7 de mayo de 2205
Ésta ha sido la primavera de nuestra desavenencia. Oh, Señor, qué necios somos los mortales. Richard, Richard, vuelve, por favor.
¿Por dónde empezar? ¿Y cómo? ¿Me atrevo a volver la vista atrás? En un momento, brotan visiones y revisiones… En la habitación contigua Michael y Simone van y vienen, hablando de Miguel Ángel.
Mi padre me decía siempre que todo el mundo comete errores. ¿Por qué los míos tienen que ser tan colosales? La idea era buena. Mi cerebro me decía que era lógica. Pero en lo más íntimo del ser humano no siempre prevalece la razón. Las emociones no son racionales. Los celos no son el resultado de un programa de ordenador.
Hubo numerosos avisos. Aquella primera tarde, mientras conversábamos sentados a la orilla del mar Cilíndrico, me di cuenta por los ojos de Richard que había un problema. «Cuidado, Nicole, echa el freno», me dije a mí misma.
Pero más tarde se mostró muy razonable.
—Desde luego —dijo Richard aquella misma tarde—, lo que estás sugiriendo es lo genéticamente correcto. Iré contigo a decírselo a Michael. Vamos a despachar este asunto lo antes posible, y esperemos que un encuentro sea suficiente.
Me sentí llena de alegría. Ni por un momento se me ocurrió que Michael podría negarse.
—Sería un pecado —dijo por la noche, una vez que las niñas se hubieron acostado e instantes después de comprender lo que estábamos proponiendo.
Richard tomó la ofensiva, arguyendo que el concepto entero de pecado era un anacronismo incluso en la Tierra y que él, Michael, se estaba portando como un estúpido.
—¿Realmente quieres que yo haga eso? —preguntó directamente Michael a Richard al final de la conversación.
—No —respondió Richard, tras unos instantes de vacilación—, pero, evidentemente, redunda en beneficio de nuestras hijas. —Hubiera debido prestar más atención al «no».
Nunca se me ocurrió que mi plan pudiera no dar resultado. Observé con extrema atención mi ciclo de ovulación. Cuando finalmente llegó la noche designada, informé a Richard, que salió del refugio para darse una de sus largas caminatas por Rama. Michael estaba nervioso y pugnaba por vencer sus sentimientos de culpabilidad, pero ni en mis peores momentos había imaginado que pudiera ser incapaz de tener acceso carnal conmigo.
Cuando nos quitamos la ropa (a oscuras, para que Michael no se sintiera violento) y nos tendimos uno al lado del otro sobre las esteras, descubrí que su cuerpo estaba rígido y tenso. Le besé en la frente y las mejillas. Luego, traté de hacer que se relajara acariciándole la espalda y el cuello. Al cabo de unos treinta minutos de tocarle (pero nada que se pudiera considerar un preludio sexual), apreté mi cuerpo contra el suyo de manera sugestiva. Era evidente que teníamos un problema. Su pene estaba todavía completamente fláccido.
No sabía qué hacer. Mi pensamiento inicial, que, desde luego era completamente irracional, fue que Michael no me encontraba atractiva. Experimenté una sensación terrible, como si alguien me hubiese dado una bofetada. Salieron a la superficie todos mis reprimidos sentimientos de inadecuación y fui presa de un sorprendente acceso de ira. Afortunadamente, no dije nada (ninguno de los dos habló durante todo este período) y Michael no podía verme la cara en la oscuridad. Pero mi lenguaje corporal debió de expresar mi decepción.
—Lo siento —dijo él.
—No importa —respondí, tratando de aparentar indiferencia.
Me apoyé en un codo y le acaricié la frente con la otra mano. Fui ampliando mi ligero masaje, deslizándole suavemente los dedos por la cara, el cuello y los hombros. Michael permanecía completamente pasivo, yacía de espaldas, sin moverse, con los ojos cerrados casi todo el tiempo. Aunque estoy segura de que le gustaba el masaje, no dijo nada ni exhaló ningún murmullo de placer. Para entonces, yo estaba empezando a sentirme cada vez más inquieta. Me encontré a mí misma deseando que Michael me acariciase, que me dijese que todo iba bien conmigo.
Finalmente, pasé parte de mi cuerpo sobre el suyo. Dejé que mis senos cayeran suavemente sobre su torso mientras mi mano derecha jugueteaba con el vello de su pecho. Me incliné para besarle en los labios, tratando de excitarle en otro lugar con la mano izquierda, pero él se apartó rápidamente y se incorporó.
