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30 de enero de 2209

Había olvidado lo que era sentir la adrenalina precipitarse por todo mi sistema. En las últimas treinta horas, nuestra plácida y tranquila vida en Rama ha quedado totalmente destruida.

Todo empezó con dos sueños. Ayer por la mañana, justo antes de despertarme, tuve un sueño, extraordinariamente vívido, relacionado con Richard. En realidad, Richard no estaba en mi sueño, quiero decir que no aparecía junto a Michael, Simone, Katie y yo. Pero el rostro de Richard permanecía encajado en el ángulo superior izquierdo de mi pantalla onírica mientras nosotros cuatro nos dedicábamos a alguna actividad cotidiana normal. El me llamaba una y otra vez por mi nombre. Su llamada era tan fuerte que continuaba oyéndole cuando desperté.

Había empezado a hablarle a Michael del sueño cuando apareció Katie en la puerta, en pijama. Estaba temblorosa y asustada.

—¿Qué ocurre, cariño? —pregunté, abriendo los brazos para que se acercase.

Corrió hacia mí y me abrazó con fuerza.

—Es papá —dijo—. Me ha estado llamando esta noche en sueños.

Un escalofrío me recorrió la espina dorsal y Michael se incorporo en la estera. Tranquilicé a Katie con mis palabras, pero la coincidencia me desasosegaba. ¿Había oído mi conversación con Michael? Imposible. La habíamos visto en el momento mismo en que llego a nuestra habitación.

Una vez que Katie regresó a su cuarto para vestirse, le dije a Michael que me era del todo punto imposible hacer caso omiso de los dos sueños. Él y yo hemos hablado con frecuencia acerca de mis ocasionales poderes psíquicos. Aunque generalmente rechaza la idea entera de la percepción extrasensorial, Michael siempre ha admitido que es imposible asegurar categóricamente que mis sueños y visiones no profetizan el futuro.

—Debo ir arriba a buscar a Richard —le dije después del desayuno. Michael había esperado que yo realizase ese esfuerzo y estaba dispuesto a cuidar de los niños. Pero estaba oscuro en Rama. Ambos convinimos en que sería mejor que esperase hasta nuestra tarde, en que de nuevo habría luz en el mundo de la nave espacial sobre nuestro refugio.

Eché una larga siesta con el fin de hacer acopio de energías para una concienzuda búsqueda. Dormí agitadamente y todo el tiempo estuve soñando que me encontraba en peligro. Antes de emprender la marcha, me aseguré de que había un dibujo razonablemente fiel de Richard almacenado en mi ordenador portátil. Quería poder mostrar el objeto de mi búsqueda a cualquier avícola con el que me encontrase.

Después de darles un beso a los niños y desearles buenas noches, me puse directamente en marcha hacia la madriguera de los avícolas. No me sorprendió ver que había desaparecido el tanque centinela. Años atrás, cuando fui invitada por uno de los residentes avícolas a entrar en la madriguera, tampoco estaba presente el tanque centinela. ¿Quizá me estuvieran invitando de nuevo? ¿Y qué tenía todo esto que ver con mi sueño? El corazón me latía violentamente mientras cruzaba la sala en que se encontraba la cisterna de agua y me adentraba en el túnel que de ordinario protegía el ahora ausente centinela.

El silencio era absoluto. Caminé durante casi un kilómetro antes de llegar a una alta puerta a mi derecha. Me asomé cautelosamente. La habitación estaba sumida en la oscuridad, como todos los lugares de la madriguera avícola a excepción del corredor vertical. Encendí mi linterna. La sala no era muy profunda, unos quince metros como máximo, pero era extremadamente alta. A lo largo de la pared situada enfrente de la puerta había filas y filas de cajas ovaladas. El haz luminoso de mi linterna mostró que las filas se extendían hasta el elevado techo, que debía de estar justamente debajo de una de las plazas de Nueva York.

No tardé mucho en descubrir la finalidad de la estancia. Cada una de las extrañas cajas tenía el tamaño y la forma de un melón maná. Naturalmente, pensé, aquí debía de ser donde se guardaban las provisiones. No era extraño que no quisieran que viniese nadie aquí.

Tras comprobar que todas las cajas estaban vacías, empecé a retroceder en dirección al pozo. Luego, a impulsos de un presentimiento, di media vuelta, pasé por delante del almacén y continué por el túnel. Debía de llevar a alguna parte, razoné, o habría terminado en la estancia de los melones.

