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30 de junio de 2213

Anoche todo el mundo estaba demasiado excitado para dormir. Excepto el bueno de Benjy, que, simplemente, no podía entender lo que le decíamos. Simone le ha explicado muchas veces que nuestro hogar está dentro de una gigantesca nave espacial cilíndrica —incluso le ha enseñado en la pantalla negra las diferentes imágenes de Rama vista desde los sensores externos—, pero el concepto continúa escapándosele.

Cuando ayer sonó el silbido, Richard, Michael y yo nos quedamos varios segundos mirándonos unos a otros. Hacía mucho que no lo oíamos. Luego, empezamos a hablar todos a la vez. Los niños, incluida la pequeña Elle, no paraban de hacer preguntas y percibían nuestra excitación. Inmediatamente, nos dirigimos arriba los siete. Richard y Katie echaron a correr hacia el mar sin esperar al resto de la familia. Simone iba andando con Benjy y Michael con Patrick. Yo llevaba a Ellie en brazos porque sus piernecillas no se movían con suficiente rapidez.

Katie desbordaba de entusiasmo cuando regresó corriendo a nuestro encuentro.

—Venid, venid —exclamó, cogiendo de la mano a Simone—. Tenéis que verlo. Es asombroso. Los colores son fantásticos.

Realmente lo eran. Los iridiscentes arcos de luz crepitaban de cuerno en cuerno y llenaban de impresionante espectacularidad la noche ramana. Benjy se quedó mirando hacia el sur, con la boca abierta. Al cabo de un rato, sonrió y se volvió hacia Simone.

—Es her-mo-so —dijo lentamente, orgulloso de su utilización de la palabra.

—Sí que lo es, Benjy —asintió Simone—. Muy hermoso.

—Mu-y her-mo-so —repitió Benjy, al tiempo que se volvía para mirar de nuevo las luces.

Ninguno de nosotros habló apenas mientras duró el espectáculo. Pero una vez que regresamos al refugio, la conversación se prolongó durante horas. Naturalmente, alguien tenía que explicarles todo a los niños. Simone era la única que ya había nacido en la época de la última maniobra y no era más que un bebé. Richard se encargó de dar las explicaciones. El silbido y el espectáculo luminoso le llenaron de energía —esta noche volvió a parecer el mismo de antes más que en ningún otro momento desde su regreso— y se mostraba ameno e informativo mientras relataba todo lo que sabíamos acerca de silbidos, espectáculos luminosos y maniobras ramanas.

—¿Crees que los aracnopulpos van a volver a Nueva York? —preguntó Katie, con tono expectante.

—No lo sé —respondió Richard—. Pero, sin duda alguna, es una posibilidad.

Katie se pasó los quince minutos siguientes contando a todo el mundo, por enésima vez, nuestro encuentro con el aracnopulpo de hace cuatro años. Como de costumbre, adornó y exageró algunos de los detalles, especialmente la parte en que ella estuvo sola, antes de verme en el museo.

A Patrick le encanta la historia. Quiere que Katie esté continuamente contándola.

—Allí estaba yo —relató anoche Katie—, echada boca abajo, asomando la cabeza por el borde de un gigantesco cilindro que se hundía en una negrura absoluta. De los lados del cilindro sobresalían unas barras plateadas que centelleaban a la escasa luz. «Eh —grité—, ¿hay alguien ahí abajo?».

»Oí un ruido como el arrastrar de unas escobillas de metal, juntamente con una especie de gemido. Se encendieron las luces debajo de mí. En el fondo del cilindro, empezando a trepar por las barras, había una cosa negra de cabeza redonda y ocho tentáculos negros y dorados. Los tentáculos se enroscaban en torno a las barras mientras subía velozmente en dirección a mí…

—A-rac-no-pul-po —dijo Benjy.

Cuando Katie terminó su relato, Richard explicó a los niños que cuatro días después el suelo empezaría probablemente a temblar. Insistió en que había que sujetar cuidadosamente todo al suelo y que cada una de nosotros debíamos prepararnos para otra serie de sesiones en el tanque de desaceleración. Michael señaló que necesitábamos por lo menos una nueva caja de juguetes para los niños y varias cajas resistentes también para nuestras cosas. Hemos acumulado tantos cachivaches a lo largo de los años que será una costosa tarea afianzarlo todo durante los próximos días.

