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1 de abril de 2204

Hoy ha sido un día insólito en todos los aspectos. Primero, una vez que todos se hubieron despertado, anuncié que íbamos a dedicar el día a la memoria de Leonor de Aquitania, que murió, si los historiadores no se equivocan y nosotros hemos llevado correctamente el calendario, hoy hace exactamente mil años. Para mi satisfacción, la familia entera apoyó la idea y tanto Richard como Michael se ofrecieron a ayudar en los festejos. Michael, cuya unidad de historia del arte ha sido sustituida ahora por una unidad de cocina, sugirió que él podía preparar un almuerzo medieval especial en honor de la reina. Richard se apresuró a salir con EB, cuchicheándome al pasar que el pequeño robot iba a regresar como Henry Plantagenet.

Yo había desarrollado una breve lección de historia para Simone, en la que le presentaba a Leonor y el mundo del siglo XII. Prestó una atención desacostumbrada. Incluso Katie, que nunca está quieta más de cinco minutos, se mostró cooperativa y no nos interrumpió. Se estuvo casi toda la mañana jugando pacíficamente con sus juguetes. Al final de la lección, Simone me preguntó por qué había muerto la reina Leonor. Cuando respondí que la reina había muerto de vieja, mi hija de tres años preguntó entonces si la reina Leonor había «ido al cielo».

—¿De dónde has sacado esa idea? —pregunté a Simone.

—De tío Michael —respondió—. Él me dijo que los buenos cuando mueren van al cielo, y los malos van al infierno.

—Algunas personas creen que existe un cielo —dije, tras reflexionar unos momentos—, otras creen en lo que se llama reencarnación, en la que se vuelve a vivir como una persona diferente o, incluso, como una clase diferente de animal. Algunos creen también que nuestra existencia es un milagro finito, con un principio y un fin concretos, que termina con la muerte de cada individuo único y particular. —Sonreí y le revolví el pelo con la mano.

—¿Y tú qué crees, mamá? —preguntó entonces mi hija.

Sentí algo muy parecido al pánico. Hice unos cuantos comentarios para ganar tiempo mientras trataba de pensar una respuesta. A mi mente acudía una expresión de mi poema favorito de T. S. Eliot, «llevarte a una pregunta anonadadora». Afortunadamente, fui rescatada en el último momento.

—Yo os saludo, joven señora.

El pequeño robot EB, vestido con lo que pasaba por ser un traje de montar medieval, entró en la habitación e informó a Simone de que él era Henry Plantagenet, rey de Inglaterra y marido de la reina Leonor. A Simone se le iluminó la cara. Katie levantó la vista y sonrió.

—La reina y yo construimos un gran imperio —dijo el robot, realizando un amplio ademán con sus pequeños brazos— que acabó incluyendo toda Inglaterra, Escocia, Irlanda, Gales y la mitad de lo que ahora es Francia.

EB recitó con entusiasmo una conferencia preparada, regocijando a Simone y Katie con sus guiños y ademanes. Luego, se llevó la mano al bolsillo y sacó un cuchillo y un tenedor de tamaño minúsculo y afirmó que él había enseñado el concepto de utensilios de mesa a los «bárbaros ingleses».

—Pero ¿por qué encarcelaste a la reina Leonor? —preguntó Simone cuando el robot hubo terminado. Yo sonreí. Realmente, había prestado atención a su lección de historia. La cabeza del robot giró en dirección a Richard. Éste levantó un dedo, indicando una breve espera, y salió apresuradamente al corredor. Antes que transcurriera un minuto, regresó EB, alias Henry II. El robot se dirigió a Simone.

—Me enamoré de otra mujer —dijo—, y la reina Leonor se puso furiosa. Para vengarse, volvió a mis hijos contra mí…

Richard y yo acabábamos de comenzar una pacífica discusión sobre las verdaderas razones por las que Henry encarceló a Leonor (hemos descubierto muchas veces que cada uno hemos aprendido una versión diferente de la historia anglofrancesa), cuando oímos un lejano pero inconfundible chillido. Al cabo de unos instantes nos encontrábamos los cinco en la parte superior. Se repitió el chillido.