Tras recorrer medio kilómetro más, el túnel fue ensanchándose gradualmente hasta que entré en una amplia cámara circular. En el centro de la estancia, que tenía un techo muy alto, había una vasta estructura abovedada. A intervalos regulares a lo largo de las paredes se abrían unos veinte huecos. No había más luz que la proporcionada por el haz de mi linterna, así que tardé varios minutos en integrar la estancia, con el abovedado edificio en el centro, en una imagen superpuesta.

Recorrí el perímetro completo, examinando uno tras otro todos los huecos. La mayoría estaban vacíos. En uno de ellos encontré tres tanques centinelas idénticos pulcramente alineados contra la pared del fondo. Mi primer impulso fue resguardarme de los centinelas, pero no era necesario. Estaban inactivos.

Pero el más interesante, con mucho, de estos huecos, era el situado en el centro de la estancia, exactamente al extremo de un arco de 180 grados desde el túnel de entrada. Este hueco especial se hallaba cuidadosamente organizado y tenía gruesos estantes tallados en sus paredes. Había quince estantes en total, cinco en cada uno de los dos lados y otros cinco en la pared del fondo. En los estantes de los lados había objetos cuidadosamente alineados (todo era muy ordenado); los de la pared del fondo tenían cada uno cinco agujeros redondos dispuestos longitudinalmente.

El contenido de estos hoyos, cada uno de los cuales se hallaba subdividido en secciones, como porciones de una tarta, era fascinante. Una de las secciones de cada uno de los hoyos contenía un material muy fino, semejante a ceniza. Una segunda sección contenía uno, dos o tres anillos, unos de color rojo cereza, otros dorados, que reconocí inmediatamente por su similitud con los anillos que habíamos visto en torno al cuello de nuestro amigo avícola de terciopelo gris. El resto de los artículos contenidos en los hoyos no parecía presentar ninguna pauta especial; de hecho, algunos de los hoyos estaban vacíos, a excepción de la ceniza y los anillos.

Finalmente, me volví y me acerqué a la estructura abovedada. Su puerta principal daba frente al hueco especial. La examiné con mi linterna. Su rectangular superficie tenía tallado un complicado diseño. Se apreciaban cuatro paneles, o cuadrantes, distintos. En el cuadrante superior izquierdo había un avícola, y en el panel adyacente, a la derecha, un melón maná. Los dos cuadrantes inferiores contenían imágenes extrañas. En el lado izquierdo estaba tallada la figura de una criatura articulada y cubierta de franjas que corría sobre seis patas. El panel final, abajo a la derecha, mostraba una gran caja llena de una malla o red muy fina.

Tras unos momentos de vacilación, empujé la puerta. Quedé paralizada cuando una estruendosa alarma, semejante a un claxon, horadó el silencio. Permanecí inmóvil junto a la puerta, mientras la alarma continuaba sonando durante casi un minuto. Cuando cesó seguí sin moverme. Estaba tratando de oír si alguien (o algo) respondía a la alarma.

Ningún ruido turbaba el silencio. Al cabo de unos minutos comencé a examinar el interior del edificio. Un cubo transparente, de aproximadamente dos metros y medio de lado, ocupaba el centro de la única estancia. La paredes del cubo se hallaban manchadas a trechos, lo que oscurecía parcialmente mi visión, pero, a pesar de ello, pude ver que el fondo estaba cubierto de un material fino y oscuro hasta una altura de diez centímetros. El resto del edificio en torno al cubo se hallaba decorado con dibujos geométricos en las paredes, el suelo y el techo. Una de las caras del cubo tenía una angosta entrada que permitía el acceso al interior.

Entré. El esponjoso material negro parecía ser ceniza, pero su consistencia era ligeramente diferente de la del material similar que había encontrado en los hoyos de los estantes. Mis ojos siguieron el haz luminoso de mi linterna a medida que se desplazaba sistemáticamente por el cubo. Cerca del centro había un objeto parcialmente enterrado en la ceniza. Me aproximé, cogí el objeto, lo sacudí, y casi me desmayo. Era el robot de Richard, EB.

EB estaba considerablemente cambiado. Su exterior se hallaba ennegrecido, su diminuto panel de control se había fundido y ya no funcionaba. Pero, inconfundiblemente, era él. Me llevé el pequeño robot a los labios y lo besé. Mentalmente, podía verle declamando uno de los sonetos de Shakespeare mientras Richard escuchaba extático y gozoso.

