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20 de junio de 2202

Hoy he comprobado que estoy embarazada de nuevo. Michael se ha mostrado encantado; Richard, en cambio, ha manifestado una frialdad sorprendente. Al hablar en privado con Richard, me ha confesado que estaba experimentando sentimientos encontrados, porque Simone ha llegado a la etapa en que ya no necesita una atención constante. Le he recordado que cuando, hace dos meses, hablamos de tener otro hijo, él dio entusiásticamente su consentimiento. Richard me ha sugerido que su anhelo por engendrar un segundo hijo se hallaba fuertemente influenciado por mi «evidente excitación» en el momento.

El nuevo bebé llegará a mediados de marzo. Para entonces, habremos terminado la habitación infantil y tendremos espacio suficiente para toda la familia. Lamento que Richard no se sienta emocionado por volver a ser padre, pero me alegra el hecho de que Simone tendrá ahora un compañero de juegos.

15 de marzo de 2203

Catharine Colin Wakefield (la llamaremos Katie) nació el 13 de marzo a las 6.16 de la mañana. Fue un parto fácil, sólo cuatro horas desde las primeras contracciones. No hubo dolores intensos en ningún momento. Di a luz en cuclillas y me encontraba tan bien que corté el cordón umbilical yo misma.

Katie llora ya mucho. Tanto Genevieve como Simone fueron bebés dulces y apacibles, pero, evidentemente, Katie va a ser una alborotadora. A Richard le ha agradado que yo quisiera ponerle el nombre de su madre. Yo había esperado que quizás esta vez se sintiera más interesado en su papel de padre, pero está ahora demasiado ocupado trabajando en su «base de datos perfecta» (clasificará y proporcionará rápido acceso a toda nuestra información) como para prestar mucha atención a Katie.

Mi tercera hija pesó al nacer poco menos de cuatro kilogramos y medía 54 centímetros. Casi con toda seguridad, Simone no pesaba tanto cuando nació, pero entonces no teníamos una báscula precisa. La piel de Katie es bastante clara, casi blanca, de hecho, y también su pelo lo es mucho más que los negros rizos de su hermana. Sus ojos son sorprendentemente azules. Sé que no es raro que los bebés tengan los ojos azules y que, con frecuencia, se les oscurecen considerablemente en el primer año. Pero nunca esperé que un hijo mío tuviera ni por un momento ojos azules.

18 de mayo de 2203

Me cuesta creer que Katie tenga ya más de dos meses. ¡Es una niña tan absorbente! Ya debería haberle enseñado a no estirarme de los pezones, pero no puedo quitarle la costumbre. Se muestra especialmente difícil cuando se halla presente alguien más mientras le doy de mamar. Con sólo que vuelva la cabeza para hablar con Michael o Richard, o, en particular, si trato de responder a una de las preguntas de Simone, Katie me estira del pezón con todas sus fuerzas.

Richard se ha venido mostrando en extremo sombrío últimamente. A veces, es el mismo de siempre, brillante, ingenioso, y nos hace reír a Michael y a mí con sus eruditas bromas; sin embargo, su humor puede cambiar en un instante. Una simple observación aparentemente inocua de cualquiera de nosotros puede sumirle en la depresión o, incluso, enfurecerle.

Sospecho que el verdadero problema de Richard en la actualidad es el aburrimiento. Ha terminado su proyecto de base de datos y no ha comenzado aún otra actividad importante. El fabuloso ordenador que construyó el año pasado contiene subrutinas que convierten casi en rutinaria nuestra interacción con la pantalla negra. Richard podría añadir un poco de variedad a sus días desempeñando un papel más activo en el desarrollo y la educación de Simone, pero supongo que no es su estilo. No parece sentirse fascinado, como nos sentimos Michael y yo, por las complejas pautas de desarrollo que están emergiendo en Simone.

Cuando quedé embarazada de Katie me preocupaba la aparente falta de interés de Richard en los niños. Decidí atacar directamente el problema pidiéndole que me ayudase a montar un minilaboratorio que nos permitiera analizar parte del genoma de Katie a partir de una muestra de mi líquido amniótico. El proyecto implicaba la aplicación de una química compleja, un nivel de interacción con los ramanos más profundo de cuanto jamás habíamos intentado, y la creación y calibración de refinados instrumentos médicos.

A Richard le encantaba la tarea. A mí también, pues me recordaba los tiempos de la Facultad de Medicina. Trabajábamos juntos durante doce, a veces catorce horas diarias (dejando que Michael se ocupara de Simone, se llevan muy bien los dos) hasta que terminábamos. Con frecuencia, hablábamos de nuestro trabajo hasta altas horas de la noche, incluso mientras hacíamos el amor.

Pero cuando llegó el día en que finalizamos el análisis del genoma de nuestra futura hija, descubrí con estupefacción que Richard se sentía más excitado por el hecho de que el equipo y el análisis satisfacían todos nuestros requisitos que por las características de nuestra segunda hija. Yo estaba asombrada. Cuando le dije que era niña, que no tenía el síndrome de Down ni el de Whittingham y que ninguna de sus tendencias cancerígenas conocidas rebasaba los límites aceptables, reaccionó con aire distraído. Pero cuando elogié la rapidez y precisión con que el sistema había completado la prueba, Richard resplandeció de orgullo.