Levantamos la vista hacia el firmamento. Un solitario avícola volaba describiendo un amplio círculo a unos cien metros por encima de los rascacielos. Corrimos hacia los terraplenes, junto al mar Cilíndrico, para poder ver mejor. Una vez, dos veces, la gran criatura voló en torno al perímetro de la isla. Al completar cada vuelta, el avícola emitía un único y prolongado chillido. Richard agitó los brazos y gritó, pero no hubo ningún indicio de que su presencia hubiera sido advertida.

Al cabo de aproximadamente una hora, las niñas empezaron a dar muestras de desasosiego. Acordamos que Michael las llevara al refugio y que Richard y yo nos quedaríamos mientras existiera alguna posibilidad de contacto. El pájaro continuó volando de la misma manera.

—¿Crees que está buscando algo? —pregunté a Richard.

—No lo sé —respondió, y volvió a gritar y agitar los brazos en dirección al avícola cuando éste llegó al punto de su trayectoria más próximo a nosotros. Esta vez, cambió de rumbo, describiendo gráciles arcos en su helicoidal descenso. Cuando estuvo más cerca, Richard y yo pudimos ver su vientre, gris y aterciopelado, y los brillantes anillos de color rojo cereza en torno al cuello.

—Es nuestro amigo —susurré a Richard, recordando al dirigente avícola que, cuatro años antes, había accedido a transportarnos sobre el mar Cilíndrico.

Pero este avícola no era la criatura robusta y saludable que volaba en el centro de la formación cuando escapamos de Nueva York. Este pájaro estaba flaco y demacrado y su terciopelo se hallaba sucio y descuidado.

—Está enfermo —dijo Richard, mientras el pájaro se posaba en el suelo a unos veinte metros de distancia.

El avícola farfulló suavemente algo y agitó nerviosamente la cabeza, mirando a su alrededor como si esperase más compañía. Richard dio un paso hacia él, y la criatura batió las alas y retrocedió unos metros.

—¿Qué alimento tenemos —preguntó en voz baja Richard— que sea más parecido químicamente al melón?

Meneé la cabeza.

—No tenemos más que el pollo de anoche. Un momento —exclamé, interrumpiéndome a mí misma—, tenemos ese ponche verde que les gusta a las niñas. Se parece al líquido que tiene el melón en el centro.

Antes de que yo terminara la frase, Richard ya se había marchado. Durante los diez minutos que tardó en volver, el avícola y yo permanecimos mirándonos mutuamente en silencio. Yo traté de centrar mi mente en pensamientos amistosos, con la esperanza de que mis buenas intenciones se reflejaran de alguna manera en mis ojos, en un momento dado vi cambiar la expresión del avícola, pero, naturalmente, no tenía ni idea de lo que esa expresión significaba.

Richard regresó trayendo uno de nuestros negros tazones lleno del ponche verde. Depositó el tazón delante de nosotros y lo señaló mientras retrocedíamos seis u ocho metros. El avícola se acerco con sus pasitos cortos y claudicantes y se detuvo finalmente ante el tazón. El pájaro sumergió el pico en el líquido, tomó un pequeño sorbo y, luego, echó hacia atrás la cabeza para tragarlo. Al parecer, el ponche estaba perfectamente, pues el líquido desapareció en menos de un minuto. Cuando terminó, el avícola retrocedió dos pasos, desplegó las alas y dio un giro circular completo.

—Ahora debemos decirle «eres bien venido» —indiqué, alargándole la mano a Richard.

Ejecutamos nuestro giro circular, como habíamos hecho al despedirnos y darle las gracias cuatro años antes, y, al terminar, realizamos una leve inclinación en dirección al avícola.