Era evidente que EB había estado en un incendio. ¿También Richard se había visto atrapado en un infierno dentro del cubo? Rebusqué cuidadosamente entre la ceniza, pero no encontré ningún hueso. Me preguntaba, sin embargo, qué sería lo que había ardido y había creado toda aquella ceniza. Y, ante todo, ¿qué hacía EB dentro del cubo?

Yo estaba convencida de que Richard se encontraba en algún lugar de la madriguera avícola, así que pasé otras ocho largas horas subiendo y bajando por los rebordes y explorando túneles. Visité todos los lugares en que había estado antes, durante mi corta estancia allí, tiempo atrás, y encontré varias interesantes nuevas cámaras de finalidad desconocida. Pero no había ni rastro de Richard. De hecho, no había rastros de vida de ninguna clase. Consciente de que el corto día ramano estaba a punto de terminar y que los cuatro niños no tardarían en despertarse en nuestro refugio, regresé finalmente, cansada y abatida, a mi hogar ramano.

Cuando llegué, la cubierta y la reja de nuestro refugio estaban abiertas. Aunque tenía la seguridad de haberlas cerrado antes de marcharme, no podía recordar con exactitud mis actos al salir. Finalmente me dije a mí misma que quizás había estado demasiado excitada entonces y había olvidado cerrar todo. No había hecho más que empezar a descender cuando oí que Michael me llamaba desde atrás.

Me volví. Michael se acercaba por el camino situado hacia el este. Se movía velozmente, cosa extraña en él, y llevaba en brazos al pequeño Patrick.

—Ya has venido —jadeó, mientras yo me acercaba a él—. Estaba empezando a preocuparme…

Se interrumpió de pronto, clavó los ojos en mí y, luego, paseó rápidamente la vista en derredor.

—Pero ¿dónde está Katie? —preguntó con tono preocupado.

—¿Cómo que dónde está Katie? ¿Qué quieres decir? —repliqué alarmada por la expresión del rostro de Michael.

—¿No está contigo? —preguntó.

Cuando moví negativamente la cabeza y dije que no la había visto, Michael rompió de pronto a llorar. Corrí a consolar al pequeño Patrick, que, asustado por los sollozos de Michael, se había echado a llorar también.

—Oh, Nicole —exclamó Michael—, no sabes cuánto lo siento. Patrick estaba pasando mala noche, así que me lo llevé a mi habitación. Luego, a Benjy le empezó a doler el estómago y Simone y yo tuvimos que atenderle durante un par de horas. Nos quedamos todos dormidos mientras Katie se hallaba sola en la habitación de los niños. Cuando nos despertamos, hará unas dos horas, había desaparecido.

Nunca había visto a Michael tan turbado. Traté de consolarle, decirle que probablemente Katie estaba jugando en alguna parte cerca de allí (y cuando la encontremos, estaba pensando, le voy a dar una reprimenda que no olvidará jamás), pero Michael rechazó la idea.

—No, no —dijo—, no está por aquí en ninguna parte. Patrick y yo llevamos más de una hora buscándola.

Michael, Patrick y yo bajamos para ver cómo estaban Simone y Benjy. Simone nos informó de que Katie se había sentido en extremo decepcionada cuando me marché sola en busca de Richard.

—Había esperado —explicó serenamente Simone— que la llevarías contigo.

—¿Por qué no me contaste esto anoche? —pregunté a mi hija de ocho años.

—No me pareció tan importante —respondió Simone—. Además, nunca se me ocurrió que Katie intentaría encontrar ella sola a papá.

Michael y yo estábamos exhaustos, pero uno de los dos tenía que buscar a Katie. Yo era la más indicada para hacerlo. Me lavé la cara, encargué a los ramanos desayuno para todos y relaté una rápida versión de mi descenso a la madriguera de los avícolas. Simone y Michael dieron vuelta lentamente entre las manos al ennegrecido EB. Me di cuenta de que también ellos se preguntaban qué habría sido de Richard.

—Katie dijo que papá fue en busca de los aracnopulpos —comentó Simone cuando me disponía a marcharme—. Dijo que su mundo era más emocionante.

Yo me sentía llena de temor mientras avanzaba por la plaza próxima a la madriguera de los aracnopulpos. Mientras caminaba, se apagaron las luces y se hizo nuevamente de noche en Rama.

—Estupendo —murmuré—. No hay nada como tratar de encontrar en la oscuridad a una niña perdida.