—No puedo hacerlo —dijo Michael, meneando la cabeza.
—¿Por qué no? —pregunté en voz baja, con el cuerpo ahora en incómoda postura a su lado.
—Es malo —respondió con gran solemnidad.
Durante los minutos siguientes, traté varias veces de iniciar una conversación, pero Michael no quería hablar. Finalmente, como no había nada más que yo pudiera hacer, me vestí silenciosamente en la oscuridad. Michael logró apenas articular un débil «buenas noches» cuando me marché.
No regresé inmediatamente a mi habitación. Una vez en el corredor, me di cuenta de que no me hallaba aún preparada para enfrentarme a Richard. Me apoyé contra la pared y forcejeé con las poderosas emociones que me dominaban. ¿Por qué había dado yo por supuesto que todo sería sencillo? ¿Y qué le diría ahora a Richard?
Por el ruido de su respiración al entrar en nuestra habitación comprendí que Richard no estaba dormido. De haber tenido más valor, podría haberle contado entonces mismo lo que había sucedido con Michael. Pero era más fácil pasarlo por alto por el momento. Eso fue un grave error.
Los días siguientes estuvieron llenos de tensión. Nadie menciono lo que Richard había denominado una vez «suceso de fertilización». Los hombres trataban de actuar como si todo fuese normal. La segunda noche, después de cenar, convencí a Richard para que se viniera a dar un paseo conmigo mientras Michael acostaba a las niñas.
Richard estaba explicando la química de su nuevo proceso de fermentación del vino mientras nos hallábamos en los terraplenes que dominan el mar Cilíndrico. En un momento dado, le interrumpí y le cogí la mano.
—Richard —dije, buscando con los ojos amor y seguridad en los suyos—, esto es muy difícil… —Se me estranguló la voz.
—¿Qué ocurre, Nikki? —preguntó, forzando una sonrisa.
—Se trata de Michael —respondí—. El caso es que no sucedió nada realmente —expliqué—. No podía…
Richard se me quedó mirando fijamente.
—¿Quieres decir que es impotente? —preguntó.
Asentí primero con la cabeza y, luego, le desconcerté por completo al menearla negativamente.
—Probablemente no en realidad —balbucí—, pero lo fue la otra noche conmigo. Yo creo que es sólo que está demasiado tenso, que se siente culpable o quizá que ha pasado demasiado tiempo…
Me interrumpí, comprendiendo que estaba hablando demasiado.
Richard permaneció con la vista perdida en el mar durante lo que pareció una eternidad.
—¿Quieres intentarlo otra vez? —preguntó por fin, con voz completamente inexpresiva. No se volvió a mirarme.
—No…, no sé —respondí. Le apreté la mano. Iba a decir algo más, preguntarle si podría soportar la situación si lo intentaba de nuevo, pero Richard se separó bruscamente de mí.
—Comunícamelo cuando lo decidas —exclamó con sequedad.
Durante una o dos semanas me sentí segura de abandonar por completo el proyecto. Lentamente, muy lentamente, nuestra familia fue recuperando una apariencia de alegría. La noche siguiente a la terminación de mi período, Richard y yo hicimos el amor en dos ocasiones por primera vez en un año. Pareció especialmente complacido y se mostró muy locuaz mientras permanecíamos abrazados después del segundo coito.
—Debo reconocer que estuve realmente preocupado durante algún tiempo —dijo—. La idea de que tuvieras relación sexual con Michael, aun por razones supuestamente lógicas, me estaba volviendo loco. Sé que es irracional, pero me daba un miedo terrible que te gustara, ¿comprendes?, y que nuestra relación pudiera verse afectada.
Evidentemente, Richard estaba dando por supuesto que yo no iba a intentar de nuevo quedarme embarazada de un hijo de Michael. No discutí con él aquella noche porque yo también me sentía momentáneamente satisfecha. Pocos días después, sin embargo, cuando empecé a leer lo que sobre la impotencia decían mis libros de medicina, comprendí que continuaba decidida a llevar adelante mi plan.
Durante la semana anterior a mi siguiente ovulación, Richard estuvo ocupado elaborando su vino (y quizá probándolo con más frecuencia de la necesaria; más de una vez estaba un poco achispado antes de la cena) y creando pequeños robots de personajes de Samuel Beckett. Mi atención se hallaba centrada en la impotencia. Mi programa de estudios en la Facultad de Medicina había pasado virtualmente por alto el tema. Y, como mi propia experiencia sexual ha sido relativamente limitada, nunca me he encontrado personalmente ante él. Me sorprendió enterarme de que la impotencia es una dolencia muy común, fundamentalmente psicológica pero agravada con frecuencia por un componente físico, y que existen muchas formas bien definidas de tratamiento, todas las cuales se centran en disminuir la «ansiedad de realización» que aqueja al hombre.