Tanto Richard como yo pensamos que la criatura sonreía, pero reconocimos después que quizá lo hubiéramos imaginado. El aterciopelado avícola gris desplegó las alas, se elevó del suelo y ascendió en el aire por encima de nuestras cabezas.

—¿Adónde crees que va? —pregunté a Richard.

—Se está muriendo —respondió en voz baja—. Está contemplando por última vez el mundo que ha conocido.

6 de enero de 2205

Hoy es mi cumpleaños. Tengo ya cuarenta y un años. Anoche tuve otro de mis vívidos sueños. Yo era muy vieja. Tenía el pelo completamente gris y la cara llena de arrugas. Vivía en un castillo —en algún lugar próximo al Loira, no lejos de Beauvois— con dos hijas mayores (ninguna de las cuales se parecía, en el sueño, a Simone, ni a Katie ni a Genevieve) y tres nietos. Los chicos eran todos adolescentes y físicamente sanos, pero algo había mal en cada uno de ellos. Eran los tres un poco obtusos, quizás incluso retrasados. Recuerdo que en el sueño trataba de explicarles cómo la molécula de hemoglobina lleva oxígeno a los tejidos desde el sistema pulmonar. Ninguno de ellos podía entender lo que yo decía.

Desperté deprimida del sueño. Era noche cerrada y todos los demás miembros de la familia dormían. Como suelo hacer con frecuencia, me dirigí por el corredor hacia el cuarto de las niñas para ver si seguían tapadas por sus ligeras mantas. Simone no se mueve apenas por la noche, pero Katie se había quitado la ropa, como de costumbre, con su agitada forma de dormir. La volví a tapar y, luego, me senté en una de las sillas.

¿Qué es lo que me preocupa?, me pregunté. ¿Por qué estoy teniendo tantos sueños sobre hijos y nietos? La semana pasada, un día aludí en broma la posibilidad de tener un tercer hijo y Richard, que está pasando otro de sus períodos de estado de ánimo sombrío, pegó casi un salto al oírme. Yo creo que lamenta que le convenciera para que tuviésemos a Katie. Cambié de tema inmediatamente, no queriendo provocar otra de sus diatribas nihilistas.

¿Deseaba yo realmente tener otro hijo en estas circunstancias? Prescindiendo por el momento de cualesquiera razones personales que yo pudiera tener para dar a luz un tercer hijo, existe un poderoso argumento biológico para continuar reproduciendo. Todos los indicios con respecto a nuestro destino nos conducen a pensar que jamás tendremos ningún contacto futuro con otros miembros de la especie humana. Si somos los últimos de nuestro linaje, sería prudente que prestáramos atención a uno de los principios fundamentales de la evolución: la máxima variación genética produce la más alta probabilidad de supervivencia en un entorno inseguro.

Una vez que hube despertado anoche totalmente de mi sueño, mi mente continuó llevando adelante la cuestión. Supongamos, me dije a mí misma, que Rama no está en realidad yendo a ninguna parte y que pasaremos el resto de nuestra vida en las circunstancias actuales. Entonces, con toda probabilidad, Simone y Katie nos sobrevivirán a los tres adultos. ¿Qué ocurrirá después? A menos que hayamos conservado alguna cantidad de semen de Michael o de Richard (y los problemas tanto biológicos como sociológicos serían terribles), mis hijas no podrán reproducirse. Puede que lleguen al paraíso, o al nirvana o a algún otro mundo, pero acabarán pereciendo, y los genes que portan morirán con ellas.

Pero supongamos, continué, que doy a luz un hijo. Las dos niñas tendrán entonces un compañero varón de su edad y se habrá aliviado espectacularmente el problema de las generaciones sucesivas.