Cuando Richard y yo quedamos solos en nuestra esterilla, nos cogimos de la mano y estuvimos hablando durante más de una hora. En un momento dado, le dije que esperaba que la maniobra que se avecinaba señalara el principio del fin de nuestro viaje en Rama.

«La esperanza brota incesante en el corazón humano.

Eternamente es el hombre por ella bendecido»,

respondió él. Se incorporó unos instantes y me miró con ojos chispeantes en la semioscuridad.

—Alexander Pope —dijo. Luego, se echó a reír—. Apuesto a que jamás imaginó que se citarían sus versos a sesenta billones de kilómetros de la Tierra.

—Parece que te encuentras mejor, querido —observé, acariciándole el brazo.

Frunció el ceño.

—En este momento todo parece claro. Pero no sé cuándo descenderá de nuevo la niebla. Podría ocurrir en cualquier instante. Y sigo sin poder recordar más que un fugaz esbozo de lo que sucedió durante los tres años de mi ausencia.

Volvió a tenderse.

—¿Qué crees que va a ocurrir? —pregunté.

—Supongo que tendremos una maniobra —respondió—. Y espero que sea grande. Nos estamos acercando muy rápidamente a Sirio y necesitaremos reducir considerablemente nuestra velocidad si nuestro punto de destino está en algún lugar del sistema de Sirio. —Alargó el brazo y me cogió la mano—. Por ti —dijo—, especialmente por los niños, espero que esto no sea una falsa alarma.

8 de julio de 2213

La maniobra empezó hace cuatro días, conforme a lo previsto, tan pronto como concluyó el tercer y último espectáculo luminoso. No vimos ningún avícola ni ningún aracnopulpo, como no los hemos visto desde hace ya cuatro años. Katie se sintió muy decepcionada. Ella quería ver a los aracnopulpos regresar a Nueva York.

Ayer entraron en nuestro refugio un par de los biots mantis y se fueron derechos al tanque de desaceleración. Llevaban un gran contenedor, en el que iban las cinco nuevas camas de red (naturalmente, Simone necesita ahora un tamaño diferente) y todos los cascos. Les observamos desde lejos, mientras instalaban las camas y comprobaban el sistema del tanque. Los niños estaban fascinados. La breve visita de los mantis confirmaba que pronto experimentaríamos un importante cambio de velocidad.

Al parecer, Richard tenía razón en su hipótesis acerca de la conexión entre el sistema de propulsión principal y el control térmico general de Rama. La temperatura ha empezado ya a disminuir en la parte superior. En previsión de una larga maniobra, hemos estado utilizando afanosamente el teclado para encargar ropa de abrigo para los niños.

El constante temblor está alterando de nuevo nuestras vidas. Al principio, les resultaba divertido a los niños, pero ya se están quejando de él. En cuanto a mí, espero que nos encontremos ya cerca de nuestro destino final. Aunque Michael ha estado rezando «Hágase la voluntad de Dios», mis pocas oraciones han sido ciertamente más egoístas y concretas.

1 de septiembre de 2213

Decididamente, está sucediendo algo nuevo. Durante los diez últimos días, desde que finalizó nuestra estancia en el tanque y concluyó la maniobra, nos hemos estado aproximando a una solitaria fuente de luz situada a unas treinta unidades astronómicas de la estrella Sirio. Richard ha manipulado ingeniosamente la lista de sensores y la pantalla negra de tal modo que esa fuente se halla continuamente en el centro exacto de nuestro monitor, con independencia de qué telescopio ramano concreto la esté observando.

Hace dos noches empezamos a ver alguna definición en el objeto. Lucubramos sobre la posibilidad de que se tratase de un planeta habitado y Richard se apresuró a calcular la cantidad de calor que recibiría de Sirio un planeta cuya distancia fuese aproximadamente igual a la existente entre Neptuno y nuestro Sol. Aunque Sirio es mucho más grande, brillante y caliente que el Sol, Richard concluyó que nuestro paraíso, si realmente era ése nuestro destino, iba a ser muy frío todavía.

Anoche pudimos ver con más claridad nuestro objetivo. Es una construcción alargada (Richard dice que, por consiguiente, no puede ser un planeta; cualquier cosa «de ese tamaño» que sea evidentemente no esférica «tiene que ser artificial»), con forma de cigarro puro y dos hileras de luces a lo largo de la parte superior y la inferior. Como no sabemos exactamente a qué distancia está, no conocemos con certeza su tamaño. Sin embargo, Richard ha estado realizando varias estimaciones, basadas en nuestra velocidad de aproximación, y cree que el cigarro tiene unos ciento cincuenta kilómetros de largo y cincuenta kilómetros de alto.