Una mañana, Richard me vio preparar la orina para la prueba de ovulación. No dijo nada, pero, por la expresión de su rostro, me di cuenta de que estaba dolido y decepcionado. Quise tranquilizarle, pero las niñas estaban en la habitación y temí que se produjera una escena.
No le dije a Michael que íbamos a realizar un segundo intento. Pensé que su ansiedad se reduciría si no tenía tiempo para pensar en ello. Mi plan estuvo a punto de dar resultado. Fui con Michael a su habitación, después de haber acostado a las niñas, y le expliqué lo que estaba sucediendo. Tenía un principio de erección y, pese a sus leves protestas, me dispuse rápidamente a mantenérsela. Estoy segura de que habríamos logrado nuestro propósito si Katie no hubiera empezado a gritar «mamá, mamá» justo cuando nos disponíamos a iniciar la cópula.
Naturalmente, me separé de Michael y corrí por el pasillo hasta la habitación de las niñas. Richard estaba ya allí y tenía a Katie en brazos. Simone se hallaba sentada en su esterilla, frotándose los ojos. Los tres se quedaron mirando mi cuerpo desnudo en el umbral.
—He tenido un sueño terrible —dijo Katie, abrazándose con fuerza a Richard—. Un aracnopulpo me estaba comiendo.
Entré en la habitación.
—¿Te encuentras mejor ahora? —pregunté, al tiempo que extendía los brazos para coger a Katie.
Richard continuó sosteniéndola y ella no hizo ningún esfuerzo por venirse conmigo. Tras unos instantes de azoramiento, me acerqué a Simone y le pasé el brazo por los hombros.
—¿Dónde tienes el pijama, mamá? —preguntó mi hija de cuatro años.
Generalmente, tanto Richard como yo dormíamos con la versión ramana de un pijama. La niñas están completamente acostumbradas a mi cuerpo desnudo —las tres nos duchamos juntas prácticamente todos los días—, pero de noche, cuando entro en su habitación, casi siempre llevo el pijama. Iba a darle a Simone una contestación desenfadada cuando advertí que también Richard me estaba mirando. Sus ojos eran claramente hostiles.
—Yo puedo ocuparme de las cosas aquí —dijo con aspereza—. ¿Por qué no terminas lo que estabas haciendo?
Regresé junto a Michael para intentar una vez más conseguir la cópula y la concepción. Fue una mala decisión. Durante un par de minutos, traté en vano de excitar a Michael y, luego, él me apartó la mano.
—Es inútil —dijo—. Tengo casi sesenta y tres años y hace cinco que no he tenido acceso carnal. Nunca me masturbo y procuro conscientemente no pensar en el sexo. Mi erección de antes fue sólo un transitorio golpe de suerte. —Guardó silencio durante casi un minuto—. Lo siento, Nicole —añadió—, pero no va a resultar.
Permanecimos tendidos uno junto a otro en silencio durante varios minutos. Me estaba vistiendo y disponiéndome a marcharme cuando advertí que Michael tenía la rítmica respiración que precede al sueño. Recordé de pronto haber leído que los hombres aquejados de impotencia psicológica tienen con frecuencia erecciones durante el sueño, y mi mente concibió otra insensata idea. Volví a tenderme junto a Michael y esperé hasta tener la seguridad de que dormía profundamente.
Le acaricié muy suavemente al principio. Me agradó ver que respondía muy rápidamente. Al cabo de un rato aumenté el vigor de mi masaje, pero tuve sumo cuidado de no despertarle. Cuando estuvo definitivamente dispuesto, me preparé y me coloqué sobre él. Estaba a punto de consumar la cópula, cuando le empujé con demasiada brusquedad y lo desperté. Traté de continuar, pero, en mi apresuramiento, debí de hacerle daño, pues lanzó un grito y me miró con expresión sobresaltada. A los pocos segundos, su erección se había desvanecido.
Me tendí de espaldas y lancé un profundo suspiro. Me sentía terriblemente decepcionada. Michael me hacía preguntas, pero yo estaba demasiado aturdida para contestar. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Me vestí apresuradamente, di un leve beso a Michael en la frente y salí tambaleándome al pasillo. Permanecí allí otros cinco minutos antes de sentirme con fuerzas para regresar junto a Richard.