Fue en este punto de mi proceso mental cuando una idea verdaderamente insensata cruzó mi mente. Una de las áreas principales de mi especialización durante mi formación médica era la genética, en particular los defectos hereditarios. Recordé mis estudios de las familias reales de Europa entre los siglos XV y XVIII y los numerosos individuos «inferiores» engendrados a consecuencia de la excesiva endogamia. Un hijo engendrado por Richard y por mí tendría los mismos componentes genéticos que Simone y Katie. Los descendientes que ese hijo tuviera con cualquiera de las chicas, nuestros nietos, correrían un alto riesgo de nacer con defectos. Por el contrario, un hijo engendrado por Michael y por mí, compartiría con las chicas sólo la mitad de los genes y, si mi recuerdo de los datos no me engaña, su descendencia con Simone o Katie tendría un riesgo mucho menor de nacer con defectos.

Rechacé inmediatamente esta horrible idea. Sin embargo, no se me fue de la cabeza. Poco después, cuando hubiera debido estar durmiendo, mi mente volvió sobre el mismo tema. ¿Y si me quedo embarazada de nuevo de Richard y tengo una tercera hija? Será necesario entonces repetir todo el proceso. Tengo ya cuarenta y un años. ¿Cuántos me quedan hasta el principio de la menopausia, aunque la retrase químicamente? Sobre la base de los dos datos disponibles hasta el momento, no existen pruebas de que Richard pueda engendrar un varón. Podríamos formar un laboratorio que permitiese la selección de esperma masculino de su semen, pero requeriría un esfuerzo monumental por nuestra parte y muchos meses de detallada interacción con los ramanos. Y aún quedaría la cuestión de la conservación del esperma y su implantación en los ovarios.

Pasé revista a las diversas técnicas existentes para alterar el proceso natural de selección del sexo (la dieta alimenticia del hombre, tipo y frecuencia de la relación sexual, sincronización con respecto a la ovulación, etcétera) y llegué a la conclusión de que Richard y yo teníamos buenas probabilidades de engendrar de forma natural un hijo varón si teníamos mucho cuidado. Pero en el fondo de mi mente persistía el pensamiento de que las probabilidades serían más favorables aún si fuese Michael el padre. Después de todo, tenía dos hijos varones (de un total de tres) como resultado del puro azar. Por mucho que yo pudiera aumentar las probabilidades con Richard, las mismas técnicas con Michael garantizarían virtualmente un hijo varón.

Antes de quedar dormida, consideré brevemente lo impracticable de toda la idea. Habría que idear un método infalible de inseminación artificial (que tendría que supervisar yo misma, aun siendo también el sujeto). ¿Podíamos hacer eso en nuestra actual situación y garantizar el sexo y la salud del embrión? Ni siquiera los hospitales de la Tierra, con todos los recursos a su disposición, obtienen siempre éxito. La otra alternativa era tener relación sexual con Michael. Aunque no encontraba desagradable la idea, las ramificaciones sociológicas parecían tan grandes que la abandoné por completo.

(Seis horas después). Los hombres me han sorprendido esta noche con una cena especial. Michael se está convirtiendo en todo un cocinero. La comida sabía, conforme a lo anunciado, a carne asada a la Wellington, aunque por su aspecto más parecía espinacas a la crema. Richard y Michael sirvieron también un líquido rojo con el nombre de vino. No estaba mal, así que lo bebí, descubriendo con sorpresa que contenía algo de alcohol y que me producía una cierta euforia.

De hecho, todos nos encontrábamos un poco achispados para el final de la cena. Las niñas, especialmente Simone, estaban desconcertadas por nuestro comportamiento. Durante el postre de tarta de coco, Michael me dijo que cuarenta y uno era un «número muy especial». Me explicó luego que era el mayor número primo que iniciaba una larga sucesión cuadrática de otros primos. Cuando le pregunté qué era una sucesión cuadrática, se echó a reír y dijo que no lo sabía. Sin embargo, escribió la secuencia de cuarenta elementos de que estaba hablando: 41, 43, 47, 53, 61, 71, 83, 97, 113…, concluyendo con el número 1.601. Me aseguró que cada uno de los cuarenta números de la sucesión era primo.