La cubierta de los aracnopulpos y las dos rejas protectoras se hallaban abiertas. Nunca había visto abiertas las rejas. Me dio un vuelco el corazón. Comprendí instintivamente que Katie había bajado a su madriguera y que, pese a mi miedo, yo iba a seguirla. Primero, me arrodillé y grité «Katie» dos veces hacia las tinieblas que se espesaban debajo de mí. Oí su nombre reverberar en los túneles. Agucé el oído para captar alguna respuesta, pero no había absolutamente ningún sonido. Por lo menos, me dije, tampoco oía el roce de las escobillas acompañado de un silbido de alta frecuencia.

Descendí por la rampa hasta la amplia caverna de la que salían los cuatro túneles que Richard y yo habíamos bautizado como «Eene, Meenie, Mynie y Moe». Era difícil, pero me forcé a mí misma a entrar en el túnel que Richard y yo habíamos recorrido antes. No obstante, tras dar unos cuantos pasos, me detuve, retrocedí y me introduje en el túnel adyacente. Este segundo corredor conducía también al corredor cilíndrico descendente que se encontraba erizado de salientes, pero pasaba de largo ante la estancia que Richard y yo llamábamos el museo de los aracnopulpos. Recordaba perfectamente el terror que había sentido nueve años antes, cuando encontré al doctor Takagishi, disecado como un trofeo de caza, colgando en aquel museo.

Había una razón por la que yo quería visitar el museo de los aracnopulpos que no estaba necesariamente relacionada con mi búsqueda de Katie. Si los aracnopulpos habían matado a Richard (como, al parecer, habían matado a Takagishi, aunque no estoy convencida todavía de que no muriese de un ataque cardíaco), o si habían encontrado su cuerpo en algún otro lugar de Rama, entonces quizás él se hallara también en la estancia. Sería quedarme corta decir que no estaba ansiosa por ver la versión de mi marido hecha por un taxidermista alienígena; sin embargo, quería por encima de todo saber qué le había sucedido a Richard. Especialmente después de mi sueño. Al llegar a la entrada del museo, hice una profunda inspiración. Torcí lentamente hacia la izquierda al entrar. Las luces se encendieron en cuanto crucé el umbral, pero, por fortuna, el doctor Takagishi no me estaba mirando directamente a la cara. Había sido movido al otro extremo de la sala. De hecho, el museo entero había experimentado una reordenación. Todas las réplicas de biots, que ocupaban la mayor parte del espacio de la sala cuando Richard y yo lo visitamos brevemente tiempo atrás, habían desaparecido. Los dos «objetos de exposición», si se les podía llamar así, eran ahora los avícolas y los seres humanos.

La exposición de avícolas estaba más cerca de la puerta. Tres ejemplares colgaban del techo, con las alas extendidas. Uno de ellos era el avícola de terciopelo gris y con dos anillos color cereza en el cuello que Richard y yo habíamos visto poco antes de que muriese. Había otros fascinantes objetos e incluso fotografías en la exposición avícola, pero mis ojos se volvieron hacia el otro extremo de la estancia, hacia la exposición que rodeaba al doctor Takagishi.

Lancé un suspiro de alivio al ver que Richard no se encontraba en la estancia. Pero allí estaba nuestro bote, el que Richard, Michael y yo habíamos utilizado para cruzar el mar Cilíndrico. Estaba en el suelo, junto al doctor Takagishi. Había también una heterogénea mezcolanza de objetos recuperados de nuestras excursiones y otras actividades en Nueva York. Pero el centro de la exposición era una serie de cuadros enmarcados que colgaban en las paredes laterales y en la del fondo.

Desde el otro lado de la sala no podía distinguir bien los temas de los cuadros. Pero, al aproximarme, contuve una exclamación. Las imágenes eran fotografías, colocadas en marcos rectangulares, muchas de las cuales mostraban la vida en el interior de nuestro refugio. Había fotos de todos nosotros, incluidos los niños. Nos mostraban comiendo, durmiendo, incluso yendo al baño. Me sentí paralizada mientras contemplaba la exposición. «Estamos siendo observados —comenté para mis adentros— incluso en nuestra propia casa». Sentí un terrible escalofrío.

En la pared lateral había una colección especial de fotografías que me produjeron consternación y azoramiento. En la Tierra habrían sido candidatas a un museo erótico. Las imágenes me mostraban haciendo el amor con Richard en varias posturas distintas. Había también una fotografía en que aparecíamos Michael y yo, pero no era tan nítida porque aquella noche nuestro dormitorio había estado a oscuras.