Mi marido estaba todavía trabajando. Se hallaba arrodillado junto a Pozzo, de Esperando a Godot. El pequeño robot estaba en medio de sus largos y extravagantes parlamentos acerca de la inutilidad de todo. Richard no me prestó atención al principio. Luego, después de hacer callar a Pozzo, se volvió.
—¿Crees que te has tomado tiempo suficiente? —preguntó, con tono sarcástico.
—Tampoco ha dado resultado —respondí con abatimiento—. Supongo…
—No me vengas con cuentos —exclamó airadamente Richard—. No soy tan estúpido. ¿Esperas que me crea que has pasado dos horas desnuda con él y no ha sucedido nada? Yo sé cómo sois las mujeres. Creéis que…
No recuerdo el resto de lo que dijo. Recuerdo mi terror cuando avanzó hacia mí, con los ojos llenos de ira. Creí que iba a pegarme y me dispuse a recibir los golpes. Las lágrimas me corrían por las mejillas. Richard me llamó cosas horribles e, incluso, me lanzó insultos racistas. Estaba fuera de sí. Cuando levantó el brazo, furioso, salí corriendo de la habitación y huí por el pasillo en dirección a la escalera que subía hacia Nueva York. Estuve a punto de tropezar con Katie, que se había despertado por las voces y se hallaba, asombrada, a la puerta de su habitación.
Estaba claro en Rama. Caminé al azar, llorando intermitentemente, durante casi una hora. Estaba furiosa con Richard, pero me sentía también profundamente descontenta de mí misma. En su acceso de ira, Richard había dicho que yo estaba obsesionada con esta idea mía y que era solo una «inteligente excusa» el tener acceso carnal con Michael para poder ser la «abeja reina de la colmena». Yo no había respondido a sus desvaríos. ¿Había alguna brizna de verdad en su acusación? ¿Formaba parte de mi excitación por el proyecto el deseo de tener relación sexual con Michael?
Me convencí a mí misma de que todas mis motivaciones habían sido correctas, cualquier cosa que sea lo que eso signifique, pero que mi comportamiento en todo el asunto había sido increíblemente estúpido desde el principio. Yo mejor que nadie hubiera debido saber que lo que estaba sugiriendo era imposible. Ciertamente, al ver la reacción inicial de Richard (y la de Michael también, si a eso vamos), hubiera debido abandonar en el acto la idea. Quizá Richard tenía razón en algunas cosas. Quizá soy testaruda y estoy obsesionada con la idea de proporcionar la máxima variedad genética a nuestra prole. Pero sé con certeza que no tramé todo el asunto para poder tener relación sexual con Michael.
Nuestra habitación estaba a oscuras cuando regresé. Me puse el pijama y me dejé caer, exhausta, en mi estera. A los pocos segundos, Richard se volvió hacia mí, me abrazó impetuosamente y dijo:
—Lo siento, lo siento mucho, mi querida Nicole. Perdóname, por favor.
Desde entonces, no he vuelto a oír su voz. Hace ya seis días que se marchó. Dormí profundamente aquella noche, ignorante de que Richard estaba recogiendo sus cosas y dejándome una nota. A las siete de la mañana, sonó una alarma. Había un mensaje llenando la pantalla negra. Decía: «SÓLO PARA NICOLE DES JARDINS. Pulsa K cuando quieras leer». Las niñas no se habían despertado aún, así que pulsé el botón K del teclado.
Querida Nicole, ésta es la carta más difícil que jamás he escrito en mi vida. Voy a separarme temporalmente de ti y de la familia. Sé que esto os creara considerables penalidades a ti, a Michael y a las niñas, pero, créeme, es la única manera. Después de anoche, está claro para mí que no hay otra solución.
Te quiero con todo mi corazón, cariño mío, y sé, cuando mi cerebro controla mis emociones, que lo que estás intentando hacer redunda en beneficio de la familia. Me avergüenzo terriblemente de las acusaciones que te he lanzado esta noche y, sobre todo, de las cosas que te he llamado, especialmente de los epítetos raciales y de mi frecuente empleo de la palabra «zorra». Espero que puedas perdonarme, aunque no estoy seguro de que pueda yo perdonarme a mí mismo, y que recuerdes mi amor en vez de mi insensata y desbocada ira.
Los celos son una cosa terrible. «Se divierten con la vianda que les nutre» es sólo una parte de la realidad. Los celos son completamente devoradores, totalmente irracionales y absolutamente extenuantes. Las personas más maravillosas del mundo no son más que animales furiosos cuando caen presa de los celos.