Toda la familia se sienta en nuestra sala principal y mira el monitor. Esta mañana hemos tenido otra sorpresa. Katie nos mostró que había otros dos vehículos en las proximidades de nuestro objetivo. Richard le enseñó la semana pasada a cambiar los sensores de Rama que aportan datos a la pantalla negra, y, mientras los demás charlábamos, ella accedió al lejano sensor por radar que utilizamos por primera vez hace trece años para identificar los misiles nucleares procedentes de la Tierra. El objeto con forma de cigarro apareció en el borde del campo visual del radar. Justamente delante del cigarro, indistinguibles casi de él en el amplio campo visual, estaban los otros dos destellos. Si el gigantesco cigarro es realmente nuestro destino, entonces quizá vamos a tener compañía.

8 de septiembre de 2213

Es imposible que yo consiga describir adecuadamente los asombrosos acontecimientos de los cinco últimos días. El lenguaje no tiene adjetivos superlativos suficientes para expresar lo que hemos visto y experimentado. Michael ha comentado incluso que el cielo puede resultar pálido en comparación con las maravillas que hemos presenciado.

En este momento nuestra familia se halla a bordo de una pequeña nave lanzadera, no mayor que un autobús urbano de la Tierra, que nos lleva con un zumbido desde el apeadero en dirección a un destino desconocido. El apeadero de forma de cigarro puro es visible todavía, aunque ya con dificultad, a través de la abovedada ventana de la parte posterior de la nave. A nuestra izquierda, nuestro hogar durante trece años, la nave espacial cilíndrica que llamamos Rama, se desplaza en una dirección ligeramente diferente de la nuestra. Se separó del apeadero pocas horas después que nosotros, iluminada por fuera como un árbol de Navidad, y en la actualidad hay unos doscientos kilómetros entre ella y nosotros.

Hace cuatro días y once horas nuestra nave espacial Rama se detuvo con relación al apeadero. El nuestro era el tercer vehículo de una sorprendente cola. Delante de nosotros estaban una estrella de mar giratoria de tamaño aproximadamente la décima parte del de Rama y una rueda gigante, con cubo y radios, que entró en el apeadero pocas horas después de habernos parado nosotros.

El apeadero resultó estar hueco. Cuando la rueda gigante penetró en el centro del apeadero, grúas correderas y otros elementos desplegables salieron a su encuentro para estacionarla adecuadamente. Una comitiva de vehículos especiales de tres formas distintas y muy poco habituales (uno parecía un globo, otro un dirigible y el tercero semejaba un batiscafo) entró, procedente del apeadero, en la rueda. Aunque no podíamos ver qué sucedía en el interior de ésta, sí vimos a los vehículos especiales emerger uno a uno, a intervalos irregulares, durante los dos días siguientes. Cada vehículo era recibido por una nave lanzadera, como la nave en que nosotros estamos volando ahora, pero más grande. Estas lanzaderas habían permanecido estacionadas en la oscuridad, a la derecha del apeadero y habían sido situadas en el lugar adecuado unos treinta minutos antes de la cita.

Tan pronto como tomaban su carga, las lanzaderas se ponían siempre en marcha en dirección contraria a la de nuestra cola. Aproximadamente una hora después de que el último vehículo hubiera emergido de la rueda y se hubiera marchado la última lanzadera, se replegaron las numerosas piezas mecánicas unidas a la rueda y la gran nave espacial circular se alejó también del apeadero.

La estrella de mar situada delante de nosotros había entrado ya en el apeadero y estaba siendo manipulada por otra serie de grúas y accesorios mecánicos, cuando un fuerte silbido nos hizo salir a la parte superior de nuestro refugio en Rama. El silbido fue seguido de un espectáculo luminoso en el Cuenco Sur. Pero esta exhibición fue completamente diferente de las que habíamos visto antes. El Gran Cuerno era la estrella del nuevo espectáculo. En las proximidades de su cúspide se formaron unos anillos circulares de color que, luego, se desplazaron lentamente hacia el norte, centrados a lo largo del eje de rotación de Rama. Los anillos eran enormes. Richard calculó que tenían por lo menos un kilómetro de diámetro, con un grosor de cuarenta metros.