La fila de cuadros que había bajo las escenas sexuales eran todos de fotografías de los nacimientos de cada niño. Se mostraban todos los nacimientos, incluido el de Patrick, lo que confirmaba que la observación continuaba todavía. La yuxtaposición de las imágenes sexuales y las de los partos indicaba que los aracnopulpos (¿o los ramanos?) habían comprendido nuestro proceso reproductor.

Permanecí totalmente absorta en las fotografías durante unos quince minutos. Mi concentración quedó rota cuando finalmente oí un fuerte sonido de escobillas que se arrastraban sobre metal procedente de la dirección de la puerta del museo. Me sentí aterrorizada. Quedé petrificada, inmóvil, y miré desesperadamente a mi alrededor. No había otra salida en la estancia.

Al cabo de unos momentos, apareció Katie en la puerta.

—¡Mamá! —gritó al verme.

Atravesó corriendo el museo, derribando casi al doctor Takagishi y saltó a mis brazos.

—¡Oh, mamá! —exclamó, al tiempo que me abrazaba y me besaba con fuerza—. Sabía que vendrías.

Cerré los ojos y abracé con todas mis fuerzas a mi hija. Las lágrimas me corrían por las mejillas. Mecí a Katie de un lado a otro, consolándola, diciendo:

—No pasa nada, cariño, no pasa nada.

Cuando me sequé los ojos y los abrí, había un aracnopulpo en la puerta del museo. Estaba quieto, casi como si contemplara la reunión de madre e hija. Quedé petrificada, sacudida por una oleada de emociones que iban desde la alegría hasta el terror absoluto.

Katie percibió mi miedo.

—No te preocupes, mamá —dijo, mirando por encima del hombro en dirección al aracnopulpo—. No te hará daño. Sólo quiere mirar. Ha estado muchas veces cerca de mí.

Mi nivel de adrenalina se había disparado. El aracnopulpo continuó en pie (o sentado, o como quiera que estén los aracnos cuando no se mueven) en la puerta. Su gran cabeza negra era casi esférica y reposaba sobre un cuerpo que se extendía, cerca del suelo, en los ocho tentáculos listados a franjas negras y doradas. En el centro de su cabeza había dos hendiduras paralelas, simétricas con respecto a un eje invisible, que iban desde la parte superior hasta la inferior.

Exactamente centradas entre esas dos hendiduras, aproximadamente a un metro del suelo, se hallaba una sorprendente estructura de lente, de diez centímetros de lado, que era una gelatinosa combinación de líneas reticulares y un fluido material negro y blanco. Mientras el aracnopulpo nos miraba, aquella lente desbordaba de actividad.

Había otros órganos encajados entre las dos hendiduras, tanto por encima como por debajo de la lente, pero no tuve tiempo para estudiarlos. El aracnopulpo avanzó hacia nosotros y, pese a las seguridades de Katie, mi miedo retornó con toda su fuerza. El sonido de escobillas era producido por una especie de filamentos existentes en el extremo de los tentáculos al avanzar sobre el suelo. El silbido de alta frecuencia emanaba de un pequeño orificio que se abría en el lado derecho de la cabeza.

Durante varios segundos, el miedo inmovilizó mis procesos mentales. Al ir acercándose más la criatura, prevaleció mi reacción natural de huida. Infortunadamente, era imposible en aquella situación. No había dónde ir.

El aracnopulpo no se detuvo hasta que llegó a cinco metros escasos de mí. Yo había empujado a Katie contra la pared y me interponía entre ella y el aracno. Levanté la mano. De nuevo se produjo una oleada de actividad en su misteriosa lente. De pronto, tuve una idea. Metí la mano en mi traje de vuelo y saqué mi ordenador. Con dedos temblorosos (el aracnopulpo había levantado un par de tentáculos delante de su lente; al considerarlo ahora retrospectivamente, me pregunto si creía que yo iba a sacar un arma), hice aparecer la imagen de Richard en el monitor y se la mostré al aracnopulpo.

Al ver que no realizaba ningún movimiento adicional, la criatura volvió a posar lentamente en el suelo sus dos tentáculos protectores. Permaneció casi un minuto mirando al monitor y, luego, para mi asombro, una ondulación de brillante color púrpura le corrió en torno a la cabeza a partir del borde de su hendidura. Este color púrpura fue seguido instantes después por un arco iris en rojo, azul y verde, cada banda de un grosor distinto, que salía de la misma hendidura y, tras rodear la cabeza, desaparecía en la hendidura paralela, a casi trescientos sesenta grados de distancia.