¡Qué hombre tan diferente es mi marido! Se siente mucho más a gusto con el mundo de las matemáticas y la ingeniería que con la compañía de otras personas.

Michael ha notado también el reciente desasosiego de Richard. Le ha alentado a crear más juguetes para Simone, como las magníficas muñecas que Richard hizo cuando yo estaba en los últimos meses de mi embarazo de Katie. Aquellas muñecas siguen siendo los juguetes favoritos de Simone. Andan solas e incluso responden a una docena de órdenes verbales. Una noche en que se encontraba en una de sus fases de buen humor, Richard programó a EB para que interactuase con las muñecas. Simone se puso casi histérica de risa cuando El Bardo (Michael insiste en llamar por su nombre completo al robot recitador de Shakespeare creado por Richard) acorraló a las tres muñecas en un rincón y les soltó una retahíla de sonetos de amor.

Estas dos últimas semanas, ni siquiera EB ha alegrado a Richard. No duerme bien, lo que es raro en él, y no manifiesta interés por nada. Incluso nuestra regular y variada vida sexual se ha visto suspendida, por lo que Richard debe realmente estar luchando con sus demonios interiores. Hace tres días, salió por la mañana temprano (era también poco después de amanecer en Rama; de vez en cuando, nuestro reloj terrestre del refugio y el reloj ramano del exterior se hallan en sincronía) y permaneció arriba, en Nueva York, durante más de diez horas. Cuando le pregunté qué había estado haciendo, respondió que había estado sentado en el muro, contemplando el mar Cilíndrico.

Luego, cambió de tema.

Michael y Richard están convencidos de que nos hallamos ahora solos en nuestra isla. Recientemente, Richard ha entrado dos veces en el refugio avícola y las dos ha permanecido en el lado del corredor vertical más alejado de la garita del tanque. En una ocasión descendió incluso hasta el segundo pasadizo horizontal, en el que yo di mi salto, pero no vio señales de vida. La madriguera de los aracnopulpos tiene ahora un par de complicadas rejas entre la cubierta y el primer rellano. Durante los cuatro últimos meses, Richard ha estado observando electrónicamente de nuevo la región que se extiende en torno a la madriguera de los aracnos; aunque admite que pueden existir ciertas ambigüedades en los datos de su monitor, Richard insiste en que con la sola inspección visual puede asegurar que las rejas llevan largo tiempo sin ser abiertas.

Los hombres montaron el bote hace un par de meses y, luego, pasaron dos horas probándolo en el mar Cilíndrico. Simone y yo les despedimos desde la orilla. Temiendo que los biots cangrejos definieran el bote como «basura» (como parece ser que hicieron con el otro bote. Nunca hemos averiguado qué fue de él; un par de días después de haber escapado de la falange de misiles nucleares, regresamos a donde lo habíamos dejado, y había desaparecido), Richard y Michael lo volvieron a desmontar y lo trajeron al refugio para guardarlo.

Richard ha dicho varias veces que le gustaría navegar por el mar, hacia el sur, para ver si puede encontrar algún lugar por el que sea posible escalar los quinientos metros de altura del acantilado. Nuestra información sobre el Hemicilindro Sur de Rama es muy limitada. A excepción de los pocos días en que nos dedicamos a la caza de biots con el equipo de cosmonautas original de la Newton, nuestro conocimiento de la región se limita a los toscos mosaicos reunidos en tiempo real a partir de las borrosas imágenes iniciales de la Newton. Desde luego, sería fascinante y excitante explorar el sur; quizá pudiéramos encontrar incluso el lugar adonde se fueron todos aquellos aracnopulpos. Pero no podemos correr ningún riesgo en estos momentos. Nuestra familia depende decisivamente de los tres adultos; la pérdida de cualquiera de nosotros sería devastadora.

Creo que Michael O’Toole está contento con la vida que nos hemos creado en Rama, especialmente desde que la adición del gran ordenador de Richard nos ha dado fácil acceso a tan enorme cantidad de nueva información. Tenemos ahora a nuestra disposición todos los datos enciclopédicos que se hallaban almacenados a bordo de la nave militar Newton. La actual «unidad de estudio» de Michael, como llama él a su entretenimiento organizado, es la historia del arte. El mes pasado su conversación estaba llena de los Médicis y los papas católicos del Renacimiento, juntamente con Miguel Angel, Rafael y los demás grandes pintores del período. Ahora está dedicado al siglo XIX, época de la historia del arte que yo encuentro más interesante.

Hemos tenido últimamente muchas discusiones sobre la «revolución» impresionista, pero Michael no acepta mi argumento de que el impresionismo no fue más que un subproducto natural de la aparición de la cámara fotográfica.