—Por consiguiente —finalizó con un guiño—, cuarenta y uno tiene que ser un número mágico.

Mientras yo reía, nuestro genio residente, Richard, miró los números y, después de manipular su ordenador durante no más de un minuto, nos explicó a Michael y a mí por qué se llamaba «cuadrática» la sucesión.

—Las segundas diferencias son constantes —dijo, mostrándonos con un ejemplo lo que quería decir—. Por consiguiente, una sencilla expresión cuadrática puede así generar toda la sucesión. Tomemos f(N) = N2 – N + 41 —continuó—, donde N es cualquier entero de 0 a 40. Esa función generará toda tu sucesión.

»Mejor aún —rio—, consideremos f(N) = N2 – 81N + 1681, donde N es cualquier entero de 1 a 80. Esta fórmula cuadrática empieza en el final de tu hilera de números, f(1) = 1601, y recorre la sucesión en orden decreciente primero. Se invierte en f(40) = f(41) = 41 y, luego, genera de nuevo toda tu serie de números en orden creciente.

Richard sonrió. Michael y yo nos lo quedamos mirando, impresionados.

13 de marzo de 2205

Katie celebraba hoy su segundo cumpleaños, y todo el mundo estaba de buen humor, especialmente Richard. Le agrada su hijita, aunque la manipula terriblemente. Con ocasión de su cumpleaños, la llevó hasta la madriguera de aracnopulpos y estuvieron los dos haciendo sonar las rejas. Tanto Michael como yo mostramos nuestra desaprobación, pero Richard se echó a reír y le guiñó un ojo a Katie.

Durante la cena, Simone tocó una pieza corta para piano que Michael le ha estado enseñando y Richard sirvió un vino excelente, un Chardonnay ramano lo llamó él, con nuestro salmón escalfado. En Rama, el salmón escalfado se parece a los huevos revueltos de la Tierra, lo que resulta un poco desconcertante, pero continuamos fieles a nuestra convención de denominar los alimentos conforme a su contenido nutritivo.

Me siento plenamente feliz, aunque debo reconocer que estoy un poco nerviosa ante mi próxima conversación con Richard. Él se encuentra muy animado últimamente, sobre todo porque está trabajando no en uno, sino en dos proyectos importantes. No sólo está preparando brebajes líquidos cuyo sabor y contenido de alcohol rivalizan con los excelentes vinos del planeta Tierra, sino que también está creando una nueva serie de robots de veinte centímetros basados en los personajes de las obras del premio Nobel del siglo XX Samuel Beckett. Michael y yo le hemos insistido durante varios años a Richard para que reencarne su compañía de Shakespeare, pero el recuerdo de sus amigos perdidos para siempre le ha detenido. Un nuevo dramaturgo, sin embargo, es asunto diferente. Ya ha terminado los cuatro personajes de Final de partida. Esta noche, las niñas reían alegremente cuando los viejos «Nagg» y «Nell» salían de sus cubos de basura gritando: «Mi papilla. Traedme mi papilla».

Decididamente, voy a exponerle a Richard mi idea de tener un hijo siendo Michael el padre. Estoy segura de que comprenderá la lógica y la ciencia de la sugerencia, aunque difícilmente puedo esperar que se muestre entusiasmado con ella. Desde luego, aún no le he mencionado a Michael mi idea. No obstante, sabe que le estoy dando vueltas a algo importante, porque le he preguntado si se encargará de cuidar de las niñas esta tarde, mientras Richard y yo nos vamos arriba a dar una vuelta y a conversar.

Mi nerviosismo con respecto a este asunto es probablemente injustificado. Sin duda, se basa en una definición de comportamiento adecuado que, simplemente, no es aplicable a nuestra actual situación. Richard se encuentra muy bien estos días. Su ingenio se ha aguzado últimamente. Puede que me dirija unas cuantas réplicas desabridas durante nuestra conversación, pero apuesto a que, al final, se mostrará favorable a la idea.