Katie y yo le mirábamos atemorizadas. El aracnopulpo levantó uno de sus tentáculos, señaló al monitor y repitió la ondulación púrpura. Instantes después, como antes, repitió el diseño de arco iris.

—Nos está hablando, mamá —dijo Katie, en voz baja.

—Creo que tienes razón —respondí—. Pero no tengo ni la menor idea de qué dice.

Tras esperar lo que pareció una eternidad, el aracnopulpo empezó a retroceder hacia la puerta, mientras su extendido tentáculo nos hacía seña de que le siguiésemos. No hubo más bandas de colores. Katie y yo nos cogimos de la mano y le seguimos cautelosamente. La niña empezó a mirar a su alrededor y reparó por primera vez en las fotografías de la pared.

—Mira, mamá —exclamó—, tienen fotos de nuestra familia.

Le hice callar y le dije que prestara atención al aracnopulpo. Éste se introdujo en el túnel y se dirigió hacia el corredor vertical erizado de salientes y los pasadizos. Ésa era la oportunidad que necesitábamos. Cogí a Katie en brazos, le dije que se agarrara con fuerza y eché a correr a toda velocidad por el túnel. Mis pies apenas si tocaban el suelo, hasta que llegué a la rampa y regresamos a Nueva York.

Michael sintió una inmensa alegría al ver sana y salva a Katie, aunque estaba muy preocupado (como sigo estándolo yo) por el hecho de que hubiese cámaras ocultas en las paredes y techos de nuestros aposentos. No llegué a reñirle adecuadamente a Katie por haberse marchado sola; me sentía demasiado aliviada por haberla encontrado. Katie dijo a Simone que había tenido una «aventura fabulosa» y que el aracnopulpo era «majo». Así es el mundo de los niños.

4 de febrero de 2209

¡Albricias! ¡Hemos encontrado a Richard! ¡Está vivo! Por muy poco, pues se halla en coma profundo y tiene fiebre alta, pero está vivo.

Katie y Simone lo encontraron esta mañana, tendido en el suelo a menos de cincuenta metros de la entrada a nuestro refugio. Habíamos planeado las tres ir a jugar un poco a fútbol en la plaza y nos disponíamos a salir del refugio cuando Michael me llamó para decirme algo. Indiqué a las niñas que me esperasen en la zona próxima a la entrada. Cuando, minutos después, rompieron las dos a gritar, pensé que había sucedido algo terrible. Subí corriendo la escalera e inmediatamente vi el cuerpo comatoso de Richard a lo lejos.

Al principio, temí que Richard estuviese muerto. El médico que hay en mí se puso a trabajar en el acto, verificando sus signos vitales. Las niñas no se apartaban de mí mientras lo reconocía. Especialmente Katie. No hacía más que repetir, una y otra vez: «¿Está vivo papa? Oh, mamá, haz que papá se ponga bien».

Una vez que confirmé que se hallaba en coma, Michael y Simone me ayudaron a bajar a Richard por la escalera. Introduje en su sistema un juego de sondas biométricas y desde entonces he estado observando los datos transmitidos.

Le quité la ropa y lo examiné detenidamente de pies a cabeza.

Tiene algunos arañazos y magulladuras que no había visto antes, pero es lógico después de todo este tiempo. Sus análisis de sangre dan resultados singularmente próximos a lo normal; con su temperatura de casi cuarenta grados, yo habría esperado encontrar anormalidades en el recuento de leucocitos.

Tuvimos otra gran sorpresa al examinar con detalle las ropas de Richard. En el bolsillo de su chaqueta encontramos los robots shakespearianos príncipe Hal y Falstaff, que habían desaparecido hace nueve años en el extraño mundo que se extiende bajo el corredor erizado de salientes en que pensábamos que estaba la madriguera de los aracnopulpos. De alguna manera, Richard debe de haber convencido a los aracnos para que le devolvieran sus compañeros de juego. Llevo ya siete horas aquí sentada, junto a Richard. Durante esta mañana otros miembros de la familia han estado también aquí la mayoría del tiempo, pero durante la última hora, más o menos, Richard y yo hemos estado solos. Mis ojos se han recreado largos minutos en su rostro, mis manos han vagado por su cuello, sus hombros y su espalda. Al tocarle, ha invadido mi mente un torrente de recuerdos y a ratos se me han llenado los ojos de lágrimas. Nunca creí que volvería a verle ni a tocarle. Oh, Richard, bien venido a casa. Bien venido a casa, a tu mujer y a tu familia.