Nicole querida, no te conté toda la verdad sobre el fin de mi matrimonio con Sarah. Sospeché durante meses que se veía con otros hombres aquellas noches que pasaba en Londres. Eran muchos los indicios delatores —su irregular interés por el sexo, vestidos nuevos que nunca llevaba conmigo, súbitas fascinaciones por nuevas posturas o prácticas sexuales diferentes, llamadas telefónicas en las que no había nadie al otro extremo del hilo—, pero yo la quería tan locamente y estaba tan seguro de que nuestro matrimonio terminaría si me enfrentaba a ella, que no hice nada hasta que los celos me sacaron de quicio.
De hecho, mientras yacía tendido en mi cama de Cambridge e imaginaba a Sarah haciendo el amor con otro hombre, mis celos se tornaban tan poderosos que no podía conciliar el sueño hasta haber imaginado a Sarah muerta. Cuando la señora Sinclair me llamó aquella noche y comprendí que ya no podía fingir por más tiempo que Sarah me era fiel, fui a Londres con la expresa intención de matar a mi esposa y a su amante.
Afortunadamente, no tenía pistola y mi furor al verles juntos me hizo olvidar el cuchillo que me había puesto en el bolsillo del abrigo. Pero, sin duda alguna, los habría matado si el alboroto no hubiera despertado a los vecinos y no me lo hubieran impedido.
Quizá te estés preguntando qué tiene que ver contigo todo esto. Ya ves, amor mío, cada uno de nosotros desarrolla en su vida pautas de comportamiento decisivas. Mi pauta de enloquecidos celos se hallaba ya presente antes de conocerte. Durante las dos ocasiones en que has ido a tener relaciones íntimas con Michael, no he podido impedir que retornaran los recuerdos de Sarah. Sé que tú no eres Sarah y que tú no me estás engañando, pero mis emociones retornan, no obstante, en aquella misma enloquecida pauta. En un cierto y muy extraño sentido, porque resulta imposible de concebir la idea de que tú me traiciones, me siento peor, más asustado, cuando estás con Michael que como me sentía cuando Sarah estaba con Hugh Sinclair o cualquier otro de sus amigos actores.
Espero que algo de esto tenga sentido. Me voy porque no puedo dominar mis celos, aunque reconozco que son irracionales. No quiero volverme como mi padre y acabar ahogando mi desventura en alcohol y destrozando la vida de cuantos me rodean. Presiento que, de una manera u otra, conseguirás esa concepción y preferiría ahorrarte mi mal comportamiento durante el proceso.
Espero volver pronto, a menos que encuentre peligros imprevistos en mis exploraciones, pero no sé exactamente cuándo. Necesito un período curativo para poder volver a aportar algo positivo a nuestra familia. Diles a las niñas que estoy de viaje. Sé especialmente cariñosa con Katie; es la que más me echará en falta.
Te quiero, Nicole. Sé que te será difícil comprender por qué me marcho, pero, por favor, inténtalo.
Richard
13 de mayo de 2205
Hoy he pasado cinco horas arriba, en Nueva York, buscando a Richard. He ido a los pozos, a las dos celosías, a las tres plazas. He recorrido el perímetro de la isla a lo largo de los terraplenes. He sacudido la reja de la madriguera de los aracnopulpos y he descendido brevemente a la región de los avícolas. Por todas partes, gritaba su nombre. Recuerdo que Richard me encontró hace cinco años gracias al radiofaro que había colocado en su shakespeariano robot príncipe Hal. Yo podría haber utilizado hoy un faro.
No había ni rastro de Richard por ninguna parte. Yo creo que ha abandonado la isla. Richard es un excelente nadador —podría haber llegado fácilmente al Hemicilindro Norte—, pero ¿y las fantásticas criaturas que pueblan el mar Cilíndrico? ¿Le dejaron pasar? Vuelve, Richard. Te echo de menos. Te quiero. Evidentemente, llevaba varios días pensando en marcharse. Había actualizado y acondicionado nuestro catálogo de interacciones con los ramanos con el fin de hacérnoslo lo más fácil posible a Michael y a mí. Se llevó la más grande de nuestras mochilas y a su mejor amigo, EB, pero dejó los robots de Beckett.