Michael se pasa horas con Simone. Es paciente, tierno y cariñoso. Ha ido observando cuidadosamente su desarrollo y ha registrado sus jalones principales en su libreta de notas electrónica. En la actualidad, Simone conoce de vista veintiuna de las veintiséis letras (confunde el par C y S, así como la Y y la V, y por alguna razón no puede aprender la K) y es capaz de contar hasta veinte si tiene buen día. Simone puede también identificar correctamente dibujos de un avícola, de un aracnopulpo y de los cuatro tipos predominantes de biots. Conoce también los nombres de los doce discípulos, hecho que no agrada precisamente a Richard. Hemos celebrado ya una «reunión en la cumbre» sobre la educación espiritual de nuestras hijas, y el resultado fue un cortés desacuerdo.

Eso me deja a mí toda la responsabilidad. Yo soy feliz casi todo el tiempo, aunque tengo días en los que el desasosiego de Richard o el llanto de Katie o el absurdo de nuestra extraña vida a bordo de esta nave espacial alienígena se combinan para abrumarme. Estoy siempre ocupada. Yo planeo la mayoría de las actividades familiares, decido lo que vamos a comer y cuándo y organizo los días de las niñas, incluidas sus siestas. Nunca dejo de formular la pregunta de adónde vamos, pero ya no me produce frustración no conocer la respuesta.

Mi actividad intelectual personal es más limitada de lo que podría ser si pudiera obrar a mi antojo, pero me digo a mí misma que no es posible aumentar el número de horas que tiene el día. Richard, Michael y yo sostenemos con frecuencia animadas conversaciones, así que, ciertamente, no hay escasez de estímulos. Pero ninguno de ellos siente mucho interés por algunas de las áreas intelectuales que siempre han formado parte de mi vida. Mi habilidad con los idiomas y con la lingüística, por ejemplo, ha sido fuente de considerable orgullo para mí ya desde mis primeros tiempos en la escuela. Hace varias semanas tuve un sueño terrible en el que había olvidado hablar o escribir en cualquier idioma que no fuese el inglés. Durante las dos semanas siguientes pasé dos horas diarias a solas, no sólo repasando mi amado francés, sino estudiando también italiano y japonés.

Una tarde, el mes pasado, Richard proyectó en la pantalla negra la información suministrada por un telescopio exterior ramano que incluía a nuestro Sol y a otras mil estrellas contenidas en el campo visual. El sol era el más brillante de los objetos, pero por muy poco. Richard nos recordó a Michael y a mí que estamos ya a más de doce billones de kilómetros de nuestro oceánico planeta natal que orbita en torno a aquella insignificante y lejana estrella.

Ese mismo día, al anochecer, estuvimos viendo Leonor la reina, una de las treinta y tantas películas originariamente llevadas a bordo de la Newton para entretener a la tripulación de cosmonautas. La película se basaba más o menos en las célebres novelas de mi padre sobre Leonor de Aquitania y había sido filmada en muchos de los parajes que yo había visitado con mi padre durante mi adolescencia. Las escenas finales de la película, que muestran los años anteriores a la muerte de Leonor, se rodaron en L’Abbaye de Fontevrault. Recuerdo haber estado en la abadía a los catorce años, junto a mi padre y delante de la tallada efigie de Leonor, con las manos temblorosas de emoción mientras agarraba con fuerza la mano de mi padre.

«Fuiste una gran mujer —dije una vez al espíritu de la reina que había dominado la historia de siglo XII en Francia e Inglaterra— y has fijado un ejemplo que debo seguir. No te decepcionaré».

Aquella noche, una vez que Richard se durmió y mientras Katie permanecía temporalmente tranquila, pensé de nuevo en el día y me sentí invadida de una profunda tristeza, de una sensación de pérdida que no era capaz de expresar. La yuxtaposición del remoto sol que se batía en retirada con la imagen de mí misma adolescente, haciendo audaces promesas a una reina que llevaba muerta casi mil años, me recordó que todo cuanto he conocido antes de Rama está ya terminado. Mis dos nuevas hijas no verán jamás ninguno de los lugares que tanto significaban para mí y para Genevieve. Nunca conocerán el olor a hierba recién cortada en primavera, la radiante belleza de las flores, los cantos de los pájaros ni el esplendor de la luna llena elevándose sobre el océano. No conocerán en absoluto el planeta Tierra, ni a ninguno de sus habitantes, a excepción de esta pequeña y abigarrada tripulación que llamarán su familia, una exigua representación de la vida desbordante en un glorioso planeta.

Aquella noche lloré durante varios minutos en silencio, sabiendo mientras lloraba que a la mañana siguiente volvería a tener mi expresión optimista en el rostro. Después de todo, podría ser mucho peor. Tenemos las cosas esenciales: comida, agua, cobijo, ropa, buena salud, compañía y, naturalmente, amor. El amor es el ingrediente más importante para la felicidad de cualquier vida humana, sea en la Tierra o en Rama.

Con sólo que Simone y Katie aprendan del mundo que hemos dejado atrás qué es el amor, será suficiente.