegar en coche hasta la casa de sus padres en Poway».

—El restaurante se derrumbó, señor O’Toole —había dicho Cheryl, llorando—. Luego se incendió. He hablado con uno de los camareros, uno que se ha salvado porque estaba fuera, en el patio, cuando se produjo el terremoto. Tommy había estado trabajando en el puesto más próximo a la cocina…

Michael O’Toole inspiró profundamente. «Esto no está bien —se dijo, pugnando por apartar de su mente los dolorosos recuerdos de la muerte de su hijo—. Esto no está bien —repitió—. Éste es un momento para la alegría no para la tristeza. En atención a Simone, no debo pensar en Tommy ahora».

Cerró la Biblia y se secó los ojos. Se levantó y fue al cuarto de baño. Primero se afeitó, lenta y reflexivamente y, luego, se dio una ducha caliente.

Quince minutos después, cuando abrió de nuevo su Biblia, esta vez con una pluma en la mano, Michael O’Toole había exorcizado ya a los demonios de la muerte de su hijo. Con florida escritura, agregó una anotación adicional en la página de fechas importantes. Luego, leyó las cuatro últimas líneas.

30-10-97 Nacimiento de nieto, Matthew Arnold Rinaldi, en Toledo, Ohio.
27-8-06 Nacimiento de hijo, Benjamin Ryan O’Toole, en Rama.
7-3-08 Nacimiento de hijo, Patrick Erin O’Toole, en Rama.
6-1-15 Matrimonio con Simone Tiasso Wakefield.

«Eres un viejo, O’Toole —se dijo a sí mismo, mirándose en el espejo los ralos y grises cabellos. Había cerrado la Biblia hacía unos minutos y volvió al cuarto de baño para cepillarse el pelo una última vez—. Demasiado viejo para casarte de nuevo». Recordó su primera boda, cuarenta y seis años antes. «Entonces tenía el pelo espeso y rubio —rememoró—. Katheleen estaba preciosa. La ceremonia fue espléndida. Lloré cuando la vi al extremo del pasillo central».

Su imagen de Katheleen, ataviada con vestido nupcial y del brazo de su padre al otro extremo del pasillo de la catedral, se fundió con otro recuerdo de ella, éste también cubierto de lágrimas. En esta segunda imagen las lágrimas eran de su mujer. Estaba sentada con él en la habitación familiar de Cabo Kennedy cuando llegó el momento en que debía presentarse para el vuelo BOT-3 en unión del resto de la tripulación de la Newton. «Ten cuidado —le había dicho ella, en una despedida sorprendentemente emocional. Se habían abrazado—. Estoy muy orgullosa de ti, querido —le había susurrado al oído—. Y te quiero mucho».

«Porque te quiero mucho», había dicho también Simone cuando Michael le preguntó si realmente deseaba casarse con él y, en caso afirmativo, por qué. Una plácida imagen de Simone ocupó su mente al tiempo que se desvanecía suavemente el recuerdo de su despedida final de Katheleen. «Eres tan inocente y confiada, Simone… —meditó Michael, pensando en su prometida—. En la Tierra, ni siquiera estarías saliendo con chicos todavía. Se te consideraría una niña aún».

Los trece años vividos en Rama fulguraron en su mente en un instante. Michael recordó primero el forcejeo del nacimiento de Simone, incluido el glorioso momento en que ella había llorado finalmente y él la había depositado con suavidad sobre el estómago de su madre. La siguiente imagen fue la de una Simone muy joven, una seria niña de unos seis años, estudiando con ahínco el catecismo bajo su dirección.

En otra imagen, Simone estaba saltando a la cuerda con Katie y cantando una alegre canción. La final y fugitiva imagen fue una escena de la familia en una excursión realizada a la orilla del mar Cilíndrico, en Rama. Allí estaba Simone, orgullosamente erguida junto a Benjy como si fuese su ángel guardián.