La oscura noche de Rama estaba iluminada por hasta ocho de estos anillos a un tiempo. El orden se mantenía idéntico —rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, marrón, rosa y púrpura— durante tres repeticiones. A medida que un anillo se disgregaba y desaparecía junto a la estación de enlace Alfa, en el Cuenco Norte de Rama, un nuevo anillo del mismo color se formaba junto a la cumbre del Gran Cuerno.

Nosotros permanecíamos petrificados, boquiabiertos, mientras se desarrollaba todo este espectáculo. Tan pronto como desapareció el último anillo de la tercera serie, se produjo otro asombroso acontecimiento. ¡Se encendieron todas las luces en el interior de Rama! La noche ramana había comenzado hacía sólo tres horas; durante trece años, la secuencia de noche y día había sido completamente regular. Ahora, de pronto, todo había cambiado. Y no eran sólo las luces. Había música también; por lo menos, supongo que se le podía llamar musica. Sonaba como si estuviese producida por millones de campanillas y parecía proceder de todas partes.

Durante un rato, ninguno de nosotros se movió. Luego, Richard, que tenía el mejor par de prismáticos, divisó algo que volaba hacia nosotros.

—Son los avícolas —gritó, al tiempo que se ponía en pie de un salto y señalaba hacia el cielo—. Acabo de recordar algo. Yo les visité durante mi odisea en su nuevo hogar del norte.

Uno a uno, fuimos mirando por sus prismáticos. Al principio no era seguro que la identificación de Richard fuese correcta, pero, al acercarse más, las cincuenta o sesenta motas se resolvieron en las grandes criaturas de aspecto de pájaros que conocíamos como los avícolas. Se dirigían en línea recta hacia Nueva York. La mitad de los avícolas permaneció evolucionando en el cielo, a unos trescientos metros por encima de su madriguera, mientras que la otra mitad descendía rápidamente hacia la superficie.

—Ven, papá —gritó Katie—. Vamos.

Antes de que yo pudiera formular ninguna objeción, padre e hija habían echado ya a correr. Me quedé mirando cómo corría Katie. Es ya muy veloz. Mentalmente, me parecía ver a mi madre caminar grácilmente sobre la hierba del parque de Chilly-Mazarin; no hay duda de que Katie ha heredado algunas características de su familia materna, aunque es, ante todo y sobre todo, hija de su padre.

Simone y Benjy habían echado ya a correr en dirección a nuestro refugio. Patrick estaba preocupado por los avícolas.

—¿Les harán daño a papá y a Katie? —preguntó.

Sonreí a mi guapo hijo de cinco años.

—No, cariño —respondí—, no, si tienen cuidado.

—Michael, Patrick, Ellie y yo regresamos al refugio para ver cómo era manipulada la estrella de mar en el apeadero.

No podíamos ver gran cosa, porque todas las puertas de entrada a la estrella de mar estaban en el lado opuesto, lejos de las cámaras ramanas. Pero suponíamos que se estaba realizando alguna clase de actividad de descarga, porque, finalmente, cinco lanzaderas salieron rumbo a algún nuevo emplazamiento. La estrella de mar fue despachada muy rápidamente. Antes de que Richard y Katie volviesen ya había abandonado el apeadero.

—Recoged las cosas —dijo Richard, jadeante, nada más llegar—. Nos vamos. Nos vamos todos.

—Tendrías que haberlos visto —dijo Katie a Simone, casi simultáneamente—. Eran enormes. Y feos. Bajaron a su madriguera…

—Los avícolas han regresado para recoger algunas cosas especiales de su madriguera —le interrumpió Richard—. Quizás eran recuerdos de alguna clase. Como quiera que sea, todo encaja. Nos vamos a marchar de aquí.

Mientras trataba apresuradamente de poner nuestros objetos esenciales en varias de las resistentes cajas, me reproché a mí misma no haberlo previsto todo antes. Habíamos visto cómo la rueda y la estrella de mar «descargaban» en el apeadero. Pero no se nos había ocurrido que nosotros podríamos ser el cargamento que descargase Rama.

Era imposible decidir qué cosas llevar. Hacía trece años que vivíamos en aquellas seis habitaciones (incluidas las dos que habíamos acondicionado como almacenes). Probablemente habíamos pedido una media de cinco artículos diarios por medio del teclado. Cierto que la mayoría de los objetos habían quedado desechados hacía tiempo, pero no obstante… No sabíamos a dónde íbamos. ¿Cómo íbamos a saber qué llevar?

—¿Tienes alguna idea de qué nos va a suceder? —pregunté a Richard.

Mi marido estaba excitado tratando de encontrar la manera de llevarse su voluminoso ordenador.