Desde que Richard se marchó, nuestras comidas familiares constituyen un trance penoso. Katie está casi siempre enfadada. Quiere saber cuándo volverá su padre y por qué lleva tanto tiempo fuera. Michael y Simone soportan su tristeza en silencio. Su unión continúa intensificándose; parecen consolarse muy bien mutuamente. Por mi parte, he tratado de prestar más atención a Katie, pero no puedo reemplazar a su adorado papá.
Las noches son terribles. No duermo. Paso revista una y otra vez a mis interacciones con Richard durante los dos últimos meses y revivo todos mis errores. La carta que me dejó antes de marcharse era muy reveladora. Nunca habría imaginado que sus anteriores dificultades con Sarah ejercerían el más mínimo impacto sobre su matrimonio conmigo, pero ahora comprendo lo que decía cuando hablaba de pautas.
En mi vida emocional también hay pautas. La muerte de mi madre cuando yo sólo tenía diez años me enseñó el terror del abandono. El miedo a perder una fuerte unión me ha dificultado la intimidad y la confianza. Desde que perdí a mi madre, he perdido a Genevieve, a mi padre y ahora, por lo menos temporalmente, a Richard. Cada vez que la pauta se repite se reactivan todas las quimeras del pasado. Cuando, hace dos noches, rompí a llorar, comprendí que echaba de menos no sólo a Richard, sino también a mi madre, a Genevieve y a mi maravilloso padre. Estaba volviendo a sentir cada una de aquellas pérdidas. Por eso puedo comprender que al estar yo con Michael se dispararan en Richard sus penosos recuerdos de Sarah.
El proceso de aprendizaje nunca se detiene. Aquí estoy yo, a mis cuarenta y un años, descubriendo otra faceta de la verdad acerca de las relaciones humanas. Es evidente que he herido demasiado profundamente a Richard. No importa que no exista ninguna base lógica para la preocupación de Richard de que mi afecto hacia él desaparezca por el hecho de haberme acostado con Michael. La lógica no tiene nada que ver aquí. La percepción y el sentimiento son lo que cuenta.
Había olvidado lo devastadora que puede ser la soledad. Richard y yo llevábamos juntos cinco años. Tal vez no tenga todos los atributos de mi príncipe azul, pero ha sido un compañero maravilloso y es, sin duda, el ser humano más inteligente que jamás he conocido. Sería una tragedia inconmensurable que no regresara. Me domina la pesadumbre cuando pienso, aun por un momento, que quizá le haya visto por última vez.
De noche, cuando me siento especialmente sola, suelo leer poesía. Baudelaire y Eliot han sido mis poetas favoritos desde mis tiempos de estudiante, pero las últimas noches he estado encontrando consuelo en los poemas de Benita García. Durante su permanencia como cadete en la Academia Espacial de Colorado, su desenfrenada pasión por la vida le causó no poco dolor. Se lanzó con igual ímpetu a sus estudios de cosmonauta y a los brazos de los hombres que le rodeaban. Cuando Benita hubo de comparecer ante el comité disciplinario de los cadetes para responder, como única transgresión, de su no inhibida sexualidad, comprendió lo esquizofrénicos que eran los hombres por lo que al sexo se refería.
La mayoría de los críticos literarios prefiere su primer volumen de poemas, Sueños de una muchacha mexicana, que estableció su reputación cuando era todavía una adolescente, al más sesudo y menos lírico que publicó durante su último año de estancia en la Academia. Ahora, sin Richard y con mi mente forcejeando todavía por entender qué ha ocurrido realmente durante estos últimos meses, son los poemas de Benita que reflejan las dudas y las angustias de su adolescencia los que resuenan conmigo. Su camino hacia la madurez fue en extremo difícil. Aunque su obra seguía siendo rica en imágenes, Benita ya no era Pollyanna caminando por entre las ruinas de Uxmal. Esta noche, he leído varias veces uno de sus poemas universitarios que me gusta especialmente:
Mis vestidos alegran mi habitación
como flores del desierto tras la lluvia.
Vienes esta noche, mi nuevo amor,
pero ¿a quién quieres ver en mí?
Los pálidos tonos pastel van bien para los libros,
mis azules y verdes, un tinte vespertino,
como amiga o, incluso, prometida.
Pero si es en el sexo en lo que piensas,
entonces unos ojos rojos o negros y oscurecidos
me convierten en la puta que debo ser.
Mis sueños infantiles no eran así,
mi príncipe venía sólo a darme un beso
y eliminaba todo dolor.
¿No puedo volverle a ver?
Las máscaras me ofenden, colegial,
llevo mi vestido sin gran alegría.
El precio que pago por cogerte la mano
me humilla como tú has planeado.