«Era ya una mujer cuando llegamos a El Nódulo —pensó el general O’Toole, mientras volvía su mente hacia una secuencia de imágenes más reciente—. Extremadamente devota. Paciente y generosa con los pequeños. Y nadie ha hecho jamás sonreír a Benjy como Simone».

Había un tema común en todas estas imágenes de Simone. En la mente de Michael se hallaban todas bañadas por el insólito amor que él sentía hacia su novia niña. No era la clase de amor que normalmente siente un hombre por la mujer con la que se va a casar; era algo más parecido a la adoración. Pero era amor, no obstante, y aquel amor había forjado un poderoso lazo entre la inverosímil pareja.

«Soy un hombre muy afortunado —pensó Michael mientras terminaba de acomodarse la ropa—. Dios ha considerado oportuno mostrarme sus maravillas de muchas maneras».

En la suite principal, situada al otro extremo del apartamento, Nicole estaba ayudando a Simone con su vestido. No era un vestido de novia en el sentido clásico, pero era blanco y tenía pequeñas tiras en los hombros. Ciertamente, no era el despreocupado atuendo que la familia llevaba de ordinario.

Nicole puso cuidadosamente las peinetas en los largos y negros cabellos de su hija y contempló a Simone en el espejo.

—Estás muy hermosa —dijo Nicole.

Miró su reloj. Aún les quedaban diez minutos. Y Simone estaba completamente vestida, a excepción de los zapatos. «Bien, ahora podemos hablar,» pensó fugazmente Nicole.

—Cariño —empezó, con voz sorprendentemente estrangulada.

—¿Qué, madre? —respondió apaciblemente Simone. Estaba sentada en la cama, junto a su madre, calzándose cuidadosamente los negros zapatos.

—Cuando tuvimos aquella conversación sobre el sexo la semana pasada —empezó de nuevo Nicole—, hubo varios puntos de los que no hablamos. —Simone levantó la vista hacia su madre. Su atención era tan completa que Nicole olvidó por un momento lo que iba a decir—. ¿Leiste los libros que te di…? —tartamudeó finalmente.

Las arrugas que se formaron en la frente de Simone revelaron su desconcierto.

—Sí, claro —respondió—. Hablamos de eso ayer.

Nicole cogió las manos de su hija.

—Michael es un hombre maravilloso —dijo—. Bueno, considerado, cariñoso, pero es más viejo. Y cuando los hombres son más viejos…

—No sé si te sigo, madre —le interrumpió suavemente Simone—. Creía que me querías decir algo acerca del sexo.

—Lo que estoy tratando de decir —continuó Nicole, después de hacer una profunda inspiración—, es que tal vez necesites ser muy paciente y dulce con Michael en la cama. Puede que no todo funcione bien inmediatamente.

Simone se la quedó mirando largo rato.

—Lo había sospechado —dijo en voz baja—, tanto por tu nerviosismo acerca del tema como por la inexpresada inquietud que he leído en el rostro de Michael. No te preocupes, madre. No tengo ninguna clase de expectativas irrazonables. En primer lugar, no nos casamos por un deseo de gratificación sexual. Y, como yo no tengo ninguna experiencia, fuera de cogernos las manos ocasionalmente durante esta última semana, cualquier placer que sienta será nuevo y, por lo tanto, maravilloso.

Nicole sonrió a su sorprendentemente madura hija de trece años.

—Eres una joya —dijo, con los ojos llenos de lágrimas.

—Gracias —respondió Simone, abrazando a su madre—. Recuerda —añadió— que mi matrimonio con Michael está bendecido por Dios. Le pediremos a Él que nos ayude en cualesquiera problemas que nos encontremos. Todo irá bien.

Una súbita congoja invadió a Nicole.

«Una semana más —dijo una voz en su interior—, y nunca más volverás a ver a esta querida niña».

Continuó abrazando a Simone hasta que Richard llamó a la puerta y les dijo que todos estaban ya preparados para la ceremonia.