—Nuestra historia, nuestra ciencia…, todo lo que queda de nuestro conocimiento está ahí —dijo, señalando agitadamente al ordenador—. ¿Y si se pierde sin posibilidad de recuperación?

Pesaba ochenta kilogramos en total. Le dije que podríamos ayudarle todos a llevarlo, una vez que hubiéramos recogido ropas, efectos personales y algo de agua y comida.

—¿Tienes idea de a dónde vamos? —repetí.

Richard se encogió de hombros.

—Ni la más mínima —respondió—. Pero, adondequiera que sea, apuesto a que será asombroso.

Katie entró en nuestra habitación. Llevaba un pequeño saquito y le brillaban los ojos, llenos de energía.

—Ya he recogido todo lo mío —dijo—. ¿Puedo ir a esperar arriba?

No había hecho su padre más que empezar a asentir con la cabeza, cuando Katie salió disparada. Yo meneé la cabeza, dirigiendo a Richard una mirada de desaprobación, y salí al pasillo para ayudar a Simone a preparar a los otros niños. La tarea de hacer el equipaje era una dura prueba para los chicos. Benjy estaba desorientado y confuso. Incluso Patrick se mostraba irritable. Acabábamos de terminar Simone y yo (la tarea fue imposible hasta que obligamos a los chicos a echarse una siesta) cuando regresaron Richard y Katie.

—Está aquí nuestro vehículo —comunicó sosegadamente Richard, reprimiendo su excitación.

—¿Cómo sabes que es para nosotros? —preguntó Michael. Había entrado en la habitación sólo instantes después de que lo hicieran Richard y Katie.

—Tiene ocho asientos y sitio para nuestras bolsas —respondió mi hija de diez años—. ¿Para cuáles va a ser si no?

—Quiénes —le corregí mecánicamente, tratando de integrar esta nueva información.

Sentía como si hubiera estado bebiendo de una manguera contra incendios durante cuatro días consecutivos.

—¿Has visto algún aracnopulpo? —preguntó Patrick.

—A-rac-no-pul-po —repitió cuidadosamente Benjy.

—No —respondió Katie—, pero hemos visto cuatro aviones enormes, muy achatados, con alas anchas. Pasaron volando por encima de nosotros, procedentes del sur. Creemos que los aviones llevaban a los aracnos, ¿verdad, papá?

Richard asintió.

Hice una profunda respiración.

—Está bien —dije—. Recoged todo. Vámonos. Llevad las bolsas primero. Richard, Michael y yo haremos un segundo viaje para llevar el ordenador.

Una hora después, estábamos todos en el vehículo. Habíamos subido las escaleras de nuestro refugio por última vez. Richard oprimió un destellante botón rojo y nuestro helicóptero ramano (lo llamo así porque se elevó verticalmente, no porque tuviese paletas giratorias) despegó del suelo.

Nuestro vuelo fue lento y vertical durante los cinco primeros minutos. Una vez que llegamos junto al eje de rotación de Rama, donde no había gravedad y sólo muy poca atmósfera, el vehículo permaneció suspendido, inmóvil durante dos o tres minutos, mientras cambiaba su configuración externa.

Era una impresionante vista final de Rama. A muchos kilómetros por debajo de nosotros, nuestro hogar insular no era más que una pequeña mancha pardogrisácea en medio del mar helado que circundaba el gigantesco cilindro. Podía ver los cuernos al sur con más claridad que nunca.

Aquellas sorprendentes estructuras alargadas, sustentadas por enormes arbotantes más grandes que pequeñas ciudades terrestres, apuntaban todas directamente al norte.

Sentí una extraña emoción cuando nuestra nave empezó a moverse de nuevo. Al fin y al cabo, Rama había sido mi hogar durante trece años. Allí había dado a luz a cinco hijos. También he madurado, recuerdo que me dije a mí misma, y tal vez me esté convirtiendo en la persona que siempre he deseado ser.

Había poco tiempo para pensar en lo que había sido. Una vez que quedó completado el cambio de configuración externa, nuestro vehículo recorrió a toda velocidad, en cuestión de minutos y a lo largo del eje de rotación, la distancia que nos separaba del extremo norte. Menos de una hora después, nos encontrábamos sin contratiempos en esta lanzadera. Habíamos salido de Rama. Sabía que nunca volveríamos a ella. Me enjugué las lágrimas que me cubrían los ojos mientras nuestra lanzadera salía del apeadero.